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domingo, 3 de diciembre de 2017


HOMENAJE A LOS CREADORES LATINOS EN SUECIA

Algunas olas migratorias, provocadas por circunstancias adversas en la historia contemporánea, van a dar en puertos insospechados lejanos. Éste es el caso de los cientos de miles de latinoamericanos que, cabalgando sobre las olas de un éxodo forzado, desembarcaron en las tierras de Odín.

Algunos de ellos, que destacaron como genuinos trabajadores de la cultura, no están ya con nosotros. La muerte se los llevó al más allá, sin dejarnos más consuelo que la resignación y el recuerdo; pero un recuerdo que persiste en la memoria gracias a su talento creativo, con el cual fueron capaces de forjar obras que perdurarán para siempre no sólo por ser auténticas creaciones del alma, sino también por tratarse de manifestaciones artísticas que se sobreponen a las barreras del tiempo y el espacio.

Estas personalidades del ámbito cultural latinoamericano, obligados a dejar sus territorios tras el advenimiento de las dictaduras militares, asumieron con dignidad su condición de asilados políticos luego de haber sufrido la persecución, la cárcel y el destierro. No se doblegaron ante el terrorismo de Estado ni ante las dificultades que les impuso la nueva realidad; al contrario, con la frente en alto y afrontando el desarraigo, continuaron con su compromiso social a favor de los más desfavorecidos y no dejaron de crear obras que, con los aciertos y desaciertos propios de la imaginación, hoy constituyen un valioso aporte tanto en Suecia como en sus países de origen.

Algunos de ellos anclaron y quemaron sus naves para siempre antes de atracar en los puertos de esa lejana Thule, como Sergio Canut de Bon (poeta chileno), René Rodríguez (escritor chileno), Rafael Bellange (escultor chileno), Gastón Villamán (cantautor chileno), Jeremías Penayo (editor paraguayo), Carlos Geywitz (poeta chileno) y el boliviano Edwin Salas Russo (Carasabe, Santa Cruz, 1954 -1992).

Edwin Salas Russo falleció de una enfermedad incurable en el Hospital de Huddinge, Estocolmo, según informó su esposa Carina Amnér, madre de sus tres hijos. Este boliviano ejemplar, además de haber realizado una amplia labor en el campo literario, se desempeñó en tareas de investigación en la Escuela Superior Real Técnica de Estocolmo, ciudad en la que residió desde 1973, tras huir del golpe militar que se consolidó en Chile. Publicó los poemarios: Conversación con personas extrañas (1983), Delolvido (1986) y Dosenuno (1990). Tradujo al español la obra Indios y blancos del científico sueco Erland Nordenskiöld. Fue miembro y fundador del Grupo Cultural Noche Literaria y uno de los organizadores del Primer Encuentro de Escritores Bolivianos en Europa, que se llevó a cabo en septiembre de 1991. El deceso de Edwin Salas Russo implicó una pérdida irreparable tanto para las letras bolivianas como para la colonia de residentes bolivianos en Suecia, entre los que se destacó por su generosidad y su labor desinteresada puesta al servicio de la difusión de los valores culturales de su país.


Otros, al igual que los viejos elefantes que prefieren dejar sus restos en su propio panteón, decidieron retornar a la tierra que los vio nacer para descansar en paz, como Aníbal Sampayo (cantautor uruguayo), Carlos Bongcam (escritor chileno), Jaime Barrios Peña (escritor guatemalteco) y Mario Romero (Tucumán, Argentina, 1943 - 1998), cuya vida fue el vivo reflejo de un ser sensible, creativo y comprometido con la realidad social.

Mario Romero, aunque vivía con la desesperanza de no volver a ver los paisajes de su tierra natal, porque la muerte se lo privaría, como las dictaduras militares le privaron el derecho de vivir en paz, cumplió con su sueño de retornar a su Tucumán tantas veces añorado y soñado en las nieves y los lagos de un país escandinavo que dejó de ser lo que era. Estaba consciente de que el destino le jugaría una mala pasada y que la muerte le cortaría las alas en la plenitud de su poesía, pero estaba también consciente de que volvería a sentir, así sea al borde de la muerte, el afecto de sus parientes y amigos, quienes, sin resquicios para la duda, lo tendrán eternamente en el recuerdo, así no vuelvan a estrecharle la mano ni a dirigirle la palabra.

A nosotros, los latinoamericanos que lo conocimos en la diáspora del exilio, sólo nos queda agradecerle por su tolerancia y desprendimiento desinteresado hacia los amigos, con quienes compartió aquello que él plasmó en una de sus poesías, luego de haber leído la tarjeta postal que le llegó desde Madrid en 1982: Que la poseía nos salve mientras pueda. Claro está, su poesía ya lo puso a salvo, y el niño que habitaba en él se quedó entre nosotros, para quererlo y protegerlo. Ahora sólo falta que sus versos sean dispersados como hojarascas por el viento y lleguen a las manos de quienes los leerán, amarán y conservarán como a los hijos de su alma.

No cabe duda de que a estos creadores latinoamericanos, cuya enorme sensibilidad humana los convirtieran en destacados trabajadores de la cultura, se los recordará siempre en Suecia, con lo mejor que sabían hacer en el campo de las artes plásticas, la música y la literatura. Por eso mismo, estoy seguro que un buen día sus obras y sus vidas formarán parte de alguna institución cultural que rastreará sus huellas para dejar constancia de su paso por este país cada vez menos ancho y más ajeno.

Aunque vivieron muchos años en Suecia, ejerciendo oficios diversos para ganarse el sustento diario, se sentían profundamente latinoamericanos, incluso a la hora de cultivar su arte, como quienes, de un modo consciente o inconsciente, saben que sus obras son el mayor testimonio de sus vidas; un testimonio que no sólo servirá para reconstruir la historia de la diáspora latinoamericana, sino también para que las futuras generaciones sepan las razones por las cuales llegaron a poblar esas tierras tan distintas y tan distantes de las suyas.

Rendirles un sincero y sentido homenaje es poco menos que una obligación para quienes tuvimos el privilegio de compartir con ellos lo bueno y lo malo que depara una vida en el exilio, sin saber que el destino, a veces, da un pasaje de ida pero no de vuelta, tal como ocurrió con algunos de los compañeros mencionados, quienes legaron sus obras para la posteridad, pero que dejaron sus restos en las tierras de Odín.

lunes, 12 de septiembre de 2016


LAS MAGNÍFICAS CREACIONES DE UN ARTISTA VISUAL

El Blog que alberga la obra de Miro Coca Lora es una verdadera fiesta para los aficionados a las artes visuales. En todas sus secciones, ordenadas por categorías y alto sentido estético, destaca la impronta de quien, con la fuerza de la creatividad, logra resultados que conmueven y convocan a la reflexión debido a su gran valor artístico.

Aunque Miro Coca Lora nació en Cochabamba, en 1964, reside en Estocolmo-Suecia desde 1977; país al cual llegó junto a su familia, en una época en que la dictadura militar de los años 70 perseguía, encarcelaba, desaparecía y exiliaba a sus opositores políticos. De modo que la formación de este forjador del arte visual tiene más relación con la cultura escandinava que con la cultura del país que lo vio nacer.

