domingo, 5 de mayo de 2013


EN LAS MONTAÑAS DE LLALLAGUA

Llegar a Llallagua desde Huanuni, por un tramo que ahora está asfaltado, implica cruzar por una topografía accidentada, con zonas ecológicamente semiáridas, cañadones vertiginosos y ríos caudalosos en épocas de crecida. En algunos sitios, contemplados desde la ventanilla de la flota, el panorama de la meseta andina presenta terrenos con ausencia de agua, serranías, cuencas y quebradas sin atisbos de vida. A ratos, cuando la flota avanza por caminos que parecen víboras reptando por las laderas de los cerros, donde la paja brava y los arbustos silvestres son mecidos por el viento, se tiene la sensación de estar ingresando en un mundo dominado sólo por el frío y la naturaleza salvaje.

En la tranca de Llallagua, cerca del Campamento Uno y los desmontes, un Cristo de mármol, con los brazos abiertos y la mirada impertérrita, da la bienvenida a los pasajeros que arriban en autos particulares, flotas y minibuses desde Oruro, tras ganar la distancia en una flamante carretera que el gobierno hizo construir como símbolo de progreso.

La población civil, que se vislumbra desde la tranca, como arrinconada contra las montañas, parece descolgarse hacia una pendiente. Sus principales calles, angostas y serpenteantes, están atestadas de gente y ostentan con orgullo tiendas, farmacias, alojamientos, pensiones, taxis, puestos de chucherías y hasta uno que otro karaoke para divertirse y pasar la noche entre trago y trago, salvo los días miércoles en que se aplica la Ley Seca, que las autoridades municipales determinaron para evitar el consumo excesivo de bebidas alcohólicas entre los universitarios.


La población de Llallagua, desde que la dejé hace 34 años atrás, ha crecido en lo demográfico, a pesar de la relocalización de las familias mineras tras el Decreto Supremo 21060, que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro lanzó en 1985. Las plazas presentan una vegetación pintoresca y las empinadas calles lucen construcciones de arquitectura avanzada, como si el resplandor de otros tiempos hubiese vuelto a instalarse en esta tierra hecha de mineros y minerales.

En la Calle Linares, donde se hunde el terrero como un tobogán y por cuyo pequeño puente cruza el Ch’aquimayu (Río Seco), se encuentra la frontera entre el campamento minero de Siglo XX y la población civil de Llallagua, en cuyos bares y bazares zumba, a todo volumen y desde los parlantes instalados en plena acera, la música chicha y los wayños del norte de Potosí.

Caminar por esta calle, que antes me parecía más ancha y larga, me trajo un tumulto de ideas que se me agolparon en la mente. Lo mismo experimenté cuando estaba en la Plaza 6 de Agosto y en la Plaza del Minero de Siglo XX, delante del estoico monumento al minero, la estatua de Federico Escóbar y el busto de César Lora; dos grandes luchadores obreros que ofrendaron su vida a la causa de la revolución proletaria.


Mirar el balcón del Sindicato Mixto de Trabajadores, que ahora me parecía también más pequeño que entonces, me evocó la nostalgia del pasado, aquellos años en que, en mi adolescencia turbulenta y en mi condición de representante de los estudiantes del Colegio Primero de Mayo, hablaba ante una muchedumbre que colmaba la plaza cada vez que se trataba de pedir la libertad del fuero sindical, el retiro de las tropas militares acantonadas en los balnearios de Uncía o protestar contras las injusticias sociales.
   
En lo alto de las montañas de Llallagua, donde me paré con la mirada tendida en el horizonte, una serie de recuerdos desfilaron por mi mente, como los campamentos esparcidos alrededor de la pulpería, la estación de trenes en Cancañiri, el ulular de la sirena del Sindicato, los balnearios termales de Catavi, los teatros construidos en piedra labrada y en cuyas salas nunca se repetía la misma película dos veces.

Los campamentos están habitados por cooperativistas mineros y estudiantes de la Universidad Nacional Siglo XX. Lo mismo ocurre en Cancañiri, campamento ubicado en la parte alta de Siglo XX, abierta entre los años de 1902 y 1905 para los trabajadores de la mina llamada Bocamina Cancañiri, que fue abandonada tras el Decreto Supremo 21060. Las casas fueron desmanteladas por el paso del tiempo y algunas hileras del antiguo campamento quedaron reducidas al ras del suelo, aunque algunos aseveran que, con la conformación de las cooperativas mineras, tienen nuevamente el aspecto de un pueblo pequeño. Yo no me lo creo, porque en este lugar, donde había una pulpería, una cancha de basquetbol, una botica, una estación de ferrocarril, un cine y una escuela, hoy no queda más que escombros a lo largo de un camino accidentado y pedregoso.  


De todos modos, la historia de esta población minera, cuyas calles escupen polvo y los vientos silban como condenados entre las quebradas de un río que arrastra copajira, comienza y termina en la cima de estos cerros enclavados en la cordillera andina, desde donde se puede divisar, bajo el color añil del cielo, una cadena de montañas que se pierden a lo lejos como las crestas de un mar embravecido.

La leyenda cuenta que los nativos del altiplano, antes de consumada la conquista en estas tierras agrestes, bautizaron a uno de los cerros con el nombre de Llallagua o Llallawa, en honor a un espíritu benigno que, como el Ekeko de joroba prominente y apéndice fálico, trae abundancia en las cosechas de la papa, sobre todo, cuando la Pachamama se regocija concediéndoles a sus hijos un tubérculo más grandes de lo normal y en forma de dos papas unidas entres sí, como si fuesen siameses unidos por el vientre.

Como se trataba de abundancia y prosperidad, se cuenta que en estas escarpadas cumbres, parecidas a las jorobas de dromedarios en reposo, se escondían las riquezas minerales en las profundidades de la Pachamama, a la espera de que los topos humanos hirieran la roca a fuerza de combo, barreta y pico, y penetraran hasta sus más recónditas oquedades para explotar las vetas de estaño entre rituales, ch’allas y explosiones de dinamitas.

Asimismo, se cuenta que Juan del Valle, uno de los conquistadores que llegó a estas tierras en el siglo XVI, fue el primero en pisar estas cumbres en 1564 y el primero en escarbar el cerro en un intento por encontrar las mismos yacimientos de plata que sus coterráneos explotaban a manos llenas en el Cerro Rico de Potosí; mas una vez frustrado en sus propósitos, el conquistador, embestido en armaduras de hierro y montado a horcajadas sobre el lomo de un caballo, abandonó el lugar y desapareció para siempre en la noche de los tiempos, sin dejar más huellas que el cristiano nombre de Espíritu Santo, con el que rebautizó a estos cerros de Llallagua.


Siglos después, en estas mismas montañas, ubicadas a 4.675 metros sobre el nivel del mar, pletóricas de estaño y sedientas de vidas humanas, amasaron fortunas el chuquisaqueño Pastor Sainz, el inglés John B. Minchin, hasta que apareció el cochabambino Simón I. Patiño, el cuarto y último dueño de estas tierras que dieron tantas riquezas al mundo a cambio de pobreza. Los biógrafos de Patiño refieren que este hombre, de estatura mediana, espaldas anchas, rostro cuadrangular y bigote espeso, presentía desde un principio que el cerro estaba a punto de hacerle una gran revelación. Compró la mina La Salvadora a mediados de 1897 y dispuso todos sus ahorros en abrir los rajos de una mina con la ayuda de varios peones, hasta que al filo del siglo XX, tras la detonación de una descarga de dinamitas, se hizo el milagro de Llallagua. Los trozos del metal del diablo esparcidos por doquier eran de altísima ley y no necesitaban ser triturados en una chancadora a mano ni ser procesados antes de ser transportados a lomos de mula y llama hasta el puerto de Antofagasta y de allí, por alta mar, a los hornos de fundición de la Williams Harvey & Co. en Liverpool.

