LA CALLE DONDE MUEREN LOS VALIENTES
Cuando
era niño vivía con mis abuelos, cuya casa estaba ubicada al fondo de un
callejón sin salida que, en realidad, era un apéndice de la calle Modesto
Omiste, más conocida por los pobladores como la calle donde mueren los
valientes, debido a la cantidad de trifulcas, a veces con funestos desenlaces,
protagonizadas por los parroquianos que asistían a las chicherías que
abundaban en esta calle, que se extendía desde la entonces Plaza 10 de
Noviembre (actual Plaza de Armas), donde está emplazado el edificio de la municipalidad
de Llallagua, hasta la entonces Plaza Nueva (actual Mercado Central), donde los
niños nos dábamos cita para jugar.
Lo
que no sabía por entonces era el porqué le pusieron el nombre de Modesto Omiste
a la calle, mal empedrada y con subidas y bajadas, con casas de adobe y techos
de calamina o paja brava. Lo único que sabía era que el callejón sin salida,
donde estaba la casa de mis abuelos, antes fue un basural por donde cruzaba un
río que, en épocas de aguacero, arrastraba todo lo que encontraba a su paso. En
este mismo lugar, donde abundaban perros, gatos y cerdos, las personas hacían
sus necesidades y echaban los cubos de basura.
Mi
abuelo compró esos terrenos baldíos, levantó un poteo con piedras labradas
sobre el río y ahí mismo mandó construir su casa, con una hilera de cuartos alrededor
del patio y un jardín incluidos. Yo jugaba con los niños de la vecindad y no
era raro que llegáramos, empujando una tapa-corona con el trompo, hasta la
calle Omiste, donde estaban las chicherías que expendían el néctar de
los incas, la bebida alcohólica elaborada a base de maíz, que se fermentaba en
tinajas de gran tamaño y que las cholitas Akhabanderas (chicheras
con banderines blancos en la mano) ofrecían en tutumas a los parroquianos,
quienes, al caer la tarde y armados con charangos y guitarras, se metían a
cantar y bailar, mientras consumían las jarras llenas del amarillo brebaje, que
los tumbaba como sacos de papas o les despertaba sus instintos agresivos, que
casi siempre terminaba en gritos, insultos y, como ustedes se imaginarán, en un
remolino de patadas y puñetes.
A
altas horas de la noche, la calle parecía una olla de grillos y, poco después,
un hervidero de vozarrones de borrachos y chillidos de mujeres, que no dejaban
conciliar el sueño de los vecinos, sino hasta que despuntaba el alba con el
canto de los gallos. Al nacer un nuevo día, las puertas de las chicherías
estaban cerradas por dentro y las cholitas no estaban ya invitando a pasar al
local para servirse la bebida disponible hasta que el cuerpo y el bolsillo
aguanten, pero apenas la gente ganaba la calle, se sabía que alguien había
perdido la vida en la trifulca y que en el empedrado había un reguero de
sangre. De modo que la famosa calle Omiste, mejor conocida como la calle
donde mueren los valientes, era una suerte de zona roja, que durante el día
estaba poblada por vecinos que llevaban una vida normal, pero al precipitarse
la noche, sobre todo los fines de semana, se convertía en un pequeño infierno,
donde imperaba la fuerza del más fuerte, el desenfreno amoroso y la borrachera
sin control.
Los
niños vivíamos felices en esta calle que, vista desde la parte baja y desde la
perspectiva de un infante, parecía un tobogán hecho de tierra, polvo y piedra.
Jugábamos en las aceras y la calzada, haga frío o haga calor, con cachinas, cuerdas,
trompos y pelotas de goma, a falta de un parque de diversiones y jardines
infantiles. Ahora solo falta saber qué fue de todos esos niños, qué rumbos
tomaron y qué otras calles poblaron; pero, sobre todo, me pregunto si acaso
ellos se acuerdan, como yo lo hago aquí y ahora, de las aventuras que
compartíamos en la calle Omiste o, como nosotros la llamábamos, la calle
donde mueren los valientes.