El artista, inspirado por las criaturas de su fuero interno, se funde con sus temas y personajes en cada una de sus creaciones, pero con un toque personal que tiende a explayar las técnicas y los recursos más variados en el ámbito de la pintura, la fotografía y el videoclip. No cabe duda de que estamos ante un artista que ha encontrado un lenguaje propio, que pone de manifiesto su sensibilidad para combinar las luces, las sombras y los acordes musicales.

Los temas son tan variados, que el espectador parece tener ante sus ojos un magnífico caleidoscopio, donde las figuras, los paisajes, rasgos, detalles y colores, dan la sensación de convivir en un escenario en el cual reina el dinamismo y la armonía, aunque en algunos cuadros, fotografías y videoclips se ensaya una pirotecnia cromática que deslumbran la vista e irradian la mente del espectador.

Estas creaciones, vistas desde cualquier ángulo, resultan ser una suerte de desafío contra la lógica y el racionalismo, porque muestran un entorno donde el estilo surrealista y figurativo forman una perfecta mancuerna, que induce a contemplar un territorio imaginado por el artista, quien está consciente de que cada cuadro, fotografía y videoclip debe ser una criatura del alma, capaz de transmitir los pensamientos y sentimientos de su creador. En este sentido, Miro Coca Lora es un artista a carta cabal. Ahora sólo falta que sean cada día más los espectadores que lo descubran. Ojalá su Blog personal ayude a difundir esta obra en la que se funden la pasión, la creatividad y el amor por el arte.

Gran parte de su trabajo, revestido de un carácter ecléctico, combina las técnicas pictóricas tradicionales con las modernas tecnologías digitales, que le ofrecen no sólo mayores posibilidades de difusión de sus creaciones, sino que, al mismo tiempo, le permiten experimentan con una serie de herramientas y dispositivos que no requieren necesariamente del uso del lienzo, la paletas y los pinceles, ya que todos los instrumentos de trabajo, aparte de la amplia pantalla de cristal líquido, están instalados en el disco duro de la computadora.

Este artista de origen boliviano, nacionalidad sueca y pensamiento universal, es un buen ejemplo del individuo cosmopolita empeñado en demostrarnos que el arte visual, como la música y el amor, es un vehículo de la fantasía y la necesidad existencial, que rompe con los marcos espaciales y temporales, con la misma facilidad con que un caminante invisible rompe con las fronteras nacionales.

Los interesados en conocer algo más del mundo de Miro Coca Loca, que es una fiesta de imágenes y una explosión de colores, pueden visitar los siguientes sitios en Internet: http://www.myspace.com/mirococa y http://mirococalora.blogspot.com/

viernes, 25 de diciembre de 2015


LARRY LEMPERT, AUTÉNTICO PROMOTOR
DE LA LITERATURA INFATO-JUVENIL

Larry Lempert, un viejo amigo de quien escribe esta nota, nació en una ciudad sureña de Suecia, en 1947. Hijo de padre norteamericano y madre sueca. Acumuló desde su juventud una amplia experiencia en las bibliotecas públicas, en las que contribuyó desinteresadamente en la promoción de los libros destinados a los niños y jóvenes.

Lo conocí a principios de los años 80 en la Biblioteca de Tyresö, donde él ejercía como responsable de la sección dedicada a la literatura infantil, consciente de que la formación de los lectores debía iniciarse a temprana edad, tanto en el seno de la familia como en las aulas de las unidades educativas. Su entusiasmo como bibliotecario de vocación no conocía límites y su afán por difundir la literatura entre niños y jóvenes era el objetivo principal de su vida.

Nunca se dejó vencer por las vicisitudes que llegaron con las nuevas tecnologías, que paulatinamente alejaron a los lectores de las salas de las bibliotecas, ya que Larry Lempert, con su alma de luchador invencible, ideó otras formas para seguir fomentando el hábito de la lectura. Por  ejemplo, si los lectores no concurrían a la biblioteca, él se encargaba de llevar los libros hacia donde estaban los lectores. Cargaba una pila de libros sobre la plataforma de un carruaje de dos ruedas, que concibió con el fulgor de su imaginación, y, una vez que lo sujetaba delante de una motocicleta, arrancaba el motor rumbo a las guarderías, escuelas y colegios, donde lo conocían como el bibliotecario del municipio de Tyresö.


Años después, mientras conversaba con unos amigos suecos que lo conocían desde siempre, me enteré de que se había mudado a un apartamento de la zona central de la ciudad y que había renunciado a su cargo de bibliotecario en Tyresö, para postularse como jefe de la Biblioteca Internacional de Estocolmo, donde organizó una serie de actividades concernientes a la literatura internacional, que le valió el reconocimiento de varias instituciones nacionales y extranjeras. Mas no por esto, dejó de fomentar la lectura entre los niños y jóvenes, ni dejó de desarrollar nuevos métodos de trabajo para promover la lectura en escuelas y colegios.

Larry Lempert, en virtud a sus conocimientos y méritos propios, fue miembro y editor del boletín de la sección sueca de la Organización Internacional para el Libro Juvenil (IBBY). Formó parte del consejo del Instituto Sueco de Libros Infantiles (OSE) y del grupo de trabajo del Consejo de las Artes de Suecia, cuya tarea consistía en apoyar la producción de cómics y libros de ficción para los pequeños lectores. Durante gran parte de la década de los 90, fue miembro de la sección de literatura infantil y juvenil de la Federación Internacional de Asociaciones de Bibliotecarios (IFLA), en la que aportó con lo mejor de su experiencia, ya que Larry Lempert, como todo amante de los libros y los niños, estaba convencido de que las bibliotecas eran espacios donde cabían todas las personas, sin distinción de razas ni condiciones sociales, y que el trabajo del bibliotecario era fomentar la lectura, estimular la imaginación y difundir los conocimientos consignados en los libros, en beneficio de la humanidad y la cultura de los pueblos.

Sin embargo, uno de sus mayores retos fue asumir la presidencia de la fundación de la célebre escritora sueca Astrid Lindgren, donde ha sido uno de los pilares fundamentales, junto a otros miembros del jurado, expertos en los vericuetos de la literatura que nos ocupa, en la concesión del Premio Astrid Lindgren Memorial Award (ALMA), que, además de estar destinado a fortalecer la posición del libro infantil y juvenil en el mundo, fue diseñado sobre la base de los principios universales de los derechos del niño emanados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Este premio en memoria de Astrid Lindgren, instituido por el gobierno sueco en 2002, constituye el galardón más importante destinado a destacar a los escritores, narradores orales, promotores de lectura e ilustradores de la literatura infantil y juvenil. El premio asciende a los cinco millones de coronas suecas y se otorga anualmente en la ciudad de Estocolmo, con la presencia de destacadas personalidades del ámbito cultural y literario.


El año que trabajamos juntos en la Biblioteca de Tyresö, Larry Lempert vivía todavía con otros militantes de la izquierda sueca, en una suerte de comunidad colectiva, en la que todos compartían los quehaceres domésticos, la educación de los niños y las responsabilidades en el mantenimiento de una enorme casona ubicada en el campo, cerca de un castillo de estilo medieval. Eran los años en que nuestros hijos, aunque no eran compañeros de curso, estudiaban en la misma escuela y colegio; una situación que nos unía como a padres y afianzaba nuestra amistad. 

