ESCRITORES MANIÁTICOS
Los escritores tienen manías que arrastran a
lo largo de la vida, desde el instante en que son una suerte de náufragos que
viven recluidos en una isla a lo Robinson Crusoe. El mismo acto de la escritura
es, por antonomasia, una manía de solitarios, en cuyo trance nadie puede
echarles una mano ni soplarles al oído lo que deben o tienen que escribir.
Las manías de los
escritores son tan diversas como las de todos los mortales. He aquí algunos
ejemplos: los escritores como Vargas Llosa se parecen a los peones que, una vez
aseados y encerrados en el escritorio, se entregan a merced de su imaginación
desde las primeras horas de la mañana, sin permitir que nada ni nadie los
interrumpa en el instante de la inspiración; ese misterioso soplo que a uno lo
toca en el proceso de la creación.
Otros no soportan cambiar
de bolígrafo o color de tinta, como José Miguel Ullán y Tom Sharpe, quienes,
además de usar estilográficas baratas, escriben primero a pulso y luego a
máquina. Cortázar casi siempre leía los libros sorbiendo mate del poro y con un
bolígrafo en la mano, para anotar comentarios al margen de las páginas, subrayando algunos párrafos hasta la extenuación o,
simplemente, corrigiendo las erratas que en algunas ediciones se esconden como
alimañas entre renglón y renglón. Faulkner escribía siempre sobre papel
azul, Goethe lo hacía sentado en un caballito de madera, Dostoievski caminando
por la habitación, Günter Grass con una estilográfica Montblanc y en un rincón
de su estudio de pintura.
Si Ernest Hemingwey escribía
de pie, Graham Greene escribía con lápiz, en tanto Anthony Burgess escribía
aproximadamente 300 palabras diarias y, como la mayoría de los escritores
contemporáneos, usaba un mini-ordenador para producir y reproducir sus textos,
aunque estaba convencido de que el ordenador sólo servía para escribir cartas a
los amigos y no para crear textos literarios.
Algunos tienen la misma
manía que García Márquez, quien, antes de que en su oficio irrumpiera el
ordenador, utilizaba una máquina eléctrica de la misma marca y con el mismo
tipo de letra; un papel blanco, de 36 gramos y tamaño carta. Alguna vez confesó
también que no escribía mientras no tenía en el cuarto una temperatura de 30
grados y un ramillete de rosas amarillas en el florero, por esa vieja superstición
de que las flores amarillas le traían suerte en el instante de describir a
personajes encerrados en sí mismos, conversando con su propia soledad y
creciendo como las raíces del chinchayote, a la manera de Rulfo, Pessoa y
Onetti.
No se deben olvidar las
manías de los autores que escriben en medio de un desorden organizado, a
cualquier hora del día y en cualquier lugar; en el bar, la calle, el comedor y
hasta en el baño, y no necesariamente en un cuadernillo sino sobre una tira de
papel higiénico, la factura del restaurante, una cajetilla de cigarrillos o,
simple y llanamente, en el borde de un periódico o revista.
Así, pues, las manías de
los escritores, como todo lo demás en la vida, son tan variadas como las obras
literarias y las manías de los mismos lectores.
Entre la variada gama de
escritores que ostentan diversas manías, yo me identifico con quienes tienen la
manía de escribir en la cama, pues es el único espacio, de dos metros por dos,
que el individuo habita por completo y donde saca a traslucir su estado más
natural, aparte de que es un mueble indispensable donde comienza y termina el
ciclo de la vida. No en vano Vicente Aleixandre, Marcel Proust y Juan Carlos
Onetti cerraron el ciclo de su creación literaria en la cama. Tampoco se puede
negar que Don Quijote -como su creador- pergeñó sus aventuras en la cama, que
Miguel de Unamuno y Valle-Inclán recibían a sus amigos en la cama, o que Oscar
Wilde escribió sus mejores obras en posición horizontal, al igual que Marcel
Proust, quien reposaba hasta pasado el mediodía, escribiendo y corrigiendo sus
manuscritos. Por eso la cama de Proust, en la cual pasó las tres cuartas partes
de su vida, estaba siempre destendida, salpicada de folios y hojas sueltas que
delataban su caligrafía menuda. Pasaba más tiempo en la cama que en el
escritorio, ordenando sus asuntos y peleando con la máquina para terminar una
crónica sin firma, en medio de un silencio que le era necesario para escribir
lejos del ruido mundano y a espaldas del tiempo.
Las camas y recámaras, en
todas las épocas, han tenido su debida importancia. En 1620, la marquesa de
Rambouillet convirtió su recámara en un salón literario, donde reunía a sus
amigos en célebres tertulias. En México, Frida Kahlo pintó algunos de sus
autorretratos más célebres postrada en la cama, mirándose en el espejo
empotrado en el techo de su recámara. Por cuanto la cama no sólo sirve para
retozar y dormir, sino también para nacer, crear, amar y morir, tal cual reza
el proverbio: En la cama duerme el Rey y duerme el Papa, porque de dormir
nadie se escapa.
Por lo que a mí respecta,
y sin el menor rubor en la cara, debo confesar que durante mucho tiempo tuve la
manía de escribir en la cama. A veces, entre el sueño y la creación literaria,
me asaltaba la extraña sensación de parecerme a un sultán, aunque no estaba
rodeado de mujeres adornadas con joyas ni velos, sino apenas de almohadas que
relajaban la tensión de mi cuerpo. Por las mañanas, al incorporarme en la cama,
pegaba un salto hacia la silla del escritorio, y lo primero que hacía era coger
mi pipa, llenarla con tabaco, llevármela a la boca y encenderla para que la
fragancia del humo revoloteara entre las paredes del escritorio, que a la vez
hacía de dormitorio. A un lado de la cama estaba el estante rojo empotrado en
la pared, con los libros al alcance de la mano; y, al otro, el escritorio negro
sobre el cual tenía el Pequeño Larousse y el Diccionario de la Real Academia
Española, un papel a medio escribir metido en el rodillo de la máquina y un
ordenador en cuya pantalla se reflejaban los movimientos más ridículos que
ejecutaba en la cama.
De modo que escribir en
la cama es también una manía que forma parte de la conducta personal de algunos
escritores, quizás un vicio secreto sobre el cual todos prefieren callar, por
temor a perder el pudor y la amistad, o quedarse definitivamente anclados en el
aislamiento y la soledad que, al fin y al cabo, es la única y mejor compañera
de quienes tienen la manía de escribir.
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