En los siguientes años, emborrachado por las ganancias que parecían lloverle desde el cielo como por gracia divina, adquirió otras minas y su fortuna se multiplicó de una manera asombrosa. Entonces cambió a las mulas y llamas por el Ferrocarril Machacamarca-Uncía, que hizo construir en 1911, para transportar las cargas de mineral directamente desde la bocamina hasta las costas chilenas. En julio de 1924 consolidó sus intereses en la Patiño Mines and Enterprises Consolidated, tras aliarse con accionista norteamericanos para asegurar sus propiedades, compuestas fundamentalmente por la Compañía Estanífera Llallagua y La Salvadora. En 1940, según reveló una revista de Nueva York, Patiño se encontraba entre los diez hombres más ricos del mundo y fue llamado Rey del Estaño.


La fortaleza de Patiño estaba ubicada en Miraflores, aledaña al cerro de Llallagua y sólo separada por unos kilómetros, donde estableció su vivienda, una planta eléctrica y un ingenio de minerales. Su vivienda, que actualmente es un Museo de fachada deteriorada, fue un regalo a su mujer Albina Rodríguez Ocampo, quien lo apostó todo por la suerte de su marido en las malas y en las buenas. Quizás por eso Patiño, en recompensa por todo lo que ella hizo desde un principio, la llevó a vivir como a una reina en París, mandó a construir en su nombre el Palacio Portales en Cochabamba y la Villa Albina, una vivienda señorial en Pairumani, donde el inmueble, desde el piso hasta el techo, fue importado en trasatlánticos desde el Viejo Mundo.

Llallagua, desde fines del siglo XIX, se constituyó en el centro neurálgico de la economía nacional y la vida republicana. Aquí se organizó la primera industria moderna de Bolivia, aquí nació el sindicalismo minero y fue el escenario principal de los partidos políticos de la izquierda tradicional, que impulsaron a los trabajadores a luchar, a brazo partido y la frente altiva, para conquistar sus reivindicaciones políticas, sociales y económicas. Aquí se ganó la reducción de la jornada de trabajo a 8 horas y aquí hicieron gran fortuna los pioneros del capitalismo minero.


Las riquezas extraídas del vientre de estas montañas han puesto y depuesto a presidentes de la república. Entre estas mismas laderas, en las cuales se vertió sangre obrera, se firmó la nacionalización de las minas después del triunfo de la revolución nacionalista del 9 de abril de 1952, cuyo principal objetivo fue sepultar al Estado oligárquico, representado por los magnates mineros Simón I. Patiño, Mauricio Hoschild y Carlos Víctor Aramayo, conocidos también como los barones del estaño.

Las laderas y las pampas de estas poblaciones mineras, dignas de ser registrada en los anales de la memoria histórica, están teñidas con sangre obrera. Baste citar la masacre minera de Uncía, en 1923; la masacre de Catavi, en la pampa María Barzola, en 1942; la masacre de Siglo XX, en 1949; la masacre en la noche de San Juan, en 1967. Empero, es probable que la peor masacre de todos los tiempos haya sido el Decreto Supremo 21060, que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro promulgó el 29 de agosto de 1985, provocando el despido masivo o la relocalización de miles de trabajadores, quienes abandonaron sus fuentes de trabajo para buscarse otras formas de sustento fuera de los campamentos mineros que, poquito a poco, fueron ocupados por los estudiantes llegados del interior y por los “cooperativistas”, que empezaron a trabajar, sin seguridad laboral alguna, los residuos que dejó la bonanza minera de principios de 1900.

En la bocamina de Siglo XX -ahora rodeada por despojos y rieles oxidados, vagones metaleros en desuso, ruinas de inmensas estructuras que un día fueron ingenios, andariveles, barracas-, lo único que ha quedado en el dintel de la bocamina es la estatuilla de la Virgen de la Asunción y en el interior de mina la estatuilla diabólica del Tío.


Quién creería que al pie de estos cerros, que en el periodo Devónico fueron volcanes en erupción, se levantaron a unos 4.400 metros sobre el nivel del mar los campamentos mineros de Siglo XX y la población civil de Llallagua, y existieron socavones que, convertidos en tragaderos de vidas humanas, manaron alrededor de 30 mil toneladas métricas de estaño fino por más de medio siglo, desde la época en que Patiño descubrió la veta más rica del mundo en el Cerro Juan del Valle, hasta el estallido de la revolución nacionalista de 1952.

En la actualidad, en este pueblo acunado por quechuas y aymaras, donde todavía sobreviven las tradiciones ancestrales y se dio un mestizaje cultural sin precedentes tras el arribo de los conquistadores ibéricos, la actividad económica más significativa en el área rural es la agricultura y la ganadería, en tanto que en el área urbana la actividad principal es la administración pública, el comercio artesanal y la explotación del estaño. Todo esto secundado por la actividad universitaria, que le devolvió vida a la población civil que se resiste a sucumbir en los polvos del olvido. No en vano el himno compuesto por Liborio Salvatierra, nos habla en sus versos del valor y la fuerza que caracteriza a los hombres de esta tierra: De estirpe morena Llallagua bendita/ Bañada de gloria estaño y sudor/ Un pueblo pujante con paso triunfante/ Marcha altivo con fuerza y valor/ Tu nombre por siempre retumbara/ El mundo entero escuchara/ De valientes mineros la gloria/ Que han escrito con sangre la historia…


Volver a dejar Llallagua, quién sabe por cuánto tiempo, es como sentir una estocada en el alma, mientras el corazón palpita como el eco de las explosiones de dinamitas en el interior de la mina. Con todo, sujeto a la nostalgia de quien abandona su terruño amado, no queda más que abrazarse a la idea de que esta población minera, ubicada en la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí, fue, es y será para siempre la tierra de mis primeros amores, el baluarte que forjó mis ideales y el ámbito en el cual contextualicé una buena parte de mi obra literaria. 

jueves, 25 de abril de 2013


LITERATURA LATINOAMERICANA EN SUECIA

Los suecos, como la mayoría de los escandinavos, leen todo lo que cae en sus manos. Así es como empezaron a conocer a los autores latinoamericanos desde mediados del siglo XX, de la mano del ya fallecido Artur Lundkvist, quien, además de escritor prolífico y traductor políglota, fue uno de los miembros más influyentes en la Academia Suecia, que anualmente concede el Premio Nobel de Literatura.

Lundkvist construyó un puente cultural entre Latinoamérica y Suecia, y por ese puente imaginario, hecho de palabras y con la pasión del alma, primero pasaron poetas como Borges, Neruda y Paz. Luego pasaron los narradores del boom de la literatura latinoamericana, que veía abanderada por García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa y el infaltable Cortázar, cuya obra fue tan grande como fue su corazón, sus ideales y su vida.

Los lectores suecos, inquietos por tragarse el mundo, empezaron a acercarse a la realidad fascinante y contradictoria de nuestro continente por medio de las obras de los mejores escritores, como quienes atisban un cuarto, lleno de realismo mágico y realismo social, a través del ojo de una cerradura.  

