EL SAPO PETRIFICADO DE LOS URUS
Cuenta una vieja leyenda de los urus,
oriundos de las orillas del lago Poopó, que el dios Wari, creador de los
habitantes del lugar y protector de los camélidos, envió por el norte de lo que
sería la Villa Imperial de San Felipe de Austria, un gigante y ventrudo sapo,
con la misión de engullirse a los habitantes que le dieron las espaldas para
adorar al dios Inti del Imperio Incaico.
El sapo avanzó a saltos hacia la
población asentada en la meseta andina. Los urus, al sentir que la tierra temblaba
como sacudida por un terremoto, salieron de sus viviendas y, al dirigir la
mirada hacia la zona norte, vieron al monstruoso batracio que, capaz de
espantar al héroe más intrépido de la tierra, parecía haber emergido de las
profundidades del lago Poopó, nada menos que por mandato del dios Wari, quien
ya antes había enviado otras plagas sobre los habitantes que él moldeó en
barro, a su imagen y semejanza, durante el periodo de la creación de la civilización
de los urus.
Los
habitantes de la meseta andina, ante semejante monstruo de cuatro patas, cabeza
ancha y aplanada, ojos saltones, cuerpo rechoncho y con grandes pliegues de piel que le colgaban del
abdomen, piernas, panza y cuello, se tragaron el mayor susto de sus vidas
y empezaron a correr despavoridos por todos lados, hasta que en el azulado
aguayo del cielo, cual una luminosa estrella, apareció la misteriosa ñusta
Intiwara, quien, blandiendo una honda en el aire, disparó un guijarro que se le
incrustó en las fauces del sapo. Luego lo hirió mortalmente con el rayo nacido de
su flamígera espada, petrificándolo como a una mole de granito, con los ojos
mirando al infinito y las piernas flexionadas, como a punto de dar un salto en
el vacío.
Con el paso del tiempo, el anfibio
petrificado en la actual zona de San Pedro, al norte de la ciudad de Oruro y
sobre la Av. Tomás Barrón, se convirtió en un tótem de adoración, culto y
superstición, debido a que los lugareños empezaron a atribuirle poderes mágicos
y sobrenaturales, como a todas las esculturas totémicas
que personifican a los protagonistas ancestrales de las leyendas del pueblo de
los urus.
Así es como
el sapo, de haber sido un monstruo destinado a engullirse a diez personas de un
solo bocado, pasó a convertirse en una deidad benefactora, capaz de conceder salud,
fecundidad, prosperidad y fortuna a quien le prodigara tanta fe como a la
mismísima ñusta Intiwara, identificada con la Virgen María por la religión
católica y con la Virgen del Socavón por los trabajadores de los yacimientos de
plata y estaño en los cerros de la antigua Villa de San Felipe de Austria.
Cuando
los urus fueron encandilados por los primeros milagros realizados por el sapo a
favor de una familia que criaba hijos con diversas deformaciones físicas,
empezaron a rendirle culto y pleitesía, como si se tratara del mismísimo dios Wari.
Desde
entonces, los devotos de este anfibio milagroso no dejaron de encenderle q’oas ni ch’allarle con bebidas
espirituosas a manera de ofrendas, cubriéndole el rechoncho cuerpo con
mixturas, serpentinas y confetis, mientras las chispas de fuego de los braseros
revoloteaban como estrellitas luminosas alrededor del sapo.
Los
devotos, desde antes de mostrarse el sol,
se dan cita en el lugar porque a esas horas del día, según los usos y
costumbres, pueden pedirle dinero, amor y salud. Algunos, para ver sus deseos cumplidos, le hacen fumar cigarrillos y
rompen botellas de aguardiente en la boca del sapo, pero si éste no fuma o las
botellas no se rompen, significa que los ofrendantes no se le acercaron con
cariño y que, por lo tanto, no tendrían un año de suerte ni prosperidad. No falta quienes arrancan piedrecitas de la estructura del
batracio, con el compromiso de devolvérselas dentro de un año, una vez
transcurrido el Carnaval y agradeciéndole por los favores concedidos como
respuesta a su fe y lealtad.
Los peregrinos
que viven aquejados por alguna enfermedad letal, como los que viven al borde de
la muerte, se arriman contra el sapo, acariciándole con los labios y las manos.
