LOS OBSCENOS
GUSTOS DEL TÍO
Conociendo la
irrefrenable lujuria del Tío, cada vez que lo veía disfrazado de Lucifer en los
Carnavales, rodeado siempre por hermosas Chinasupay, lo imaginaba como a un
perro en carnicería, como a un gato en ratonera. Por eso mismo, a tiempo de lanzarle un comentario sobre sus eximios dones de conquistador, le dije:
–Sé que te
gustan las mujeres y que eres un Don Juan, capaz de seducir a cualquiera con el
fulgor de tu mirada…
El Tío levantó
la cabeza y cambió la expresión de su rostro. No abrió la boca, pero se quedó
atento a lo que iba a decirle, como quien aguarda una noticia del más allá.
Entonces proseguí:
–Con esa pinta
puedes conquistar incluso a la princesa Madeleine de Suecia, de cuya belleza no
has dejado de hablarme desde cuando la viste en la tele, luciéndose en un acto
protocolar que se llevaba a cabo en el Palacio Real, donde el rey y la reina se
hacían los despistados cada vez que los fotógrafos dirigían los oculares hacia
esa hermosura que, más que ser una mujer hecha de sangre y hueso, parece una de
esas princesitas escapadas de los cuentos de hadas...
El Tío echó
chispas por los ojos, chasqueó la lengua y soltó una risa que lo sacudió en su
trono. No era en vano, pues aun siendo un ser todopoderoso, acostumbrado al
trato respetuoso y cariñoso, tenía debilidades que lo acercaban más a los
humanos que a los dioses; una de esas debilidades era su gusto por las mujeres
de cuerpos despampanantes y deseos ardientes. No ocultaba su preferencia por
quienes, hermosas como las valquirias del Walhalla, estaban dispuestas a
conducirlo, en las blancas colinas de sus blancos cuerpos, hasta las puertas de
la muerte y retornarlo a la vida convertido en experto en las artes de amar. La
desventaja era que todas eran más altas que él, quien apenas les llegaba a la
altura de los senos.
–¿Por qué te
atraen las mujeres altas? –le pregunté–. Si con una de tu estatura estarías
mejor servido en la cama y en la mesa.
–Es cierto que
soy de estatura baja –reconoció–, pero me seducen las mujeres que tienen todo
en exceso, tanto arriba como abajo. Entre una chatita y una altota, prefiero a
una mujer de buen porte, ojos color de cielo despejado y pelo rubio como el de
la Chinasupay. Si me gustan las altotas es porque tienen las piernas largas y
lucen sus abundancias como las waka-wakas,
pero también me atraen las chatitas que tienen la ley del tordo: patitas cortas
y culito gordo...
No era la
primera vez que lo escuchaba hablar de ese modo. Empero, fue tanta mi sorpresa
que lo miré de pies a cabeza y, haciéndome el listo sin serlo, le espeté un
comentario puntilloso, como París disparó su lanza contra el talón de Aquiles:
–Con una gringa
altota, te verías como una garrapata trepando por la cola de una elefante...
El Tío, apenas
se dio cuenta de la capciosa intención de mis palabras, disimuló una sonrisa y
dijo:
–Eso es
relativo, como en el caso de un minero que conocí. Él tenía una voz delgadita,
como la de los espíritus celestiales, pero todo lo demás lo tenía grueso. Por
lo que a mí respecta, no te preocupes por eso de mi estatura, ¿o has olvidado
que poseo poderes mágicos? Si la necesidad me obliga, no tendría problemas para
transformarme en un mamut de Siberia, con la trompa larga, gruesa y rugosa, y,
como si fuera poco, con los colmillos más puntiagudos que mis cuernos.
Me quedé
boquiabierto y con la mirada clavada en sus cuernos. Al poco rato, en mi afán
de herirlo a como dé lugar, le disparé otra pregunta más puntillosa:
–¿Y a la
Chinasupay le gustan también los altos?
–Quién sabe
–contestó–. Eso no lo sabe ni Dios. Sobre gustos nadie ha escrito, ni siquiera
tú que tienes una mujer que, cada vez que se cabrea con tus miradas de ojo
alegre, te repite que a ella le gustan los hombres altos, robustos, musculosos,
encachados, guapos, chulos, papitos...
–¡Déjate de
joder, Tío! –supliqué enfadado–. ¡No estamos hablando de mí sino de ti!
