LA CREACIÓN
Cuando el Tío me vio entrar en el cuarto, con las Sagradas Escrituras bajo el brazo, me
miró sorprendido y carraspeó como cada vez que un símbolo religioso invadía su
territorio. Dejó que me sentara delante de él y pusiera la Biblia sobre la mesa llena de tabaco, coca, copas y botellas.
–Estás leyendo el libro de los libros –comentó.
–Así es –le dije–. Estoy leyendo el Antiguo Testamento de la Biblia
cristiana, el relato del Génesis, que
no tiene nada que envidiar a los cuentos y novelas del denominado realismo mágico.
El Tío se apoltronó en su trono, encendió el cigarro con
la chispa de sus ojos y se sirvió un vaso de singani de la botella que le dejé
el día en que los mineros, en vísperas del Carnaval, ch’allan las galerías de la mina, donde las réplicas de su imagen
son motivos de culto y veneración.
–Ahora que has leído las supuestas palabras de Dios.
¿Eres capaz de relatarme el mito de la creación del mundo con tus propias
palabras?
Yo me incomodé como un alumno que tiene pésima memoria y
que todo lo que lee entiende mal, por no decir al revés. Pero como se trataba
de la Biblia, acepté su reto. Me
acomodé mejor en la silla, respiré de manera serena y, como inspirado por el
Espíritu Santo, desembuché lo poco que sabía:
–En el principio, según refiere el libro del Génesis, todo era vacío y las tinieblas
cubrían el abismo. Entonces Dios, abriéndose paso en medio del caos, creó el
cielo y la tierra con la potencia de su palabra. Que exista la luz, dijo. Y la luz se separó de las tinieblas. Que existan astros y estrellas en el
firmamento para distinguir el día de la noche, dijo. Y los astros y las
estrellas se encendieron como luciérnagas en la noche.
–¿Y qué más? –preguntó el Tío.
–Después separa las aguas de la tierra. Que las aguas se llenen de seres vivientes,
deslizándose en ellas, y que los pájaros vuelen esparciéndose en el cielo,
dijo. Y así se hizo. Que la tierra
produzca vegetales, hierbas que den semilla y árboles frutales, dijo. Y así
se hizo. Al final, al ver que todo eso era bueno, los bendijo diciéndoles: Sean fecundos y multiplíquense.
El Tío miró hacia un lado y hacia otro, como si no
supiera qué decir. Daba la impresión de que el relato del principio de los
principios y la presencia de un ser Supremo, que con su sola palabra podía
hacer aparecer las cosas como un mago de circo, lo tenía encandilado como
cuando le contaba una historia de ciencia-ficción.
–Antes de crear al hombre, Dios escogió una pequeña parte
de la tierra para convertirla en un paraíso llamado Jardín del Edén y en medio
del jardín hizo brotar el árbol de la ciencia del Bien y del Mal.
–Es impresionante cómo alguien puede hacer aparecer todo
lo que le da la gana solo con la fuerza de su palabra –dijo el Tío, con cierto
escepticismo y reclinándose en el respaldo de su trono.
Yo puse mi mano sobre la cubierta del libro sagrado y,
acariciándolo como el lomo de un gato, seguí relatando las maravillas de la
creación:
–En el séptimo día del Génesis, Dios dijo: Hagamos
al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y procedió a formar al
hombre con un montoncito de tierra y polvo, dotándole vida con el soplo de su
divino aliento.
El Tío me miró como dudando de mis palabras que, en
realidad, no eran mis palabras, sino las palabras de Dios. Se puso el
cigarrillo entre los labios y pidió una copa de singani purito, sin limón ni
gaseosa.
–Ahora viene otra parte interesante –le dije, volviéndome
a acomodar en la silla–. Como Dios vio que no era bueno que el hombre estuviese
solo en el Jardín del Edén, se le ocurrió crear a una mujer idónea para que sea
su compañera de vida...
–¿La formó también con un montoncito de tierra? –indagó de
manera capciosa.
