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martes, 5 de marzo de 2019


LA KHARISIRI

La Kharisiri, según algunos testigos, que la vieron caminar por las inmediaciones de La Ceja de la ciudad de El Alto, era una mujer elegante, capaz de atraer a cualquiera con el relámpago de su belleza; tenía los dientes encasquillados con oro y los ojos rutilantes como estrellas; se contoneaba al caminar y batía sus largas trenzas, que le caían como lazos desde la nuca hasta el final de la espalda; poseía donaire para exhibir sus indumentarias y accesorios de chola paceña. Se presentaba vestida con varias enaguas y la pollera con alforzas plisadas en el vuelo; su blusa estaba bordada con hilos dorados, exactamente como el corsé sin mangas y la chaqueta que, ceñida a su escultural figura, estaba confeccionada de la misma tela de la pollera.

Los testigos, asegurándose de decir la verdad y nada más que la verdad, contaban que la Kharisiri podía ser confundida con una comerciante aymara, como quien, luego de invertir sus ganancias en negocios rentables, se hizo dueña de una incalculable fortuna, no solo porque vestía prendas de alta costura, sino también porque usaba accesorios de fina orfebrería.  Lucía grandes pendientes de oro, con perlas barrocas y diamantes; anillos en todos los dedos y un adorno de fina pedrería en el sombrero; un chal de vicuña, prendido sobre el hombro izquierdo con un enorme gancho de oro de cuya cadena pendía una bellísima perla neta. Así, ataviada de chola, se sentía más coqueta, bonita y atractiva.

En cambio para los pobladores de las comunidades agrarias, que crecieron con los relatos y las creencias de sus antepasados, la Kharisiri era un ser llegado del más allá, una mujer que se alimentaba con grasa humana y profanaba las tumbas para extraer los dientes de oro de los difuntos, que por las noches deambula en forma humana y que durante el día se transforma en oveja con cuernos de carnero, en mula de alta parada y en llama con corona aurea entre las orejas.  Y que, a diferencia de los espíritus terrestres de la cosmovisión andina, nunca aparecía convertida en perro, gato, gallo u otro animal doméstico o silvestre.

Cuando la Kharisiri se adueñaba de la noche, como una sombra en apagados fulgores, y se daba a la tarea de extraer la grasa de algún pasajero desprevenido, se ataviaba con ropas oscuras, cubría sus trenzas con una capa larga y su rostro con una capucha negra. No en vano un conductor del Wayna bus, que trabajaba en horario nocturno, había advertido desde hacía tiempo a una enigmática mujer que, algunos fines de semana y pasada la medianoche, se subía cerca del cementerio y se sentaba en el último asiento. Estaba siempre sola y no dejaba ver su cara, tenía las uñas crecidas y sucias, los pies descalzos y un olor a cadáver descompuesto. Parecía una mujer demoniaca y, como toda mujer que encarna el Mal, se acercaba a cualquier hombre que se recogía de un acontecimiento social, sobre todo, si estaba borracho y quedaba profundamente dormido.

Así sucedió una noche, la Kharisiri se subió al Wayna bus y se sentó en el último asiento. El autobús avanzó contra el viento y bajo un cielo cargado de nubes, hasta que el conductor frenó de súbito y recogió a un hombre que le hizo señas desde una esquina sin luminarias.

El hombre, recogiéndose de una fiesta tradicional, con mixturas en los hombros y la cabeza, entró tambaleándose y, con la mirada arrastrándose por los asientos vacíos, se sentó muy cerca de la Kharisiri, justo allí donde el conductor no alcanzaba a verlo a través del espejo retrovisor.

La Kharisiri, que no atraía a los pasajeros con su belleza física ni mediante engaños amorosos, sino con la armonía de su cantarina voz, esperó que el hombre entornara los ojos y se quedara dormido, cómodamente arrellanado en el asiento.

Ella lo observo de hito en hito, calculándole la edad, el peso y la estatura. Estaba claro que el incauto, con aspecto de bonachón y cuerpo rollizo, encajaba en los gustos de su preferencia. Ella sabía que no era lo mismo un hombre raquítico que otro entrado en carnes, como no era lo mismo la grasa de un niño que la de un adulto que, tras haberse acumulado durante años bajo los pliegues de la piel, tenía más utilidades, como la elaboración de ungüentos y curas maravillosas, y hasta sabía mejor que el cebo de los puercos criados en granja.

El conductor siguió su ruta por las callejuelas periurbanas de la ciudad de El Alto, sin mirar lo que sucedía en el fondo del Wayna bus, mientras la Kharisiri, canturreando una melodía similar a la de una canción de cuna, se acercó sigilosamente hacia su víctima, que dormía con la cabeza ladeada y las manos en los bolsillos.

Una vez que tenía todo el control sobre el trasnochado, como si le hubiese encantado el alma o ajayu, aprovechó para desabrocharle la chaqueta, desabotonarle la camisa y recostarlo sobre el asiento. Inmediatamente después, ella levantó su capa con una mano y buscó su cartera con la otra. Su cartera, de mayor tamaño que las ordinarias, era una suerte de maletín donde guardaba las jeringas, los frascos de cristal y los instrumentos necesarios para extraer la grasa humana. Sacó un afilado escalpelo, que brilló como una navaja de obsidiana ante la luz de sus ojos, lo manipuló con la destreza de un cirujano y le abrió una herida en el costado derecho del cuerpo, a la altura de las costillas flotantes, por donde le extrajo la grasa abdominal con una jeringa conectada a un frasco de cuello ancho. No conforme con eso, le extrajo también la médula de los huesos. Luego cerró la herida con los dedos, sin suturar ni grapar, hasta dejarla como una fina cicatriz que, más cicatriz, parecía el leve rasguño de un gato.

La Kharisiri, antes de que el Wayna bus llegara a su parada final, descendió como si nada hubiese sucedido con el último pasajero. Caminó con su capa batida por el viento y desapareció como sombra en la inmensidad de la noche.