En las bibliotecas municipales, que desde luego son menos complicadas que la Biblioteca de Babel de Borges, pueden encontrarse anaqueles repletos de libros en español y sus respectivas traducciones al sueco. No es difícil ubicar al autor solicitado, pues está catalogado según el apellido, el título de la obra, la nacionalidad y el año de nacimiento. Tampoco es raro observar que los libros en español superan cuantitativamente a los libros escritos en otras lenguas extranjeras; una perspectiva que nos permite constatar que la literatura latinoamericana es una de las joyas más buscadas dentro del cofre literario de todos los tiempos.

El interés de los suecos por nuestros poetas y narradores no ha decaído, a pesar del actual auge de su propia literatura, en la cual destaca sobretodo el género de la novela negra, con autores como Stieg Larsson, Håkan Nesser, Jan Guillou y Henning Mankell; al contrario, los lectores se multiplican, el idioma español crece como la espuma y los autores de nuestro continente siguen siendo las estrellas con más brillan en la constelación de la literatura universal.

Los escritores latinoamericanos, que por razones políticas o económicas, llegamos a establecernos en Suecia, considerándola una suerte de segunda patria, creamos lazos de amistad no sólo con los ciudadanos nativos, sino también con los escritores, con quienes, además de compartir el oficio escritural, nos relacionamos en un idioma común que es el sueco. No pocos de nosotros formamos parte, desde hace muchos años, de la Sociedad de Escritores Suecos y, en la medida de nuestras posibilidades y a través de los medios de comunicación, seguimos el desarrollo cultural y literario de este país que nos acogió solidariamente en los años en que las dictaduras militares asolaban nuestros países. Tampoco es casual que hubiésemos escrito artículos sobre la vida y obra de algunos de ellos, y, de cuando en cuando, hubiésemos traducido algunos textos del sueco al español, como una forma de agradecimiento a esta nación cosmopolita que nos concedió los mismos derechos y las mismas responsabilidades que a cualquier otro ciudadano.

La presencia de los latinoamericanos en Suecia, como es natural, acrecentó el interés por nuestra literatura que, con autores de primera línea, se encontraba en pleno apogeo desde los años sesenta, no sólo en los países hispanoamericanos, sino también en los países europeos, donde las bibliotecas e instituciones académicas requerían conocimientos cada vez mayores sobre los autores más descollantes de nuestra  literatura; un espacio de información que los residentes latinoamericanos en Europa supimos llenar con solvencia a lo largo y ancho del Viejo Continente.

El Instituto de Estudios Latinoamericanos de Estocolmo, junto a la Facultad de Lenguas Romances de las universidades, pusieron a disposición de los interesados las obras de los escritores latinoamericanos, cuyas obras, en parte, estaban siendo lanzadas por editoriales españolas. Cabe señalar también que no se escatimaron esfuerzos por conseguir las ediciones latinoamericanas, debido a que se contaba con recursos que permitían adquirirlos a pesar de que las distancias encarecían los costos de los libros publicados en países como México y Argentina.     

Con el transcurso de los años, la literatura latinoamericana en Suecia tuvo una resonancia que incluso despertó el interés de los estudiantes suecos por aprender el idioma español como segunda o tercera lengua. Por eso no resulta extraño que, en la actualidad, existan académicos suecos que se dedican a estudiar exhaustivamente la vida y obra de los autores que mejor nos representan en el ámbito de la literatura universal, entre los que se encuentran los Premios Nobel de Literatura, como Pablo Neruda, Octavio Paz, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa.

No está por demás señalar que las generaciones posteriores al boom de nuestra literatura están siendo debidamente estudiadas en las instituciones académicas y están encontrando un público lector entre quienes prefieren mucho más las traducciones al sueco de las novelas de Roberto Bolaño que las obras decimonónicas de varios de los precursores de la literatura latinoamericana.    

A modo de colofón habría que añadir que los lectores suecos, aunque tienen sobradas referencias sobre el impulso que ha tomado la literatura boliviana en los últimos decenios, siguen a la espera de conocer la obra de los narradores y poetas de este país que, por razones harto conocidas, se mantuvo por mucho tiempo a la zaga del resto de la literatura del continente. Con todo, abrigo las esperanzas en que un buen día, más temprano que tarde, ocupemos con legitimo derecho el lugar que nos corresponde en el contexto de las letras hispanoamericanas y, por consiguiente, en el contexto de la literatura universal.  

lunes, 22 de abril de 2013


EL DÍA MUNDIAL DEL LIBRO

–El 23 de abril se celebra el Día Mundial del Libro –dijo el Tío*, acomodándose en su trono.

–Así es –confirmé–. Y dicen que el primer libro que llegó a nuestras tierras fue la Biblia, como una de las poderosas armas de la conquista.

–Ah, carachos –se iluminó el Tío–. ¿Y por qué se dice eso?

–Porque la Biblia fue usada como un símbolo de dominación y poder. La anécdota de la conquista del imperio de los Incas no da la respuesta. Según el cronista Garcilaso de la Vega, cuando Atahuallpa hizo su ingreso a la plaza de Cajamarca, en medio de una multitud y un aparato ceremonial esplendoroso, lo recibió el fraile Vicente Valverde, el mismo que, por intermedio del intérprete Felipillo, le explicó las intenciones del Rey de España y le entregó el libro sagrado. Atahuallpa tomó el objeto en la mano, lo hojeo, lo agitó cerca del oído y, al comprobar que no sonaba ni tenía voz, lo arrojó por los suelos, como quien no quiere someterse a los caprichos de otro soberano ni a los designios de un Dios desconocido.

–¡Qué interesante! –exclamó el Tío–. ¿Y cómo reaccionó el frailecito ante la irreverencia del Inca?

–Los cronistas cuentan que casi se le saltaron los ojos y que, alzándose la sotana para correr mejor, se retiró gritando: ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!

El Tío se partió de la risa. Pero a punto de amainar su ronca voz, y viéndolo enrojecer de júbilo, le dije en serio:

–Lo grave es que Atahuallpa arrojó la Biblia por ignorancia y no porque sabía que el libro contenía la palabra de Dios, las profecías y los evangelios. Los conquistadores, horrorizados por la actitud pecadora del Inca y dispuestos a imponer su religión a sangre y fuego, irrumpieron a galopes de caballos y entre estampidos de cañones y arcabuces. Así es como el imperio de los hijos del sol, desde el fatídico encuentro con los hombres enfundados en armaduras de hierro, quedó atrapado entre la cruz y la espada. Así también comenzó una nueva historia y el ritual de dominación mediado por el libro, cuya palabra escrita, además de ser una forma de comunicación, es una herramienta del conocimiento convertida en poder.


–Ahora entiendo mejor –dijo el Tío, con una ráfaga de lucidez sobrenatural–. Si el conocimiento es poder, entonces el libro es su mejor instrumento.

–Algo más –aclaré–, los libros, por medio del poder de la palabra, son armas contra la ignorancia y la incultura.

–No estoy muy de acuerdo con esa afirmación –irrumpió el Tío–. Los habitantes del imperio incaico no eran ignorantes porque carecían de libros. Eran sabios en lo suyo, como yo que, con libros o sin ellos, provengo de la tradición oral. Gran parte de mi vida corresponde a la memoria colectiva de los vencidos, quienes recién están reescribiendo la historia oficial para dar mayor espacio a su propia versión. Por eso mismo, quiero que oficies como mi escribano, para que contribuyas a dar un vuelco a la historia oficial escrita por los vencedores y saques a relucir la versión de los vencidos. Por lo demás, como nunca necesite de la palabra escrita, te sugiero que te quedes con tus libros, con esos mamotretos que pesan más que la pata de un muerto y adornan los estantes de tu biblioteca; mientras yo, como todo sabio entre los sabios, me quedaré con los cuentos, las fábulas, los mitos y las leyendas de la tradición oral, que también constituyen una fuente de sabiduría de las civilizaciones precolombinas que desconocían la Biblia, que de seguro es el libro de los libros.