Larry Lempert, como todo buen anarquista, militaba en la Asociación de Sindicalistas Suecos (SAC), que no sólo postulaba los principios ideológicos de que la liberación de los trabajadores será obra de ellos mismos, sino que también editaba el periódico Syndicalisterna (Los sindicalistas), que llenaba sus páginas con noticias, citas de Pierre-Joseph Proudhon y Mijaíl Aleksándrovich Bakunin, síntesis de los más de 150 años de la historia del movimiento obrero sueco y el pliego de las principales demandas laborales del sindicalismo radical. Se trataba de un periódico, a todo color y en formato tabloide, que él distribuía entre sus camaradas, amigos y conocidos, y, como es natural, me pasaba un ejemplar, de cuando en cuando, para que lea los artículos que instaban a poner en jaque a los grandes empresarios privados y al Estado burgués, que defendía los intereses del capitalismo en desmedro de la clase trabajadora.

Larry Lempert es -y seguirá siendo- un bibliotecario que dignifica su profesión, porque es un ser dispuesto a compartir sus cuarenta años de experiencias acumuladas en el templo de los libros y porque se ha convertido en un indiscutible referente en el campo de la literatura infantil y juvenil a nivel internacional. No es casual que en los últimos decenios se haya dedicado a dictar conferencias tanto en Suecia como en otros países y que sus conocimientos estén siendo divulgados en seminarios para autores, bibliotecarios e investigadores.

Este profeta de los libros bien escritos e ilustrados, desde que obtuvo su título en la Escuela Superior de Bibliotecarios, se ha empeñado en que el acercamiento hacia la poesía y la prosa sea una experiencia placentera, y que los niños y niñas disfruten del proceso de aprendizaje de la lectura y escritura, pero no como una aburrida tarea escolar, sino como un requisito indispensable para ingresar en el mágico mundo de las ideas, imágenes y letras.

Por lo demás, bebo reconocer que gracias a Larry Lempert, un sueco con espíritu de niño-grande, incursioné en el fabuloso reino de la literatura infantil y juvenil. De no haber sido por su amistad y nuestro encuentro en la Biblioteca de Tyresö, es probable que mi interés por conocer a los escritores e ilustradores, que descargan toda su fantasía y talento en la creación de los maravillosos libros dedicados a los pequeños lectores, no hubiera ocupado un considerable espacio en mi quehacer literario; más todavía, me siento obligado a escribir esta nota, para dejar constancia de que nada viene de la nada y que todos somos alumnos en la escuela de la vida, donde por suerte existen algunos amigos que, sin necesidad de asumir el rol de maestros, nos iluminan con su experiencia y nos inspiran con su ejemplo.

martes, 25 de agosto de 2015


LOS NEONAZIS EN EUROPA

Cierto día, mientras miraba en la televisión un programa sobre la violencia desatada por una banda de racistas y xenófobos, mi hijo, que en ese momento jugaba tendido de bruces sobre la alfombra, se aferró a mi brazo, acercó sus ojitos dubitativos hacia mi rostro y, con voz trémula, dijo: ¿Papá, nos matarán también a nosotros porque tenemos el pelo negro? Yo lo miré perplejo, con un nudo en la garganta y sin saber qué responder. Después, él volvió a jugar, y yo, sin salir aún de mi asombro, me quedé pensando en su pregunta que, aparentemente ingenua, reflejaba la fría realidad que mostraban en la pantalla, una realidad que desangraba la democracia y la armoniosa convivencia ciudadana.

En otra ocasión, cuando en la misma pantalla apareció la imagen de Ian Wachtmeister y Bert Karlsson (líderes de la entonces Nueva Democracia), haciendo declaraciones sobre los supuestos excesos de los inmigrantes en Suecia, mi hijo me sorprendió con otra pregunta: ¿Y éstos son también malos, papá? Yo lo levanté en los brazos y, simulando una sonrisa, le contesté: Estos son dos payasos y nada más, dos payasos que hacen reír y dan pena. Claro está, cómo iba a explicarle a un niño que el ascenso del racismo, la xenofobia y el hipernacionalismo eran productos de la crisis del sistema capitalista y un chivo expiatorio en forma de cientos de miles de extranjeros.

Cómo iba a decirle que los líderes de la derecha se parecen al Flautista de Hamelín, que conducen a sus seguidores hacia el barranco, prometiéndoles que avanzan por buen camino, y quienes, ante las cámaras de la televisión, se muestran como auténticos demócratas, escondiendo su verdadero rostro como su verdadera opinión, aunque cada vez que arengan a sus secuaces no hacen otra cosa que compartir el fanatismo violento de las hordas neonazis, skinheads (cabezas rapadas) y de los partidos de extrema derecha, que abogan por la supremacía del hombre blanco.

Sé de sobra que a mi pequeño hijo, por algún tiempo más, no podré explicarle que el racismo es la expresión hipertrofiada de un componente de la personalidad humana: el temor al extranjero, a lo desconocido. Es decir, que la ideología fascista es la expresión extrema, racionalizada y colectivizada de ese rechazo a todos quienes no comparten su filosofía eurocéntrica.

No hay más que recordar los acontecimientos acaecidos en algunos países de la Unión Europea, como en la siempre temida Alemania unificada, donde los neonazis dicen que ellos ejecutan acciones que son determinadas por los propios ciudadanos, quienes son potencialmente xenófobos en el silencio. Por ejemplo, en Rostock, ante los turbulentos atentados racistas, las mismas fuerzas del orden parecían tener más simpatía por los neonazis que por las manifestaciones de la izquierda; lo mismo sucedió en Lichtenhagen, donde miles de habitantes prorrumpieron en aplausos y gritos a favor de los energúmenos fascistas, quienes lanzaron piedras y explosivos de fabricación casera contra los albergues de los inmigrantes.

Explicarle a un niño que no debe hablarse de categorías de individuos, sino sólo de individuos independientemente del color de su piel, cultura y nacionalidad -ya que la identidad de un país no se forma en un cuarto vacío, sino en una colectividad que constituye casi siempre una suerte de ensamble multicultural-, resulta tan difícil como explicarle el porqué estoy en Suecia que, por cierto y sin desmerecerlo, me brindó asilo político solidario cuando más lo necesitaba.

No me entendería si le digo que soy un refugiado más, porque en mi país de origen me opuse a un régimen de facto que asaltó el poder irrumpiendo la democracia, contra quienes hicieron desaparecer impunemente a militantes revolucionarios; contra quienes, organizados en escuadrones de la muerte, lincharon a hombres y violaron a mujeres; contra quienes, acostumbrados a vulnerar los Derechos Humanos, torturaron y asesinaron con frialdad pavorosa y contra quienes, como los neonazis dentro de la Unión Europea, usaron la violencia como el único y último recurso para imponer sus prerrogativas.

Sin embargo, estoy seguro de que mi hijo, como otros niños que nacieron en el exilio, un buen día sabrá que a los ciegos de hoy les quitaremos la venda de los ojos para mostrarles que la realidad de un país no es lo que ellos quieren ver, sino otra cosa, un enorme abanico que compendia todos los colores, olores, sabores, lenguas, credos y culturas, y que el proceso de la democracia, así no haga milagros ni estragos, es algo que debemos de aprender a defender, para que el sueño de la libertad y la justicia no se haga añicos por la sola presencia del exacerbado nacionalismo xenófobo, que no tiene más importancia que la que en realidad tiene: primero, porque no representa a una opinión mayoritaria; y, segundo, porque son una pandilla de cretinos que no merecen el respeto ni el perdón.