Al día siguiente, el parroquiano que abordó el autobús después de haber asistido a una fiesta, donde compartió bebidas alcohólicas adulteradas, no recordaba absolutamente nada de lo sucedido ni sentía malestar alguno en su organismo, hasta que, al cabo de unos días, se enfermó repentinamente, como embestido por una aguda anemia, y, tras violentos dolores en el abdomen y espasmos que lo revolcaban de un lado a otro, murió rodeado de sus familiares, quienes, al confirmar que padecía de una enfermedad desconocida por las ciencias médicas, no dudaron de que se trataba de un mal que no era de este mundo, ya que su cadáver presentaba signos de haber sido atacado por la Kharisiri.

–Si hubiese estado con olor a ajos y no a tragos, de seguro que no hubiese pasado lo que ha pasado –dijo uno de los presentes–, porque la hediondez del ajo suele ahuyentar a la Kharisiri.

–Tampoco le hubiese pasado lo que le pasó –dijo otro– si hubiese tenido un wayruro como amuleto en el bolsillo, porque el wayruro, como la santa Biblia y el crucifijo, protege a los humanos de los seres diabólicos llegados del más allá….

El mismo día que sepultaron al hombre que perdió la vida tras una enfermedad incurable, la Kharisiri salió de su escondite y volvió a recorrer por las calles alteñas, contoneándose con singular belleza y su hermoso traje de chola paceña.

viernes, 25 de enero de 2019


EL EKEKO ENAMORADO

Esto ocurrió en tiempos en que la ciudad de Nuestra Señora de La Paz era gobernada por Sebastián de Segurola y cuando las huestes rebeldes de Túpac Katari y Bartolina Sisa, alzadas en armas al son de los vibrantes pututus, tendieron un cerco a la ciudad convertida en campo de batalla.

La moza Micaela Marka y sus padres, andando de compras por un mercado indio de La Hoyada, avistaron la estatuilla del Ekeko labrada en piedra, junto a otros objetos de cerámica artesanal expuestos sobre un aguayo tendido en el suelo.

El hombrecillo, de estatura menuda, espalda encorvada y pinta de bonachón, estaba desnudo y con el enorme falo erecto como símbolo de fertilidad; tenía rostro mofletudo, ojos vivaces, labios entreabiertos en una mueca de sonrisa pícara y brazos abiertos como para dar un abrazo al primero que se le presentara con una sincera amistad.

Micaela Marka y sus padres, atraídos por la singular figura del Ekeko, se acercaron hacia el amauta aymara, que además vendía ponchos y ojotas, para preguntarle por el precio de la estatuilla de aproximadamente veinte centímetros de alto.

–Su valor equivale a cinco arrobas de papa –les dijo a tiempo de alzar la estatuilla. Luego añadió–: Este Ekeko viene de las riberas del sagrado lago de los Incas y, como ustedes saben, aparte de ahuyentar las desgracias del hogar, provee abundancia a quienes depositan en él su fe y confianza, y que, con sólo tributándole ofrendas de cigarrillos los viernes por la noche, se comporta como un verdadero patrono de la fortuna.

Micaela Marka y sus padres lo adquirieron como un amuleto de prosperidad y se lo llevaron a casa, convencidos de que este ser sobrenatural, que forma parte del universo andino, era capaz de conceder todos los deseos con sólo pedirlos. No en vano simbolizaba la abundancia, fertilidad, alegría y buena suerte, tal cual les dejó dicho el amauta aymara.

Ni bien retornaron a casa, Micaela Marka, preocupada por cubrir la erección viril del Ekeko, que la hacía sonrojar al lado de sus padres, se lo tejió ropas típicas del altiplano y, para rematar su buen gusto en el vestir, le puso ch’ullu, bufanda y poncho; en tanto sus padres, sujetos a la convicción de que el Ekeko mantenía relaciones directas con Wirakocha y Pachamama, para interceder a favor de sus dueños, colgaron de sus ropas una gran cantidad de bolsitas en miniatura, repletas con monedas acuñadas en Potosí, alimentos de primera necesidad y bienes inmuebles de alta calidad.

Cuando la estatuilla fue recargada de pies a cabeza, con un montón de encargos que llevaba a cuestas como un q’epiri, le hicieron fumar un puro dominicano, conscientes de que si el tabaco se consumía sólo hasta la mitad era señal de mal augurio, pero si el Ekeko se lo aspiraba enterito, dándoselas de fumador empedernido, significaba que estaba dispuesto a conceder todos los deseos solicitados, tanto materiales como espirituales.

En efecto, a poco de que pusieron su suerte en manos del Ekeko, la familia Marka gozó de salud y prosperidad, mientras la guerra entre patriotas y realistas, enfrentados en una contienda sin cuarteles, dejaba un reguero de muertos y heridos en medio de una ciudad asolada por el caos y la escasez de alimentos.
 
El Ekeko, desde el día en que llegó a la casa de la familia Marka, se quedó perdidamente enamorado de Micaela Marka, la única hija del matrimonio, no sólo porque todos los viernes le encendía un cigarrillo y le quitaba el polvo que, a veces, le cubría el cuerpo como un manto de terracota, sino también porque la moza, de no más de veinte años, era hermosa como una ñusta; tenía el cuerpo de diosa, las trenzas apretaditas y bien hechas debajo del sombrero de lana de oveja, el rostro anguloso y risueño, los ojos rasgados y los labios color huairuro; lucía blusas bordadas con flores y mangas de boca ancha, mantillas de vicuña cubriéndole los hombros y sujetas por prendedores dorados a la altura del pecho, polleras de bayeta negra ceñidas por chumpis a la cintura y ojotas de jebe con hebillas de plata.

El Ekeko, cuando Micaela Marka estaba en casa, no la perdía de vista ni un solo instante. Se solazaba viéndola caminar por la casa, canturreando tonadas criollas y cumpliendo sus labores domésticas con una destreza inusual.
 
Los días viernes por la noche, ni bien ella se le acercaba para encenderle un cigarrillo, se le aceleraba el corazón y se le saltaban los ojos de sólo mirarle el abultado busto y las amplias caderas de mujer fecunda. Estaba seguro de que, si se fundían en la armonía de un bello romance, serían una pareja ideal y se complementarían como la dualidad conformada por chacha/warmi en la cosmovisión andina.