Me quedé callado ante el brillante razonamiento del Tío, hasta que él, con el rostro encendido por el fuego de sus ojos, me lanzó una pregunta inesperada pero necesaria:

–Después de la Biblia, ¿qué otros libros llegaron a nuestras tierras?

–No sé exactamente –contesté–, pero llegaron pergaminos escritos con tinta y algunos libros empastados en cuero, como llegó el Quijote de la Mancha, no cabalgando en su Rocinante, sino en las carabelas y las alforjas de quienes veían a conquistar el llamado Nuevo Mundo, ávidos de riquezas y de gloria.

El Tío me miró con un gesto de duda, se rascó la barbilla y asintió:

–Ahora puedes decirme, ¿cómo evolucionó el arte de la escritura y de la imprenta?

–Es una larga historia –dije–. Los hombres primitivos no conocían la escritura. Su lenguaje era únicamente oral y se expresaban por medio de dibujos simples. Pero la escritura con imágenes era complicada, pues requería demasiados signos para ser entendida y su aprendizaje era lento. De modo que los escribanos como yo, conscientes de que en todo idioma existen palabras difíciles de representarlas con dibujos, se vieron obligados a inventar grafemas para significar los distintos sonidos del alfabeto. Con el transcurso del tiempo apareció la imprenta, capaz de imprimir muchas copias sobre el papel. Su invento se le atribuye a Gutenberg, quien, asociado con Johann Fust, publicó la Biblia latina a dos columnas, en 1455, y perfeccionó en Estrasburgo el proceso de impresión con tipografía móvil, dándole a la imprenta un desarrollo considerable, hasta llegar a la prensa de rodillo y al uso de las rotativas, que en la actualidad consiguen imprimir grandes rollos de papel en poco tiempo.

El Tío escuchó sin interrumpirme un solo instante. Así que, como pocas veces, aproveché para seguir con mi cotorra: 

–A estas alturas de la historia, cuando todas las sociedades están inundadas de libros, es difícil imaginar que primero fue la palabra, y la palabra fue Dios, pues el torrente de publicaciones parece indicar que su inicio no está en la creación del mundo, sino en un cataclismo intelectual más espectacular que el mito de Babel, donde el lenguaje de los hombres fue confundido por castigo divino.

–¡Ya, déjate de macanas! –prorrumpió el Tío–. Tú metes a Dios hasta en la sopa. ¿O me dirás que también está entre los libros que tratan sobre mí vida? Más bien dime, ¿por qué se celebra el Día Mundial del Libro cada 23 de abril?

–Porque es una fecha para reflexionar sobre el invalorable aporte del libro al patrimonio cultural de la humanidad y para recordarles a los gobernantes y gobernados que, a pesar del galopante desarrollo de la cibernética y las ediciones digitales, el libro impreso seguirá siendo el pilar fundamental del conocimiento, la educación y la reflexión crítica.

–¡No te he preguntado eso, carajo! –levantó la voz el Tío–, sino por qué un día 23 y no otro.

–Ah –reaccioné inmediatamente, como pateado por una corriente eléctrica–, porque en esta fecha nacieron o fallecieron grandes figuras de la literatura universal, como Miguel de Cervantes, William Shakespeare, Garcilaso de la Vega, Maurice Druon, K. Laxness, Vladimir Nabokov, Josep Pla y Manuel Mejía Vallejo, entre otros. Y en homenaje a ellos se celebra el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor desde 1996, impulsado por la Unión Internacional de Editores y la Unesco...

El Tío se quedó pensativo, como reflexionando en la real importancia del libro. Poco después, con la mente iluminada por la sabiduría, clavó su mirada de fuego en mis ojos y ordenó:

–Ya puedes retirarte. Otro día pensaré cómo escribiremos la Biblia del Diablo.


Me retiré extrañado de que el Tío, quien lo ve, lo oye y lo sabe todo, desconociera algunos detalles de la historia del libro. O, simplemente, a modo de poner a prueba mis escasos conocimientos, dejó que respondiera sus preguntas como si me tomara un examen oral.
                                                 
* Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

Imágenes: 

1. Biblia abierta, pintura de Vincent Van Gogh
2. Grabado de Felipe Guamán Poma de Ayala
3. Páginas del Codex Gigas (Código del Diablo)

martes, 16 de abril de 2013


VÍCTOR MONTOYA HABLA SOBRE LA LITERATURA
 MARGINAL EN LA CIUDAD DE EL ALTO
En entrevista concedida al escritor y teólogo Juan Jacobo Tancara Chambe, en el Teatro Municipal Raúl Salmón de la Barra de la Alcaldía Quemada, ubicado en el centro neurálgico de la ciudad El Alto, Víctor Montoya habló sobre la literatura marginal y los procesos de cambio que se vienen experimentando en Bolivia.
La entrevista, que nos revela los pensamientos más profundos y las inquietudes actuales del escritor boliviano Víctor Montoya, es un amplio abanico que permite vislumbrar mejor los recovecos del espectro cultural que, a espaldas de las instituciones oficiales del Estado, forma parte de esta joven y pujante ciudad, tanto por su crecimiento demográfico como por su composición pluricultural.
En palabras de Víctor Montoya, la ciudad de El Alto, que es la segunda más grande del país según el censo de 2012, tiene mucho que ofrecer al mundo en materia literaria y cultural, aunque los principales actores se mueven en las periferias, intentando rescatar, a través del arte y la palabra escrita, los pensamientos y sentimientos de los habitantes alteños, quienes, a pesar de no tener siempre acceso a los masivos medios de comunicación, viven una realidad impactante entre la modernidad y las costumbres ancestrales, que los escritores y artistas reflejan a través de sus obras.
Víctor Montoya, quien retornó al país después de treinta cuatro años de haber vivido en Europa, reside actualmente en la zona satélite de la ciudad de El Alto, donde tiene varios proyectos en marcha, entre ellos, la elaboración de una antología de poetas y narradores alteños.
La entrevista, publicada de manera íntegra en la página Web de América Latina en Movimiento (ALAINET), puede leerse en la siguiente dirección: http://alainet.org/active/63300

viernes, 12 de abril de 2013


 SIEMPRE ES LINDO VOLVER A SANTA CRUZ

Entrevista a Mario Romero, poeta argentino.

Mario Romero, ex redactor de El Mundo y encargado de la Sección Cultural desde su fundación hasta diciembre de 1980, recuerda en una cafetería de Estocolmo a Santa Cruz, sus poetas y su gente.

Me reconocerás por mi aspecto de latinoamericano, tirado a hindú, me dijo por teléfono con un inconfundible acento tucumano. A las cinco de la tarde, exacto como para desmentir la impuntualidad latina, descendió del metro, con una bufanda liada al cuello y un poemario debajo del brazo. Nos saludamos como si fuésemos viejos amigos y caminamos rumbo a la Casa de la Cultura, desde cuyas ventanas se podían contemplar las sombras de los edificios arrastrándose por el asfalto y el tránsito ordenado y sistemático de los suecos.

