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domingo, 4 de diciembre de 2016


LOS PERROS ANDARIEGOS DE LA CIUDAD

Algunas noches, mientras contemplo desde la ventana la Avenida del Policía, no es raro que escuche el ¡guau, guau, guau! de los perros andariegos, que viven lejos de sus casas y sin el control de sus dueños, como si fueran los hijos desamparados de la ciudad de El Alto.
  
Entre estos animales vagabundos, por descuido o por decisión de sus propietarios, hay varios que me llaman la atención por su aspecto y su bravura; unos tienen los pelos apelmazados por la mugre y los dientes clavados en la noche, mientras otros presentan el rostro lleno de costras y los ojos legañosos y colorados. No faltan los canes que, por su forma de moverse y ubicarse a la cabeza de la hambrienta manada, irradian la sensación de ser los más inteligentes y dominantes, como si tuvieran los instintos más desarrollados y la experiencia de sobrevivir en las calles a prueba de balas.

Algunas veces, cuando la manada corretea calle arriba y calle abajo, el perrito negro del vecino de enfrente se suma al alboroto. Aunque es un animal pequeño y flaco, que parece estar hecho sólo de piel y hueso, no deja de corretear detrás de una hembra en celo, acosándola, olfateándola y disputándose la presa con sus rivales, que se agitan excitados alrededor de la perra, que se defiende a dentelladas y con la cola metida entre las patas.
  
Este perrito negro, en cuyos ojos se refleja la tristeza de su alma, gruñe y muestra los colmillos al primero que cruza por la puerta de su casa, como si desde cachorro hubiese sido entrenado para ser, más que la mascota de la familia, el candado de la vivienda. Cuando llueve o hace frío, araña la puerta como buscando el calor en el seno del hogar, pero nadie le hace caso ni le abre la puerta. Es como si su dueño sólo lo necesitara por las noches para que sea el guardián y candado de la casa. No faltan las noches en que, después de sacudirse la suciedad de la pelambre, se echa sobre el pavimentado, acurrucado contra la puerta, y duerme como un ovillo de lana, hasta que su amo lo despierta de un grito o de un puntapié entre sus costillas.

Los perros andariegos, que no tienen collera ni nadie que los quiera, se aglomeran en torno a las bolsas de basura, que los vecinos inescrupulosos y caraduras, amparándose en las penumbras de la noche, tiran en cualquier esquina de la Avenida del Policía. Los perros, con sus patas y hocicos, escarban la basura en procura de encontrar restos de comida. Y si alguno encuentra un trozo de hueso, que sabe a esquicito manjar, lo roe un instante y se lo traga en un tris. Luego se relame el hocico como diciéndose para sus adentros: Soy el mejor amigo del hombre, aunque no siempre el hombre es el mejor amigo del perro.

El perrito del vecino de enfrente, que tiene los sentimientos más nobles que los de su amo, quien lo trata sin piedad y lo maltrata con la punta del zapato, actúa como una fiera salvaje, como si estuviera armado de impotencia y de rabia, ladra a los peatones que cruzan temerosos por la calle y asusta a los niños que van y vienen de la escuela. Todos le temen, a pesar de su aspecto esquelético y su alzada de menos de medio metro, pero nadie puede amainar su contenida furia, porque aun siendo un animal doméstico, que actúa por instintos y estímulos condicionados, tiene derecho a gozar de la protección y el cariño de sus dueños. Sin embargo, así esté prohibido el maltrato animal, como prohibido está que deambulen por las calles y los mercados, no se aplican ni se cumplen las ordenanzas municipales.

El Alto está lleno de perros andariegos y nadie hace nada por ellos. Vagan como pandilleros sin ley, comen los restos que encuentran en las bolsas de basura y duermen donde mejor pueden, expuestos a los múltiples peligros de la intemperie y al desprecio de los humanos, que los tratan y maltratan peor que a los bichos inmundos de la ciudad. 

miércoles, 16 de noviembre de 2016


LA VECINA DE LA BASURA

La vecina de la casa de la izquierda, hasta no hace mucho, fue una vieja jorobada, achacosa y solitaria. Su esposo, un minero relocalizado, llegó a la ciudad de El Alto cuando el gobierno del Víctor Paz Estenssoro decretó el cierre de las minas. Nadie conocía el pasado de esta anciana ataviada con mantas y polleras, salvo el hecho de que era gruñona a carta cabal y que tiraba la basura por doquier, sea de noche o sea de día, creyéndose dueña y señora de la Avenida del Policía, sobre todo, del tramo donde estaba ubicada su casa. 

Por las mañanas, sentada sobre una pequeña silla de madera, tomaba baños de sol con la espalda arrimada contra la pared, mientras sus diminutos ojos miraban a diestra y siniestra, como el águila que acecha a su presa antes de atraparla entre sus garras; en realidad, los vecinos que la  trataron desde siempre, en las buenas y en las malas, cuentan que se trataba de una abuelita curiosa, deslenguada y chismosa.

Por las tardes, antes de caer el rosado resplandor del ocaso, sacudía sus ropas y alfombras en plena calle, y alimentaba a los perros callejeros con restos de comida, que ella sacaba en una olla de arcilla y la vaciaba sobre el pasto de la jardinera, que en la visión de ella, acostumbrada a convivir con la basura hasta las orejas, era un vertedero cualquiera.

Unos dicen que era una vieja tacaña, que no comía huevos por no tirar las cáscaras, y que tenía una lengua sin pelos cuando debía insultar al primero que se le interponía en su camino o le llamaba la atención por tirar la basura en la calle. No cabe duda de que era una vieja chocha y de carácter insoportable, por eso nadie la tenía en estima ni nadie le dirigía el saludo.

Otros cuentan que, desde que murió su marido con mal de mina, ella empezó a tratar mal a sus hijos; razón por la que éstos, apenas conocieron al primer amor de su vida, se marcharon de casa, dejándola abandonada entre sus porquerías y cachivaches. Cuando se murió rodeada de ratas y piojos, nadie acudió a su velorio y mucho menos a su sepelio. En ella, más que en nadie, se cumplió el refrán: Seis emes matan a las viejas como a mi vecina: mugre, más mugre y mucho más mugre.

Así es como esta vieja, que provocaba focos de infección allí donde arrojaba la basura, no pensaba en la salud de los niños ni en el bienestar de los perros callejeros. Lo más grave es que murió sola, como sola llegó al mundo, con una mano por delante y otra por atrás. Nadie se explica cómo vivió hasta mascar agua, si toda su conducta contradecía el refrán que dice: Lávate bien el pellejo, si quieres llegar a viejo. Ella no se lavó el pellejo, pero llegó a la vejez como si nada. 

En los últimos días de su vida, todavía echando la basura delante de su casa, se la vio caminando apenas, con la joroba como caparazón de tortuga, las trenzas desgreñadas y los pies arrastrándose sobre el asfaltado de la calle, hasta que, como se tenía previsto, murió en la más absoluta soledad, sin que le ladraran ni siquiera los perros callejeros.

Según cuentan los testigos, su deceso se produjo a poco de verter la basura sobre el pasto de la jardinera. Cuando ingresó en su casa, con la olla de arcilla vacía, le sobrevino un colapso y, con el corazón fundido por un ataque cardíaco, se desplomó de cara contra el piso, donde días después, una de sus hijas, que llegó a visitarla desde Cochabamba, la encontró tendida sobre sus heces fecales y en estado de putrefacción. Sólo entonces se confirmó: Quien viene de la mugre, a la mugre se va…

Yo llegué a conocerla en la etapa final de su vida. Y no faltaron las veces en que, asomándome a la ventana, le gritaba a voz en cuello: ¡Prohibido echar la basura en la calle, señora! Ella volteaba la cabeza y me disparaba una furibunda mirada, mientras movía los labios como maldiciéndome por mi atrevimiento. Cómo iba a decirle que no echara la basura, si ella era la dueña de la Avenida del Policía, o, al menos, eso es lo que ella creía desde que se estableció en esa casa del Plan 361de la ciudad satélite de El Alto.

lunes, 7 de noviembre de 2016


POBRE DEL MEDIO AMBIENTE

Por las mañanas no me despiertan los resplandores del alba ni el armonioso trino de los pájaros, sino los estridentes bocinazos y endiablados motores de los autos chutos (de contrabando), que corren con la misma velocidad con que se está agotando la biodiversidad del planeta. Los autos chutos son motorizados adquiridos a bajo costo en los países industrializados, donde los sacan de circulación y los tiran como chatarra en el cementerio de automóviles.