Cierto
día, mientras repasaba las aventuras y desventuras de mi infancia, volví a
preguntarme por qué las autoridades ediles bautizaron con el nombre de Modesto
Omiste una de las principales arterias de la población de Llallagua, que desde
principios del siglo XX respiraba y se mantenía activa gracias a la Empresa
Minera Catavi, que contaba con miles de obreros que trabajaban en interior y
exterior mina, las 24 horas del día y los siete días de la semana.
Decidido
a despejar mis dudas, como quien está picado por su propia curiosidad, me puse
a navegar en las redes de Internet para averiguar más datos sobre la vida y
obra de Modesto Omiste, quien, por diversas razones inherentes a su actividad
pedagógica, política y literaria, era digno de ser imitado y admirado no solo
por sus coterráneos, sino también por los niños y jóvenes de Bolivia, que
necesita de hombres y mujeres que vivan para servir al país y no para servirse
de él.
Lo
que por mucho tiempo no supe era que el nombre de la calle, instituida por
ordenanza municipal y votación unánime, era en reconocimiento a la amplia labor
cultural del prestigioso escritor Modesto Omiste Tinajeros, cuyo nombre fue
puesto sucesivamente a varias instituciones educativas, calles y a una de las
dieciséis provincias del departamento de Potosí, con su capital Villazón, creada
por Ley del 18 de septiembre de 1958.
Tampoco
sabía que este honorable potosino, nacido 6 de junio de 1840 y fallecido el 16
de abril de 1898, fue escritor, periodista, abogado, político, diplomático e
historiador; menos aún que fue un excelso educador desde su juventud y que se
preocupó por mejorar el sistema educativo nacional, defendiendo el derecho a la
enseñanza primaria pública gratuita, tanto para las niñas como para los niños
bolivianos. No en vano algunos de sus colegas lo llamaron El Sarmiento Boliviano
por su consagración a la educación libre en todos sus grados, y por la
influencia que tuvo en la Ley de Libertad de Enseñanza aprobada el 22 de
noviembre de 1872; más todavía, en honor y homenaje a Modesto Omiste, el
presidente Bautista Saavedra anunció, en 1924, que el Día del maestro se
celebraría en la fecha de su nacimiento, el 6 de junio de todos los años.
Durante
su amplia actividad pública y política, fue prefecto, diputado, embajador en
Estados Unidos, fundador del Partido Liberal y opositor del gobierno de Mariano
Melgarejo, quien lo desterró por considerarlo su enemigo principal. Como
periodista y escritor, fundó el periódico El Tiempo, que se publicaba en
la imprenta que él mismo importó de Pensilvania; razón por la que se lo
consideró precursor del periodismo nacional. En la misma imprenta de El
Tiempo se editaron los libros que él tradujo del inglés y del francés, y
cuya distribución fue gratuita en las escuelas municipales de Potosí.
Este
escritor de lentes ovalados, patillas y bigotes largos, papada pronunciada y
entrado en carnes, fue una personalidad respetada y admirada en la Villa
Imperial de Potosí, donde rescató y recreó las tradiciones, historias y modus
vivendi de sus pobladores en sus crónicas, que fueron escritas con sapiencia y
pluma bien afilada. Su obra literaria, compuesta por Crónicas potosinas
(4 v., 1893-1896); Caracas, cuna del Libertador (1889); Monografía
del departamento de Potosí (1892); Historia de Potosí 1811 y 1812
(1893); Historia de Bolivia (1897) y Obras escogidas (2 v., 1941), fue
ampliamente difundida en su ciudad natal y, con el correr de los años, pasó a
formar parte de la selecta bibliografía del patrimonio histórico, político y
cultural de la nación boliviana.
