MASACRE
EN LA PAMPA MARÍA BARZOLA
Siempre
que se conmemora el Día del Minero Boliviano, cada 21 de diciembre, recuerdo el
año en que mi madre me inscribió como alumno en el nuevo Colegio Junín de Catavi, que se construyó en la
pampa María Barzola, al otro lado del cementerio y cruzando un río caudaloso en
épocas de crecida.
Lo
que desconocía por entonces era que el colegio, donde los hijos de los mineros
asistíamos por las tardes, porque el turno de las mañanas estaba reservado
exclusivamente para los hijos de los técnicos de la Empresa, se construyó en el
mismo lugar donde se perpetró la masacre minera en diciembre de 1942. Tampoco
sabía que el nombre de Catavi provenía del vocablo aymara q’atawi, que significa yacimiento de cal, debido a que esta región de topografía escarpada, clima
variable y ubicada aproximadamente a 10 Km. de Uncía y a 5 Km. de LLallagua,
está flanqueada por empinados cerros que fueron volcanes activos durante la Era
cuaternaria en la historia del planeta.
Sólo
años más tarde, cuando empecé a leer la historia de las masacres obreras, me
enteré de que esta pampa, por cuyo zigzagueante camino, pedregoso y
polvoriento, anduve y desanduve con la carpeta a cuestas, estaba regada con la
sangre de las familias mineras. Me enteré también que la masacre de Catavi,
como todas las registradas en la historia del movimiento sindical boliviano,
fue protagonizada por las fuerzas represivas del Estado minero-feudal,
controladas por los barones del estaño
(Simón I. Patiño, Mauricio Hoschild y Félix Avelino Aramayo), quienes, desde
principios del siglo XX y en el marco de un sistema de explotación capitalista,
trazaron el rumbo de la vida económica y política del país, teniendo como
aliado a la cúpula castrense, cuyo principal objetivo, más que defender la
soberanía nacional, consistía en sofocar los brotes de protesta de los obreros
politizados y sindicalizados.
La
masacre de Catavi se produjo cuando el presidente Enrique Peñaranda
(1940-1943), lacayo de los barones del
estaño, dispuso suministrar estaño barato a Estados Unidos e Inglaterra a
cambio de la pobreza de los mineros bolivianos, que arrojaban sus pulmones en
los tenebrosos socavones para que otros vivan mejor. Los barones del estaño disfrutaban de sus riquezas en el exterior,
mientras los trabajadores de las minas se morían antes de cumplir cuarenta años
de edad, reventados por la explotación y la silicosis.
El
30 de septiembre de 1942, el único sindicato que conservaba la legalidad, el de
Oficios Varios de Catavi, planteó un pliego petitorio a las autoridades de la
compañía Patiño Mines and Enterprises
Consolidated, consistente en dos puntos fundamentales: 1). Aumento de
sueldos y salarios, y 2). Mantenimiento de los precios de los artículos de
primera necesidad en las pulperías.
Simón
I. Patiño, por intermedio del gerente de su empresa, rechazó rotundamente el
pliego petitorio y solicitó al gobierno declarar estado de sitio, poner orden en los campamentos y actuar, en caso
de ser necesario, con el lenguaje de las armas contra la conducta beligerante
de los huelguistas que, exigiendo mejores condiciones de vida y de trabajo, se mantuvieron
incólumes desde los primeros días de diciembre.
El
gobierno movilizó al regimiento Ingavi,
al mando del coronel Luis Cuenca, con destino a Catavi, declaró a los distritos
mineros de Uncía y Llallagua bajo jurisdicción militar y ordenó que el comandante
de la Región Militar Nro. 3, con sede en Oruro, se traslade a Llallagua para
tomar la jefatura de las tropas acantonadas en la zona y de otras que se
enviarían posteriormente, asumiendo las responsabilidades de mantener el orden
social y evitar la huelga minera a cualquier precio, con el justificativo de
que era necesario garantizar la continuidad de la producción para seguir
suministrando estaño a los países aliados en la guerra.
El
13 de diciembre, los oficiales y soldados del ejército, acantonados en Catavi
desde el mes de noviembre, procedieron a la detención de los principales
dirigentes sindicales. Los obreros y sus familias, como es natural,
reaccionaron de manera instintiva e inmediata, se declararon en huelga y se
movilizaron para exigir su libertad.
Los
jerarcas de la Empresa Minera Catavi, con el respaldo de las fuerzas represivas
del gobierno, ordenaron cerrar la pulpería, suspender el pago de salarios,
cortar el suministro de agua y presionar a los obreros para que retornen a sus
fuentes de trabajo, con el ultimátum de que los huelguistas serían retirados
sin contemplaciones y sin derecho a sus beneficios sociales.