Lo grave de este ensueño, más parecido a un amor platónico, era el hecho de que Micaela Marka no estaba enamorada de él, que era enano y jorobado, sino de un súbdito y guapo español, don Diego de Mondragón, capitán del ejército realista y avecindado en la ciudad desde mucho antes de que estallara la rebelión indígena. Y, aunque no era amo ni señor de tierras ni gentes, poseía una regular fortuna que lo convertía en uno de los solteros más codiciados entre las damitas de Nuestra Señora de La Paz.

Don Diego de Mondragón vivía solo en las márgenes del río Choqueyapu, donde las turbulentas aguas, provenientes desde la Laguna Pampalarama, se encajonaban arrastrando todo lo que pillaban a su paso en un torrente bullicio que, en las épocas de lluvias y crecidas, hacía temblar la tierra como si los Jinetes del Apocalipsis, al mando de un brioso ejército de caballería, quisieran apoderarse de la ciudad sembrando el pánico y la muerte.

El Ekeko sabía que Micaela Marka, como toda moza de ascendencia indígena, se sentía atraída por la fina personalidad y el recio porte de don Diego de Mondragón, un gachupín que no disimulaba su odio visceral contra los indios y su amor desmedido por la moza que, aun sin pertenecer a una noble casta, supo conquistarlo con sus encantos de mujer hecha de miel y belleza.

El Ekeko, cada vez que Micaela Marka salía a encontrarse con el capitán del ejército realista, se sentía impotente y no podía soportar la idea de que un gachupín fuera el absoluto dueño del corazón de su amada, siendo que él estaba ahí, convertido en una estatuilla de piedra, para ahuyentar los malos augurios de la casa y cumplir con los pedidos de bienestar en la familia.
  
Sin embargo, de un día para otro, el Ekeko decidió cambiar de actitud; sería implacable con Micaela Marka y sus progenitores, quienes, a pesar de la depresión y hambruna que campeaban en la ciudad, tenían asegurada la comida del día, porque mientras los realistas trocaban sus joyas por unos cuantos granos de maíz y comían caldos preparados con los cueros de las petacas, las alforjas y los arreos de ensillar, la familia Marka cocinaba en las ollas de arcilla los cereales, el chuño y el charque acumulados en la despensa de la casa.

El Ekeko, en busca de una venganza por celos, se dispuso a imponer su autoridad y, como cualquier illa que se merece el respeto y el amor de quienes lo cobijan en su casa, dejó de conceder los deseos de bienestar de la familia Marka. Así que, en medio del fragor de los combates, la desolación y la muerte, se les fue agotando poco a poco los alimentos de la despensa, mientras los indios rebeldes y los realistas se batían como fieras en todos los frentes.

El último día en que Micaela Marka y don Diego de Mondragón se vieron en la puerta de la casa, casi a hurtadillas y al amparo de la noche, se tomaron de las manos y hablaron en voz baja. Él le dijo que a la mañana siguiente partiría hacia el principal bastión de los insurgentes y ella se limitó a bajar la mirada, con los ojos anegados en lágrimas y como presintiendo lo peor.

Después se despidieron, ella prometiéndole esperarlo hasta cuando sea necesario y él lanzándole una postrera mirada desde la calzada, antes de alejarse cuesta abajo, a paso ligero, con la cabeza gacha y silbando una alegre melodía de los campos de Sevilla.

Entonces el Ekeko no pudo más con sus celos de hombre enamorado, apeló a sus poderes sobrenaturales y, fumándose un cigarrillo cuyo humo dibujaba en el aire el espectro de la muerte, maldijo a su rival en sus pensamientos, a manera de aplacar los celos que se lo comían por dentro, como a un demente que, sin son ni ton, transita por los senderos del amor convertido en locura.

Don Diego de Mondragón, al saber que su amor de caballero era correspondido con el más tierno amor de su amada, se levantó con el alba y se marchó cabalgando hacia una sangrienta batalla desatada contra los indios rebeldes, quienes no cesaban en su afán por expulsar de la ciudad a los q’aras, que no hacían otra cosa que aprovecharse de las indias como si fuesen ovejas de un rebaño y someter a los indios a trabajos forzados como si tuviesen alma de esclavos.

En medio de la refriega, dominada por el estampido de las armas de fuego, el galope de los caballos y el ruido de las armas de acero, don Diego de Mondragón, batiéndose con la bravura de un guerrero invulnerable, embistió espada en mano contra las tropas enemigas, una y otra vez, hasta que cayó de la montura con una lanza atravesada en el pescuezo.

Micaela Marka, al enterarse de su fatídica muerte, quedó destrozada y desconsolada, no dejaba de llorar ni podía apaciguar la gran pena instalada en su alma; Y, como si esto fuera poco, sus padres relativamente jóvenes, acosados por la hambruna y la angustia de haber perdido sus bienes en pocos meses, cayeron enfermos y murieron en su lecho nupcial, pero no sin antes recomendarle que cuidara al Ekeko como a su propia vida.

Cuando la sitiada ciudad recobró la normalidad, y cuando los discordes quedaron en concordia, la moza Micaela Marka, una vez superada la infausta muerte de don Diego de Mondragón y curadas las heridas de su alma, se ocupó con sumo esmero en complacer los deseos y caprichos del Ekeko, quien, de sólo sentir la suaves manos y el tibio aliento de la mujer amada, volvió a sonreír como quien recupera un tesoro perdido.

Así fue cómo el Ekeko, satisfecho con las atenciones y caricias dispensadas por Micaela Marka, hizo que la prosperidad retornara al hogar con más ímpetu que nunca. Y, como era de suponer, ambos convivieron en armonía bajo un mismo techo, amándose como tortolitos en un nidito de amor, hasta que un buen día, del cual nadie tiene memoria, el Ekeko habló por primera vez en lengua aymara y, como por un artilugio de magia, dijo:

–Yo seré el protagonista principal de la Feria de Alasita por ser el proveedor de la abundancia, fecundidad y fortuna, y tú, mi tierna y apetecida paloma, una vez que te conviertas en miniatura, serás la illa de la Ekako, la indiscutible soberana de los placeres del amor y la vida…

Micaela Marka, luego de levantarse de la cama y todavía en paños menores, le sonrió más complacida que antes y se metió en la cocina, donde preparó un suculento plato paceño, para servirle al Ekeko como manda la tradición, con su chichita y todo.

jueves, 25 de octubre de 2018


EL NIÑO VÍBORA

La partera de una comunidad campesina, requerida por la urgencia de un nuevo ser que estaba en camino, se preparó para asistir a una mujer solitaria que, según los comentarios de sus vecinos, fue vejada y embarazada por un desconocido.
 
