UN RAMO DE RAZAS
Caminando por las calles
de Estocolmo, haga frío o haga calor, veo a personas que no sólo se parecen al
muchachito rubio que nos sonríe desde el tubo del Kalles Kaviar, sino a una
multitud semejante a las flores que se venden en la plaza de Hötorget. Esta
explosión de colores y aspectos me recuerda que estoy en una sociedad
multirracial, donde lo rubio es sólo uno más de los colores que conforman la
paleta de un pintor.
¡Y qué bueno que así sea!
Esta variedad humana me permite considerarme cosmopolita y comprender que todos
somos iguales indistintamente del color de la piel, como somos iguales a la
hora de la muerte. Las razas se han mezclado desde siempre. Sólo en América, a
partir de la colonia, se mezclaron tanto que dieron origen a otras nuevas, así
el mestizo es el resultado de india y blanco, el mulato de blanca y negro, el
zambo de indio y negra..., aparte de que la realidad luce más bella con todos
los colores que nos deparó la naturaleza.
A pesar de estas consideraciones, el racismo latente en algunos suecos nos recuerda a ese cuento cínico que dice: Había una
vez un padre blanco que no era racista contra los negros, hasta el día en que
su hija llegó a casa con uno de ellos. Hablo de ésos que desconocen su propia
historia, de ésos que se ufanan de pertenecer a una raza superior,
olvidándose que Suecia, desde la Edad Media, es una nación de inmigrantes.
Cuando llegué a
Estocolmo, a finales de los años ‘70, había un solo idioma predominante y dos
canales de televisión. Después, con la presencia cada vez mayor de inmigrantes
y refugiados, se fueron multiplicando los idiomas y los canales de televisión.
De modo que este país exótico dejó de ser una nación monolítica y en su seno
aprendieron a convivir culturas cuya diversidad ha modificado no sólo la
fisonomía de su población, sino también algunos valores que se consideraban
inmutables.
La historia contemporánea
de Suecia es irreversible, por mucho que los enemigos de la integración se
nieguen a aceptarlo; más todavía, estamos en la obligación de recordarles que
la inmigración, lejos de ser una carga económica para el país, es un recurso
positivo desde todo punto de vista, aparte de que la diversidad cultural nos
enriquece a todos, siempre y cuando resguardemos los principios elementales de
la democracia y la convivencia ciudadana, conscientes de que tolerancia es el
mejor antídoto contra la discriminación, la segregación social y la xenofobia
contra el extranjero.
Los políticos
conservadores, desde un principio, exigieron que los inmigrantes se asimilen a la sociedad sueca, antes de gozar de los mismos derechos que les corresponde
a los ciudadanos nativos; en tanto los políticos más tolerantes pidieron que
los inmigrantes se integren al nuevo país, conscientes de que la diversidad
cultural es como un recipiente de ensalada en el cual se mezclan las verduras,
pero sin que ninguna pierda sus peculiaridades.
Queda claro que nadie
tiene el porqué asimilarse a una nueva sociedad a costa de perder los valores culturales
que le pertenecen desde la cuna hasta la tumba; nadie tiene el porqué teñirse
el pelo de color rubio ni usar lentes de contacto de color azul para hacerse el
gringo siendo indio, como tampoco nadie tiene el porqué cambiarse el nombre
para conseguir un mejor empleo ni hacerse el sueco para dejar de ser svartskalle (cabeza negra).
Nadie tiene el porqué
parecerse a mí ni yo tengo el porqué parecerme a nadie. Así como respeto la
cultura del país que me acoge, exijo también que éste respete el bagaje
cultural que llegó conmigo desde mi país de origen, porque mi cultura forma
parte de mi identidad, de mi pasado, presente y futuro, y porque no estoy
dispuesto a perderla ni por todo el oro del mundo.
Con la política de
integración se permite que el chileno siga comiendo empanadas con vino tinto,
el argentino siga bailando tango y el boliviano siga rindiéndole culto a la
Pachamama. No se trata de olvidarnos de nuestros ancestros ni del cargamento
cultural que llevamos a cuestas, sino de estar dispuesto a integrarnos en el nuevo país que, a su vez, tiene mucho que aprender y compartir con nosotros.
En algunas zonas de Estocolmo, donde los inmigrantes hacen de esta ciudad anfibia algo más que una
simple tarjeta postal aislada en el techo del mundo, se ven a mujeres que visten con los indumentos
típicos de sus países de origen, a niños que juegan sin importarles la religión
ni la raza del amigo, a hombres que se comunican con las manos y los gestos. En
ninguna parte como en la zona de Tensta, por citar un ejemplo, se ve tanta
maravilla concentrada en una misma plaza; no al menos a esas hermosas mujeres
que andan barriendo el aire con la cadencia de sus caderas, como las bailarinas
que aprendieron a usar el cuerpo al compás de la música.
Estocolmo es -y será- un
enorme mosaico multicultural, cuyos habitantes de origen extranjero, más que
constituir una simple decoración exótica en calles y plazas, son un valioso
recurso para el progreso socioeconómico de esta ciudad que, definitivamente y
desde hace tiempo, dejó de ser una pequeña provincia para convertirse en una
metrópoli digna de ser comparada con cualquier capital europea.
Por otro lado, el invandrare (inmigrante) no sólo es aquél que habla el sueco con una fonética extranjera o
es pelinegro, sino también aquél que, a pesar de haber nacido en Suecia y
pronunciar el idioma sueco con fluidez, tiene padres de origen extranjero,
aunque éstos no tengan necesariamente la cabeza negra ni las costumbres de
una cultura extraña. Entonces surge la pregunta: ¿Quién es más extranjero
entre los extranjeros y quién es más sueco entre los suecos? La respuesta, por
su propia naturaleza, es motivo de controversias y nos remite al análisis de
las relaciones genéticas o consanguíneas entre los individuos que conviven en
un mismo territorio.
La combinación de
orígenes étnicos es cada vez más frecuente y evidente. No es raro encontrar a
familias en cuyo seno confluyen todas las razas y culturas, lejos de los
prejuicios y los conceptos preconcebidos. La Suecia multirracial es una
realidad inminente, por mucho de que los enemigos de la inmigración e
integración se nieguen a aceptarla, aduciendo que debe conservarse Suecia para
los suecos.
Lo
que yo quiero, como la inmensa mayoría de los ciudadanos, es que este país exótico,
donde encontré la solidaridad y la tolerancia, siga siendo un paradigma de la
convivencia social, con hombres que tienen el espíritu inclinado hacía el
respeto por la naturaleza y con mujeres que durante el invierno se cierran como
capullos y durante el verano se abren como flores. Y, sobre todo, quiero que
sea una nación donde todos podamos conformar un hermoso ramo de razas.
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