En la ciudad de El Alto, donde los motorizados circulan emitiendo bióxido de carbono como las fábricas consumidoras de combustibles orgánicos, algunos vecinos se cubren la boca y las fosas nasales cuando se cruzan con un simple fumador de tabaco, pero no hacen nada cuando cruza por sus narices un camión cisterna, cuyas columnas de humo oscurecen la atmósfera y contaminan el medio ambiente. Lo peor es que estos motorizados, que pasan y repasan como si fueran los amos y señores de la calle, amenazan la vida de los peatones, quienes, además de correr el peligro de ser arrollados por un distraído conductor, deben disputarse el paso con las casetas comerciales construidas en plena acera.

Si bien es cierto que el Ministerio de Medio Ambiente, por medio de campañas publicitarias y programas escolares, se preocupa por arborizar la ciudad contaminada por los gases de los autos chutos, con la esperanza de promover mayor conciencia medioambiental y proteger la naturaleza, es cierto también que algunos vecinos, en tiempos en que los depredadores son muchos más que los ecologistas, se dan a la tarea de masacrar a los escasos árboles, quitándoles a machetazo limpio las ramas que no sólo sirven para ornamentar una ciudad desprovista de vegetación, sino también para oxigenar el ambiente que cada vez provoca más enfermedades broncopulmonares entre los habitantes alteños.

Éste es el caso de una de las vecinas en Ciudad Satélite, donde administra un pequeño negocio de artículos electrónicos de última generación. Se trata de una mujer menuda, pizpireta, de malgenio y carácter dominante; la misma señora que, privándome del trino mañanero de los pájaros, serrucha las ramas del árbol que está cerca de la ventana de mi cuarto, hasta dejarlo pelado como un esqueleto de madera, sólo porque el follaje cubre el letrero de su negocio. Está claro que esta vecina piensa más en el dinero, que en cuidar los árboles que no sólo oxigenan la atmósfera, sino también ornamentan una urbe hecha a golpes de ladrillos y cemento, donde los escolares se dedican a arborizar los parques y las calles, mientras otros se dedican a destruirlos sin compasión, sólo por la maldita ambición de que su negocio prospere a cualquier precio.

Esta vecina, que tiene la boca de sapo y los lentes chorreados hasta la punta de la nariz, siempre que se propone imponer sus caprichos, chilla con inflexiones agudas como las perritas de estatura pequeña, que ladran más por miedo que por bravura. No es casual que para encubrir su personalidad inquisidora y su monumental ignorancia, se protege con un caparazón de autoritarismo como única arma de sobrevivencia entre los vecinos, quienes no le dirigen la mirada ni la palabra, porque la tienen como a una serpiente agresiva y venenosa.

No cabe duda que esta mala vecina, bruta hasta la pared del frente, desconoce el porqué de los cambios climáticos y cómo éstos afectan a la biodiversidad de nuestro pobre planeta que, en lugar de gozar de buena salud, parece haber enloquecido desde hace tiempo, en parte, debido a la conducta depredadora de las personas inconscientes que comparten la misma mentalidad de la mencionada vecina, acostumbrada a pasarse por las narices las ordenanzas municipales y a reírse de quienes se preocupan por preservar y hasta por mejorar el ecosistema de una ciudad cada vez más poblada y contaminada.

Al caer la noche, el rugido de los motores de los autos chutos sigue inundando la calle, y a la hora de dormir, el bióxido de carbono se confunde con el espesor de la noche, mientras los escasos árboles de la ciudad de El Alto, que ornamentan las calles que se llenan de perros andariegos, ventilan sus empolvadas hojas bajo el pálido resplandor de la luna, con la esperanza de que al día siguiente no sufran hachazos en el tronco ni en las ramas, y puedan oxigenar el contaminado aire bajo la luz del sol. 

sábado, 8 de octubre de 2016


TANIA, LA GUERRILLERA INOLVIDABLE

Cuando Tamara Bunker (Tania) llegó a Bolivia en noviembre de 1964, con el nombre de Laura Gutiérrez, de nacionalidad argentina y profesión etnóloga, en la frontera andina se le anticipó un viento que hablaba la lengua aymara.

Tania vivió en La Paz dando la apariencia de ser una persona pudiente y, valiéndose de su vasta cultura e inteligencia, empezó a hilar amistad con personalidades afines a la cúpula del gobierno. Así, camuflada, se mantuvo por mucho tiempo, sin que nadie sospechara de ella, ni siquiera los presidentes René Barrientos Ortuño y Alfredo Ovando Candia, junto a quienes emerge su imagen en una fotografía captada durante una concentración campesina.

Al iniciar la fase de preparación y organización de la lucha armada, Tania era ya un engranaje indispensable en el desarrollo del trabajo urbano de la guerrilla, aunque la idea general de su utilización por el Che –recuerda Harry Villegas (Pombo)– no era de que participara directamente en la ejecución de acciones, sino que, dadas las posibilidades de conexiones en las altas esferas gubernamentales y dentro de los medios donde se podía obtener algún tipo de información estratégica y de importancia táctica, dedicarla abiertamente a este tipo de tarea y mantenerla como reserva, desde el punto de vista operativo, que en un momento determinado fuera necesario utilizar a una persona que no fuese sospechosa, contándose con alguien confiable para poder realizar el ocultamiento de algunos compañeros e incluso la recepción de algún mensajero que viniese con algo extremadamente importante.

En diciembre de 1966, en vísperas de Año Nuevo, Tania y Mario Monje llegaron al campamento guerrillero, donde los esperaba el Che. Su llegada fue un verdadero júbilo para todos, no sólo porque la conocían desde Cuba, sino también porque llevó consigo grabaciones de música latinoamericana.

En esa ocasión, el Che habló primero con Tania y después con Monje. A Tania le dio la instrucción de viajar a Argentina para entrevistarse con Mauricio y Jozami, y citarlos al campamento. A Monje, que pretendía detentar el mando supremo de la lucha armada, le dijo: la dirección de la guerrilla la tengo yo y en esto no admito ambigüedades, porque tengo una experiencia militar que tú no tienes. A lo que Monje contestó: mientras la guerrilla se desarrolle en Bolivia, el mando absoluto lo debo tener yo (...) Ahora si la lucha se efectuara en Argentina, estoy dispuesto a ir contigo aunque no más fuera para cargarte la mochila.

Apenas Tania cumplió su misión, sorteando los diversos obstáculos, retornó acompañada, entre otros, de Ciro Bustos (sobreviviente de la guerrilla de Salta). Y desacatando las instrucciones del Che, quien la ordenó no regresar a Camiri porque corría el riesgo de ser detectada, condujo en su jeep a Régis Debray, Ciro Bustos y otros, a la Casa de Calamina en Ñancahuazú.

Éste fue su tercer y último viaje a la base guerrillera, puesto que a partir de entonces se incorporaría a la lucha armada. Es decir, a compartir con sus compañeros todo cuanto aprendió en Cuba. El Che, considerándola una combatiente más, le entregó un fusil M-1.

Su adaptación al medio geográfico fue asombrosamente rápida, a pesar del terreno abrupto. Había momentos en que hubo que colgarse por sogas –dice Pombo–, en que hubo que gatear, prácticamente, arañando sobre las rocas, y podemos decir con toda sinceridad que Tania lo hizo en muchísimos casos con más efectividad que algunos compañeros, que, siendo hombres, tampoco estaban adaptados a este tipo de condiciones de vida.

No obstante, meses después, debido a su delicado estado de salud, el Che la dejó en el grupo de la retaguardia, donde habían algunos elementos considerados resacas, y donde el valor estoico de Tania sirvió de ejemplo a varios de sus compañeros, junto a quienes, cuatro meses más tarde, caería acribillada en la emboscada de Vado del Yeso.


A fines de agosto de 1967, la tropa guerrillera, comandada por Vilo Acuña Núñez (Joaquín), salió al Río Grande y, orillándolo, llegó al cabo de una jornada a la casa de Honorato Rojas, de quien, meses antes, dijo el Che: El campesino está dentro del tipo; capaz de ayudarnos, pero incapaz de prever los peligros que acarrea y por ello potencialmente peligroso.