La joven madre, tras pujar con infinito dolor, dio a luz a un niño cuyo aterrador aspecto, de solo mirarlo, dejaba a cualquiera con la boca abierta y el corazón estremecido de pavor.

Cuando la partera lo tomó en sus manos, liberándolo de la placenta y cortándole el cordón umbilical, se dio cuenta de que la criatura nunca llegaría a caminar como los seres normales; tenía deformaciones en el rostro y el cuerpo; sus ojos brillaban con intensidad, su lengua estaba hendida y tenía los colmillos montados sobre el labio inferior. Su piel estaba cubierta de escamas y sus extremidades estaban atrofiadas y pegadas contra el tronco, de modo que, al no tener brazos ni piernas normales, estaría obligado a reptar de por vida, impulsándose con la fuerza de la espalda y el abdomen.

La partera, a lo largo de su vida, había visto a varios seres deformes, monstruos que eran exhibidos en espectáculos circenses, abortos de la naturaleza, pero a ninguno como éste que superaba a cualquier humano de apariencia extraña.

Así que un día, preocupada por el futuro del niño, decidió preguntarle a la joven madre qué había comido o bebido mientras estaba en gestación, ésta le contó que la deformación de su hijo podía ser el fruto de una maldición de la víbora, que le causó un arrebato de susto y que ella, tras empuñar un machete y sujetar su abultado vientre con una mano, la partió en tres. Luego levantó los pedazos, que seguían retorciéndose en medio de un charco de sangre, y los arrojó al patio para que se los comieran los perros; los cuales, un día después, vomitaron sus vísceras y murieron con los ojos en blanco.

Pero eso no fue todo lo que contó la madre soltera. Lo peor era que el espíritu de la víbora se le metió en el cuerpo, porque desde el instante en que la mató, sintió que la criatura se movía como dándole coletazos, como si estuviese atormentada por el demonio, como si en lugar de llevar un niño en su vientre, llevara un reptil moviéndose todo el tiempo.

La partera le escuchó asombrada, boquiabierta y no dijo nada. A la hora de despedirse, la consoló entre los brazos y le recomendó que tuviera mucha paciencia con la criatura, quien, por su propia condición, requeriría de mucha atención, paciencia y cariño.

La madre hizo todo lo imposible por darle una atención esmerada, aunque muy pronto se dio cuenta que su hijo no quería mamar la leche de su pecho ni comer los purés de frutas, verduras y tubérculos que se lo preparaba con la esperanza de maximizar su ingesta de proteínas.

El niño-víbora vivía arrastrándose por toda la casa. Sorbía el agua derramada del cántaro y se divertía persiguiendo a los bichos que se movían en los oscuros recovecos del patio.

No pasó mucho tiempo hasta el día en que su madre lo vivió sacando la lengua para cazar una mosca que revoloteaba a su alrededor. Fue entonces que concibió la idea de darle a comer cucarachas, ranas, caracoles, moscas, ratones y pájaros, que ella misma atrapaba en una red que instaló entre los frondosos árboles del patio.

Así creció la criatura, deslizándose sobre su abdomen. No dormía en la cama, sino en un canasto que más  parecía la guarida de un animal salvaje. Tampoco comía en la mesa, sino en el piso de la cocina, donde su madre le servía un plato lleno de bichos y gusanos que parecían tallarines retorciéndose de un lado a otro.

Cada vez que lo miraba por encima del hombro, arrastrándose como una enorme oruga a sus pies, se le venía a la mente la víbora que se metió en el cobertizo de la casa y que ella, luego de divisarla, cogió el machete y la acometió a golpes, hasta dejarla dividida en tres.

Los vecinos del niño-víbora lo miraban como a un monstruo infernal. Algunos incluso creían que poseía poderes ocultos y que podía causar desgracias irreparables en la comunidad campesina. Por eso el más anciano, pensando en la posibilidad de salvar al pueblo de las desgracias y peligros, reunió a una secta religiosa, para que se hiciera cargo de acabar con la vida de esta criatura del mal.

Los más fanáticos de la secta, aprovechándose del descuido de la madre, persuadieron al niño-víbora para que les siguiera hasta el patio trasero de la iglesia, donde, como en un macabro ritual diabólico, lo ataron, completamente desnudo, contra un pedestal de concreto. A pesar de que seguía con vida, le arrancaron los ojos, la lengua y el corazón. A continuación, lo descuartizaron para arrojar los trozos en una improvisada fogata, donde el fuego, avivado por los soplos del viento, hacía crepitar los troncos y fardos de leña.

La madre del niño-víbora, al enterarse de lo que le hicieron a su hijo, lloró acongojada, maldijo a los asesinos desde el fondo de sus entrañas y terminó enterrándose viva.

Tiempo después, la comunidad campesina fue víctima de un castigo que nunca se supo de dónde llegó. Los ríos se secaron y las tierras de cultivo se esterilizaron. Los habitantes se marcharon del pueblo y las casas abandonadas se convirtieron en escondrijos de reptiles de todos los colores, formas y tamaños.

domingo, 10 de junio de 2018


EL GATO NEGRO

Todas las malditas noches, cuando El Solitario se acostaba vencido por el cansancio, el gato negro se le aparecía, como la sombra de un enorme felino, en los sótanos tenebrosos de las pesadillas. No lo dejaba en paz desde el día en que le quitó la vida de un manera espantosa, sin sospechar que un gato no sólo tiene siete vidas, sino ocho cuando éste retorna desde el más allá.