–No –contesté de inmediato–. Dios hizo que el hombre
caiga en un sopor profundo y, mientras dormía como una wawa en mullida cuna, tomó una de sus costillas, rellenó el vacío
con carne y de la costilla formó a la mujer. Cuando la puso delante del hombre,
éste abrió los ojos, miró maravillado el desnudo cuerpo de su compañera y
exclamó: ¡Esto es ahora hueso de mis
huesos y carne de mi carne! Así los creó; macho y hembra los creó. A él le
llamó Adán y a ella Eva.
–No cabe duda de que ese Dios era un ser Todo Poderoso,
capaz de hacer brotar el árbol del Bien y el Mal como un jardinero, de quitar
la costilla de Adán como un cirujano y modelar a Eva como un alfarero… ¡Qué
increíble! ¡Simplemente, increíble!...
En el cuarto se hizo un repentino silencio, no se
escuchaba el ruido de la respiración ni el vuelo de una mosca, hasta que el Tío
lanzó una fétida flatulencia y preguntó:
–¿Y por qué no le quitó otro hueso de otra parte?
–No le quitó un hueso de los pies para que no sea su
esclava, ni de su cabeza para que no sea la cabeza de la casa, sino de la
costilla, del medio de su cuerpo, para que sea respetada como él mismo y,
además, para que tenga los mismos derechos y las mismas responsabilidades.
–¿Qué más?
–Una vez que terminó la obra de su creación, Dios los
puso delante de sus ojos y les ordenó: Sean
fecundos y multiplíquense, Labren la tierra y sométanla. Y, a continuación,
les dijo: Yo les doy todas las plantas
que producen semilla sobre la tierra, y todos los árboles que dan frutos con
semilla: ellos les servirán de alimento. Y a todas las fieras de la tierra, a
todos los pájaros del cielo y a todos los vivientes que reptan por el suelo,
les doy como alimento el pasto verde.
–¿Eso es todo lo que les dijo? –preguntó el Tío.
Yo me incomodé con su pregunta, recordé qué más había
leído en esa parte de la creación y, luego de un ligero repaso mental, llegué a
la cuenta de que me estaba olvidando lo más importante.
–¡Ah, se me olvidaba lo más importante! –exclamé,
tomándome la cabeza con las manos–. Les dijo: “Pueden comer los frutos de
cualquier árbol del jardín, menos de este, y, señalándoles el manzano, cuya
frondosidad era acariciada por el viento, les advirtió: No comerán de él, ni lo tocarán, so pena de muerte. Si comen de él, se les
abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del Bien y del Mal.
–¿Así que en el manzano crecía la fruta prohibida?
–Sí –contesté–. La manzana era la fruta del pecado…
El Tío se relamió los labios y se limitó a escuchar lo
que yo tenía por decirle.
–Al cabo de ordenarles lo que debían hacer y no hacer
–continué–, Dios los dejó en el Jardín del Edén, donde Adán y Eva fueron
felices mientras comían los deliciosos frutos de su cuerpo, hasta que un día se
apareció el lacayo del diablo, quien, transformándose en una serpiente, se
convirtió en el tentador de Eva. La serpiente adquirió el don de la palabra y
aprendió a caminar sobre la punta de la cola. Se le acercó a Eva, le habló con
palabras dulces, incitándola a comer la fruta prohibida del árbol del saber del
Bien y del Mal. Ella le obedeció como mujer sumisa, estiró la mano hacia la
rama del manzano y cogió la apetecible fruta. Le hincó los dientes y comió para
lograr sabiduría. La serpiente, tras cumplir la misión encomendada por el
diablo, se despidió de Eva y se alejó del lugar. Eva, ni corta ni perezosa, le
dio de comer la fruta prohibida a Adán, llevándolo a cometer un acto que lo
apartaría de su Creador.
El Tío se remeció en su trono, se acarició la barbilla y
enseñó una sonrisa diabólica.
–Qué interesante –dijo, enseñándome sus ojos color
violeta como rayos láser.
