LOS PERROS ANDARIEGOS DE LA CIUDAD
Algunas noches, mientras contemplo desde la ventana la
Avenida del Policía, no es raro que escuche el ¡guau, guau, guau! de los perros andariegos, que viven lejos de sus
casas y sin el control de sus dueños, como si fueran los hijos desamparados de
la ciudad de El Alto.
Entre estos animales vagabundos, por descuido o por
decisión de sus propietarios, hay varios que me llaman la atención por su
aspecto y su bravura; unos tienen los pelos apelmazados por la mugre y los
dientes clavados en la noche, mientras otros presentan el rostro lleno de
costras y los ojos legañosos y colorados. No faltan los canes que, por su forma
de moverse y ubicarse a la cabeza de la hambrienta manada, irradian la
sensación de ser los más inteligentes y dominantes, como si tuvieran los
instintos más desarrollados y la experiencia de sobrevivir en las calles a
prueba de balas.
Algunas veces, cuando la manada corretea calle arriba y
calle abajo, el perrito negro del vecino de enfrente se suma al alboroto.
Aunque es un animal pequeño y flaco, que parece estar hecho sólo de piel y
hueso, no deja de corretear detrás de una hembra en celo, acosándola,
olfateándola y disputándose la presa con sus rivales, que se agitan excitados
alrededor de la perra, que se defiende a dentelladas y con la cola metida entre
las patas.
Este perrito negro, en cuyos ojos se refleja la tristeza
de su alma, gruñe y muestra los colmillos al primero que cruza por la puerta de
su casa, como si desde cachorro hubiese sido entrenado para ser, más que la
mascota de la familia, el candado de la vivienda. Cuando llueve o hace frío, araña
la puerta como buscando el calor en el seno del hogar, pero nadie le hace caso
ni le abre la puerta. Es como si su dueño sólo lo necesitara por las noches
para que sea el guardián y candado de la casa. No faltan las noches en que,
después de sacudirse la suciedad de la pelambre, se echa sobre el pavimentado, acurrucado
contra la puerta, y duerme como un ovillo de lana, hasta que su amo lo
despierta de un grito o de un puntapié entre sus costillas.
Los perros andariegos, que no tienen collera ni nadie que
los quiera, se aglomeran en torno a las bolsas de basura, que los vecinos inescrupulosos
y caraduras, amparándose en las penumbras de la noche, tiran en cualquier
esquina de la Avenida del Policía. Los perros, con sus patas y hocicos,
escarban la basura en procura de encontrar restos de comida. Y si alguno
encuentra un trozo de hueso, que sabe a esquicito manjar, lo roe un instante y se
lo traga en un tris. Luego se relame el hocico como diciéndose para sus
adentros: Soy el mejor amigo del hombre,
aunque no siempre el hombre es el mejor amigo del perro.
El perrito del vecino de enfrente, que tiene los
sentimientos más nobles que los de su amo, quien lo trata sin piedad y lo
maltrata con la punta del zapato, actúa como una fiera salvaje, como si
estuviera armado de impotencia y de rabia, ladra a los peatones que cruzan temerosos
por la calle y asusta a los niños que van y vienen de la escuela. Todos le
temen, a pesar de su aspecto esquelético y su alzada de menos de medio metro,
pero nadie puede amainar su contenida furia, porque aun siendo un animal
doméstico, que actúa por instintos y estímulos condicionados, tiene derecho a gozar
de la protección y el cariño de sus dueños. Sin embargo, así esté prohibido el
maltrato animal, como prohibido está que deambulen por las calles y los
mercados, no se aplican ni se cumplen las ordenanzas municipales.
El Alto está lleno de perros andariegos y nadie hace nada
por ellos. Vagan como pandilleros sin ley, comen los restos que encuentran en
las bolsas de basura y duermen donde mejor pueden, expuestos a los múltiples
peligros de la intemperie y al desprecio de los humanos, que los tratan y
maltratan peor que a los bichos inmundos de la ciudad.
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