Lo cierto era que El Solitario, un hombre de aspecto desaliñado y conducta sádica, estaba cansado con los maullidos del gato negro, que lo despertaban en lo mejor del sueño. Tampoco soportaba sus ronroneos, que le penetraban a los oídos como las enervantes gotas de una pileta mal cerrada. A veces, aburrido de verlo tendido en la cama, acurrucándose cual un indefenso peluche, lo cogía por la cola y lo tiraba por los aires, pero el gato siempre caía de lo parado, como acostumbrado a doblegar las malas intenciones de su amo.

En cierta ocasión, mientras El Solitario le azuzaba con el palo de la escoba, el gato negro reaccionó instintivamente y, refugiándose en uno de sus mecanismos de defensa, pegó un salto retorciéndose en el aire y clavó sus garras en la cara de su amo, quien, a su vez, se retorció de dolor con la mano puesta sobre la sangrante herida. Desde entonces, El Solitario tenía una cicatriz zigzagueante en el pómulo derecho y unas ganas locas por deshacerse del peludo animal, que una noche se metió en su casa por casualidad.

No faltaron los días en que El Solitario, bañándolo con una mirada de odio y desprecio, pensaba que los gatos negros estaban asociados con los malos augurios. No en vano las personas supersticiosas, que se cruzaban de forma súbita con un gato negro en la calle, creían que estaban condenadas a sufrir infortunios, no sólo porque eran compañeros de las brujas, sino también porque representaban el oscuro espíritu de los demonios; por eso había que quemarlos vivos o despeñarlos desde lo alto de un cerro.

El Solitario no compartía la idea de que los gatos eran animales sagrados, como se imaginaban los antiguos egipcios, y mucho menos que eran dioses protectores de la buena salud y la fortuna. Tampoco había por qué venerarlos y mimarlos como lo hacían los budistas tibetanos, quienes los consideraban acompañantes en el tránsito obituario y que en la vida eran como hermanos del alma, sobre todo, si se los trataba con afecto y tolerancia.

Cuando el gato negro estaba en la casa de la vecina, donde buscaba un poco de comida y cariño, El Solitario, que se quedaba más solo que un condenado, salía solo sólo un momento al patio, fumaba un cigarrillo y se decía así mismo: A mí me hace reír Edgar Alan Poe, no él sino la forma de cómo lo mató a su gato negro, encerrándolo en una de las paredes del cuarto.

Un día, harto de ver al gato tendido a sus pies, decidió quitarle la vida con la mayor saña que pueda imaginarse; lo atrapó por el pescuezo, le cortó la cola con una tijera, le despellejó la cabeza con chorros de agua hervida, le arrancó los ojos con la punta del cuchillo, le cortó la lengua en rodajas y, al final, le abrió el cuerpo desde el ano hasta el hocico, le arrancó las vísceras y así, con la panza abierta y estirado como un sapo, lo colgó del muro del patio, con las patas clavadas por herrumbrosos clavos.

Como podrán imaginarse, un tiempo después, el animal no tenía aspecto de gato, sino de un pedazo de pellejo secado al sol. Lo más grave era que el pobre gato negro murió de un modo despiadado, sin que nadie se diera cuenta, ni siquiera la vecina que lo quería con un auténtico sentimiento maternal.

El gato negro desapareció de un día para otro. La vecina no lo veía ya caminar por encima del muro ni saltar hacia el verde césped de su patio, aunque ella, como todos los días, le dejaba su comida en un platito de arcilla, esperanzada en tomarlo en sus brazos y acariciarlo con ternura. Ella, a diferencia de El Solitario, entendía que los gatos no sólo eran criaturas de compañía, sino que servían para cazar a los ratones en las habitaciones, como los perros servían para ser los centinelas de la casa. Entendía también que los gatos, aunque no tenían comidas hechas a su gusto, ni juguetes especiales, ni recipientes con arena, ni cepillos para tusarles la pelambre, se conforman con el cariño que se les dispensaba y con los restos de comida que se les daba cada día.

Lo que la vecina no sabía era que El Solitario, personaje siniestro con obsesiones perversas y tendencias sádicas, no era la persona más indicada para tener un gato en su casa, pues carecía de sensibilidad y empatía hacia otros seres vivos; más todavía, no sentía remordimientos de conciencia y hasta se excitaba y gozaba con el dolor ajeno, como si tuviera la necesidad de reafirmar su sentimiento de poder sobre la víctima, actuando con ira, saña y venganza. Por lo tanto, pedirle a El Solitario que cuide al gato era como pedirle al gato que cuide al canario.

Desde la vez en que el animal fue despellejado sin clemencia, las noches de descanso de su amo eran interrumpidas por maullidos y ronroneos, debido a que el gato negro se le aparecía en las pesadillas como un enorme puma, con garras y dientes afilados, reclamándole el porqué había sido brutalmente asesinado, si él, en su simple condición de mascota, nunca le había guardado rencor, ni siquiera cuando lo lanzaba al aire para asustarlo o cuando lo hería a puntapiés.

El Solitario, como toda persona asocial y agresiva, que se deshizo del animal doméstico con premeditación y ensañamiento, permanecía callado en el fondo de la pesadilla, sin sentir una pisca de culpa ni vergüenza, ya que para él, en su vida cotidiana, el felino era como cualquier otro objeto que se usaba y se desechaba. No obstante, con el transcurso del tiempo, la presencia del gato negro se hizo más frecuente y terrorífica en las pesadillas de El Solitario, quien, a pesar de rogarle a Dios que lo dejara dormir en paz, no lograba alejar de su mente al gato negro, que cada noche se le aparecía convertida en una fiera salvaje, sedienta por vengarse ojo por ojo y diente por diente.