Ahora bien, como todos los demócratas, quiero conservar la libertad de opinión y expresión, pero también la seguridad ciudadana, puesto que, al fin y al cabo, quiero que me dejen vivir en paz y en completa armonía con mis semejantes. Quiero que se sepa, además, que no estoy dispuesto a enmudecer ante las bravatas y la violencia verbal de un grupúsculo de resentidos sociales y, mucho menos, dispuesto a dejarlos enarbolar las banderas de una ideología que amenaza la convivencia social y siembra el pánico y el temor entre los niños.

Mi experiencia personal es apenas el pálido reflejo de una realidad que afecta a millones de familias extranjeras a lo largo y ancho de Europa. No es casual que hace un tiempo atrás, un padre de familia de origen chileno, que se vio obligado a abandonar su país desolado por una dictadura militar, me confesó con una profunda tristeza: No hay una sola noche en que mi hijo deje de enfrentarse con los “skinheads” (cabezas rapadas). Si una noche no lo atacan a él, atacan a su amigo o al amigo de éste. De modo que mi hijo, que llegó a Suecia siendo aún niño, pertenece ya a una generación que está marcada por la propaganda racista y el menosprecio contra el ‘cabeza negra. ¿No sé qué hacer?

La preocupación de este padre es comprensible desde todo punto de vista, pues se trata de un individuo que, huyendo de una sanguinaria dictadura militar, buscó refugió en Suecia, con la esperanza de ofrecer un futuro mejor a sus hijos; un sueño que parece haberse roto en pedazos y se convirtió en pesadilla la vez en que su hijo llegó a casa hostigado por una pandilla de neonazis, que lo acosaron desde la escuela, gritándole al unísono: ¡Cabeza negra, fuera de nuestro país!


Estos pandilleros, cuyos ídolos son Hitler, Mussolini y Franco, fueron reclutados desde los 14 años de edad por organizaciones de extrema derecha, con el propósito de crear una corriente de opinión destinada a desbaratar la política de inmigración de cualquier gobierno democrático y, enarbolando las banderas del nazismo, oponerse a la mezcla de razas y culturas.

Esta política racial, que pretende legitimar la existencia de una raza fuerte y otra débil, de una raza supuestamente superior y otra inferior -compuesta por judíos, gitanos, indios, negros y homosexuales-, reaviva la mentalidad del nazismo alemán, cuyas consecuencias, aparte del holocausto en el cual perdieron la vida millones de seres humanos, fueron la noche de los cristales rotos y los cuchillos largos.

Los judíos fueron amedrentados y asesinados por bandas de fascistas armados. Sobre los letreros de las tiendas, que habitualmente eran concurridas por todos, se pusieron advertencias que decían: Prohibido el ingreso de perros y judíos, y sobre las ropas de los judíos se cosió la estrella de David para que sean fácilmente identificados a la hora de ser deportados a los campos de concentración y exterminio.

El racismo, que no es una rara perversión diabólica ni un fenómeno natural del instinto humano, es una teoría que admite la existencia de razas dominantes y razas dominadas; y, lo que es más grave, es una teoría que algunos la llevan a la práctica de manera brutal, como sucedió en una pequeña ciudad de Suecia, donde la sola presencia de un 9% de inmigrantes (en una población de menos de 18.000 habitantes), fue suficiente para despertar los instintos gregarios de un grupúsculo de muchachos neonazis que, luciendo cruces esvásticas, vestimentas del Ku Kux Klan, botines de caña alta y cazadoras americanas, aterrorizaron a varias familias de inmigrantes, quemando cruces, pintarrajeando paredes, destrozando las tiendas y los restaurantes administrados por extranjeros.

Estos mismo neonazis llegaron al extremo de asestar, en noviembre de 1995, el frío metal de un cuchillo en el pecho de un muchacho de origen africano, quien murió desangrado en una de las calles céntricas de la ciudad. Los peatones vieron su cuerpo tendido entre los arbustos, pero ninguno acudió a socorrerlo ni a denunciar el caso en la policía; es más, un transeúnte le arrojó una cáscara de banano en actitud de desprecio, mientras otro depositó al lado de su cadáver una bola de carbón que representaba la cabeza de un muñeco negro. Los testigos dijeron no haberse percatado de que el hombre estaba muerto; algunos, incluso, pensaron que se trataba de un negro borracho, durmiendo en plena calle y a plena luz del día. 

Lo que más extraña de esta actitud pasiva y contemplativa, que puede tornarse en un arma tan peligrosa como el acto mismo de ejecutar un crimen fríamente planificado, es el hecho de que ningún político de la cúpula gubernamental haya dicho: esta boca es mía ni que este caso haya sido motivo suficiente para generar una protesta nacional contra los asesinos, quienes, con el cinismo, la impunidad y la insensatez que caracterizan a los criminales en potencia, usaron a la prensa sensacionalista para difundir su propaganda de intimidación contra los inmigrantes, quienes, según ellos, son los causantes de todos los males sociales y económicos que aquejaban al país.

 
Por lo demás, pienso que la consigna de resistencia es clara y contundente: no debemos dejarnos intimidar por las bravatas ni fechorías de estas pandillas de antisociales; por el contrario, debemos cerrar filas en torno a las organizaciones que no están dispuestas a tolerar el racismo, la exaltación del poder blanco ni la propaganda neonazi, que se distribuye abiertamente en los establecimientos educativos a nombre de la democracia y la libertad de expresión, aun sabiendo que el totalitarismo fascista, que reconoce al individuo sólo en la medida en que sus intereses coinciden con los del Estado absoluto, no tiene lugar en un sistema político pluralista y democrático, basado en el respeto a los Derechos Humanos y la diversidad de razas, lenguas y culturas.

Los inmigrantes estamos en el deber de esclarecer que la crisis económica de un país, como la crisis estructural del sistema capitalista, no se resuelve con la discriminación y la expulsión de los extranjeros, sino con la participación colectiva en las decisiones del Estado y con la distribución equitativa de los recursos, que hoy están concentrados en pocas manos. 

martes, 23 de diciembre de 2014


TRADICIONES NAVIDEÑAS

No hace mucho que el Tío, ni bien asomó el invierno y sintió el frío calándole hasta los huesos, me pidió que lo arropara con bufanda, gorro, poncho y botines de caña alta.

Cumplí con su pedido no sólo por evitarle una pulmonía de mil demonios, sino porque tenía curiosidad por saber cómo se lo veía con una vestimenta diferente a su traje de Lucifer.

–¡Qué buen mozo estoy! –exclamó mirándose en el espejo de arriba a abajo–. Con esta pinta loca cualquiera puede conquistar el corazón de una mujer que busca un hombre exótico, capaz de encenderle la hoguera del amor en sus noches de invierno...
 
–No es tan fácil, Tío –aclaré, mientras abría la botella de vinglögg que compré para invitarle en su primer invierno en Suecia, aunque todavía no cayó la nieve ni el paisaje se vistió de novia.