Cuando ingresamos al edificio, donde había estado antes con otros escritores latinoamericanos, nos sentamos junto a una mesa para tomar café y conversar lejos del bullicio de la calle.

-¿Cómo te sentiste cuando en 1976, durante la dictadura militar, tuviste que abandonar Argentina y “enfrentarte” a Bolivia?

-Cuando crucé la frontera, que lo hice a pie, sentí como si me hubiese caído del caballo. Bolivia es muy diferente, en apariencia, a la Argentina, y yo sufrí el cambio como un choque. Al poco tiempo, con la ayuda de algunos amigos, especialmente poetas, descubrí que lo que yo había sentido como un golpe no era nada más que el ingreso a una realidad fascinante, extraña y maravillosa.

-Esa realidad a la que te refieres, que tal vez se la pueda definir como la realidad profunda de América Latina, ¿la encontraste en todo el país o en algunas zonas más que en otras?

-La encontré especialmente en la zona del collado, en ciudades como La Paz y Cochabamba, o en pueblitos como Cotoca. Me refiero a ese halo demente que la realidad exuda en Bolivia y a través del cual la miseria, la explotación y el despotismo adquieren dimensiones no humanas. Una realidad que, sin ir más lejos, el poeta paceño Jaime Saenz, uno de los mejores exponentes de la poesía latinoamericana, la expresó en forma total. 

-¿Qué opinión tienes de Santa Cruz, donde viviste durante cuatro años consecutivos?

-De Santa Cruz me gusta la gente, que es lo mejor que tiene ese departamento. Me gusta el jugo de tamarindos, que parece un poco alucinógeno, sobre todo, si se lo toma con temperaturas de más de 40 grados. Me gustan también sus poetas, entre los que recuerdo a Luis Andrade, Freddy Estremadoiro y Juan Fernández, este último un poeta visual de extraña figura, cuya intuición y conocimientos sobre el arte son difíciles de encontrar en cualquier lugar. Me gustan las pinturas y el entusiasmo de su gente de teatro.

-¿Cuál fue tu experiencia como redactor de la Sección Cultural de El Mundo?

-La Sección Cultural de El Mundo, en sus comienzos, ayudó a crear una atmósfera cultural incitante a la gente joven, buscando nuevos valores. Hubo muchos que respondieron con pasión, tanto es así que, por una crítica de teatro que publiqué, y que los actores consideraron injusta, se levantaron firmas para expulsarme del país. Por suerte las autoridades de migración, que casi nunca leen críticas de arte, no hicieron caso y me fui recién de Bolivia con el golpe de Natush Busch, que me produjo tanto terror que tuve la impresión de que ser latinoamericano era una desgracia. Entonces, resolví tomar distancia frente al modelo y me vine a Suecia.

-¿Qué has hecho en Europa en estos últimos años?

-En España publiqué un poemario que titula Pintura ciega, donde hay poemas sobre Santa Cruz. En realidad ese libro debería llamarse Pintura a ciega para no contrariar a Leonardo da Vinci, que dijo: La poesía es una pintura ciega en tanto la pintura nos muestra el mundo tal cual es. Después, en 1983, publiqué mi tercer libro de poemas: La otra lanza, en la editorial Siesta de Suecia. Trabajé en un libro de testimonio sobre la situación de los presos políticos durante la dictadura argentina y traduje, junto con el poeta uruguayo Roberto Mascaró, una muestra de las últimas tendencias de la poesía sueca.

-¿Piensas regresar a América Latina?

-Me gustaría regresar a Santa Cruz. Siempre es lindo volver a Santa Cruz, no importa de dónde se venga. En cuanto a Argentina, no es fácil volver al lugar donde se ha sido humillado y sometido al terror. Más de doce años no fueron suficientes para borrar la pesadilla de tantos amigos desaparecidos o muertos. Ahora la pesadilla ha terminado, pero queda el recuerdo y la estructura del poder intacta.

-¿Cómo te sientes en Suecia?

-En Suecia tengo un solo problema: el temor a la soledad. No digo que la soledad sea un problema, me refiero al temor de la soledad, que es otra cosa...

De pronto, nuestra charla languidece. La noche, casi incolora, ha empezado a cernirse sobre la ciudad. Una noche extraña, sin señales de la oscuridad. Pero noche al fin. Desde la ventana de la cafetería de la Casa de la Cultura de Estocolmo, veo alejarse la figura de Mario Romero, poeta de Pintura ciega, ex redactor de El Mundo y actual refugiado político en Suecia. De repente, el poeta, quien dice que lo que más le gusta de Santa Cruz es su gente, desaparece en una multitud extraña, mientras yo quedo cavilando en que todos dejamos jirones de vida por donde andamos.

Estocolmo, primavera de 1988

viernes, 5 de abril de 2013


VÍCTOR MONTOYA EN LA REVISTA

ESPAÑOLA NARRATIVAS

El número 29 de la revista Narrativas, correspondiente a los meses de abril y junio de 2013, está dedicado a la vida y obra del escritor Víctor Montoya, una de las voces más representativas de la moderna literatura boliviana, con libros que abarcan el género de la novela, el cuento, el ensayo y la crónica periodística.

Esta revista de narrativa contemporánea, cuyo director responsable es el escritor y fotógrafo zaragozano Carlos Manzano, tiene el firme propósito de ser una ventana hacia un mundo de lectores que, ávidos por leer obras literarias a través de los medios electrónicos, buscan a sus autores desde cualquier punto cardinal del planeta.

La presentación internacional de la vida y obra del narrador boliviano es, sin resquicios para la duda, un excelente motivo para dar a conocer algo más de la literatura que se viene gestando en este país del cono sur de América Latina, que no siempre tuvo oportunidades para darse a conocer más allá de sus fronteras.

La reciente edición trimestral de Narrativas, que incluye una entrevista en exclusiva con el autor boliviano, una extensa biobibliografía y un texto en la sección Miradas, puede descargarse en formado PDF, accediendo a la siguiente dirección: http://www.revistanarrativas.com/

La revista Narrativas, versada en diversos aspectos de la narrativa hispanoamericana, está estructurada sobre la base de tres pilares fundamentales: ensayos, relatos y reseñas literarias; todo un reto para una publicación que, a pulso, calidad y esfuerzo tesonero, se abre espacios remarcables en la vorágine del ámbito editorial, donde compite no sólo con  las ediciones comerciales de los libros en formato papel, sino también con el resto de las editoriales que proponen libros en formato digital.

El consejo editorial de la revista, constituido por los escritores Emilio Gil, María Dubón, Narea Marcos Reus y Luisa Miñana, está a cargo de hacer una selección rigurosa de los originales que envían los colaboradores, considerando, en primera instancia, que los textos deben estar libres de faltas ortográficas y gramaticales. En la editorial se advierte también que los únicos responsables de los textos publicados son los autores.

Por otro lado, la revista Narrativas, bajo su sello editorial E-books Literatúrame, lleva ya varias obras publicadas en los géneros literarios escritos en prosa, entre ellas la novela El laberinto del pecado y Cuentos violentos del narrador boliviano, asiduo colaborador de esta publicación española, que decidió apostar por la difusión digital de lo mejor de la literatura hispanoamericana.