Cuando la retaguardia contactó a rojas, nadie pensó que la delación de este cobarde los arrojaría bajo el fuego enemigo. En efecto, el día en que fue apresado junto a otros campesinos, se comprometió a colaborar con las tropas del regimiento Manchego 12 de Infantería.

Por la noche, los guerrilleros durmieron en la casa del campesino y, al despuntar el alba, se retiraron, previo al acuerdo de que al día siguiente los guiaría, por un paso corto, hacia el Vado del Yeso.

Esa misma noche, una compañía de soldados, dirigida por el capitán Mario Vargas, marchó en dirección al Masicuri Bajo. Al otro día, el jefe del destacamento discutió los últimos detalles del plan con Rojas. Usted haga lo que los guerrilleros le han pedido –le dijo–. Pero hágalos cruzar el Vado exactamente donde yo le diga y no más tarde de las tres.

El 31 de agosto, a la hora convenida, los guerrilleros se encontraron con el campesino, quien les guió un trecho y les indicó el Vado. De súbito, la columna guerrillera hizo un alto y el teniente Israel Reyes (Braulio), como presintiendo el holocausto anunciado, dijo: Hay muchas pisadas por este lugar. El campesino, dubitativo, contestó: Son mis hijos vigilando a los chanchos.

Los guerrilleros caminaron un trecho y, antes de que el sol declinara a su ocaso, el campesino se despidió dándoles la mano. Luego se alejó sin volver la mirada, mientras su camisa blanca servía como señal a los soldados agazapados en las márgenes del río, prestos a presionar el dedo en el gatillo.

El capitán Vargas, al detectar a los guerrilleros entre los árboles que sombreaban el sendero, levantó los prismáticos a la altura de sus ojos y divisó la imagen física de Tania; era una mujer blanca en medio de la estepa verde, delgada por las privaciones de la lucha. Llevaba pantalones moteados, botines de soldado, blusa desteñida, mochila y fusil al hombro.

La distancia entre las tropas se hizo cada vez más corta. Braulio se internó en la emboscada y los soldados apuntaron sus armas contra los guerrilleros.

Braulio fue el primero en sentir el roce tibio del agua. Volteó la cabeza y, machete en mano, ordenó cruzar el río. Tania avanzaba en la retaguardia, antecedida por un guerrillero boliviano a quien el Che lo llamó resaca. Cuando se hubieron sumergido en el agua -excepto José Castillo-, con la mochila pesada y sosteniendo el arma sobre la cabeza, el capitán Mario Vargas impartió la orden de abrir fuego.

Los tiros vibraron como alambres tensos y, en medio de un torbellino de agua y cuerpos, los combatientes fueron cayendo en ademanes de fuga. Quienes no murieron en la primera descarga, se dejaron arrastrar por la corriente o se zambulleron. Braulio, haciendo ágiles contorsiones, disparó contra un soldado que estaba en el flanco, mientras los otros fallecían dando tiros en el aire. Tania intentó manipular su fusil con destreza, pero una bala le atravesó el pulmón y la tendió sobre el remanso.

Entre las ropas chamuscadas, la sangre y los cadáveres, quedaron dos prisioneros y otro que se escabulló en la maleza, hasta que una patrulla de rastrillaje dio con él y lo acribilló en el acto.

Al cabo de la masacre, los soldados, que disparaban todavía contra todo bulto que flotaba en el agua, no dieron con el cadáver de Tania. El médico José Cabrera Flores (Negro), al verla herida, quiere salvarla y se deja arrastrar por la corriente. El médico sale a la orilla arrastrando el cuerpo de la guerrillera. Verifica que está muerta, abandona el cadáver y vaga por los senderos, hasta que lo encuentran por el rastreo de los perros. El médico es asesinado por el sanitario de la patrulla que lo capturó.

Los soldados prosiguen la búsqueda de Tania y, a los siete días, encuentran su cadáver en la orilla. Se encontró también la mochila, con algo que tanto quiso a lo largo de su vida: la música latinoamericana.

Concluida la misión, los soldados inician su marcha hacia Vallegrande, con los cuerpos de los guerrilleros atados a largas ramas.

El capitán Mario Vargas es condecorado con galones y promovido a Mayor de ejército por su fulgurante carrera militar y, al mismo tiempo, es víctima de trastornos psíquicos y pesadillas angustiosas, en las que ve a Tania incorporándose con el fusil en alto, dispuesta a vengar su muerte.

Bibliografía consultada

Guevara, Ernesto-Che: Obras 1957-1967. I. La acción armada. Ed. François Maspéro, París, 1970.
Lara, Jesús: Guerrillero Inti. Ed. Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1971.
Peredo-Leigue, Guido-Inti: Mi campaña junto al Che. Ed. Siglo XXI, México, 1979.
Rojas, Martha. Rodríguez, Mirta: Tania, la guerrillera inolvidable. Ed. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1974. 

jueves, 1 de septiembre de 2016


REFLEXIONES

Quien ha vivido desde siempre en una realidad hecha a golpes de injusticias sociales y discriminaciones raciales, sueña con que es posible construir un mundo más humano que el que ofrece el capitalismo salvaje, pero a condición de derribar los muros que separan a los ricos de los pobres, a los blancos de los negros, a los indios de los gringos y a los hombres de las mujeres,

Si se quiere estructurar una sociedad más tolerante y equitativa, como si fuese un nuevo reto en los proyectos de las nuevas generaciones, será necesario abolir las fronteras que separan al Sur del Norte, a Dios del diablo, a los religiosos de los ateos, a los gobernantes de los gobernados; es más, en lugar de levantar muros y trazar fronteras, se deberán construir puentes de comunicación entre las diversas culturas, tradiciones, lenguas, razas y creencias, porque, acéptese o no, todos tenemos las mismas necesidades, los mismos derechos y las mismas responsabilidades, aparte de que todos llevamos dentro de nosotros un poquito de los otros.

Queda por demás claro que me gustaría vivir en un país donde no existan ricos ni pobres, ni gigantes ni enanos como en los países imaginados por Jhonatan Swif en Los viajes de Gulliver. Tampoco me interesa vivir en un país donde existan princesas encantadas como en los cuentos de hadas, ni en el mundo imaginario creado por Lewis Carroll en Alicia en el país de las maravillas. Lo que yo quiero es vivir en un país donde los niños sean felices y se respeten sus derechos, donde los hombres no vulneren los derechos de las mujeres ni las autoridades de la justicia hagan gala de su arrogancia, quitándole la balanza y la venda de los ojos de la señora Justicia.

Detesto toda forma de chauvinismo y censura contra las ideas que cuestionan los desmanes de los poderes de dominación. No comparto la insensatez del fanatismo religioso ni la conducta autoritaria de quienes se atribuyen la representación popular, para imponer sus ideales como verdades únicas y absolutas, aun sabiendo que el humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra y que, además, levanta la piedra y la arroja sobre el techo de vidrio de su propia casa.

Prefiero el pluralismo cultural y racial, la diversidad ideológica y sexual, la libertad de opinión y de crítica, el respeto a los Derechos Humanos, a una vida privada y una muerte digna; todo esto en el marco de las normas comunes de convivencia democrática, que permitan evitar las experiencias históricas de los regímenes totalitarios del siglo XX. Prefiero que todos seamos cabeza de ratón que cola de león y seamos los principales artífices de nuestra propia felicidad en medio de las adversidades que la vida plantea a cada paso, a cada instante.

Respeto a los individuos de buena fe y a los políticos que, en lugar de vivir de la política, viven para la política, como los artistas viven para el arte y no del arte. Respeto a los gobernantes de conducta transparente, incapaces de robarse los bienes del pueblo de las arcas del Estado. Respeto, asimismo, a los empleados públicos que sirven a su pueblo y no se sirven del pueblo para mejorar su estatus social y económico, como los zánganos que engordan a costa de chupar la sangre de otros, sin importarles el daño que causan con su conducta de bichos inmundos.

No creo en las promesas de los demagogos, acostumbrados a hablar hasta por los codos y a borrar con el codo lo que escriben con la mano. En estos casos, prefiero a quienes hacen mucho y hablan poco, porque saben que quien mucho habla, mucho yerra. Tampoco creo en los falsos profetas que me prometen el reino de los cielos a condición de que deje de ser agnóstico. En este caso, prefiero a los apóstoles de las ciencias humanas, en las que primero se debe mostrar, mostrar y demostrar, para luego hablar con convicción y pruebas en la mano.