Cuando El Solitario empezó a sentirse atormentado por la aparición y reaparición del gato negro, y al límite de perder la razón, decidió cambiar de actitud para siempre y poner fin a sus tortuosas pesadillas. Desclavó el pellejo, que permaneció en el muro del patio desde que la mascota dejó de respirar, y lo metió en una urna adquirida en una funeraria de animales. Luego excavó un hueco cerca de la puerta y enterró la pequeña urna, arrepentido y avergonzado, por primera vez en su vida, de su conducta cruel e inhumana. Al fin y al cabo, el gato negro no tuvo la culpa de que él, El Solitario, hubiese crecido en un hogar violento y hubiese sufrido maltratos desde su infancia.      

martes, 24 de octubre de 2017


EL SAPO PETRIFICADO DE LOS URUS

Cuenta una vieja leyenda de los urus, oriundos de las orillas del lago Poopó, que el dios Wari, creador de los habitantes del lugar y protector de los camélidos, envió por el norte de lo que sería la Villa Imperial de San Felipe de Austria, un gigante y ventrudo sapo, con la misión de engullirse a los habitantes que le dieron las espaldas para adorar al dios Inti del Imperio Incaico.

El sapo avanzó a saltos hacia la población asentada en la meseta andina. Los urus, al sentir que la tierra temblaba como sacudida por un terremoto, salieron de sus viviendas y, al dirigir la mirada hacia la zona norte, vieron al monstruoso batracio que, capaz de espantar al héroe más intrépido de la tierra, parecía haber emergido de las profundidades del lago Poopó, nada menos que por mandato del dios Wari, quien ya antes había enviado otras plagas sobre los habitantes que él moldeó en barro, a su imagen y semejanza, durante el periodo de la creación de la civilización de los urus.

Los habitantes de la meseta andina, ante semejante monstruo de cuatro patas, cabeza ancha y aplanada, ojos saltones, cuerpo rechoncho y con grandes pliegues de piel que le colgaban del abdomen, piernas, panza y cuello, se tragaron el mayor susto de sus vidas y empezaron a correr despavoridos por todos lados, hasta que en el azulado aguayo del cielo, cual una luminosa estrella, apareció la misteriosa ñusta Intiwara, quien, blandiendo una honda en el aire, disparó un guijarro que se le incrustó en las fauces del sapo. Luego lo hirió mortalmente con el rayo nacido de su flamígera espada, petrificándolo como a una mole de granito, con los ojos mirando al infinito y las piernas flexionadas, como a punto de dar un salto en el vacío.

Con el paso del tiempo, el anfibio petrificado en la actual zona de San Pedro, al norte de la ciudad de Oruro y sobre la Av. Tomás Barrón, se convirtió en un tótem de adoración, culto y superstición, debido a que los lugareños empezaron a atribuirle poderes mágicos y sobrenaturales, como a todas las esculturas totémicas que personifican a los protagonistas ancestrales de las leyendas del pueblo de los urus.

Así es como el sapo, de haber sido un monstruo destinado a engullirse a diez personas de un solo bocado, pasó a convertirse en una deidad benefactora, capaz de conceder salud, fecundidad, prosperidad y fortuna a quien le prodigara tanta fe como a la mismísima ñusta Intiwara, identificada con la Virgen María por la religión católica y con la Virgen del Socavón por los trabajadores de los yacimientos de plata y estaño en los cerros de la antigua Villa de San Felipe de Austria.

Cuando los urus fueron encandilados por los primeros milagros realizados por el sapo a favor de una familia que criaba hijos con diversas deformaciones físicas, empezaron a rendirle culto y pleitesía, como si se tratara del mismísimo dios Wari. Desde entonces, los devotos de este anfibio milagroso no dejaron de encenderle q’oas ni ch’allarle con bebidas espirituosas a manera de ofrendas, cubriéndole el rechoncho cuerpo con mixturas, serpentinas y confetis, mientras las chispas de fuego de los braseros revoloteaban como estrellitas luminosas alrededor del sapo.


Los devotos, desde antes de mostrarse el sol, se dan cita en el lugar porque a esas horas del día, según los usos y costumbres, pueden pedirle dinero, amor y salud. Algunos, para ver sus deseos cumplidos, le hacen fumar cigarrillos y rompen botellas de aguardiente en la boca del sapo, pero si éste no fuma o las botellas no se rompen, significa que los ofrendantes no se le acercaron con cariño y que, por lo tanto, no tendrían un año de suerte  ni prosperidad. No falta quienes arrancan piedrecitas de la estructura del batracio, con el compromiso de devolvérselas dentro de un año, una vez transcurrido el Carnaval y agradeciéndole por los favores concedidos como respuesta a su fe y lealtad.

Los peregrinos que viven aquejados por alguna enfermedad letal, como los que viven al borde de la muerte, se arriman contra el sapo, acariciándole con los labios y las manos. Si el sapo se mueve como si respirara, entonces el enfermo empieza a transpirar como si sintiera en su interior la confirmación de que será curado de sus males. Los familiares que lo acompañan, comprendiendo que el sapo le dará fuerzas para sanarse y sobreponerse a la muerte, lo abrazan entre regocijos y lágrimas, obligándole a beber en honor a la deidad que, más que ser una simple roca con aspecto morfológico, es un ser que respira y palpita, que palpita y respira.

Los antiguos habitantes de esta tierra poblada de leyendas y mitos nacidos del imaginario popular, cuentan que el sapo petrificado por la ñusta Intiwara tenía un espacio abierto entre sus cuatro patas, por donde las personas, arrastrándose, atravesaban de un lado a otro, deseosas por saber cuándo les tocaría el tacto de la muerte. Las que se atascaban, atrapadas bajo el vientre del sapo, se suponía que tenían a la muerte pisándoles los talones; en cambio aquellas que lograban deslizarse sin dificultades, como reptando con la agilidad de un réptil, tenían asegurada una vida llena de bendiciones y felicidad.

Las libaciones de bebidas espirituosas en honor al batracio, considerado un ser poderoso y milagroso, se hizo una costumbre cada vez más arraigada en la tradición de los orureños, hasta que, en los años 60 del siglo XX, apareció en la ciudad un militar camba, quien, sin comprender las milenarias creencias de los pueblos andinos y aburrido de ver que los supersticiosos le rendían culto al supuesto dios pétreo, acariciándole con respeto y hablándole como si de veras estuviese vivo, decidió hacerlo desaparecer de una vez y para siempre.

El incrédulo militar, a cargo del cuartel Camacho, ubicado por entonces cerca del cerro San Pedro y en la llanura donde estaba el sapo, ordenó a sus subalternos destrozar la roca con una explosión de dinamitas, para evitar el desarrollo de un ritual pagano arraigado en la idolatría y libación de bebidas alcohólicas.