El escritor Víctor Montoya, nacido en La Paz, en 1958, es autor de más de una docena de libros, con traducciones al inglés, francés, alemán, italiano y sueco, entre otras. Tiene cuentos publicados  en antologías nacionales y extrajeras. Actualmente reside en la ciudad de El Alto, donde desarrolla una amplia labor literaria y cultural.

miércoles, 27 de marzo de 2013


ESCRITORES MANIÁTICOS

Los escritores tienen manías que arrastran a lo largo de la vida, desde el instante en que son una suerte de náufragos que viven recluidos en una isla a lo Robinson Crusoe. El mismo acto de la escritura es, por antonomasia, una manía de solitarios, en cuyo trance nadie puede echarles una mano ni soplarles al oído lo que deben o tienen que escribir.

Las manías de los escritores son tan diversas como las de todos los mortales. He aquí algunos ejemplos: los escritores como Vargas Llosa se parecen a los peones que, una vez aseados y encerrados en el escritorio, se entregan a merced de su imaginación desde las primeras horas de la mañana, sin permitir que nada ni nadie los interrumpa en el instante de la inspiración; ese misterioso soplo que a uno lo toca en el proceso de la creación.

Otros no soportan cambiar de bolígrafo o color de tinta, como José Miguel Ullán y Tom Sharpe, quienes, además de usar estilográficas baratas, escriben primero a pulso y luego a máquina. Cortázar casi siempre leía los libros sorbiendo mate del poro y con un bolígrafo en la mano, para anotar comentarios al margen de las páginas, subrayando algunos párrafos hasta la extenuación o, simplemente, corrigiendo las erratas que en algunas ediciones se esconden como alimañas entre renglón y renglón. Faulkner escribía siempre sobre papel azul, Goethe lo hacía sentado en un caballito de madera, Dostoievski caminando por la habitación, Günter Grass con una estilográfica Montblanc y en un rincón de su estudio de pintura.

Si Ernest Hemingwey escribía de pie, Graham Greene escribía con lápiz, en tanto Anthony Burgess escribía aproximadamente 300 palabras diarias y, como la mayoría de los escritores contemporáneos, usaba un mini-ordenador para producir y reproducir sus textos, aunque estaba convencido de que el ordenador sólo servía para escribir cartas a los amigos y no para crear textos literarios.

Algunos tienen la misma manía que García Márquez, quien, antes de que en su oficio irrumpiera el ordenador, utilizaba una máquina eléctrica de la misma marca y con el mismo tipo de letra; un papel blanco, de 36 gramos y tamaño carta. Alguna vez confesó también que no escribía mientras no tenía en el cuarto una temperatura de 30 grados y un ramillete de rosas amarillas en el florero, por esa vieja superstición de que las flores amarillas le traían suerte en el instante de describir a personajes encerrados en sí mismos, conversando con su propia soledad y creciendo como las raíces del chinchayote, a la manera de Rulfo, Pessoa y Onetti.

No se deben olvidar las manías de los autores que escriben en medio de un desorden organizado, a cualquier hora del día y en cualquier lugar; en el bar, la calle, el comedor y hasta en el baño, y no necesariamente en un cuadernillo sino sobre una tira de papel higiénico, la factura del restaurante, una cajetilla de cigarrillos o, simple y llanamente, en el borde de un periódico o revista.

Así, pues, las manías de los escritores, como todo lo demás en la vida, son tan variadas como las obras literarias y las manías de los mismos lectores. 

Entre la variada gama de escritores que ostentan diversas manías, yo me identifico con quienes tienen la manía de escribir en la cama, pues es el único espacio, de dos metros por dos, que el individuo habita por completo y donde saca a traslucir su estado más natural, aparte de que es un mueble indispensable donde comienza y termina el ciclo de la vida. No en vano Vicente Aleixandre, Marcel Proust y Juan Carlos Onetti cerraron el ciclo de su creación literaria en la cama. Tampoco se puede negar que Don Quijote -como su creador- pergeñó sus aventuras en la cama, que Miguel de Unamuno y Valle-Inclán recibían a sus amigos en la cama, o que Oscar Wilde escribió sus mejores obras en posición horizontal, al igual que Marcel Proust, quien reposaba hasta pasado el mediodía, escribiendo y corrigiendo sus manuscritos. Por eso la cama de Proust, en la cual pasó las tres cuartas partes de su vida, estaba siempre destendida, salpicada de folios y hojas sueltas que delataban su caligrafía menuda. Pasaba más tiempo en la cama que en el escritorio, ordenando sus asuntos y peleando con la máquina para terminar una crónica sin firma, en medio de un silencio que le era necesario para escribir lejos del ruido mundano y a espaldas del tiempo.

Las camas y recámaras, en todas las épocas, han tenido su debida importancia. En 1620, la marquesa de Rambouillet convirtió su recámara en un salón literario, donde reunía a sus amigos en célebres tertulias. En México, Frida Kahlo pintó algunos de sus autorretratos más célebres postrada en la cama, mirándose en el espejo empotrado en el techo de su recámara. Por cuanto la cama no sólo sirve para retozar y dormir, sino también para nacer, crear, amar y morir, tal cual reza el proverbio: En la cama duerme el Rey y duerme el Papa, porque de dormir nadie se escapa.

Por lo que a mí respecta, y sin el menor rubor en la cara, debo confesar que durante mucho tiempo tuve la manía de escribir en la cama. A veces, entre el sueño y la creación literaria, me asaltaba la extraña sensación de parecerme a un sultán, aunque no estaba rodeado de mujeres adornadas con joyas ni velos, sino apenas de almohadas que relajaban la tensión de mi cuerpo. Por las mañanas, al incorporarme en la cama, pegaba un salto hacia la silla del escritorio, y lo primero que hacía era coger mi pipa, llenarla con tabaco, llevármela a la boca y encenderla para que la fragancia del humo revoloteara entre las paredes del escritorio, que a la vez hacía de dormitorio. A un lado de la cama estaba el estante rojo empotrado en la pared, con los libros al alcance de la mano; y, al otro, el escritorio negro sobre el cual tenía el Pequeño Larousse y el Diccionario de la Real Academia Española, un papel a medio escribir metido en el rodillo de la máquina y un ordenador en cuya pantalla se reflejaban los movimientos más ridículos que ejecutaba en la cama.

De modo que escribir en la cama es también una manía que forma parte de la conducta personal de algunos escritores, quizás un vicio secreto sobre el cual todos prefieren callar, por temor a perder el pudor y la amistad, o quedarse definitivamente anclados en el aislamiento y la soledad que, al fin y al cabo, es la única y mejor compañera de quienes tienen la manía de escribir.

sábado, 23 de marzo de 2013


DÍA MUNDIAL DE LA POESÍA

Todos los poetas del pasado, todos los poetas del presente y todos los poetas del futuro, tan sólo escriben un fragmento, un episodio de un gran poema colectivo que escriben todos los hombres. Percy Bysshe Shelley

El Día Mundial de la Poesía es un tributo y homenaje a los verdaderos artesanos de la palabra escrita, quienes, poniendo en juego su integridad, ingenio y talento, nos regalan lo mejor de sí mismos a través de sus versos, que buscan ecos profundos en el pecho y la mente de los lectores de este mundo sustentado por la palabra como el mejor instrumento de comunicación y entendimiento. 

No está por demás recordar que la Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), proclamó la celebración del Día Mundial de la Poesía el año 1999. Desde entonces, y cada 21 de marzo, los y las poetas se reúnen en todos los países para reclamar por sus derechos y compartir su universo poético con la mente lúcida y el fuego en la palabra.