Sueño en que vivamos en relación con la Madre Tierra, a espaldas de las promesas futuristas de la gran tecnología, porque confío en la armonía del individuo con el ecosistema, donde se respeten el derecho de vivir en armonía con la Pachamama y los astros de la constelación celeste y con la naturaleza que nos ampara, con las piedras que hablan, los ríos que cantan, los árboles que soplan vida, los vientos que silban junto a los animales silvestres y los pájaros que forman un coro de trinos, porque si no somos parte del todo, menos seremos parte de la nada.


La historia de la humanidad es la historia de la lucha por alcanzar la libertad, una lucha ininterrumpida y continuada por tener la posibilidad de elegir una forma de vida en absoluta libertad. La defensa de la libertad personal es imprescindible para la existencia de una sociedad libre, basada en la democracia participativa, la tolerancia y el respeto a las diferencias culturales, raciales, lingüísticas y religiosas. Incluso la historia de la lucha de clases y las diferencias entre los seres humanos -el fuerte y el débil, el opresor y el oprimido, el rico y el pobre- representan la misma lucha por la libertad individual, porque cada uno sea uno mismo, por sentirse una persona con voluntad propia para decidir su futuro, vivir la propia vida y no la que imponen los demás. En consecuencia, todo individuo es libre de elegir su modo de vida, mientras esta forma de vida no atente contra la libertad del prójimo ni sea un mecanismo de censura y represión.

La libertad, con ideales pragmáticos y también con utopías, es el mayor sueño que atesora el hombre libre, quien, más que nadie, sabe que la libertad no es lo mismo que la libre empresa, que es la libertad de explotar la fuerza de trabajo de los obreros. Tampoco es lo mismo la libertad de prensa, que implica comprar periódicos y periodistas, con el único objeto de crear una opinión pública favorable al sistema capitalista. Hablar de la libertad de un pueblo, aunque sea con la mejor intención y voluntad, es una simple metáfora, a veces peligrosa, si no se tiene en cuenta que la liberación de un pueblo no es nada sin la libertad de cada uno de los individuos que conforman el tejido social. Es decir, no hay libertad social si no hay libertad personal.

Aunque muchas cosas han cambiado en los últimos tiempos, sigo soñando en que es posible construir una sociedad más libre y democrática, donde el valor de las cosas no estén sustentados en el tener sino en el ser y donde todos vivamos en absoluta armonía con la naturaleza y nuestros semejantes. Sigo soñando en que es necesario juntar nuestras manos para construir los puentes que nos conduzcan hacia un mundo mejor, y que la mejor manera de llegar a tiempo hasta allí es andar a paso lento pero seguro.

sábado, 7 de mayo de 2016


LA VIOLENCIA ESCOLAR

La violencia en la escuela, al ser un fenómeno integrado en el contexto social, es una de las expresiones más naturales de una sociedad violenta. Por eso mismo, son cientos los alumnos que solicitan asistencia médica a consecuencia de los golpes recibidos en el patio o los corredores de la escuela; un hecho que, por su magnitud, alarma a los implicados en el sistema educativo, pero también a quienes, en cumplimiento de su deber de ciudadanos, están obligados a analizar las causas que motivan este ineludible problema.

Si se parte del principio de que la escuela es el reflejo de la sociedad y no una institución aislada de ella, entonces la espiral de violencia en las escuelas es un reflejo de la violencia social. El niño, como todo individuo, no hace otra cosa que proyectar en la escuela los conflictos psicosociales que experimenta en su entorno más inmediato como es el hogar.

La conducta del niño es un barómetro que permite constatar el ambiente familiar que lo rodea, considerando que las familias más aquejadas por la violencia corresponden a los sectores excluidos de la sociedad, donde abunda la desocupación, el alcoholismo y la violencia intrafamiliar; un entorno en el que, según cifras ofrecidas por los expertos en la materia, se cometen 16 casos de violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes, y que el 90% de estos casos son cometidos por los propios progenitores.

Cuando la escuela, en uso de sus atribuciones, no logra resolver los conflictos por sí sola, es lógico que genere un debate general que cuestiona, en primer lugar, la función formadora de una de las instituciones más respetadas de la sociedad; peor aún cuando se cree que la solución de los problemas -tanto pedagógicos como disciplinarios- está en manos de la policía; una instancia que no genera recursos para combatir los hechos de violencia y que cae rendida a los pies de la burocracia y corrupción del poder judicial.

A la pregunta: ¿A qué se debe la violencia en las escuelas? La respuesta es única y concluyente: la violencia en la escuela se debe a la violencia social, cuyas causas son diversas y que no pueden ser resueltas de un modo inmediato, debido a la crisis existente en el poder judicial y el Estado de Derecho que, en lugar de proteger a los ciudadanos más vulnerables, independientemente de su raza y condición social, actúan bajo el lema del sálvese quien pueda.

Educación a palos

Siempre que se celebra el Día del Profesor, cada 6 de junio, en conmemoración a la fundación de la Normal de Maestros de Sucre en 1917, cabe preguntarse si acaso todos los profesores tienen el derecho a conmemorar ese día y ser agasajados tanto por los padres de familia como por los alumnos.

Pienso, sin temor a equivocarme, que no, pues existen individuos en los establecimientos educativos que no merecen ni siquiera ostentar el título de profesores, ya que, más que educadores de hombres libres y democráticos del presente y el futuro, son verdugos de los seres más indefensos de nuestra colectividad.

No es casual que en algunos establecimientos educativos existan profesores cuya incompetencia profesional en el campo psicopedagógico los conviertan en el terror de los niños, acostumbrados a soportar los castigos bajo las consabidas advertencias: No soy gente si no rompo cinco palos en un curso. Por lo tanto, no es casual que un niño, que recibió cinco golpes por haber tenido un ataque de hipo y haber jugado en el aula, declare textualmente: Me cargó en la espalda de otro compañero y ahí empezaron los golpes... en el quinto no pude más y lloré. Te has salvado por llorar, le dijo el profesor, quien tenía previsto darle 15 golpes, como era costumbre en él a la hora de descargar su desenfrenada furia.

¿Qué hubieran opinado Georges Ruma, el pedagogo belga, y el venezolano Simón Rodríguez, impulsores de la educación boliviana, al enterarse de que en la hija predilecta del Libertador todavía se ejerce la violencia contra los niños?

Los bolivianos seguimos mal en nuestro sistema educativo, donde hace falta aplicar con mayor rigor la ley de la justicia para procesar a quienes, sujetos a su conducta autoritaria y poco tolerante, cometen abusos físicos y psicológicos contra los alumnos.

Los maltratos, que incluyen las agresiones sexuales, van desde los jalones de orejas, pasando por las bofetadas y los pellizcos, hasta los golpes con objetos contundentes como ser monederos y llaveros. Las agresiones psicológicas se manifiestan a través de los gritos, insultos, amenazas, abusos de autoridad y otros, que se usan como métodos correctivos.

Cuando se les pregunta a las víctimas de la violencia: ¿A quiénes recurren para denunciar los maltratos? La mayoría responde que optan por el silencio en un contexto social donde aún no se aprendió a respetar ni defender los derechos legítimos de los niños, niñas y adolescentes, y donde la educación a palos está todavía considerada como un acto disciplinario.

En tales condiciones, pienso que la frase: El porvenir está en manos del maestro de escuela, es una verdad a medias, al menos cuando se aplica una política educativa que no estimula la formación permanente de los profesores, quienes se quejan de sus salarios de hambre y sus pésimas condiciones de trabajo.

La única garantía para superar estas deficiencias estriba en consolidar una escuela más democrática, moderna y equitativa, por un lado, y en concederles un mejor salario y mejores condiciones de trabajo a los profesores, por el otro. Sólo así se evitará tener una escuela donde prime la pasividad, apatía y falta de materiales didácticos.

Si se considera que el porvenir de la patria está en manos del profesor de la escuela, entonces, cabría preguntarse: ¿Quiénes educaron a los políticos corruptos que tanto criticamos y a los profesores que hacen de tiranuelos de nuestros niños? La respuesta la tenemos todos y cada uno de nosotros.

