miércoles, 16 de noviembre de 2016


LA VECINA DE LA BASURA

La vecina de la casa de la izquierda, hasta no hace mucho, fue una vieja jorobada, achacosa y solitaria. Su esposo, un minero relocalizado, llegó a la ciudad de El Alto cuando el gobierno del Víctor Paz Estenssoro decretó el cierre de las minas. Nadie conocía el pasado de esta anciana ataviada con mantas y polleras, salvo el hecho de que era gruñona a carta cabal y que tiraba la basura por doquier, sea de noche o sea de día, creyéndose dueña y señora de la Avenida del Policía, sobre todo, del tramo donde estaba ubicada su casa. 

Por las mañanas, sentada sobre una pequeña silla de madera, tomaba baños de sol con la espalda arrimada contra la pared, mientras sus diminutos ojos miraban a diestra y siniestra, como el águila que acecha a su presa antes de atraparla entre sus garras; en realidad, los vecinos que la  trataron desde siempre, en las buenas y en las malas, cuentan que se trataba de una abuelita curiosa, deslenguada y chismosa.

Por las tardes, antes de caer el rosado resplandor del ocaso, sacudía sus ropas y alfombras en plena calle, y alimentaba a los perros callejeros con restos de comida, que ella sacaba en una olla de arcilla y la vaciaba sobre el pasto de la jardinera, que en la visión de ella, acostumbrada a convivir con la basura hasta las orejas, era un vertedero cualquiera.

Unos dicen que era una vieja tacaña, que no comía huevos por no tirar las cáscaras, y que tenía una lengua sin pelos cuando debía insultar al primero que se le interponía en su camino o le llamaba la atención por tirar la basura en la calle. No cabe duda de que era una vieja chocha y de carácter insoportable, por eso nadie la tenía en estima ni nadie le dirigía el saludo.

Otros cuentan que, desde que murió su marido con mal de mina, ella empezó a tratar mal a sus hijos; razón por la que éstos, apenas conocieron al primer amor de su vida, se marcharon de casa, dejándola abandonada entre sus porquerías y cachivaches. Cuando se murió rodeada de ratas y piojos, nadie acudió a su velorio y mucho menos a su sepelio. En ella, más que en nadie, se cumplió el refrán: Seis emes matan a las viejas como a mi vecina: mugre, más mugre y mucho más mugre.

Así es como esta vieja, que provocaba focos de infección allí donde arrojaba la basura, no pensaba en la salud de los niños ni en el bienestar de los perros callejeros. Lo más grave es que murió sola, como sola llegó al mundo, con una mano por delante y otra por atrás. Nadie se explica cómo vivió hasta mascar agua, si toda su conducta contradecía el refrán que dice: Lávate bien el pellejo, si quieres llegar a viejo. Ella no se lavó el pellejo, pero llegó a la vejez como si nada. 

En los últimos días de su vida, todavía echando la basura delante de su casa, se la vio caminando apenas, con la joroba como caparazón de tortuga, las trenzas desgreñadas y los pies arrastrándose sobre el asfaltado de la calle, hasta que, como se tenía previsto, murió en la más absoluta soledad, sin que le ladraran ni siquiera los perros callejeros.

Según cuentan los testigos, su deceso se produjo a poco de verter la basura sobre el pasto de la jardinera. Cuando ingresó en su casa, con la olla de arcilla vacía, le sobrevino un colapso y, con el corazón fundido por un ataque cardíaco, se desplomó de cara contra el piso, donde días después, una de sus hijas, que llegó a visitarla desde Cochabamba, la encontró tendida sobre sus heces fecales y en estado de putrefacción. Sólo entonces se confirmó: Quien viene de la mugre, a la mugre se va…

Yo llegué a conocerla en la etapa final de su vida. Y no faltaron las veces en que, asomándome a la ventana, le gritaba a voz en cuello: ¡Prohibido echar la basura en la calle, señora! Ella volteaba la cabeza y me disparaba una furibunda mirada, mientras movía los labios como maldiciéndome por mi atrevimiento. Cómo iba a decirle que no echara la basura, si ella era la dueña de la Avenida del Policía, o, al menos, eso es lo que ella creía desde que se estableció en esa casa del Plan 361de la ciudad satélite de El Alto.

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