Si el arte poético es una de las expresiones que simboliza la creatividad humana, entonces recitar poemas en las calles, los escenarios y establecimientos educativos, es la mejor manera de retomar lo mejor de la tradición oral de nuestros pueblos. No es menos importante cuando la poesía, en su condición de arte mayor entre las letras, restablece un diálogo con las diversas manifestaciones artísticas, como el teatro, la danza, el cine, la música y la pintura, entre otras. 

La poesía no sólo es el género más brillante de la literatura, sino también el que más cultores tiene en todas las latitudes del planeta. Lo extraño es que, siendo uno de los géneros literarios más extendidos, sea uno de los menos leídos y valorados en la vorágine comercial, casi siempre impuesta por las leyes de la oferta y la demanda del mercantilismo editorial.   

Sin embargo, los y las poetas, conscientes de la importancia que reviste la palabra escrita para las necesidades del alma, no se dan por vencidos y siguen machacando el oficio a pesar de los pesares, porque saben que sus versos, hilvanados como en un manto de tisú, son el mejor testimonio de la inteligencia humana y un legado para la posteridad.

Por fortuna, la permanente innovación de las nuevas tecnologías en el ámbito de la comunicación electrónica, está permitiendo que los creadores de la palabra escrita lleguen, por intermedio de las redes sociales como Twitter y Facebook, a un círculo cada vez mayor de lectores ávidos por compartir poemas que cantan a la vida, el amor y la muerte. Por lo tanto, no es tan cierta la afirmación de que la poesía va cediendo terreno ante las experiencias colectivas impulsadas por las redes sociales, en las cuales, aparentemente, los usuarios no escriben ni leen poemas, siendo que la poesía es el principal exponente estético del lenguaje y la máxima expresión del hombre pensante en su paso por la Tierra.

Si la declaración de la Unesco considera que una acción mundial a favor de la poesía daría un reconocimiento y un impulso nuevo a los movimientos poéticos nacionales, regionales, e internacionales, es también necesario considerar que la creación poética no cae del cielo, sino que es la obra de los y las poetas que se merecen todo el reconocimiento de parte de su colectividad, ya que poesía, como el resto de las expresiones artísticas, es un puente que permite aunar la diversidad idiomática y cultural esparcidas por el mundo.

El 21 de marzo, como todos los años, levantaremos nuestras copas y brindaremos por el Día Mundial de la Poesía, por los y las poetas que nos regalan sus versos como ramilletes de flores. A ellos les debemos nuestros eternos agradecimientos, incluso por pintarnos de colores el manto de la melancolía. La vida sin ellos sería más triste y desolada, como un campo sin mariposas, un río sin vida y un cielo sin estrellas.

La poesía tiene la magia de atrapar la realidad y la fantasía en una red idiomática construida por el poder de la palabra capaz de trocarse en metáforas y figuras de dicción, en una forma de expresión de las ideas que, una vez condensadas en el lenguaje poético, nos tocan las puertas del corazón, con la misma facilidad con que tocan las puertas del infierno o del paraíso, aunque ninguno de los artesanos de la palabra escrita provenga del reino de los dioses ni de las catacumbas del más allá.

La poesía, por otro lado, es también un arma de protesta y denuncia, una propuesta digna cuando nos convoca a una reflexión sobre la realidad social, cuando nos señala los caminos a recorrer para mejorar la condición de vida de los humanos y cuando nos desafía a superar las injusticias que se sienten como látigos en las espaldas de los pueblos menos favorecidos por la globalización y la modernidad.

La poesía es como un aliento de esperanza, que refleja las ansias de libertad de los presos de conciencia y trasciende las fronteras en las alas de la imaginación, como una paloma mensajera que no conoce vallas, barrotes ni balas que la detengan. La poesía es la creación libre de los seres libres, que no dejan que nadie les arrebate sus ideales ni sus sueños, porque los sueños, junto a las fantasías y los pensamientos, son las voces del fuero interno, de ese territorio íntimo donde no entran las fuerzas oscuras de la imposición y la censura.

Los poemarios, que son las criaturas del alma, serán siempre necesarios mientras el mundo sea mundo, mientras los hombres y las mujeres, entregados a merced de la fantasía y los deseos sublimes, sientan la fuerza vital de la palabra poéticas que, en su estado más puro y diáfano, es un canto a los ideales del humanismo hecho de amor, paz y libertad.

En el Día Mundial de la Poesía cabe reafirmar el concepto de que la palabra encandilada de los y las poetas, que viven aferrados a la vida con grandeza y sencillez admirables, es la luz que ilumina el pasado, presente y futuro de las culturas que se resisten a sucumbir entre los polvos del olvido y la desidia. Por eso mismo, la poesía es dueña de un alto valor ético y estético, capaz de testimoniar la identidad de un pueblo que ama y transmite sus tradiciones ancestrales a través de la sabiduría popular y el verbo. La poesía es, en este contexto, un alimento necesario para el espíritu de los hombres y mujeres, y un patrimonio cultural que deben defender y difundir los pueblos.

jueves, 14 de marzo de 2013


LA SOLEDAD ENIGMÁTICA DE GRETA GARBO

Nacimiento de una estrella


Greta Louisa Gustafsson nació en un barrio sureño de Estocolmo, el 18 de septiembre de 1905, en el seno de una familia humilde. Era la tercera y última de los hijos de Anna Louisa Karlsson, una campesina de sangre lapona que ejercía como empleada doméstica, y Karl Alfred Gustafsson, un barrendero municipal que murió de tuberculosis a los 49 años de edad. 

La diva, que en su adolescencia trabajó como dependiente en unos almacenes y en una peluquería, entró en el cine desde la publicidad, al realizar un anuncio comercial para una casa de trajes de baño en calidad de modelo fotográfico. Desde entonces, impulsada por la curiosidad y la pasión intuitiva por la escena, visitó los camarines y los corredores del Söder Teater (Teatro del Sur) en Mosebacke, donde experimentó por vez primera la fuerza y la magia de ese ámbito donde se daban cita las estrellas del arte dramático, sin sospechar que ella misma, años después, se convertiría en una de las lumbreras más apasionantes del séptimo arte, gracias al fulgor de su belleza y su personalidad inaccesible, que le valió el sobrenombre de “la diva” 

En la Escuela Real de Arte Dramática de Estocolmo, donde estudió una temporada, entró en contacto, a los 18 años de edad, con el director de ascendencia judía Mauritz Stiller, quien en ese momento buscaba una actriz que interpretara el rol de Elizabeth Dohna en la película sobre La saga de Gösta Berling (1923), basada en la novela de la afamada escritora sueca Selma Lagerlöf, premio Nobel de literatura en 1909. La película nunca se terminó de filmar, pero Greta Gustafsson, que fue rebautizada con el nombre de Greta Garbo y  convertida en estrella de la noche a la mañana, firmó un nuevo contrato para encarnar a la protagonista central en la película Den glädjelösa gatan (La calle sin alegría), dirigida por el alemán G. W. Pabst, en 1925. Un año más tarde, y con tres películas en su haber, Greta Garbo, contratada por la Metro-Goldwyn-Mayer, llega a Hollywood, donde arrolló con su belleza y su talento, primero en el cine mudo y seguidamente en el sonoro, interpretando una serie de roles que hoy se recuerdan con nostalgia y admiración, no sólo porque fue la primera actriz que en la pantalla entreabrió sus labios al besar, sino también por esa mágica aura que la iluminaba entera.