–No te rías –le increpé en tono molesto–. Fuiste tú quien
hizo pecar a los primeros padres de la humanidad, ¿verdad? La serpiente, debido
a su papel en la introducción del pecado, llegó a ser la bestia más odiada y
temida por el género humano. Como tal, muchas veces, la serpiente ha sido
asociada con el diablo, con Satán y… ¡Contigo!
–¡No me hables en ese tono, carajo! –reaccionó el Tío,
mientras sorbía otro trago–. Yo no tengo nada que ver con ese diablo y mucho
menos con la serpiente…A mí no me metas en esa sopa. No tengo nada que ver con
la ingesta de la manzana ni con el pecado que cometió esa tal Eva, que más
parecía un animal dominado por la sensualidad y el pecado carnal. Y, por si te
quedan dudas, a mí no me han creado ni Dios ni el Diablo, sino los mineros,
quienes me hicieron a su imagen y semejanza…
–Dicen también que la serpiente, una criatura dotada del
don de la palabra y capaz de expresar sus pensamientos con deslumbrante
lucidez, le convenció a Eva para que le diera de comer el fruto prohibido a
Adán, ya que si ambos comían del árbol de la sabiduría, de lo Bueno y lo Malo,
no morirían, como les dejó dicho Dios, sino que se les abrirían los ojos y
oídos, y serían como su Creador. Así fue como nuestros primeros padres,
incitados por la serpiente y desobedeciendo el mandamiento divino, introdujeron
el pecado y la muerte en este mundo.
–¿Y por qué tuvo que haber sido la serpiente la tentadora
y no otro animal? –preguntó el Tío.
–Porque dicen que la serpiente es, o al menos era, la más
astuta entre todos los animales que Dios puso sobre la faz de la Tierra.
–La serpiente, ¿la más astuta? –cuestionó el Tío–. Que yo
sepa, en las fábulas de la tradición popular, el zorro es el animal más astuto
entre los astutos… ¿O no has leído las fábulas y los cuentos de la tradición
oral boliviana, como las aventuras del Atoj
Antonio y el cumpa Conejo de don Antonio Paredes Candia?
Yo puse cara de no
lo sé. Lo miré de frente y él me devolvió la mirada con todo el peso de su
autoridad. Se metió otro trago puro y lanzó sobre mi cara un fuerte tufo a
tabaco y alcohol.
–Bueno, bueno –dijo–. Lo que me interesa por ahora es
saber cómo Dios se dio cuenta de que las criaturas de su creación comieron del
árbol del saber del Bien y del Mal.
–Dios los buscó en el Jardín del Edén, pero no los
encontró. Entonces gritó: ¡¿Dónde te has
metido, Adán?! Él salió de entre unos arbustos y contestó: Te oí andar por el jardín y me dio
vergüenza, porque estoy desnudo; por eso me escondí. Dios no tardó en
preguntarle: “¿Quién te ha hecho ver que estás desnudo? ¿Has comido acaso del
árbol del que te prohibí comer? Adán bajó la cabeza y, mirándose el apéndice
que le colgaba como lombriz entre las piernas, contestó: “La mujer que me diste
por compañera, por insinuación de la serpiente, me dio la fruta del árbol
prohibido y comí… ¿Y dónde está ella?, le preguntó el Creador. Está conversando con la serpiente cerca del
manzano, respondió.
–¿Qué pasó después? –preguntó el Tío, como si
desconociera ese pasaje bíblico.
–Dios fue hasta allí y creó una enemistad irreconciliable
entre la serpiente y la mujer. A la serpiente le dijo: Maldita seas entre todas las bestias y entre todos los animales del
campo. Sobre tu vientre caminarás y polvo comerás todos los días de tu vida.