–Ya te dije que
no tengo los menudos problemas que aquejan a los mortales. Es cuestión de que
una mujer me dé un beso y, zas-zas, me convierto en el ser más bello del
universo, como el sapo, la bestia y el monstruo encantados por la bruja en los
cuentos de hadas. No en vano la Chinasupay y la China Morena me prodigan su
alma, corazón y vida, así tenga el aspecto de un ser infernal y la estatura de
un ek’eko. Además, ¿quién te ha hecho
creer que la estatura es un impedimento para amar y conquistar a las mujeres?
El amor es ciego y no ve los defectos, aunque a simple vista una pareja, por la
diferencia de edades y estaturas, parezca más una dispareja que una oveja con
su pareja.
Lo escuché
atento, hasta que, al comprobar que tenía una autoestima más grande que la de
Narciso, cambié el tema de la conversación, consciente de que el Tío, dotado de
una suprema inteligencia, tenía una respuesta para cada pregunta.
–A todo esto,
Tiíto –le dije en un tono de adulación–. ¿El tamaño de un hombre tiene alguna
importancia?
–¡¿El tamaño de
qué?! –preguntó elevando la voz y con una celeridad admirable.
–En este caso,
no me refiero a la estatura, sino al tamaño de la trompeta que nos tocan las
mujeres…
–¡Ah! Te
refieres a ese ridículo apéndice masculino –dijo de manera socarrona–. Pues no faltan las
comparaciones para admirar al mejor dotado o para burlarse del menos
favorecido, aunque en los tejemanejes del sexo, más vale la maña que el tamaño
de la trompeta.
–Claro que para ti es muy
fácil decirlo –retruqué–, sabiendo que
el tamaño sí tiene importancia y que no basta con tener más maña que uno bien
puesto. Al menos, el exceso sirve para impresionarlas, ¿no es así?
–¡No es así!
–contestó meneando la cabeza–. Los excesos no solo las impresiona, sino que las espanta. La realidad es
que el exceso resulta innecesario cuando la zona más sensible de la mujer se
encuentra en las afueras de su infiernito, donde uno quiere meter su diablito;
de modo que no hace falta tener uno reverendo como el mío, sino solo seis
centímetros para rozarle el piquito y elevarla al infinito.
–¿Entonces no es
cierto que a ciertas
mujeres les gusta que el hombre sea inteligente de la cintura para arriba y
burro de la cintura para abajo?
–Ya te dije que eso es relativo, muy relativo, como
todo lo demás en este mundo –replicó levantando las cejas y agitando las
manos–. Lo único cierto es la sabiduría popular que enseña: La mujer es fuego, el hombre estepa, viene
el diablo y sopla, pero, ¡ojo!, solo sopla por un tiempo, ya que el fuego
de la lujuria se apaga un buen día, como se apaga la luz del día cuando llega
la noche. Nada es eterno en la vida, excepto la muerte y el infierno. En la
juventud se goza de la carne, del apetito sexual, pero luego uno se cansa y lo
deja. En los ardides del amor, hasta el diablo, harto de carne, se mete de
fraile…
El Tío, sentado
como siempre en su trono, inclinó la cabeza, echó una ligera mirada a su respetable
dimensión, meditó un instante y, como si hubiese hallado la solución de una
pregunta sin respuestas, profirió con voz altisonante:
–¡La sexualidad
es una necesidad fisiológica, como beber y comer son cosas que hay que hacer! El sexo no solo sirve para reproducirse, sino
también para gozar de las misk’i (dulce) cositas, que la naturaleza nos puso
entre las piernas –dijo con los labios alargados, como si fuese a darme un
beso–. Eso sí, te recuerdo que en la relación entre un hombre y una mujer no se
puede forzar nada. Si ella no quiere, no quiere; pero si quiere, te dice que
sí, pero no te dice ni cuándo, ni dónde, ni cómo. Al fin y al cabo, en una
relación de pareja, el hombre propone y la mujer dispone.
–De todos
modos, la sexualidad es uno de los pilares del templo del amor, ¿verdad?
–Así es
–corroboró el Tío–. El amor sirve para alimentar el alma como la comida sirve
para alimentar el cuerpo; por lo tanto, elegir entre amar y comer, es lo mismo
que elegir entre mear y escribir, pues supongo que ambas cosas tienes que
hacerlas por necesidad y no por puro gusto, ¿no es así?
Me quedé callado, cojudo,
como cada vez que me daba una magistral lecciones sobre la vida, las
necesidades humanas y las artes de amar. Sin embargo, como estaba convencido de
que era un ser erudito, que lo sabía todo y podía todo de todo, aproveché para
preguntarle qué importancia tenía el beso a la hora de dar rienda suelta a las
pasiones.