Por lo demás, las instancias pertinentes de la educación boliviana tienen el deber de dar a conocer los derechos y las obligaciones de los niños y adolescentes; hacer que estos derechos sean difundidos por los medios de comunicación a modo de instrucción y sean respetados por todos los ciudadanos.

Se debe admitir que las intenciones de mejorar la situación de los alumnos y los preceptos de la educación boliviana andan por buen camino. Desde el punto de vista pedagógico, y gracias al empeño por enmendar los errores del pasado y el presente, se están logrando avances significativos, como haber cuestionado el uso obligatorio del uniforme escolar y haber aprobado una ley que prohíbe las tareas escolares en vacaciones, salvo que las actividades fuera del aula sean motivadoras, variadas, ágiles y adecuadas a las posibilidades del alumno y a su realidad familiar y social, sin comprometer el descanso que le corresponde.

Una escuela menos autoritaria

La escuela no siempre va hacia el encuentro de los niños, sino que, por el contrario, son los niños quienes van hacia el encuentro de la escuela, donde se enfrentan a las normas y sistemas pedagógicos establecidos por los tecnócratas de la educación. Lo único que tienen que hacer los niños es adaptarse a las condiciones que le presenta la institución educativa, cuya única función es la de impartir los conocimientos establecidos en los programas de educación.

La escuela es una suerte de máquina clasificadora que exime a los alumnos provenientes de hogares normales, en tanto sucumbe a los alumnos provenientes de hogares problemáticos. No es casual que la escuela haga más hincapié en los resultados de las pruebas o exámenes, clasificando a los alumnos en excelentes y deficientes, que en los programas de prevención de los factores psicosociales.

Los problemas escolares son, asimismo, consecuencias de la incompetencia profesional y pedagógica de algunos profesores, quienes, aparte de desconocer los elementos más básicos de la psicología infantil y juvenil, tropiezan con los alumnos que exigen de él no sólo los conocimientos que debe impartir, sino también la comprensión y la tolerancia, en un marco de motivación y respeto mutuo.

Los alumnos saben, intuitivamente, que el buen profesor es aquel que educa a los alumnos en un marco democrático, respetando la libertad de opinión y las inquietudes de cada uno. El profesor, en su función de adulto y educador, es el responsable no sólo del proceso de enseñanza/aprendizaje, sino el responsable de forjar la personalidad del educando, con la participación activa de los padres de familia y los demás profesionales que conforman el tejido social de la escuela

La actitud rebelde de ciertos alumnos suele ser una respuesta al autoritarismo escolar y a la incompetencia profesional del profesor que, en la mayoría de los casos, está más centrado en transmitir los conocimientos que en atender los conflictos sociales existentes en el aula, aun sabiendo que los alumnos clasificados como deficientes provienen de los sectores más vulnerables de una sociedad desigual y competitiva.

La experiencia enseña que un profesor incompetente, sin previos conocimientos pedagógicos y psicológicos, está destinado a fracasar en una escuela que refleja los conflictos de una sociedad donde impera la violencia y la inseguridad ciudadana. En estos casos, como en todo lo concerniente a la crisis estructural del sistema imperante, no basta con aplicar normas disciplinarias -y menos recurrir a los registros de la policía-, intentando desalojar la violencia que se metió en las aulas.

De nada sirve que la institución escolar se convierta en un reformatorio destinado a imponer a rajatabla la disciplina y el respeto hacia la autoridad, ya que la ola de violencia en la escuela no es más que un síntoma del malestar social que sacude los cimientos de toda la sociedad, donde prevalecen las leyes de los más fuertes sobre los débiles.

Con todo, para superar los problemas de la escuela -entre otros, el de la violencia debe cambiarse no sólo la actitud autoritaria de ciertos profesores, sino también ajustar los programas de enseñanza/aprendizaje a la realidad contextual del alumno. Es decir, a la realidad social existente fuera de las aulas, puesto que la escuela no puede -ni debe- mantenerse al margen de una sociedad que requiere de su participación para resolver los conflictos que, de un modo general, afectan negativamente en el proceso educativo.

lunes, 4 de abril de 2016


SOY NIETO DE CHOLAS, ¿Y QUÉ?

Desde mi más tierna infancia, siempre me sentí fascinado por las cholas que presumen de su elegancia y belleza, de sus coloridos atuendos, del orgullo de su raza de bronce y, sobre todo, de su coraje para sobreponerse a los golpes de la vida; ellas, con todos sus atributos de cholas, son las verdaderas magníficas de la belleza boliviana. No son originales pero sí originarias y auténticas, y, por añadidura, diferentes a las chotitas de las familias bien, o de los sectores de élite de la clase media baja que, a cualquier precio y atrapadas por los patrones occidentales de belleza, desean parecerse -o se parecen- a las gringuitas europeas o norteamericanas, no sólo en el estilo de vida y en el modo de expresarse en spanglish, sino también en los cánones de la apariencia física, porque se tiñen el pelo a rubio platinado o a color ladrillo y se blanquean a piel hasta quedar como t’antawawas remojadas en agua. 

Mis abuelas, tanto por el lado materno como paterno, fueron apuestas mujeres de mantas y polleras; en sus ojos se reflejaban las costumbres y características del encuentro entre el viejo y nuevo mundo, que conformó una suerte de sincretismo religioso y un mestizaje racial y cultural, donde lo ancestral y lo occidental se fundieron para dar nacimiento a una nueva raza, que no era blanca ni india, ni criolla ni nativa, sino un hibrido compuesto por la fusión biológica entre los habitantes del más aquí y del más allá.

Con el transcurso de los años, mientras estudiaba historia en la secundaria y respiraba aires de patriotismo, comprendí que las vestimentas usadas por mis abuelas, mezcla de la indumentaria indígena y europea, fueron impuestas durante la colonia a una parte de las mujeres bolivianas, quienes, a pesar del despojo y los atropellos cometidos contra los indios, ostentaban con orgullo su identidad mestiza y sus vestimentas inspiradas por los trajes usados por las españolas de la época.

Las mantas y polleras de mis abuelas

Mi abuela Eugenia Ortuño, con quien pasé una gran parte de mi infancia en la población minera de Llallagua, era una chola de regio porte y de carácter indomable a la hora de dar la cara ante las adversidades que, a veces, amenazaban con sacudir los cimientos de la convivencia familiar. De ella aprendí que no existen imposibles ni obstáculos que no puedan vencerse si uno los enfrenta con perseverancia y fuerza de voluntad, del mismo modo como ella, acostumbrada a las labores campestres, aprendió a labrar la tierra con sus manos para luego cosechar los frutos de su propio esfuerzo.


Recuerdo que siempre que sentía frío, sea de noche o sea de día, me arrimaba contra su pecho y ella me arropaba con su gruesa manta de flecos largos, como cuando una gallina mete a su polluelo debajo sus tibias alas, sin más intención que ofrecerle calor y protección; era entonces que la abrazaba con todas mis fuerzas, mientras ella me acaricia la cabeza como el lomo de un gato y yo sentía el olor característico que desprendía su manta tejida con lana de oveja o alpaca.

No está por demás decir que de mis abuelas aprendí las claves más íntimas de la convivencia humana, que ellas, a su vez, lo aprendieron en el diario batallar y no en los libros que se leen en las instituciones educativas, porque los grandes aprendizajes de la vida no se aprenden en las aulas ni en los libros de texto, sino a través de la experiencia que depara la vida con satisfacciones y desilusiones.

Así fueron mis abuelas, como la mayoría de las mujeres bolivianas, abnegadas y cariñosas como madres y esposas; por eso estoy orgulloso de saber que provengo de mantas, sombreros y polleras, y que, afortunadamente, soy ciudadano de un país plurinacional, donde cohabitan varias lenguas, razas, culturas y creencias; toda una diversidad compendiada en un solo abanico de unidad.

Ellas hicieron sentirme como parte de una cultura que bulle en mis venas, expresándose en mis rasgos y el color de mi piel. De ahí que mi noción de patria no es un amasijo de banderas ni himnos dedicados a los héroes montados a caballo, sino algo más vital como la impronta de identidad impuesta por una comunidad que te acoge como a uno de los suyos, como si toda la comunidad fuese una suerte de familia a la que siempre se puede volver andes por donde andes.

Mi abuela materna, Celia Escóbar, era oriunda de Chayanta, provincia del norte de Potosí, que, en los tiempos de esplendor de la colonia, fue el asentamiento de los conquistadores ibéricos en busca de fortunas y el escenario principal de las sublevaciones indígenas de fines del siglo XVIII, acaudilladas por el rebelde Tomás Katari contra los súbditos de la corona española.