A la mujer le dijo: Tantas haré tus
fatigas cuantos sean tus embarazos. Con dolor parirás los hijos. Hacia tu
marido irá tu apetencia y él te dominará. Dicho esto, Dios volvió a acercarse
a Adán, lo miró con infinita furia y, barriéndole el rostro con su divino
aliento, le sentenció antes de echarlo del Jardín del Edén: Por haber escuchado la voz de tu mujer, como
varón domado, y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldita
sea la tierra por tu culpa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días
de tu vida. Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que la muerte
reduzca a polvo tu cuerpo; porque del polvo vienes y al polvo volverás.
–Después se desataron los males y las desgracias como si Adán
y Eva hubiesen abierto el ánfora de
Pandora.
–Así es –asentí con la cabeza–. Todo se jodió desde que
nuestros primeros padres desobedecieron el mandamiento divino e introdujeron el
pecado y la muerte en el mundo.
El Tío fumó el cigarrillo, se metió otro trago, se
relamió los labios y, para demostrarme que él también conocía el libro del Génesis, relató el desenlace, pero no de
acuerdo al texto original, sino a su manera:
–Qué padre más estricto y malvado –dijo–. Pobrecitos de
sus hijos, quienes, por desobedecer deliberadamente la ley divina y tragarse el
fruto del árbol de la sabiduría, fueron expulsados del Jardín del Edén,
perdiéndose así, por su culpa, por su maldita culpa, el paraíso que Dios creo
sobre la faz de la Tierra. Desde entonces tuvieron que vagar sin rumbo, como
cuando los padres de Hansel y Gretel,
que no tenían qué darles de comer, los abandonaron en medio del bosque, al
menos según el cuento de la tradición oral recogida por los hermanos Grimm. ¿Conoces
ese cuento?
–No –le dije, aguardando que concluyera el relato sobre
el mito de la creación del mundo y la especie humana.
–Y como los primeros padres de las humanidad estaban
avergonzados de la desnudes de su cuerpo –dijo en un tono sarcástico, como
burlándose del nacimiento de la tragedia humana–, antes de seguir su camino
como nómadas, se cosieron hojas de higuera y se las pusieron como taparrabos,
hasta que más tarde, para cubrir mejor sus vergüenzas, se fabricaron túnicas
con la piel de animales silvestres.
Cuando dejó de hablar y se hizo otro silencio, me miró
con el ceño fruncido y los colmillos descubiertos por una sonrisa socarrona
que, en lugar de amainar la tensión de mis nervios, me provocó un malestar
interior, como precipitándome, largado de la mano de Dios, hacia un abismo de
caos y tinieblas.
–¿Tienes algo más que decir? –preguntó.
Yo negué con la cabeza y, como no estaba en condiciones
de seguir con la conversación, levanté la Biblia,
la puse bajo el brazo y me alisté para salir. En eso nomás escuché la metálica
voz del Tío:
–Me olvidaba preguntarte, ¿Quién es el autor de ese
libro?
–No tiene autor conocido –contesté–, pero todos dicen que
todo lo que está escrito en este libro es la palabra de Dios.
–¡Ah, carajo! –reaccionó el Tío–. Yo pensé que era una
compilación de diversas historias basadas en las tradiciones orales del II
milenio, mucho antes del nacimiento de Cristo, y no las palabas dictadas por un
ser Supremo a un solo autor, como yo te dicto a ti mis ocurrencias y aventuras
cada vez que se me ocurren. Todo hace pensar que el libro fue escrito, a lo
largo de muchos siglos, por varios religiosos, en diferentes momentos y
lugares. Además, los primeros capítulos del Génesis
debemos tomarlos como escritos simbólicos y no como historias reales, pues son
narraciones que tienen mucho de ficción, como la parte donde se explica la
creación del mundo y la genealogía de la humanidad desde el comienzo de los
tiempos.
No supe qué contestar. Me levanté de la silla, me paré
detrás del respaldo y, más avergonzado por mi ignorancia que por mi falta de
mayor fe en la fe religiosa, decidí despedirme del Tío, quien se quedó en la
oscuridad del cuarto, sin dejar de fumar ni beber sus tragos de
aguardiente.