Los soldados, cumpliendo con su deber de subordinación y constancia ante el poder autoritario de su superior, depositaron varios cartuchos de dinamita alrededor de la sagrada roca, de dimensiones respetables, chispearon la pólvora de las guías y se retiraron del lugar a la espera de que una poderosa explosión la hiciera volar por los aires.  


Los testigos del agravio, que se produjo una frígida noche de invierno, vieron cómo los pedazos del anfibio se esparcieron en el cielo como casquijos de fuego, mientras  los pobladores, apenas se enteraron del atentado contra su preciada Waca, sintieron un fuerte dolor en el alma y una profunda indignación contra el militar, quien, burlándose de los devotos y sin medir las consecuencias, tuvo la osadía de llevar a cabo su siniestro plan, proclamando que, por fin, había acabado con un sitio de borrachera y superstición. 


Lo que el militar desconocía era que el sapo poseía el atributo de reencarnarse y volver a la vida para vengarse con furia de quienes le prodigaban ofensas. No en vano se decía que al primero que escupía contra el sapo, sea por desprecio o por soberbia, estaba condenado a soportar sarnas, ronchas y llagas con supuración de fétida pus en el cuerpo, como si se tratara de una re-salivación o venganza del prodigioso batracio.

Desde la destrucción del sapito milagroso, el militar tuvo que pagar caro por su osadía y por haber increpado al dios pétreo, ya que empezó a beber como si su cuerpo necesitara del alcohol como el sapo necesitaba del agua. Su aspecto, de militar entrenado en rudos ejercicios físicos, se transformó en la de un anciano de piel rugosa, espalda encorvada y piernas arqueadas. Sin lugar a dudas, era un típico caso de metamorfosis o de transferencia del espíritu del batracio en el cuerpo del militar que, a poco de sufrir extraños cambios en su comportamiento y personalidad, fue abandonado por su familia.

Todas las noches soñaba con el sapo tragándoselo como a un mísero tallarín y todas las mañanas despertaba con la sensación de que le relamió el cuerpo con saliva viscosa y espumosa. Con el paso del tiempo, le brotaron manchas verdinegras en el rostro y el cuerpo, similares a las que presentaba el sapo en la espalda. Y, aunque consultó a varios dermatólogos, nadie supo diagnosticar su enfermedad cutánea por tratarse de un caso desconocido por las ciencias médicas. Lo peor es que las manchas no tardaron en transformarse en llagas y su alcoholismo en una enfermedad crónica que lo empujó al filo de la tumba. De modo que, sin poder detener la enfermedad que lo aquejaba, ingresó en una crisis existencial y perdió el juicio sobre todo cuanto lo rodeaba.

En el eclipse de sus días, según comentaron los vecinos y testigos, el militar terminó viviendo como un demente, golpeándose la cabeza contra las paredes y agarrándose el abultado vientre, como si el sapo, en actitud de venganza, se le hubiese metido dentro de él, pero muy adentro, induciéndole a concebir la idea de quitarse la vida con una carga de dinamitas.

Cuando la dramática situación del militar llegó a su límite, no tuvo más remedio que aceptar su fatal destino y obedecer las órdenes de una misteriosa voz que le susurraba en los oídos lo que debía hacer minuto a minuto y segundo a segundo, hasta que por fin un día, luego de proveerse de una carga de dinamitas similar a la que él había ordenado para destrozar al dios pétreo, se amarró los cartuchos alrededor del cuerpo y, tras chispear la guía de los fulminantes, saltó por los aires convertido en nada, como si el mismísimo sapo, remontado en cólera y venganza, hubiese acabado con su miserable vida.

El alcalde de la ciudad, enterado del trágico desenlace en la vida del militar y para evitar que los lugareños caigan en desgracia, mandó reconstruir la efigie del batracio que fue pulverizado, aun sabiendo que esta vez no sería del mismo tamaño ni tendría el mismo aspecto que el original.

Cuando la imagen del sapo fue moldeado por un artista popular, se lo puso al lado de los restos quemados del antiguo pedrejón, donde sus devotos podían contemplarlo, así no estuviera esculpido en mole de granito, sino hecho en cemento desde el pedestal hasta las orejas. Sin embargo, en estas circunstancias, lo importante no era que fuese idéntico al primero y genuino, sino un sapo que tuviera la mirada tendida en el horizonte, donde todas las mañanas despunta el alba, haciendo que los primeros rayos del sol aureolaran el cerro Pie de Gallo y los cerros de la zona norte, desde cuyas faldas se descolgaban las casas con paredes de ladrillo y techos de calamina


En agosto del mismo año de su reconstrucción, un grupo de yatiris, reunidos alrededor del dios pétreo y su similar que estaba a la diestra, le ch’allaron en un acto ritual, con un q’araku de medianoche, ofrendándole coca, cigarrillos y bebidas espirituosas. Desde entonces se multiplicaron los creyentes que asisten al lugar desde la primeras horas del día para echarle mixturas, envolverle con serpentinas y rociarle con botellas de aguardiente, mientras repiten frases en quechua: Sumaj jamp’atito kanki. Uyariway, jamp’atitu, q’olqe q’oriway jamp’atitu, sunquy uk’uqniymanta parlasayki. ¡Jay! Niway, uyariway (Buen sapito eres. Escúchame, sapito; dame dinero, sapito; desde el fondo de mi corazón te estoy hablando. ¡Jay! Dime, escúchame).

Asimismo, en la pequeña plazuela donde están los dos sapos, el original y la copia, los vecinos pintaron las fachadas de sus casas y los obreros de la municipalidad mejoraron remodelaron el lugar, colocando jardineras alrededor y cordones de cemento que servirían como una suerte de asientos para los visitantes. Al frente del monumento al sapo y en la fachada de un domicilio particular se pintó la imagen de la Virgen del Socavón para convertir el sitio en un lugar sagrado y que ese espacio sea para el Bien y no para el Mal, al igual que el sapo, que durante el día, desde el amanecer hasta el anochecer, parece cambiar de pigmentación e hincar el buche con un aire de orgullo y supremacía.