El Tío, que posee la facultad de mirar a través de las paredes lo que hacen los vecinos, sintió desde hace días los olores de la Navidad, diferentes al de los gases malignos del interior de la mina. Y, al verme vaciar el contenido de la botella en una tetera puesta sobre la hornilla, con clavo de olor, canela y pasas de uva, se calentó las manos con el vaho de la respiración y preguntó:

–¿Por qué compraste vinglögg, cuando podías haber comprado el Casillero del Diablo?

–Porque es la bebida tradicional sueca. Se toma en invierno para aplacar el frío y templar el cuerpo –le expliqué mientras mecía las pasas, la canela y los clavos de olor en la tetera.

Después vacié el humeante líquido en una taza con asa y se la pasé al Tío, quien, de puro sentir el aroma del alcohol, se acomodó en su trono, los ojos iluminados por la alegría y los dientes perlados por la sonrisa.

–Mmm... –musitó al primer sorbo–. Esto me recuerda al ponche, al té con trago y al sucumbe, que se toman en las frígidas noches del altiplano boliviano.  

El Tío, que hasta entonces también vio los adornos de la Navidad en la casa de los vecinos, obedeció al natural impulso de su curiosidad y lanzó la pregunta:

–¿Qué simboliza el arbolito de plástico, lleno de cintas, luces y regalos, que la gente tiene en el lugar más llamativo de la casa?

–Dicen que simboliza el árbol que Dios puso en el Paraíso –contesté–. De ese árbol cuelgan las frutas de la vida, representadas por manzanas, nueces, bizcochos y, en sentido figurativo, por adornos esféricos dorados y plateados, y luces multicolores que se encienden en vísperas de la Noche Buena.

–¡Noche Buena! ¿Cuándo es la Noche Buena? –indagó atravesándome con la mirada y alisándose las barbas.

–El 24 de diciembre, que es la noche en que nació Jesucristo. Dicen que para redimir a los hombres de buena fe y construir un reino de paz y amor en la Tierra.

El Tío se quedó callado y dubitativo, quizás pensando en que él, en su condición de absoluto soberano de las tinieblas, era el único que sabía lo que era una noche buena y una noche mala. Luego aligeró otro sorbo de vinglögg, sin ch’allarle a la Pachamama, y dijo: 

–¿Y cómo se enteraron del nacimiento del Redentor de la humanidad?

–Por medio de una estrella que iluminó los cielos del Oriente. Los Reyes Magos, llamados Melchor, Gaspar y Baltasar, al enterarse del nacimiento del Macías en un pobre pesebre de Belén, acudieron a adorarlo, a lomo de camellos, llevándole preciosos regalos. La tradición cuenta que fueron guiados por la estrella hasta el mismo lugar donde su santa madre lo tenía entre sus brazos después de un parto indoloro, a diferencia del resto de las mujeres que fueron condenadas a parir con dolor debido al pecado original cometido por Eva, quien fue echada del jardín del Edén por haber contrariado las palabras de su Creador y haber cedido a las tentaciones de Satanás convertido en serpiente.

–¡Ah, carajo! –prorrumpió–. Esto que me refieres parece un cuento de hadas. Pero, bueno, dejemos de hablar del Mecías y pasemos a otro tema. Cuéntame, por ejemplo, dónde y cómo pasaste tu primera Navidad en Suecia...

–En un hotel de refugiados, donde me llevaron los policías de inmigración apenas pisé el aeropuerto de Estocolmo. El administrador del hotel alzó su copa de aguardiente y brindó por la felicidad y la buena suerte. Al pie del arbolito, que en realidad era la rama de un abeto natural, estaban los regalos empaquetados y amarrados con cintas multicolores. El administrador, un hombre alto, robusto y rubio como los vikingos, puso su taza en la mesa y, gritando el nombre de los presentes, repartió los paquetes con un gesto amable y una sonrisa de ceja a oreja. A mí me tocó una bolsita de condones Black.

–¿Y para qué condones si no tenías ni mujer? –se rió el Tío y sorbió el vinglögg con fruición.

No supe qué contestar. Se me ruborizó la cara como si el mismo vinglögg me quemara por dentro y, sin darle más chances, preferí proseguir con mi relato:

–Los niños estaban reunidos en otra sala, donde entró un hombre disfrazado de Papá Noel; tenía un gorro en forma de cono, una máscara con los pómulos rosados y la barba blanca; un traje rojo que le daba la apariencia de estar embarazado y unos botines de cabritilla; llevaba una bolsa de regalos al hombro y una lista con nombres en la mano.

El Tío sopló el líquido humeante de la copa y preguntó:

–¿Y quién es ese personaje tan extraño, vestido de rojo como los demonios?

–Es Papá Noel –contesté–. Es el personaje central de estas fiestas de derroche y alegría, de farra y glotonería. Según la tradición escandinava, este viejito vive en los bosques nevados al norte de Finlandia, desde donde llega una vez al año, pero una sola vez, en un trineo tirado por renos. Los niños lo esperan con ansiedad, porque les trae los regalos con los cuales ellos soñaron todo el año. Antiguamente, aparecía por las chimeneas y, antes de desaparecer, depositaba los regalos debajo de las almohadas o dentro de los calcetines que los niños colgaban en la ventana. Mas ahora, que vivimos en una sociedad de consumo desenfrenado, los niños saben que Papá Noel no existe, pero igual lo esperan año tras año.

–Qué coincidencia. Papá Noel y yo nos parecemos –dijo ensimismado–. Él da regalos a los niños y yo les doy el mineral como regalo a los mineros. Él  aparece y desaparece por las chimeneas, y yo aparezco y desaparezco en las galerías...

–Sí, Tío –le dije–, pero en algo más se parecen.

–¿En qué, pues?

–En que Papá Noel, a modo de castigo, no distribuye regalos a los niños desobedientes, como tú no concedes los pedidos a quienes no te respetan ni te rinden pleitesía.

–¡Bien dicho, carajo! –concluyó, tomándose con gusto el último sorbo de vinglögg.

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Vinglögg: Ponche navideño sueco.
Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinde pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

viernes, 10 de octubre de 2014


UN RAMO DE RAZAS

Caminando por las calles de Estocolmo, haga frío o haga calor, veo a personas que no sólo se parecen al muchachito rubio que nos sonríe desde el tubo del Kalles Kaviar, sino a una multitud semejante a las flores que se venden en la plaza de Hötorget. Esta explosión de colores y aspectos me recuerda que estoy en una sociedad multirracial, donde lo rubio es sólo uno más de los colores que conforman la paleta de un pintor.

¡Y qué bueno que así sea! Esta variedad humana me permite considerarme cosmopolita y comprender que todos somos iguales indistintamente del color de la piel, como somos iguales a la hora de la muerte. Las razas se han mezclado desde siempre. Sólo en América, a partir de la colonia, se mezclaron tanto que dieron origen a otras nuevas, así el mestizo es el resultado de india y blanco, el mulato de blanca y negro, el zambo de indio y negra..., aparte de que la realidad luce más bella con todos los colores que nos deparó la naturaleza.

A pesar de estas consideraciones, el racismo latente en algunos suecos nos recuerda a ese cuento cínico que dice: Había una vez un padre blanco que no era racista contra los negros, hasta el día en que su hija llegó a casa con uno de ellos. Hablo de ésos que desconocen su propia historia, de ésos que se ufanan de pertenecer a una raza superior, olvidándose que Suecia, desde la Edad Media, es una nación de inmigrantes.