Según referencias de la saga familiar, mi abuela fue mestiza y bisnieta de uno de los caciques del corregidor de la Real Audiencia de Charcas. Ella, a diferencia de las mujeres indígenas, tenía un cutis que delata una cierta preponderancia de la raza blanca. Los ojos negros y vivaces conjugaban con el brillo azabache de sus cejas y su abundante cabellera, peinada con Chajraña (pequeño amarro de paja brava usado como peine) y partida en dos trenzas agarradas con tullmas (cordelillos de lana para amarrarse las trenzas).

No cabe dudas que mi abuela fue una moza atractiva y elegante, pero, aun así, soportaba las miradas despectivas de las señoritas de alta alcurnia, aunque supongo que a ella no le importaba ni incomodaba, pues estaba consciente de su natural belleza, su capacidad de exhibir con donaire sus sombreros de fieltro, sus mantillas de vicuña y sus polleras que, caídas hasta las pantorrillas y batidas por los vientos, producían un frufrú cada vez que se contoneaba al caminar.

Mi abuela Celia Escóbar, como se puede apreciar en una fotografía que se tomó en vida junto a parientes y amigas, luce un sombrero de copa alta hecha de fibra procedente de Guayaquil y muy parecido al de las cholas cochabambinas; vestía enaguas con encajes, blusas de seda, jubones con cuello rígido, polleras plisadas en el vuelo y confeccionadas de tela gruesa, botines de media caña y mantas tejidas con ovillos de lana de camélidos, como para soportar los gélidos vientos del altiplano, que en los crudos días del invierno calaban hasta los huesos.

Las emblemáticas cholas de la literatura

Cuando alcancé la mayoría de edad, me las imaginaba a mis abuelas como a las cuatro Claudinas, las emblemáticas cholas de la literatura boliviana, quienes supieron embelesar con su belleza a los señoritos de clase media, hasta someterlos a los designios de sus caprichos para luego arrastrarlos por las calles del desengaño y la amargura.

Estas obras, que describen las experiencias del enamoramiento de una chola y que, en algunos casos gira en torno a una historia de amor que culmina en tragedia, son Claudina (1855), de José Simeón de Oteiza; En las tierras del Potosí (1911), de Jaime Mendoza; La Misk’i Simi (la de la boca dulce, 1921), de Adolfo Costa du Rels y La Chaskañawi (la de los ojos de estrella, 1947), de Carlos Medinaceli.


Las cuatro Claudinas de la literatura nacional, de un modo consciente o inconsciente, conforman el arquetipo de la chola boliviana, pues éstas son dueñas de una gracia femenina inconfundible, de un carácter indócil y un orgullo que hace gala de su estirpe; no en vano sus pretendientes de las urbes modernas, sobreponiéndose a los prejuicios sociales y raciales de las clases altas, sucumben ante los encantos de las cholitas de miradas seductoras y cuerpos esculturales, hasta que, arrastrados por un amor traicionado o no correspondido, caen en los bajos fondos de la desilusión y la borrachera. 

Mis abuelas, aunque de un modo indirecto estaban vinculadas a la explotación de minerales, no tuvieron nada que ver con la elaboración de la chicha ni con su expendio en los locales instalados en las calles de las poblaciones mineras del norte de Potosí, pero eso sí, puedo estar seguro de que fueron hembras templadas por la vida campestre y dueñas de una insoslayable belleza física, al menos así se las ve en las amarillentas fotografías que las muestran con sus mejores atuendos de mujeres mestizas.

Las heroínas anónimas de la historia

Las mujeres de mantas y polleras, a lo largo de la historia nacional, han marcado con su presencia importantes episodios de dignidad y coraje. Y, aunque forman parte de las heroínas anónimas, supieron estar a la altura de las luchas revolucionarias durante la colonia y la república, dando muestras de su valentía a prueba de balas y sacrificios. Ellas nos demostraron que la sabiduría de un pueblo no se aprende en los libros académicos, sino en los vaivenes de la vida vivida y sufrida, que es una escuela sin pupitres ni pizarras, pero sí con lecciones que llenaban el alma de esperanzas, iluminando el porvenir de las futuras generaciones, de sus hijos y de los hijos de sus hijos.

La mujer chola es uno de los pilares firmes de la sociedad boliviana, no sólo por su increíble capacidad para el trabajo, sino también por su temperamento apasionado en el amor, y porque ella, mejor que nadie, tiene instintivamente un alto sentido de sacrificio como madre y esposa. Ella es, a pesar de los prejuicios de carácter patriarcal, el alma de la familia y la llama de la esperanza, la persona que lo da todo por todos y la principal administradora de la economía del hogar.

Desde la época colonial, si bien las cholas no empuñaron las armas en los procesos revolucionarios, al menos fueron el espíritu que alentó el ánimo de los insurrectos. Ellas fueron las luchadoras sociales que, en los campos de batalla, las barricadas y los momentos decisivos del combate, cumplieron con las tareas de cuidar a los enfermos, heridos y muertos, asumiendo la función de enfermeras, aguateras, mensajeras, sepultureras y compañeras sobre cuyos hombros descansaba todo el peso y responsabilidad de velar por el bienestar de la familia, que era parte integrante de una colectividad con aspiraciones de libertad y sentido de patria común.

Desde antes del nacimiento de la república, las cholas se enfrentaron a las tropas realistas impulsadas por el deseo de romper con las cadenas de la opresión colonial, como lo hizo la jubonera Simona Josefa Manzaneda, quien luchó con bravura en la guerra de la independencia, en la que sufrió vejámenes y humillaciones por su condición de chola, y que hoy se la recuerda con respeto y cariño junto a otros mártires de la revolución paceña de 1809, exactamente como a todas las heroínas de la Coronilla retratadas por Nataniel Aguirre en su novela Juan de la Rosa.

Miles fueron las cholas que ofrendaron su vida a la causa de la independencia americana y miles las mujeres amas de casa, esposas de los trabajadores mineros que, organizadas en sus propios comités y sindicatos, participaron en las contiendas contra los guardianes de la oligarquía minero-feudal. Algunas cayeron en las masacres, como la palliri María Barzola, quien, en diciembre de 1942,  encabezó una marcha obrera rumbo a la gerencia de Catavi, por entonces propiedad de la empresa Patiño Mines Enterprices Consolidated, con la firme decisión de conquistar mejores condiciones de vida para los trabajadores y sus familias.

Las cholas en el Estado Plurinacional

Ahora que estamos en otro tiempo, ahora que las ideas sobre la equidad de género se van plasmando en realidades concretas, con leyes contundentes contra el maltrato a las mujeres y un buen porcentaje de asambleístas de mantas y polleras en las esferas decisivas del gobierno, sólo me queda augurarles éxitos en el desarrollo de sus proyectos, esperanzado en que tengan siempre el derecho a participar en igualdad de condiciones en el ámbito familiar y profesional.


Cuando Bolivia se atrevió a reconstruir su identidad nacional y a reescribir la historia oficial, mis abuelas no tuvieron la oportunidad de participar en el proceso de cambio. No alcanzaron a vivir en carne propia la fundación del nuevo Estado Plurinacional, ni a elegir a las asambleístas de sombreros, mantas y polleras, quienes ingresaron al Palacio Quemado por la puerta grande y gracias al voto popular, para ejercer como ministras, senadoras y diputadas en un parlamento en el cual se ensamblan de manera inexorable las diferentes culturas, como en un mosaico parecido a los hermosos diseños de mantas y aguayos.

Las cholas del siglo XXI, conscientes de su dignidad y sus legítimos derechos, actúan con mayor decisión en la vida social, económica y cultural; ni qué decir de la actividad política, en cuyo territorio han empezado a ocupar importantes cargos públicos, en virtud a su experiencia adquirida en las organizaciones sociales, sus estudios, su capacidad de trabajo y su interés por defender los derechos de sus compañeras que durante siglos fueron discriminadas por ser mujeres, por su origen de raza y su condición de cholas, como si la vestimenta y el color de la piel fuesen obstáculos para superarse como ciudadanos en un país multicultural, donde todos tienen los mismos derechos y las mismas responsabilidades, al menos si se toman en cuenta las normas establecidas en la nueva Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia.