Si el sapo se mueve como si respirara, entonces el enfermo empieza a transpirar
como si sintiera en su interior la confirmación de que será curado de sus
males. Los familiares que lo acompañan, comprendiendo que el sapo le dará fuerzas
para sanarse y sobreponerse a la muerte, lo abrazan entre regocijos y lágrimas,
obligándole a beber en honor a la deidad que, más que ser una simple roca con aspecto morfológico, es un
ser que respira y palpita, que palpita y respira.
Los antiguos
habitantes de esta tierra poblada de leyendas y mitos nacidos del imaginario
popular, cuentan que el sapo petrificado por la ñusta Intiwara tenía un espacio
abierto entre sus cuatro patas, por donde las personas, arrastrándose, atravesaban
de un lado a otro, deseosas por saber cuándo les tocaría el tacto de la muerte.
Las que se atascaban, atrapadas bajo el vientre del sapo, se suponía que tenían
a la muerte pisándoles los talones; en cambio aquellas que lograban deslizarse
sin dificultades, como reptando con la agilidad de un réptil, tenían asegurada
una vida llena de bendiciones y felicidad.
Las
libaciones de bebidas espirituosas en honor al batracio, considerado un ser
poderoso y milagroso, se hizo una costumbre cada vez más arraigada en la tradición
de los orureños, hasta que, en los años 60 del siglo XX, apareció en la ciudad
un militar camba, quien, sin comprender las milenarias creencias de los pueblos
andinos y aburrido de ver que los supersticiosos le rendían culto al supuesto
dios pétreo, acariciándole con respeto y hablándole como si de veras estuviese
vivo, decidió hacerlo desaparecer de una vez y para siempre.
El incrédulo militar,
a cargo del cuartel Camacho, ubicado por
entonces cerca del cerro San Pedro y en la llanura donde estaba el sapo, ordenó
a sus subalternos destrozar la roca
con una explosión de dinamitas, para evitar el desarrollo de un ritual pagano arraigado
en la idolatría y libación de bebidas alcohólicas.
Los soldados,
cumpliendo con su deber de subordinación
y constancia ante el poder autoritario de su superior, depositaron varios cartuchos de dinamita alrededor de la
sagrada roca, de dimensiones respetables, chispearon la pólvora de las guías y
se retiraron del lugar a la espera de que una poderosa explosión la hiciera
volar por los aires.
Los
testigos del agravio, que se produjo
una frígida noche de invierno, vieron cómo los pedazos del anfibio se
esparcieron en el cielo como casquijos de fuego, mientras los pobladores, apenas se enteraron del
atentado contra su preciada Waca, sintieron un fuerte dolor en el alma y una
profunda indignación contra el militar, quien, burlándose de los devotos y sin
medir las consecuencias, tuvo la osadía de llevar a cabo su siniestro plan,
proclamando que, por fin, había acabado con un sitio de borrachera y
superstición.
Lo que el militar desconocía era que el sapo poseía
el atributo de reencarnarse y volver a la vida para vengarse con furia de
quienes le prodigaban ofensas. No en vano se decía que al primero que escupía contra
el sapo, sea por desprecio o por soberbia, estaba condenado a soportar sarnas, ronchas
y llagas con supuración de fétida pus en el cuerpo, como si se tratara de una
re-salivación o venganza del prodigioso batracio.
Desde la
destrucción del sapito milagroso, el militar tuvo que pagar caro por su osadía
y por haber increpado al dios pétreo, ya que empezó a beber como si su cuerpo
necesitara del alcohol como el sapo necesitaba del agua. Su aspecto, de militar
entrenado en rudos ejercicios físicos, se transformó en la de un anciano de piel
rugosa, espalda encorvada y piernas arqueadas. Sin lugar a dudas, era un típico
caso de metamorfosis o de transferencia del espíritu del batracio en el cuerpo
del militar que, a poco de sufrir extraños cambios en su comportamiento y personalidad,
fue abandonado por su familia.
Todas las
noches soñaba con el sapo tragándoselo como a un mísero tallarín y todas las
mañanas despertaba con la sensación de que le relamió el cuerpo con saliva
viscosa y espumosa. Con el paso del tiempo, le brotaron manchas verdinegras en
el rostro y el cuerpo, similares a las que presentaba el sapo en la espalda. Y,
aunque consultó a varios dermatólogos, nadie supo diagnosticar su enfermedad
cutánea por tratarse de un caso desconocido por las ciencias médicas. Lo peor
es que las manchas no tardaron en transformarse en llagas y su alcoholismo en
una enfermedad crónica que lo empujó al filo de la tumba. De modo que, sin
poder detener la enfermedad que lo aquejaba, ingresó en una crisis existencial
y perdió el juicio sobre todo cuanto lo rodeaba.