Cuando llegué a Estocolmo, a finales de los años ‘70, había un solo idioma predominante y dos canales de televisión. Después, con la presencia cada vez mayor de inmigrantes y refugiados, se fueron multiplicando los idiomas y los canales de televisión. De modo que este país exótico dejó de ser una nación monolítica y en su seno aprendieron a convivir culturas cuya diversidad ha modificado no sólo la fisonomía de su población, sino también algunos valores que se consideraban inmutables.

La historia contemporánea de Suecia es irreversible, por mucho que los enemigos de la integración se nieguen a aceptarlo; más todavía, estamos en la obligación de recordarles que la inmigración, lejos de ser una carga económica para el país, es un recurso positivo desde todo punto de vista, aparte de que la diversidad cultural nos enriquece a todos, siempre y cuando resguardemos los principios elementales de la democracia y la convivencia ciudadana, conscientes de que tolerancia es el mejor antídoto contra la discriminación, la segregación social y la xenofobia contra el extranjero.

Los políticos conservadores, desde un principio, exigieron que los inmigrantes se asimilen a la sociedad sueca, antes de gozar de los mismos derechos que les corresponde a los ciudadanos nativos; en tanto los políticos más tolerantes pidieron que los inmigrantes se integren al nuevo país, conscientes de que la diversidad cultural es como un recipiente de ensalada en el cual se mezclan las verduras, pero sin que ninguna pierda sus peculiaridades.

Queda claro que nadie tiene el porqué asimilarse a una nueva sociedad a costa de perder los valores culturales que le pertenecen desde la cuna hasta la tumba; nadie tiene el porqué teñirse el pelo de color rubio ni usar lentes de contacto de color azul para hacerse el gringo siendo indio, como tampoco nadie tiene el porqué cambiarse el nombre para conseguir un mejor empleo ni hacerse el sueco para dejar de ser svartskalle (cabeza negra).

Nadie tiene el porqué parecerse a mí ni yo tengo el porqué parecerme a nadie. Así como respeto la cultura del país que me acoge, exijo también que éste respete el bagaje cultural que llegó conmigo desde mi país de origen, porque mi cultura forma parte de mi identidad, de mi pasado, presente y futuro, y porque no estoy dispuesto a perderla ni por todo el oro del mundo.

Con la política de integración se permite que el chileno siga comiendo empanadas con vino tinto, el argentino siga bailando tango y el boliviano siga rindiéndole culto a la Pachamama. No se trata de olvidarnos de nuestros ancestros ni del cargamento cultural que llevamos a cuestas, sino de estar dispuesto a integrarnos en el nuevo país que, a su vez, tiene mucho que aprender y compartir con nosotros.

En algunas zonas de Estocolmo, donde los inmigrantes hacen de esta ciudad anfibia algo más que una simple tarjeta postal aislada en el techo del mundo, se ven a mujeres que visten con los indumentos típicos de sus países de origen, a niños que juegan sin importarles la religión ni la raza del amigo, a hombres que se comunican con las manos y los gestos. En ninguna parte como en la zona de Tensta, por citar un ejemplo, se ve tanta maravilla concentrada en una misma plaza; no al menos a esas hermosas mujeres que andan barriendo el aire con la cadencia de sus caderas, como las bailarinas que aprendieron a usar el cuerpo al compás de la música.

Estocolmo es -y será- un enorme mosaico multicultural, cuyos habitantes de origen extranjero, más que constituir una simple decoración exótica en calles y plazas, son un valioso recurso para el progreso socioeconómico de esta ciudad que, definitivamente y desde hace tiempo, dejó de ser una pequeña provincia para convertirse en una metrópoli digna de ser comparada con cualquier capital europea.

Por otro lado, el invandrare (inmigrante) no sólo es aquél que habla el sueco con una fonética extranjera o es pelinegro, sino también aquél que, a pesar de haber nacido en Suecia y pronunciar el idioma sueco con fluidez, tiene padres de origen extranjero, aunque éstos no tengan necesariamente la cabeza negra ni las costumbres de una cultura extraña. Entonces surge la pregunta: ¿Quién es más extranjero entre los extranjeros y quién es más sueco entre los suecos? La respuesta, por su propia naturaleza, es motivo de controversias y nos remite al análisis de las relaciones genéticas o consanguíneas entre los individuos que conviven en un mismo territorio.

La combinación de orígenes étnicos es cada vez más frecuente y evidente. No es raro encontrar a familias en cuyo seno confluyen todas las razas y culturas, lejos de los prejuicios y los conceptos preconcebidos. La Suecia multirracial es una realidad inminente, por mucho de que los enemigos de la inmigración e integración se nieguen a aceptarla, aduciendo que debe conservarse Suecia para los suecos.

Lo que yo quiero, como la inmensa mayoría de los ciudadanos, es que este país exótico, donde encontré la solidaridad y la tolerancia, siga siendo un paradigma de la convivencia social, con hombres que tienen el espíritu inclinado hacía el respeto por la naturaleza y con mujeres que durante el invierno se cierran como capullos y durante el verano se abren como flores. Y, sobre todo, quiero que sea una nación donde todos podamos conformar un hermoso ramo de razas.

lunes, 18 de agosto de 2014


ESCRIBIR EN LA LENGUA MATERNA

Hace más de tres décadas que vivo en Estocolmo. Me muevo por sus calles como el pez en el agua y no me siento extranjero, aunque tengo un aspecto que me diferencia del común denominador de los suecos. Sin embargo, a pesar de haber transcurrido más de la mitad de mi vida en este país, escribí todos mis libros en mi lengua materna. Y no pocos me han preguntado: ¿Por qué en español y no en sueco?  La respuesta, como es natural, siempre ha sido la misma: porque el español es la lengua que tengo más cerca del corazón y la que aprendí en el pecho materno.

Para qué escribir en sueco, que apenas cuenta con algo más de 9 millones de practicantes, cuando puedo hacerlo en un idioma en permanente expansión geográfica y demográfica. Según datos del Instituto Cervantes existe un total de 548 millones de hablantes, 470 con dominio nativo y el resto con competencia limitada, entre los que hay 20 millones de estudiantes de español en diferentes países del mundo. Sólo en Estados Unidos, el número de hispanohablantes alcanza los 35 millones. Esta constatación permite afirmar que el idioma español se sitúa como la tercera lengua más hablada, tras el chino mandarín y el inglés.

Las cifras hablan por sí solas y nos recuerdan que escribir en español es ya una ventaja que no podemos ni debemos desecharla. Algunas encuestas revelan que les gustaría estudiar español al 17,7 por ciento de los franceses (8,3 millones de personas) y al 14,1 por ciento de los alemanes (9,5 millones), lo que demuestra el interés creciente por el idioma español, especialmente en Alemania, donde el Instituto Cervantes cuenta con tres centros -en Bremen, Múnich y Berlín, éste último el mayor de su red en el extranjero- y con cuatro centros en Francia, situados en París, Toulouse, Burdeos y Lyon.