El
lunes 21 de diciembre, en horas de la mañana, los mineros, decididos a defender
sus derechos laborales y conquistar sus reivindicaciones económicas, se
reunieron en Uncía, Siglo XX y Cancañiri. Poco más tarde, los manifestantes,
que partieron desde Siglo XX, con el pliego de peticiones en sus manos, tomaron
la carretera de acceso a Catavi. Hicieron un alto a la altura del cementerio y
esperaron a sus compañeros de Uncía en el empalme de los caminos.
La
muchedumbre, una vez reunida en un total de 7.000 a 8.000 personas, prosiguió
la marcha en tres columnas hacia Catavi. En las primeras filas habían mujeres y
niños junto a los mineros de vanguardia que, portando banderas rojas y
aferrados a la firme decisión de reclamar el pago de sus salarios, que la empresa
dejó en suspenso por órdenes del gobierno, marcharon atronando cartuchos de
dinamita y levantado polvareda bajo el sol que inundaba la mañana.
Los
tres oficiales del regimiento Ingavi
y los 200 efectivos militares, apostados en la parte superior de Catavi, con
las ametralladoras emplazadas en la llanura, tenían órdenes de disparar al aire
para amedrentar y dispersar a los manifestantes. Así lo hicieron, las primeras
descargas fueron disparadas en dirección al cielo, pero después, al constatar
que la multitud seguía la marcha rumbo a la gerencia de la Empresa Minera
Catavi, descargaron la artillería, a mansalva y sangre fría, contra el cuerpo
de quienes avanzaban agitándose entre banderas y pancartas polvorientas.
De
pronto, entre el alarido de las mujeres y el grito de protesta de los hombres,
cayó una lluvia de plomo y fuego que hizo vibrar la pampa como el lomo de un
caballo al galope. La palliri María
Barzola, que estaba en la fila de vanguardia, haciendo flamear la bandera
tricolor y arengando contra las tropas dispuestas a convertir la pampa en un
baño de sangre, fue la primera en caer abatida por las balas, envuelta en la
bandera nacional y la mirada perdida en el horizonte. Los demás cuerpos cayeron
entre ayes de dolor y los heridos se
arrastraron entre las piedras y los arbustos.
Los
sobrevivientes se desbandaron en estampida y, entre el pánico y el dolor,
buscaron refugio en las quebradas del río, mientras otros se replegaban hacia
la población de Llallagua. Los disparos comenzaron a las diez de la mañana y se
prolongaron hasta las tres de la tarde; un tiempo suficiente como para dejar
constancia de que la oligarquía minera tenía la fuerza y la razón. Al término
de la masacre, en la pampa quedó un reguero de muertos y de heridos, incluyendo
a mujeres y niños.
El
saldo oficial de la masacre fue de más de veinte muertos y el doble de heridos.
Sin embargo, un testigo ocular afirmó que al menos cuarenta cadáveres fueron
acarreados en la carrocería de los camiones y enterrados en una fosa común en
el cementerio de Llallagua, donde actualmente no hay ni una sola cruz en su
memoria.
Todo
lo relatado, como ustedes supondrán, forma parte de la historia del movimiento
obrero boliviano, pero lo que no logro entender hasta ahora es por qué a este
establecimiento educativo, donde cursé un año del ciclo intermedio, le pusieron
el nombre de Colegio Junín y no el
nombre de María Barzola, en justo homenaje a la mujer que entregó su vida a la
causa de los mineros, quienes pugnaban por liberarse de los látigos del
imperialismo, conscientes de que era posible construir una sociedad más justa y
democrática.
Lo
peor es que, cuando retorné a la pampa María Barzola, después de más de treinta
años de ausencia, me enteré de que el edifico del Colegio Junín pasó a depender de la Universidad Nacional Siglo XX, donde actualmente funcionan
algunas de sus carreras. Sin embargo, no sé si los estudiantes universitarios,
quienes serán los futuros profesionales del país, saben que en este mismo
lugar, donde la oligarquía minera perpetró la funesta masacre, se firmó también
el decreto de la Nacionalización de las Minas el 31 de octubre de 1952.
Con
todo, me consuela la idea de saber que esta pampa árida y pedregosa pasó a los
anales de la historia como el Campo de
María Barzola y que el 21 de diciembre de cada año se conmemora el Día del
Minero Boliviano en honor y memoria a los caídos en la masacre de Catavi, una
población ubicada en la provincia Bustillo de Potosí y a 3.764 m. sobre el
nivel del mar, donde los mineros, las amas
de casa y los hijos de los mineros aprendimos a tomar conciencia de que la
justicia social no es un regalo de nadie, sino una conquista que está escrita
con sangre obrera.
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