REFLEXIONES EN TORNO AL 12 DE OCTUBRE
El mito del hombre blanco
Recuerdo que cuando era
niño e indocumentado, pensaba que el 12 de octubre era el día de los americanos
y que Cristóbal Colón, ese personaje de piel blanca y jubón de seda, era una
especie de Indiana Jones. Pero me entró la duda cuando mis compañeros de clase
empezaron a cambiarse el apellido, pues el Mamani se convirtió en Maisman, el
Quispe en Quisbert y el Condori en Condorset. De modo que empecé a buscar la
causa de esa extraña metamorfosis, hasta que la encontré en mis libros de
texto.
El Almirante de la Mar
Océana, Virrey de las tierras del Nuevo Mundo, Adelantado y Gobernador, que no
era de Génova ni de Portugal, pero tampoco de España, aparecía en la
ilustración postrado de rodillas, la mirada tendida en el ancho cielo, como
agradeciendo a Dios por seguir con vida tras una larga y fatigosa travesía.
Aunque no tenía casco ni armadura, llevaba en una mano el pendón real y en la
otra una espada con guarnición y gavilán. Detrás de él se veían las tres
carabelas flotando entre el cielo y el mar, mientras en la costa de Guanahaní,
que parecía un paraíso sin serpientes ni pecados, asomaban los indígenas de
piel cobriza, torsos desnudos y miradas de pasmo y de temor.
Mi maestra, que tenía la
nariz aguileña y los pómulos prominentes como las ñustas del imperio incaico,
era la primera en transmitirnos la versión oficial de los vencedores. Nos
explicaba que Cristóbal Colón representaba al hombre civilizado, cuya destreza
física y mental lo llevó a descubrir los misterios del océano y a encontrar
pueblos que vivían en el atraso y la ignorancia. Yo la creía como el feligrés
le cree al cura, sin saber que en la escuela se nos enseñaba el mito del hombre
blanco, y que mi maestra, indígena por los cuatro costados, hablaba con la voz
prestada de los hombres sedientos de sangre y de riquezas, pues lo que ella
llamaba el “Día de la Raza”, en
realidad, era el día contra la raza ‑contra su propia raza‑, aparte de que en
América, desde el Canadá hasta el Cabo de Hornos, nada volvió a ser lo mismo
desde aquel fatídico 12 de octubre de 1492.
Las dos caras de la conquista
Años después, leyendo un
libro de historietas, me informé de que Hernán Cortés por el norte y Francisco
Pizarro por el sur se lanzaron a conquistar las tierras bautizadas con el
nombre de Américo Vespucio y no de Cristóbal Colón, quien murió en el olvido y
sin saber que abrió las puertas de un continente desconocido, donde algunos
creían haber encontrado el paraíso terrenal, como el jesuita León Pinelo,
quien, en el siglo XVIII y en un trabajo de erudición, intentó demostrar que el
Paraná, con el Orinoco, el Amazonas y el San Francisco eran los cuatro ríos
sagrados que, según las Sagradas Escrituras, nacían del Paraíso.
La conquista fue un hecho
inevitable -decía la maestra-, porque implicó la victoria de la civilización
sobre la barbarie. Los hombres blancos traían consigo el adelanto: la Biblia,
la pólvora, las armas de fuego, los instrumentos de navegación, la economía
mercantilista, el hierro, la rueda y otros, mientras los indígenas seguían
luciendo tocados de plumas en la cabeza y profesando religiones bárbaras. Pero
lo que la maestra no mencionaba era el florecimiento cultural y científico de
las civilizaciones precolombinas, como el hecho de que los mayas hubiesen
confeccionado un calendario mucho más exacto que el de Occidente, que empleaban
el sistema vigesimal en matemáticas y usaban una escritura similar a los
jeroglíficos egipcios, que en el incario construyeron terrazas y canales para
la producción agrícola, que practicaban la trepanación de cráneos y tenían un
sistema social que respetaba la comunidad colectiva de la tierra y donde todos
los miembros de la comunidad colaboraban en la construcción de obras públicas.