Estos datos son congruentes a la hora de afirmar que el español va ganando terreno cada día. Por ejemplo, en Puerto Rico, el 5 de abril de 1991, se lo declaró idioma oficial y primer idioma de enseñanza, reafirmando así las raíces lingüísticas y culturales de este país caribeño, como bien dijo el poeta Pedro Salinas: La lengua no sólo es expresión del conocimiento, del saber racional lógico y de lo afectivo, sino es, a su vez, una afirmación de la personalidad nacional y de la conservación de las señas de identidad históricas.

Algunos dicen que si un latinoamericano no escribe en sueco, o publica su obra en una editorial cuyo nombre es Invandrarförlaget, corre el riego de ser clasificado como escritor inmigrante, como si ser invandrare (inmigrante) fuese un adjetivo peyorativo o sinónimo de malo y negativo; por el contrario, no tengo por qué acomplejarme de mis orígenes. Me siento orgulloso de pertenecer a una cultura tan rica y diversa como es la latinoamericana, donde confluyen Oriente y Occidente, con las milenarias culturas precolombinas.

Ser escritor inmigrante, contrariamente a lo que muchos se imaginan, es sinónimo de expansión y cosmopolitismo. El emigrante es un ciudadano del mundo; aquel que se aleja de su tierra para conocer otras nuevas y aprender que ningún país es el ombligo del mundo. No obstante, por ahí no faltan quienes, encubriendo su propio complejo de inferioridad, opinan que el escritor inmigrante sólo hace una literatura de gueto, con historias de los suburbios, como si el hecho de vivir en una zona residencial y escribir en sueco fuesen una garantía para ser mejor escritor; más todavía, estos criticones de pacotilla ignoran que la capacidad de un escritor no tiene nada que ver con su procedencia, ni con el lugar de su residencia, ni con el idioma en el cual escribe, sino con el valor ético y estético de su obra.

¿Quién dijo que escribir en español nos convertía en autores de segunda categoría? ¿Y quién dijo que escribir en sueco es una garantía para ser mejor escritor? Lo cierto es que la calidad literaria de un autor no depende del idioma en el que escribe, sino de su capacidad y talento a la hora de crear su obra, sea en el idioma que sea. Además, estoy convencido de que una obra bien escrita, en la lengua que fuere, será nomás traducida un buen día, como fueron traducidas las obras de los escritores más connotados de América Latina y el mundo. La prueba está en que muchos de los premios Nobel fueron reconocidos, justamente, por haber enriquecido el acervo de su comunidad lingüística y, por lo tanto, el de la literatura universal.

Escribir en sueco es una opción pero nunca una obligación para los autores latinoamericanos residentes en Suecia, quienes, como peces sacados del agua o como raíces arrancadas de cuajo, siguen escribiendo en su lengua materna, probablemente, porque consideran que el español tiene un círculo de lectores superior en relación a la población sueca, cuyo idioma no trasciende más allá de sus fronteras.

El derecho a escribir en la lengua materna, lejos de fomentar la segregación creciente, es un modo de convocar a la integración real de los individuos en una sociedad multilingüe y multicultural; pero, eso sí, manteniendo a salvo la diversidad idiomática y cultural, pues entiendo que integrarse plenamente no es lo mismo que teñirse el pelo ni hacerse el sueco, sino aprender a usar una lengua vehicular que nos permita comunicarnos mutuamente, al menos, para hacer más leve el castigo de Babel, donde hablar y entender otras lenguas implica enriquecer la propia lengua.

Mi literatura, como en el caso de una infinidad de escritores, ha sido creada casi íntegramente fuera del país que me vio nacer. Se trata, sin mayores preámbulos, de la escritura de un emigrado, quien lleva a cuestas una maleta con los frutos de su tierra. Y allí donde está, apenas abre la maleta con orgullo, se le escapan los olores, colores, sabores, voces, rostros e idiomas que identifican a su país de origen. El escritor, en este contexto, se torna en una suerte de nómada, quien va dejando huellas de identidad a lo largo de su itinerario, mientras su escritura, al no quedarse atrapada en un solo sitio, pasa a ser itinerante porque no conoce fronteras que la detengan ni vallas que la encierren como a una oveja en el redil.

Cuando se vive por mucho tiempo fuera del país de origen, se experimenta que, incluso, el estilo literario está salpicado de interferencias idiomáticas. Es inevitable que la lectura de textos en otros idiomas diferentes a la lengua materna influya en la obra de un escritor, tanto en lo sintáctico como en lo semántico. Vivir en una metrópoli, con personas procedentes de otros países hispanoamericanos, permite advertir que existen variantes lexicales, giros idiomáticos y expresiones regionales que, además de enriquecer el bagaje lingüístico del escritor, forman parte de un lenguaje que se hace cada vez más universal.

Si bien es cierto que, a pesar de haber vivido muchos años en una segunda patria, sigues escribiendo en tu lengua materna, que constituye una parte de tu identidad cultural, es cierto también que si escribes en un idioma que no es el vehículo de comunicación de las mayorías, puede limitarte en algunos sentidos, sobre todo, a la hora de publicar una obra y difundirla ampliamente en el país en el cual fijaste tu residencia. Por ejemplo, en Suecia no existen editoriales que publiquen libros en español ni un mercado que permita llegar hacia los lectores que, por razones obvias, se comunican en un idioma diferente al que usa el escritor inmigrante. Con todo, el simple hecho de vivir en otros países enriquece la experiencia y fortalece los conocimientos de cualquier ciudadano, venga de donde venga.

Debo manifestar que ser escritor inmigrante, al margen de toda consideración etnocentrista, no me ha perjudicado en lo personal ni en lo profesional. Estoy consciente de que vivir fuera del país de origen, estar en contacto con otras culturas, costumbres, idiomas, credos y razas, ha sido una experiencia estimulante y, consiguientemente, me ha ofrecido más ventajas que desventajas.

Nunca me molestó el apelativo de invandrar författare (escritor inmigrante), porque escribir en sueco -o hacerse el sueco- no es la solución para llegar a ser un autor leído en Escandinavia ni en otras regiones del planeta; de ser así, no contaríamos con escritores hispanoamericanos que gozan de prestigio internacional ni tendríamos a quienes, con méritos propios y escribiendo en la lengua de Cervantes, se hicieron merecedores del Premio Nobel de Literatura, ya que la buena obra de un buen autor es como la punta de una lanza que, una vez disparada, da en el blanco tarde o temprano.

Por las consideraciones anotadas, estoy orgulloso de escribir en mi lengua materna y no estoy dispuesto a sacrificarla por otro idioma que me ofrece menos posibilidades para difundir mi obra, sobre todo, cuando sé que la literatura hispanoamericana ha ganado un prestigio imperecedero en el contexto de la literatura universal.

Por lo demás, así escriba en otra lengua distinta a la que aprendí en el pecho materno, no dejaré de ser boliviano, como Kafka que escribía en alemán aunque nació en Praga, como Carlos Fuentes que escribía en español aunque vivía en Estados Unidos, o, por citar otro caso, como Adolfo Costa du Rels, quien, a pesar de haber escrito gran parte de su obra en francés, jamás dejó de considerarse escritor boliviano.

Sé de sobra que si García Márquez, Borges o Neruda hubiesen vivido en Suecia, y escrito sus obras en español, serían también considerados escritores inmigrantes, como Picasso, Dalí o Botero serían considerados pintores inmigrantes, así sus cuadros, como las partituras musicales, no conozcan más idiomas que el lenguaje universal de la imaginación, la sensibilidad y el amor por el arte.