Estoy seguro de que mis abuelas, que no tuvieron otro destino que ser amas de casa, hubieran estado felices de constatar que en el actual gobierno existen mujeres representantes de los movimientos sociales, como son las Bartolinas, porque a través de ellas hubieran expresado los sentimientos y pensamientos que incubaron en lo más profundo de su ser, aunque, debido a la realidad que les tocó vivir, mis abuelas nunca llegaron a las primeras páginas de la prensa escrita ni aparecieron en la pantalla de la televisión, que por mucho tiempo estuvo reservado sólo para las chotitas blanconas, de ojos claros, bonitas caras y bonitos cuerpos.

Sin embargo, cuando mi abuela Eugenia estaba todavía en vida, irrumpió en la televisión la cholita Remedios Loza, con su Tribuna Libre del Pueblo, y a ella le siguen otras preciosas cholitas que, en su condición de comunicadoras profesionales, brillaron con luz propia en las pantallas, metiéndose en las casas con sus elegantes indumentarias y sus melodiosas voces que narraban las noticias tanto en español como en las lenguas originales de nuestros ancestros, que ellas aprendieron en el pecho materno desde el día de su nacimiento. 

Por éstas y muchas otras razones más, siempre que alguien me pregunta con sorna sobre los orígenes de mi ascendencia, le contestó sin titubear un solo instante: Soy nieto de cholas, ¿y qué?. No sólo porque estoy orgulloso de pertenecer a un contexto social que constituye una de las piedras angulares de la identidad e integridad bolivianas, sino también porque las quise con profundo cariño; un cariño que mis abuelas supieron devolverme con amor maternal, sin límites ni condiciones, procurando que, más que sentirme como un simple nieto, me sintiera como un hijo predilecto, como si de veras me hubiesen parido entre mantas y polleras.

domingo, 13 de marzo de 2016

LA MUJER BAJO EL YUGO DE LA CRUZ Y LA ESPADA

Hacia el siglo XV, cuando Europa se encontraba a caballo entre el feudalismo y el capitalismo, la naciente burguesía inaugura una nueva etapa histórica en la evolución económica mundial, lanzándose a la aventura transoceánica y la conquista de nuevos mercados en ultramar; un hecho que, en rigor, fue posibilitado por los avances científicos en la náutica (brújula, cartas marinas, astrolabio, etc.), por los nuevos conceptos sobre la esfericidad de la tierra, por los progresos de la técnica en la construcción de naves y, sobre todo, por la ciega ambición comercial de controlar nuevas colonias.

Los españoles importaron un nuevo sistema de explotación de la tierra -el latifundio- y un sistema económico de tipo feudal. No en vano algunos economistas del siglo XIX coinciden en señalar que el descubrimiento de América y la circunnavegación de África ofrecieron a la burguesía en ascenso un nuevo campo de actividad. Los mercados de la India y de China, la colonización de América, el intercambio con las colonias, la multiplicación de los medios de cambio y de las mercancías en general imprimieron al comercio, a la navegación y a la industria un impulso hasta entonces desconocido, y aceleraron, con ello, el desarrollo del elemento revolucionario de la sociedad feudal en descomposición (...) La gran industria ha creado el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El mercado mundial aceleró prodigiosamente el desarrollo del comercio, la navegación y los medios de transporte por tierra. Este desarrollo influyó, a su vez, en el auge de la industria, y a medida que iban extendiendo la industria, el comercio, la navegación y los ferrocarriles, desarrollábase la burguesía, multiplicando sus capitales y relegando a segundo término a todas las clases legadas por la Edad Media (Marx, K. - Engels, F., 1948, pp. 33-34).

El descubrimiento de América, que fue un triunfo para la burguesía comercial española, los banqueros genoveses, flamencos y alemanes, abrió las rutas no sólo para el mercado mundial capitalista, sino también para las instituciones monárquicas y eclesiásticas que coexistían en el feudalismo europeo, las mismas que imprimieron su impronta en las culturas no occidentales.

El violento encuentro entre España y América, además de combinar la expansión de la fe cristiana con el despojo de las riquezas, empeoró las condiciones de vida de los indígenas y, consiguientemente, de las mujeres, quienes perdieron los privilegios de los que gozaban en el marco de las culturas ancestrales, y pasaron a ser objetos de venta y dominación, violación, abandono y rapto.

Así como en el imperio de los Incas se conoció la división de clases -por un lado, el sector privilegiado constituido por la familia real, los grandes guerreros, los sacerdotes y sabios; y, por el otro, la inmensa mayoría indígena que sostenía la vida económica de la comunidad-, se conoció también la poligamia dentro de un sistema estrictamente patriarcal, en el cual la hermana y esposa legítima del Inca gozaban de más privilegios que las distinguían de las concubinas.

Cuando la esposa principal viajaba, ésta era llevada en andas o hamacas conforme al estatus de su esposo, mientras que las concubinas iban a pie, llevando la comida y bebida para sus señores y toda la comitiva a su servicio. Durante las horas de comida, las concubinas servían al Inca y a su koya (esposa principal), a quien le hablaban de rodillas, sin mirarle el rostro, y al retirarse de ella, como de su esposo, caminaban hacia atrás. Era tanta la discriminación contra las concubinas y tan respetado el origen divino del Inca y de su esposa principal que, entre sus obligaciones rituales, estas concubinas recogían los cabellos que perdiese su señor o que le habían recortado, y asimismo las uñas cortadas, y luego se lo tragaban. Cuando el monarca quería salivar, lo hacía sobre las palmas abiertas de las manos de una de sus concubinas, quien luego lo tragaba. Incluso era deber de las concubinas recoger sobre sus ropas los cabellos de su esposo y tragarlos. El conquistador Juan Ruiz de Arce recuerda que cuando le preguntaron a Atawallpa sobre estas costumbres, respondió que su costumbre de escupir sobre las manos la tenía como signo de grandeza, y que hacía comer sus cabellos por temor a los encantamientos que le pudiesen hacer con ellos (Ellefsen, B., 1989, p. 133).

Al morir el Inca u otro miembro adulto de la jerarquía real, era costumbre matar a una o más concubinas predilectas del difunto para que lo acompañaran en calidad de koyas al más allá. Las otras concubinas viudas, aparte de dedicarse exclusivamente a los quehaceres domésticos y a la crianza de los hijos, debían permanecer en castidad, sin volver a casarse ni concubinarse. Era también costumbre que las concubinas mantuvieran la ficción de tener relaciones matrimoniales, al menos simbólicas, con la momia real. Para ello se turnaban por lote para dormir en el mismo aposento del difunto, quien era enterrado con sus bienes terrenales más preciados.    

Mientras esto ocurría en el Cusco y en las capitales de provincia que estaban bajo el dominio del Inca, en algunas etnias, como entre los tallanes, mochicas y huancavelicas, se practicaba la poliandria. Estas kapullanas (cacicas), dueñas de señoríos, que incluían tanto tierras como yanaconas (servidores), no sólo tenían el privilegio de contar con varios concubinos procedentes de rangos superiores al suyo, sino que, al mismo tiempo, de gobernar sobre hombres y mujeres. Ellas eran quienes labraban las tierras y cosechaban las mieses, entretanto sus maridos permanecían en casa, tejiendo, hilando, enderezando sus armas y ropas, curando sus rostros y haciendo otras labores femeninas.

Según estudios antropológicos, en torno al rol de las mujeres en el seno de las culturas precolombinas, se deduce que éstas constituían el pilar fundamental de la economía del hogar. En las costas venezolanas, la mujer cultivaba los campos y se ocupaba de la casa, mientras que el hombre se dedicaba a la caza. En Nicaragua eran los hombres los que se ocupaban de la agricultura, de la pesca y del hogar; las mujeres se consagraban al comercio. Y pese a la organización patriarcal de la cultura maya, donde la mujer estaba prohibida de ejercer cargos religiosos, militares o administrativos, las mujeres, en Yucatán, vendían el producto de su trabajo en los mercados y se ocupaban lo mismo de los hijos que de la economía doméstica, puesto que sobre ellas recaía la responsabilidad del pago de impuestos; que organizaban bailes para ellas solas, prohibidos a los hombres; que se embriagaban en los banquetes entre ellas y que llegaban a pegar al marido infiel (Séjourné, L., 1976, p. 131).