–En el arte del
amor todo comienza con un beso profundo y electrizante –contestó–, que es una
muestra de amor y erotismo, una sensación húmeda que nada tiene que ver con el
beso que Judas le dio a Cristo.
Yo paré las
orejas y seguí con la mirada los gestos que hacía mientras abordaba el tema,
como cada vez que se ponía eufórico al hablar de Dios y del príncipe de las
tinieblas, pues los ojos se le encendían como chispas y las palabras le
revoloteaban como mariposas en los labios. Hablaba tan lindo que parecía estar
leyendo un libreto preparado de antemano. Por lo demás, de todas sus cualidades,
la más original y característica era el desparpajo con que inventaba un término
cuando el verdadero no acudía con la debida oportunidad a sus labios. Yo nunca
pude contra su ingenio ni su verbo, así que lo dejé hablar a sus anchas.
–Es natural que
cuando dos personas se aman, se coman a besos a toda hora y en cualquier lugar
–dijo–. El beso es el primer paso en el camino al amor y es el vínculo
indispensable de una pareja, además que da cierto toque mágico a una relación y
hace sentir una pasión tan grande, que surge el deseo de poseer a la persona
amada, aparte de que un beso dice más que mil palabras y es el preludio a la
entrega total.
–Supongo que cuando tú la besas a la Chinasupay, no solo intercambias saliva en
señal de confianza y deseo ardiente, sino también la envuelves en tu aliento
con olor a azufre y…
–¡Me estás
mamando o qué! –bramó con los ojos desorbitados, cortándome la palabra de ipso
facto–. Para empezar, a ti no te importa cómo la beso, lo único que debes saber
son dos cosas: Primero, para dar un beso no hay técnicas, ni recetas, ni regla
alguna; lo esencial es que se dé con pasión y con todas las fuerzas del amor,
sobre todo, si el amor es tan fuerte como la muerte. Segundo, que el beso sea
devorador, que te deje sin aliento, que te erice la piel y te entren ganas de
fundirte en el cuerpo de la persona amada.
–¿Y cómo saber que un beso es un buen
beso?
–Eso es muy difícil de saber, pero, por si las
moscas, te paso un dato curioso: se dice que si logras hacer un nudo en
el tallo de la cereza con la lengua, sin tocarlo con las manos, significa que
sabes besar a las mil maravillas.
Como ya
estuvimos hablando de besos, solo faltaba un cachito para hablar más
distendidamente del sexo, pero como no quería meterme, como en otras oportunidades,
en una jungla de dimes y diretes, preferí que me dijera qué es lo que más
miraba y admiraba en las mujeres.
–El culo
–contestó como siempre, sin pelos en la lengua–. El culo, como la comida, se
come también con la mirada. Unas nalgas perfectamente esféricas y sensuales
levantan el ánimo de cualquiera. El culo es la parte del cuerpo que más
sinónimos ha generado en todas las lenguas. Solo en español se lo conoce como
cola, posaderas, trasero, traste, asentaderas, poto, ancas, cachas, glúteos, grupa,
colina, pandero, tortas, amortiguador, manzana, pompis…
Después me miró
mis humildes posaderas, quién sabe con qué intención, y prosiguió:
–Los hombres a
tu edad han pedido la atracción y no tienen más que una raya allí donde termina
el casto nombre de la espalda. Una pena por tu doña, a quien también le gusta
mirar el trasero bien formado y musculoso de un hombre, que es un poderoso
centro de atracción de muchas, pero de muchísimas miradas femeninas.
Le creí en
redondo. No cabía duda de que el Tío, que tenía la facultad de ver con
facilidad asombrosa a través de las ropas, vio más nalgas que ninguno en este
mundo. Él sabía valorarlas por su forma, consistencia y tamaño.
–Una cosita más
–dijo, despejándome las dudas–. Las nalgas, aunque nos parezcan zonas sin mayor
importancia, son motivos de gustos y disgustos. Puede que al hombre le resulte
difícil mirarse el trasero, pero la mujer, apenas voltea la cabeza, debe
mirarse su protuberancia como una iguana se mira la cola y, si tiene un poquito
de son y otro poquito de gracia, debe también menearla como la China Morena
menea su cola más voluminosa que la cola de saurio del Achachi Moreno.