El escritor, independientemente del país donde nació, es un trabajador de la cultura, que dedica su aptitud literaria a la colectividad, sin más pretensiones que la de expresar, por medio de la palabra escrita, los sentimientos y pensamientos inherentes a la condición humana. La escritura, en este contexto, no es más que un instrumento en manos de un autor que desea convertir en literatura todo cuanto concibe con los sentidos, instintos e intuiciones, sin importar mucho si se trata de un escritor nativo o de un escritor inmigrante, y menos aún si escribe su obra en español o en otro idioma que tiene más a mano y más cerca del corazón.

En lo que a mí respecta, siempre me consideré -¡y a mucha honra!- un escritor latinoamericano residente en Estocolmo. Y seguiré siendo como el Sancho de Cervantes, quien, a la pregunta de Don Quijote: ¿Qué sabes tú de la lengua?, contestó: Pues que sirve para pedir de comer, para insultar a pícaros y ladrones... Y, lo que es más importante, seguiré escribiendo en español, no sólo porque me permite manifestar con mayor lucidez mis pensamientos y sentimientos, sino también porque, con legítimo derecho, constituye mi lengua materna; una impronta cultural que marca de por vida y un instrumento de comunicación que se atesora desde la cuna hasta la tumba. 

lunes, 8 de julio de 2013


EL SILENCIO EN SKÄRGÅRDEN

El día que decidí conocer Skärgården, la región más hermosa del archipiélago estocolmense, tenía la predisposición de salirme del tiempo y del espacio, y vaciarme en la nada, con la intención de encontrarme con mis silencios y con una naturaleza que rompe el orden establecido por una sociedad hecha a golpes de horarios y leyes.

Así, la mochila al hombro y un equipaje que contenía lo estrictamente necesario, me dirigí hacia el muelle donde estaba el yate presto a transportarme a lo largo de un canal, que se abría formando un brazo lleno de islas, bosques y aves.

El yate, sin ser demasiado grande, parecía una caseta flotante de popa a proa; tenía cocina a gas, dormitorio, comedor y hasta un espacio donde los tripulantes podían moverse sin dificultades.

Al cabo de izar las velas, en procura de apresar el viento que me daría el impulso y la dirección, me sentí como un marinero cuyo único temor era perder las agujas del sextante en medio de una naturaleza dominada por la soledad más absoluta que imaginarse pueda.

El yate zarpó entre una brisa que jugaba con las olas, mientras una bandada de gaviotas graznaba en el aire y un conjunto de patos silvestres desfilan por delante de la proa. Me senté en la popa, aferrado al timón y, sin ser maestro en las ciencias de navegar, conduje el yate sobre las aguas azulinas de un hermoso canal, donde no hacía falta controlar a cada instante la brújula ni el sextante para determinar la ruta que debía tomar.

Estando a mar abierto, el yate avanzó viento en popa, en tanto yo miraba la profundidad tenebrosa que me provocaba vértigos y escalofríos, recordándome la trágica historia de los navíos que zozobraron en alta mar, llevándose al fondo herramientas, velas, monedas, armas, máscaras de proa y las pertenencias personales de la tripulación. A ratos, cuando las olas crecían desafiantes, me acordaba del trasatlántico Titanic y del crucero Estonia, cuyos pasajeros fueron a dar en las profundidades gélidas y oscuras del mar, sin más consuelo que una muerte segura pero exasperante que, según me imaginaba, les revolcó los ojos mientras por la boca se les escapaba el último atisbo de vida.

Al declinar la tarde, y después de echar las anclas en el muelle improvisado de una isla, me apeé en las rocas, pensando en que todo lo que un día viene de la naturaleza, vuelve otro día a la naturaleza, más o menos, como el aire que se aspira y se respira.

El sol se hundía en el horizonte, donde se juntaban el cielo y el mar en una línea sutil e imaginaria. La noche cayó mansa, como un manto salpicado de estrellas y una luna que se alzaba como un enorme queso en las alturas. Las gaviotas y los alcatraces se recogieron a sus guaridas, unos nadando, otros volando.

Al día siguiente me despertó un chorro de luz dorada que se filtró por la ventanilla de la cubierta. Me desperecé sobre la camilla angosta y salí de la bolsa térmica rumbo a la popa, desde cuyo asiento vi nacer el alba, con ese amarillo-naranja del sol que estalla en las aguas, poniendo una raya de luz sobre las rocas y los abetos recortados contra el cielo.
En la isla de Skärgården experimenté la belleza salvaje de la naturaleza y un modo de salirse del tiempo y alejarse del mundanal ajetreo de la ciudad, donde todo está programado casi cronométricamente.

En Skärgården, a mar y cielo abiertos, todo permanecía tranquilo y en silencio, como si la calma se hubiese instalado en cada cosa. No escuché más voz humana que la mía y, para mi asombro, constaté que las palabras carecían de sentido en un lugar donde la brisa y el murmullo de las aguas eran los únicos ruidos que asomaban al oído. El silencio me devolvió la calma espiritual que hacía tiempo la había perdido entre las costumbres atávicas de la sociedad de consumo, donde el estrés es el patrón que manda sobre la vida de los habitantes.

Al mediodía, cuando el sol se puso en el centro del cielo y el calor se hizo sofocante, me quité las ropas y, paseándome con aires de nudista experto, me lancé al agua, donde me zambullí sin más instrumentos que un cíclope que me permitía observar a los peces escabulléndose entre algas y helechos. Para experimentar esta aventura efímera no hacían falta los tanques de oxígeno, aletas, máscaras y escopetas de aire comprimido, salvo unos pulmones llenos de aire y las extremidades dispuestas a resistir los desafíos de una natación sin virajes ni contorsiones.

A poco de estar sumergido en el agua, cuya belleza era tan seductora como peligrosa, me invadió una sensación de angustia induciéndome a pensar en esa muerte atroz que le persigue a cada naufrago. De modo que, a punto de expirar el último aliento de vida en medio de las olas que me arrojaban de un lado a otro, braceé con ese temor de quien ha perdido las fuerzas y esperanzas de sobrevivir a las embestidas de ese coloso que esconde sus misterios en el fondo de sus entrañas. Pero como el instinto de vida es más fuerte que el instinto de muerte, salí a flote como un corcho y me acerqué a las rocas, intentando relajarme del cansancio y despojarme del temor que se apoderó de mi cuerpo.


Esa noche amainó la brisa y la mañana despertó magnífica. Levanté las velas del yate y retorné al bullicio de la gran ciudad, sin otro pensamiento que volver a Skärgården, ese lugar donde se detuvo el tiempo y la tranquilidad, y donde yo aprendí a navegar, leer la cartografía, manejar los compases y controlar el timón con una seguridad que sólo se aprende con la voluntad de quienes se echan a la mar con la predisposición de enfrentarse a una naturaleza hermosa pero en extremo peligrosa. Y, lo que es más importante, recobré la serenidad que me permitió experimentar las sensaciones más profundas de la libertad y conocer un paisaje que, sin exagerar, es un chorro de aire fresco para quien vive encerrado entre las cuatro paredes de un cuarto.