En el
eclipse de sus días, según comentaron los vecinos y testigos, el militar terminó
viviendo como un demente, golpeándose la cabeza contra las paredes y
agarrándose el abultado vientre, como si el sapo, en actitud de venganza, se le
hubiese metido dentro de él, pero muy adentro, induciéndole a concebir la idea
de quitarse la vida con una carga de dinamitas.
Cuando la
dramática situación del militar llegó a su límite, no tuvo más remedio que
aceptar su fatal destino y obedecer las órdenes de una misteriosa voz que le
susurraba en los oídos lo que debía hacer minuto a minuto y segundo a segundo,
hasta que por fin un día, luego de proveerse de una carga de dinamitas similar
a la que él había ordenado para destrozar al dios pétreo, se amarró los
cartuchos alrededor del cuerpo y, tras chispear la guía de los fulminantes,
saltó por los aires convertido en nada, como si el mismísimo sapo, remontado en
cólera y venganza, hubiese acabado con su miserable vida.
El alcalde de la ciudad, enterado
del trágico desenlace en la vida del militar y para evitar que los lugareños
caigan en desgracia, mandó reconstruir la efigie del batracio que fue pulverizado,
aun sabiendo que esta vez no sería del mismo tamaño ni tendría el mismo aspecto
que el original.
Cuando
la imagen del sapo fue moldeado por un artista popular, se lo puso al lado de los restos quemados del antiguo pedrejón, donde
sus devotos podían contemplarlo, así no estuviera esculpido en mole de granito,
sino hecho en cemento desde el pedestal hasta las orejas. Sin embargo, en estas
circunstancias, lo importante no era que fuese idéntico al primero y genuino,
sino un sapo que tuviera la mirada
tendida en el horizonte, donde todas las mañanas despunta el alba, haciendo que
los primeros rayos del sol aureolaran el cerro Pie de Gallo y los cerros de la
zona norte, desde cuyas faldas se descolgaban las casas con paredes de ladrillo
y techos de calamina
En agosto
del mismo año de su reconstrucción, un grupo de yatiris, reunidos alrededor del
dios pétreo y su similar que estaba a la diestra, le ch’allaron en un acto
ritual, con un q’araku de medianoche, ofrendándole coca, cigarrillos y bebidas
espirituosas. Desde entonces se multiplicaron los creyentes que asisten al
lugar desde la primeras horas del día para echarle mixturas, envolverle con serpentinas
y rociarle con botellas de aguardiente, mientras repiten frases en quechua: Sumaj
jamp’atito kanki. Uyariway, jamp’atitu, q’olqe q’oriway jamp’atitu, sunquy
uk’uqniymanta parlasayki. ¡Jay! Niway, uyariway (Buen sapito eres.
Escúchame, sapito; dame dinero, sapito; desde el fondo de mi corazón te estoy
hablando. ¡Jay! Dime, escúchame).
Asimismo, en la pequeña plazuela
donde están los dos sapos, el original y la copia, los vecinos pintaron las
fachadas de sus casas y los obreros de la municipalidad mejoraron remodelaron
el lugar, colocando jardineras alrededor y cordones de cemento que servirían
como una suerte de asientos para los visitantes. Al frente del monumento al
sapo y en la fachada de un domicilio particular se pintó la imagen de la Virgen
del Socavón para convertir el sitio en un lugar sagrado y que ese espacio sea
para el Bien y no para el Mal, al igual que el sapo, que durante el día, desde el amanecer hasta el
anochecer, parece cambiar de pigmentación e hincar el buche con un aire de
orgullo y supremacía.
En los días del Carnaval, no faltan
los vecinos que instalan puestos de venta de q’oas, cohetillos, mixtura, serpentina y bebidas espirituosas.
Algunos incluso se animan a levantar carpas para el expendio de chicha y comida,
hasta el día de la kacharpaya
o despedida
del Carnaval, en la que los peregrinos y devotos del sapo, bailando y cantando al
ritmo de los instrumentos musicales, retornan a su vida cotidiana, pero con el
pensamiento de retornar otro día para participar en la ceremonia de culto al
sapo petrificado de los urus.