Sin embargo, a pesar de su imponente trayectoria, lo más probable es que en mi infancia, ninguno de los vecinos de la calle donde mueren los valientes, atestada de chicherías y escenario de peleas a puño limpio, sabía quién era Modesto Omiste y menos aún que alguno de ellos hubiese leído los libros del ilustre desconocido para la mayoría de los llallagueños, quienes no eran los más letrados ni ilustrados a mediados del siglo XX.
Al
final de mis indagaciones, me quedé más convencido de que la calle Omiste, en
cuyo callejón sin salida estaba situada la casa de mis abuelos, era una de las
calles más conocidas de Llallagua, porque en ella habitaban también artesanos
de los más diversos oficios, como los sombrereros, zapateros, carpinteros,
sastres, phasankhalleros y panaderos. Asimismo, era la calle donde vivían
algunos importantes dirigentes sindicales como César Lora, de quien, a mediados
de los años 1960, se decía que organizó, desde la clandestinidad, el jukeo
con un grupo de personas desocupadas y otro grupo de mineros que fueron
despedidos, acusados de subversivos y agitadores comunistas, por
la dictadura militar de René Barrientos, y que con una parte de las ganancias
de la venta de los minerales extraídos ilegalmente de la mina, se adquirió una
volqueta roja que solía estar aparcada en la puerta de la casa de mis abuelos.
Además, se decía que con el dinero del jukeo se compró varias armas de
fuego, con la intención de organizar las milicias obreras y emprender la
revolución proletaria.
En
esta zona céntrica de la población no faltaban los profesionales dedicados a la
abogacía, la educación y el comercio informal. Eso sí, lo que menos faltaba en
la calle Omiste, más mentada como la calle donde mueren los valientes,
eran los locales que expendían bebidas espirituosas a los parroquianos que se
daban cita para ahogar sus penas en los brazos de las hermosas akha banderitas
(chicheras con banderines blancos), quienes provenían de las provincias
del norte de Potosí, con la ilusión de conseguir un trabajo digno y mejorar su
condición de vida en una población minera, donde las chicherías se
parecían a la casa del jabonero, donde el que no caía…
Desde los años de mi infancia transcurrieron varias décadas, pero la calle Modesto Omiste, como detenida en una imagen fotográfica, no cambió demasiado desde que fue bautizada con el nombre del célebre cronista y político potosino; las casas continúan conservando su arquitectura original y los vecinos, convertidos en su mayoría en pequeños tenderos, siguen viviendo como en el pasado. Lo único que ha cambiado es el empedrado de la calle, que ahora tiene adoquines, y la Plaza Nueva, en la parte final y superior de la calle, que ahora es un mercado moderno de abasto y no un mercado campesino, pues ya no se ven llamas ni asnos, que antes llegaban del campo cargados de productos agrícolas, que se vendían a los compradores entre empujones y voces altisonantes.
Cuando volví a recorrer por la calle Omiste, después de una larga ausencia, recordé mi infancia con un soplo de nostalgia, a pesar de que la casa de mis abuelos, ubicada al fondo del callejón sin salida, tenía ya otro dueño, mas su estructura seguía siendo la misma, salvo que el jardín, donde se cultivaban flores de los más diversos colores y fragancias, se trocó en un patio empedrado, aparte de que los cuartos de los inquilinos, que antes me parecían ambientes amplios y cómodos, no eran más que unos cuartuchos donde apenas cabía una familia de tres miembros y u7n par de muebles. Todo lo demás, los recuerdos de los vecinos muertos y la ausencia de los vecinos vivos, correspondía a un pasado que se quedó atrapado entre las paredes de las casas emplazadas a lo largo de la calle Modesto Omiste, más conocida por los llallagueños como la calle donde mueren los valientes, pero no porque los parroquianos perdían la vida por valientes o porque estaban conscientes de que un hombre valiente no muere de viejo, sino, simple y llanamente, por provocadores, pendencieros y bebedores sin estribos ni control.