La diva del celuloide

De Greta Garbo no se conoce una sola fotografía que la muestre desnuda ante sus admiradores, aunque todos se la imaginan tan cimbreante como Marilyn Monroe y tan candorosa como Ingrid Bergman. De cualquier modo, la lozanía de su rostro, cuya fascinante belleza rompía con los cánones de la estética tradicional del cine norteamericano, recorrió el mundo y fascinó a millones de espectadores, quienes admiraban el perfil de su nariz respingona, el arco de sus cejas sometidas a una depilación casi total, la mirada sensual que desprendían sus ojos, el arco de amor de su labio de granate y el espeso maquillaje que convertía su piel en una porcelana, lista para ser captada por las cámaras que la seguían de lejos y de cerca. Aunque era una mujer recatada por naturaleza, mantenía una relación casi erótica con la cámara, pidiendo rodar sus escenas en platós cerrados, como quien no permite en su recámara más que la presencia del director, del galán y del fotógrafo. No en vano Cecil Beaton, su camaraman y enamorado secreto, confesó que verla era estar presenciando las más remotas profundidades del rostro humano.

Su ya famosa pose, tan difícil de imitar, con la cabeza echada hacia atrás y vista de perfil, es el fruto de un minucioso estudio de su figura. Según dicen algunos aficionados al cine, Greta Garbo aprendió a estirarse el cabello hacía atrás para traslucir inteligencia y no destruir la calma de su mirada, a cerrar la boca para ocultar sus incisivos, a caminar despacio para disimular la desproporción de sus piernas, a dibujarse la boca primero con labios finos y después más carnosos; en fin, que pasó por una suerte de metamorfosis para convertirse en la estrella más codiciada de Hollywood, en cuyos estudios rodó 27 películas, encarnando a personajes como a Mata Hari, Ana Karerina, Camille, Ninotchka, La reina Cristina de Suecia y Margarita Gauthier, hasta que se retiró del mundo de las candilejas en 1941, cuando sólo tenía 36 años de edad y poco después de haber rodado uno de sus más grandes filmes: La mujer de las dos caras, dirigido por George Cukor. Es decir, su paso por el cine fue tan enigmático como su retirada, dejando la fascinación y el misterio para asombro de generaciones venideras; algo que no ha sido eclipsado por la imagen emblemática de Rita Hayworth ni por ningún otro mito creado por el celuloide.


 La dama de la soledad

Apenas se retiró voluntariamente del mundo ficticio de Hollywood, Greta Garbo adoptó el seudónimo de Harriet Brown y se recluyó en un apartamento de Nueva York, de donde sólo salía para pasar algunas temporadas en Suiza y Francia. No obstante, su anonimato no fue del todo hermético, pues hay quienes dicen haberla visto pasar, recta y casi siempre apresurada, por Park Avenue; mientras otras miradas curiosas la vieron paseando en Manhattan o durante algún veraneo en Suiza, envuelta en ropas sin forma y ocultando sus grandes ojos detrás de unas gafas oscuras. Tampoco faltan quienes afirman que Greta Garbo se convirtió en una figura huidiza no tanto porque pretendía ocultarse de la gente, sino porque no soportaba los rayos del sol en la cara.

De cualquier modo, su decisión de cortar abruptamente los lazos con el mundo del espectáculo, en el que había transcurrido lo más deslumbrante de su carrera artística, rodeó su vida de una leyenda de impenetrable silencio y de una aureola de misterio que no ha dejado de fascinar con el correr de los años, puesto que tanto el silencio como la soledad que ella impuso en torno a su vida, hoy tienen su propio lenguaje y su propio magnetismo; más todavía, su introversión y su soledad contribuyeron a fomentar el enigma y a inmortalizar el mito de quien en plena juventud se negó a que el mundo supiera más de ella.

Greta Garbo, a diferencia de otras damas de Hollywood supo guardar celosamente los secretos de su compleja personalidad, manteniéndose hierática ante la curiosidad de quienes la acosaban por donde iba. De ahí que los incontables intentos periodísticos de traspasar la muralla de silencio que había construido en torno a su vida fueron vanos, porque esta mujer diva, que daba al cine el aire sacro de la misa, no ha dejado oír su voz ni al más avispado de los hombres de prensa, ya que ni en los momentos estelares de su carrera dejó trascender los episodios de su vida íntima.

La historia de Greta Garbo es la historia de una mujer que siempre rehusó encontrarse con la prensa. Los periodistas son la peor raza que existe, manifestó en alguna ocasión, disgustada de que le formularan demasiadas preguntas. Asimismo, como era simple y falta de pretensiones en todas las facetas de su vida, le declaró a un amigo suyo la causa de su silencio: No soy tímida -le dijo-, no soy asocial. Hablo con facilidad con la gente que conozco. Pero no me interesa en absoluto la vida oficial. No me gusta aparecer en periódicos y revistas. No me gusta verme expuesta...

Cuando la Academia de Hollywood le concedió un Oscar honorífico en 1955, la actriz no se presentó a recoger el galardón, para no levantar aspavientos ni verse sometida a lo que ella consideraba: la tortura de la publicidad. Lo mismo ocurrió cuando el gobierno sueco le concedió una condecoración en 1983. La actriz se negó a viajar a Suecia para recogerla, exigiendo que fuera el embajador sueco en EE.UU. quien le entregara el premio en su propio apartamento, en Manhattan. Claro está, qué más podía exigir una mujer que siempre rehusó encontrarse con la prensa, para no sufrir el tormento de estar en el punto de mira de la gente. Prefería estar sola, como en una de las escenas de la película Gran Hotel, donde el guionista la hizo repetir: Quiero estar sola, una frase hecha a su medida y su manera, que se convirtió en norma por el resto de sus días.

En julio de 1988, cuando el periodista sueco Sven Broman le preguntó: ¿cómo se sentía? Ella contestó: No me encuentro bien (...) Sólo puedo dar unos pocos pasos. La mayor parte del tiempo permanezco en mi casa, apenas como nada. Me siento triste. La vida que me rodea no es real. Siento la sensación de irme muriendo poco a poco, una sensación que parece haberla seguido desde los años de su infancia, tal vez por eso hay algo de cierto en esa anécdota que trascendió a la prensa en Hollywood, cuando la actriz asistió al estreno de una película, donde, luego de la sesión, alguien le preguntó: Parece usted cansada; sería mejor que se fuera a casa. Esto le habrá dejado a usted muerta. Se produjo un silencio y ella replicó: ¿Muerta? Ya llevo muerta muchos años

Con todo, nunca se llegará a saber la secreta pasión que se escondía en su corazón y su cerebro, si apenas se guarda la sospecha de que ella, al igual que Marilyn Monroe, sentía un impulso concreto hacia la maternidad, aunque nunca deseó tener hijos propios, quizás, debido a que ella misma era una niña vulnerable y andrógina, que llegó a ser la estrella más cotizada de Hollywood, gracias a su talento y su voluntad de hierro. Por lo demás, la personalidad de Greta Garbo, por su complejidad y su misterio, es un campo en el que sólo podrán penetrar los psicoanalistas más expertos y alguno que otro admirador que no pierde las esperanzas de conocer algo más de su vida, aunque ella, la diva, eligió sumergirse en un silencio impenetrable y en una soledad de la que nadie consiguió arrancarla por más de medio siglo, hasta que el 15 de abril de 1990 dejó de existir, en un hospital de Nueva York, no sin antes dejar una estela luminosa en el mundo del cine y ante los ojos de millones de espectadores que seguirán admirando su fascinante belleza, su enigmático rostro, su carcajada casi varonil y sus ojos luminosos y sensuales como sus labios.