Los conquistadores dan cuenta de que en el Nuevo Mundo -que sólo era nuevo para los europeos- existían comunidades matriarcales y matrilineales como en el Cusco y las costas del Pacífico, enfrente de Panamá, donde el heredero de un señor era su mujer legítima y luego el hijo de la hermana. En algunas etnias, las kapullanas accedían al poder por la línea de descendencia materna. Es decir, heredaban los cargos que dejaban sus madres, así como lo hacían los hombres por vía paterna. 

Otro rasgo común que caracterizó a las civilizaciones precolombinas era la mujer guerrera. Los cronistas de la época, deslumbrados por su actitud varonil, aseveraban haberse enfrentado con mujeres que peleaban con bravura. El conquistador Francisco de Orellana, quien fue el primero en explorar el río de la América meridional en 1540, encontró en las márgenes del río a mujeres que recordaban a las amazonas de Capadocia, a esa casta de guerreras que suponían los antiguos haber existido en los campos heroicos de Asia Menor.

Las amazonas, según refieren los mitos y leyendas, constituían un pueblo de mujeres que formaban un Estado gobernado por una reina; llevaban un escudo en forma de media luna, y que, luego de abandonar a sus hijos, se cortaban el seno derecho para poder tensar el arco y disparar. No en vano cantan elogios a la bella Anacaona, reina de la región más grande de La Española, quien fue quemada viva después de haber logrado imponer, por largo tiempo, en un equilibrio de fuerzas a los ocupantes; una resistencia que las huestes de Pedro de Valdivia encontraron también entre las araucanas, donde guerreó la heroica Yanequeo, esposa de Güepotán, a la vanguardia de un núcleo de puelches para vengar la muerte de su marido, y que, por no renunciar a la independencia de su pueblo, vivió oculta en los montes.

Si en algunas etnias amazónicas era común que las mujeres participaran en los combates junto a sus maridos, en el incario, las mujeres consideradas varoniles, tenían licencia para mantener relaciones conyugales y participar en los combates, como es el caso de Chañan Kori Koka, quien, de acuerdo a la tradición oral, peleó denodadamente contra los chancas cuando éstos atacaron el Cusco. Otro episodio recuerda que, a la muerte de Pachacútec Inca Yupanqui, las fuerzas incásicas se enfrentaron en Warmipukara (fortaleza de las mujeres) a un destacamento de guerreras que vivían solas, como verdaderas amazonas. A tiempo de la conquista española, se informó que entre la gente sujeta a Leuchengorna había una provincia de mujeres exclusivamente, que sólo consentían la compañía de hombres para la reproducción. Los hijos eran en su tiempo enviados a sus padres y las hijas se quedaban con sus madres. También informaron que tenían estas mujeres una reina o cacica llamada Gaboimilla, nombre que tradujeron como ‘cielo de oro’, y que además pagaban tributo a Leuchengorma, generalmente en forma de ropa (...) La administración incaica no protegía especialmente esta modalidad social, pero había sido bien conocida en las regiones próximas al lago Titicaca y aun eran festejados los contados casos de las mujeres varoniles que iban a combatir a la guerra (...) Estas prácticas eran más frecuentes entre las etnias sudamericanas que no habían sido sometidas al dominio incaico; así, eran frecuentes en la actual Colombia, donde se capturó una joven de unos veinte años de edad que había matado ya ocho españoles (Ellefsen, B., 1989, pp. 308-309).

La invasión española en el siglo XVI, sin lugar a dudas, modificó la situación de las mujeres indígenas, las costumbres, las creencias y el régimen comunitario de la tierra. De hecho, la administración colonial reservó para las mujeres un lugar secundario y subordinado, debilitando las relaciones de relativa igualdad existentes entre el hombre y la mujer, y asimilándolas a las nuevas modalidades del derecho de herencia.

Antes de la colonización, algunas mujeres, al igual que los hombres, podían ejercer funciones de gobierno y liderazgo político en sus comunidades o ayllus, que la administración española desconoció y alteró, dando paso a un nuevo ordenamiento, donde los cargos de autoridad quedaron reservados a los conquistadores y a los miembros varones de la jerarquía nativa, convirtiéndose de este modo en intermediarios entre la Corona española y las culturas precolombinas.

Los conquistadores aprovecharon muchas de las instituciones del incario, acomodándolas a sus propios intereses. La mita, que quiere decir turno y que en otrora fue un trabajo que los indígenas realizaban en minas y obrajes de servicio público, pasó a convertirse en explotación despiadada y en trabajo forzado, que durante la colonia, a causa de los accidentes, el hambre y las pestes, cobró millones de vidas.

La Corona española ejerció el monopolio de la propiedad minera, considerada una de las más abundantes fuentes de ingreso durante el coloniaje, igualmente de la explotación de la quina y la cascarilla. Los indígenas mitayos morían como moscas en los socavones y las mujeres eran testigos de este genocidio, puesto que ellas estaban también obligadas a marchar, junto a sus maridos e hijos, hacia los frígidos páramos, de donde pocos volvían con vida a sus comunidades de origen.

Otra de las injusticias del coloniaje fue la repartición de tierras e indígenas. Este sistema llamado encomienda, aparte de considerar a los indígenas parte del suelo como si fuesen animales sin dueño, impuso el latifundio. Entregó a pocos propietarios grandes extensiones de tierra, mientras a otros los condenó a vivir en condiciones infrahumanas, cada vez más lejos de la esperanza. Y, como por castigo divino, todos debían pagar tributo, consistente en la entrega de productos agrícolas, telas o animales, a los administradores de la colonia.

Si bien las mujeres estaban libres de pagar tributo, al menos al inicio de la colonia, en los hechos esta exigencia recaía también indirectamente sobre ellas, por cuanto era tradición andina que hombres y mujeres participaran por igual en la economía del hogar y era menester que las esposas ayudaran a sus maridos y familiares a cumplir con la carga económica que aquel tipo de explotación suponía; en cuyo contexto, la economía colonial dispuso de una enorme concentración de fuerza de trabajo que, a su vez, hizo posible la enorme concentración de riqueza jamás dispuesta por civilización alguna en la historia.

A medida que la obligación del tributo se hacía más pesada y los varones de la comunidad no alcanzaban a cubrir los montos requeridos, debido a la disminución de la población y las migraciones de los varones, a las mujeres les tocó compensar esta situación pagando tributo en telas y tejidos para satisfacer las cuotas que la comunidad debía entregar a la administración colonial.

Las condiciones en que muchos españoles se aseguraban el tributo femenino no fueron precisamente las más cristianas, pues incluyeron varias formas de brutal explotación. Muchos procedieron a encerrar a las mujeres para lograr que tejieran e hilaran para ellos, convirtiéndolas en sus virtuales prisioneras o esclavas.

El régimen tributario para las mujeres no sólo significó la explotación de su fuerza de trabajo, sino también provocó que quedaran privadas del acceso a la propiedad de la tierra. Muchos varones indígenas se vieron obligados a disputarse las tierras que sus esposas habían heredado de sus madres, para de este modo pagar el tributo. De esa manera, gracias al sistema colonial imperante, los indígenas varones contribuyeron a romper una tradición andina que daba a las mujeres un derecho autónomo sobre la tierra, desarrollando así una nueva situación social coherente y vinculada con los valores y costumbres traídas de Occidente.

Para los colonizadores, cuyas armas principales fueron la mentira y el saqueo de los recursos naturales, no bastó el oro ni la plata que dio de mamar a las sociedades moribundas de Europa, ni los miles de indígenas y esclavos negros que perecieron en las plantaciones y los socavones, puesto que su propósito, además de establecerse en las tierras del Nuevo Mundo, fue derrumbar las estructuras económicas y morales de las culturas precolombinas, sobre cuyas bases levantaron los cimientos de la sociedad colonial; un régimen brutal que legitimó la violación de las mujeres indígenas ante las miradas absortas de sus maridos, hermanos e hijos. De esta sangre derramada nació el mestizaje, como la expresión más viva del encuentro violento entre Europa y América.

Bibliografía

Ellefsen, Bernardo: Matrimonio y sexo en el incario. Ed. Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1989.
Marx, Karl. Engels, Friedrich: Manifiesto del Partido Comunista, Obras Escogidas. Ed. Progreso, Moscú, s.f.
Séjourne, Laurette: América Latina. Ed. Siglo XXI, Es­paña, 1975.