A esas alturas
de la charla, el Tío tenía los ojos encendidos como brasas. Se relamió los
labios, se frotó las manos, separó las piernas y, tras inflar el pecho como un
toro en plaza taurina, prosiguió:
–En algunos
países existe una natural fascinación por los traseros. En África, por ejemplo,
una mujer sin culo es lo mismo que una mujer pobre, así esté nadando en dinero.
En el mundo occidental, las nalgas están consideradas como zonas que estimulan
la excitación sexual. En la India las nalgas forman parte de los ritos
sagrados, llegando al extremo de que si una bailarina hindú no tiene un trasero
prominente, debe recurrir a glúteos postizos o prótesis de silicona. Ni para
qué hablar de Brasil y Cuba, donde existe un verdadero culto al trasero. Las
mujeres lo exhiben en tanga o ropas ajustadas. La idea es mostrarlo y moverlo
al ritmo de las caderas, como la popa y la proa de un barco en medio de la
tempestad.
Al ver que el
Tío estaba al borde de entrar en un delirio sexual, tosí como un minero con
silicosis, en procura de volverlo en sí y no dejarlo escapar en las alas de la
fantasía. Cuando logré mi objetivo, y a modo de devolverlo a la realidad, le
dije que toda mujer debe amar y estimar cada una de sus redondeces y debe
aprender, indistintamente de su tamaño, a
sacarles provecho en el juego sexual, porque el tamaño de un trasero,
acéptese o no, no es más importante que la capacidad de menearlo a la hora de
entregarse sin condiciones y de en un modo total.
El Tío se
reacomodó en su trono, cruzó los brazos y se quedó mirándome fijamente, como
todo un experto en las artes de amar. Yo le devolví la mirada y, fingiendo ser
un experto en el tema sin serlo, le dije:
–La atracción
que provocan las protuberancias femeninas en los hombres es tan importante que
se ha llegado a establecer una división entre unos que prefieren los pechos y
otros que prefieren las nalgas.
–¡Ah!, a
propósito –asintió–. Los expertos refieren que las mujeres con abundantes pechos, besan mejor y son sexualmente más
ardientes.
–Esas son puras
especulaciones –repliqué–. Se dicen tantas cosas que ya no sé ni en qué creer.
Si a unos les gustan las pechugonas, a mí me encantan las minitetas, porque de
solo mirar sus bonitas formas, su balanceo gracioso, la leve insinuación de sus
pezones, me resultan mucho más atractivas
y eróticas que las tetas voluminosos que, en estos tiempos, están infladas con
prótesis de silicona. Además, y en esto sí soy categórico, pienso que el
sexo está dentro de la cabeza y no entre las piernas ni entre las tetas….
El Tío, mostrándose aburrido con mi cháchara parecida a una divagación
sin son ni ton, me paró el coche y se vino al grano:
–Y a ti, ¿por
qué te interesan tanto estos temas? Pareces un perro ladrador, pero poco mordedor. Ya sabemos que te falta
estatura, que no eres el mejor dotado, pero que, como toda ley de compensación,
te sobran las mañas y artimañas para conquistar a cuanta mujeres se te antoja,
¿sí o sí? Por otro lado, eres como cualquier otro hombre; tienes dos piernas,
dos brazos y una cabezota que vale por todas las demás. Como bien decía tu
mamá, eres un ser inteligente al que solo le falta un pelo para ser adivino.
¿No es eso lo que te decía tu mamá? Que te faltaba un pelo para ser adivino,
¿sí o no?
No contesté ni
sí ni no, preferí despedirme de mi irreverente interlocutor, para no seguir con
un tema que era de nunca acabar. Me volví y avancé en dirección a la puerta,
pero cuando estaba a punto de salir del cuarto, el Tío lanzó un gemido bestial
y me detuvo de golpe.
–¡Un momento!
–¿Qué quieres?
–pregunté sin voltear la cabeza.
El Tío redujo
la voz a un murmullo y dijo:
–Que tu doña no
se dé cuenta de que te gustan las mujeres con todos los atributos que a ella no
tiene. Aun así, ella sabe cómo avivar el fuego de tu pasión y satisfacer tus
fantasías más perversas; es más, ella confirma la regla: Lo que no puede el diablo, lo puede la mujer.
Cerré la puerta
y me alejé rumbo al dormitorio, donde mi mujer estaba ya recostada sobre la
cama, luciéndose con una sensual lencería que, de solo remarcarle sus misk’i cositas, despertó mis deseos de
amante erótico y mis instintos de animal carnívoro.