En síntesis, la maestra no hablaba de lo que los pueblos precolombinos fueron
capaces, sino sólo de lo que no fueron capaces.
Cada 12 de octubre, al
celebrar el “Día de la Raza” en un
acto cívico, el director de la escuela nos recordaba que en las naves de Cristóbal
Colón y en las alforjas de los conquistadores llegó el pluralismo político, la
libertad y la protección que se prodigó a los indígenas. Pero nadie nos
recordaba que en esas mismas naves llegaron enfermedades mortales, y que en
esas mismas alforjas, en las cuales trajeron la santa Inquisición, el crimen y
el terror, se robaron el oro y la plata que fueron a dar en las arcas de los
empresarios de Génova y Amberes, y que financió en Europa el barroco esplendor
de las monarquías y el decisivo despegue del mercantilismo occidental.
El director nos hablaba
con admiración de la gesta de Cristóbal Colón y de la fe cristiana que nos
inculcaron los conquistadores, pero nadie decía una palabra sobre las depredaciones
y el arrasador genocidio cometido contra los indígenas; sobre las nuevas
creencias y costumbres impuestas a sangre y fuego; y, lo que es más importante,
sobre la marginación social y racial de indígenas y negros en las nuevas
colonias, donde los criollos se convirtieron en los amos y señores de las
tierras conquistadas, con derecho a gozar de ventajas y privilegios sociales y
económicos, pero también con derecho a ser la clase dirigente; una suerte de
supremacía del hombre blanco que, desde el 12 de octubre de 1492, se refleja en
el racismo latente que habita en el subconsciente colectivo de América, donde
no pocos indígenas y negros cambian de identidad: cambian de lengua, cambian de
nombre y cambian de vestimenta, aunque el negro vestido de seda, negro se
queda, y el indígena, así tenga el título de doctor y el apellido de europeo,
sigue siendo indígena hasta la médula de los huesos.
Cuando terminé la
escuela, comprendí que la verdad y la mentira de una misma historia dependía de
la voz que la contaba, pues cuando empecé a leer la versión de los vencidos, de
los de abajo, me di cuenta que el arribo de los europeos a tierras americanas
fue una gesta sangrienta y que la religión cristiana, nacida como un
instrumento de lucha a favor de los oprimidos, se convirtió en un instrumento
opresor durante la conquista, que el llamado descubrimiento de Colón implicó
el exterminio de vastas civilizaciones y que el 12 de octubre no era una fecha
para celebrar sino para reflexionar.
Con todo, mi maestra nos
enseñó el autodesprecio, como quien enseña a diferenciar lo blanco de lo negro,
porque en sus lecciones hablaba peyorativamente del indígena -quizás con más
crueldad que Pizarro y Cortés, y con menos compasión que Bartolomé de Las Casas
y Vitoria- y porque los conocimientos que ella nos transmitía de los libros
oficiales de historia no correspondía a la versión de los vencidos sino de los
vencedores.
Desde entonces han pasado
varios años, yo dejé de ser niño y ella dejó de existir. Pero lo que no puedo
ya aceptar es el hecho de que se siga celebrando el 12 de octubre como el “Día
de la Raza”, a pesar de que nosotros,
los mestizos de América, así nos veamos la cara en los espejos de Europa, no
dejaremos de ser los hijos bastardos de la conquista, del despojo y la
violación, como lo fueron los hijos de la Malinche en México y las hijas de
Atahuallpa en el Perú.
Ahora bien, si aún nos
queda un poco de sangre en la cara, tengamos el coraje de reconocer que lo
único que heredamos en más de medio milenio de rapiña y colonización, es la
vergüenza de ser lo que somos, esa pirámide social donde lo oscuro está en la
base y lo claro en la cúspide, y donde el color de la piel y el apellido siguen
siendo algunos de los factores que determinan la posición tanto social como
económica del hombre americano.