En los días del Carnaval, no faltan los vecinos que instalan puestos de venta de q’oas, cohetillos, mixtura, serpentina y bebidas espirituosas. Algunos incluso se animan a levantar carpas para el expendio de chicha y comida, hasta el día de la kacharpaya o despedida del Carnaval, en la que los peregrinos y devotos del sapo, bailando y cantando al ritmo de los instrumentos musicales, retornan a su vida cotidiana, pero con el pensamiento de retornar otro día para participar en la ceremonia de culto al sapo petrificado de los urus.

domingo, 15 de octubre de 2017


EL DEGOLLADITO DEL PUENTE COLGANTE

En un recodo del camino entre el cementerio general de Llallagua y los balnearios de Catavi, donde las cumbres de los cerros parecen senos de mujer y las rugosas pendientes polleras de chola potosina, divisé en el flanco derecho de una quebrada, a pocos metros más arriba del amarillento y ancho río, una solitaria tumba que algunos vecinos mandaron a construir en el mismo lugar donde alguien perdió la vida de un modo cruel.

Cuando descendí al río por un accidentado sendero, me encontré con un trabajador de los veneros, quien, pala en mano y las botas de goma metidas en el agua, lavaba un montón de tierra plomiza, con la esperanza de rescatar algunas libras de mineral.

–¿De quién es esa tumba? –le pregunté, señalándole con la mirada y el dedo índice.

–Es de Amadeu –contestó, evasivo–, pero te sugiero que no subas.

–¿Por qué no?

–Porque a los que se acercan a esa tumba, a invocar a espíritus malignos o a practicar cultos paganos, se les aparece Satán –dijo con voz cansina, mientras enderezaba la espalda y enterraba la punta de la pala cerca de sus botas.

–¿Y quién es Satán?

–¡Es Satanás! –exclamó. Seguidamente, con la mejilla abombada por la bola de coca, prosiguió–: Le piden favores y Satán les concede…

–¿Entonces Amadeu representa a Satanás?

–Para unos sí, en cambio para otros es alma bendita y hace más milagros que nuestra Señora de la Asunción. Por ejemplo, un anciano le pidió que lo ayudara a curarse de su mal de mina y Amadeu le concedió su deseo. El anciano se sanó y hasta volvió a casarse tres veces. No faltan personas que vienen a pedirle favores. Le atribuyen poderes sobrenaturales, le rinden culto y hasta le venden su alma a cambio de que les haga un milagro; pero si no cumplen con él, los castiga con la muerte y pone en riesgo la vida de toda su familia.

–¿Y tú crees, en verdad, que Amadeu es un alma milagrosa? –le pregunté para ver cómo iba a reaccionar. Luego, mirándole a los ojos, añadí–: Si a una persona difunta se le atribuyen milagros, ésta puede llegar a ser beatificada y hasta canonizada por el Vaticano.

El trabajador de los veneros no supo que contestar. Se limpió el sudor de la frente con la manga de la chompa y sorbió el hilo de saliva verde por la coca que le escapaba por la comisura de los labios. 

–No sé cuál será la verdad –repuso al poco rato–, pero yo veo a personas que pasan por este lugar persignándose y rezando el Padrenuestro….

–¿Y esa tumba estuvo siempre ahí? ¿En ese lugar poco accesible?

–No –contestó seguro de sí mismo–. Antes estuvo aquí abajo, en la orilla del río, al lado de una cueva habitada por un loco andrajoso, quien se apareció de la nada, diciendo que era el guardián de la tumba del Degolladito…

El guardián del alma del Degolladito

El loco deambulaba por las calles asustando a los niños, mendigando casa por casa y reuniendo los huesos que algunos vecinos le daban, enterados de que el pobre desgraciado los apilaba en la entrada de la cueva, como si los huesos fueran amuletos o talismanes para protegerse de los demonios y cuidar el alma del Degolladito, quien cumplía los deseos de sus devotos y deshacía los maleficios de las personas que fueron trabajadas por la magia negra de un layqa (hechicero).

Así vivió el loco por mucho tiempo, hasta que encontró la muerte el año en que llovió varios días y varias noches. El caudal del río creció tanto que, además de arrastrar piedras, perros y gatos por debajo del puente colgante, se llevó la tumba del Degolladito y se comió la cueva del loco, quien, por estar borracho y dormido, no se dio cuenta de que el río acabaría con su vida. Días más tarde, encontraron su cadáver enterrado bajo la lama plomiza y el remanso del agua de copajira, más o menos a la altura de Andavilque, donde los vecinos constataron que tenía el cuerpo desnudo y plegado como un acordeón, los huesos rotos y el cráneo partido en pedazos.

Ni bien pasó el temporal y el río volvió a su cauce, las personas más supersticiosas, que tenían devoción por el Degolladito, mandaron a construir una tumba en la pendiente del cerro, más arriba del río, para evitar que el caudal se lo llevara otra vez…

Mi curiosidad por ver de cerca la tumba, a pesar de las advertencias del trabajador de los veneros, creció dentro de mí como si me persuadiera una voz interior. De modo que me despedí del venerista y subí hasta la tumba, trepándome por la escarpada ladera del cerro. Ya en el lugar, sentí que estaba sugestionado, como si me rodeara una energía sobrenatural, introduciéndome en una suerte de acto ritual, que oscila entre la realidad y la fantasía, entre la luz y las tinieblas, entre lo cierto y lo enigmático, entre lo profano y lo divino, entre la vida y la muerte.

En la tumba del Degolladito

En las esquinas de la tumba había floreros de cristal y en la parte frontal una inscripción que decía: Amadeu Martínez Q.E.P.D.; un detalle que me dejó perplejo, causándome una confusión entre la historia del comerciante libanés, que conocía desde siempre, y el apellido Martínez que, por ser de origen español, no podía corresponder a un ciudadano de Oriente Próximo. De todos modos, la tumba, con nombre o sin él,  no podía ser de otro difunto que del comerciante libanés, quien, hace ya muchas décadas atrás, fue degollado en el puente colgante entre Llallagua y Catavi.


Me puse de cuclillas y sentí un fuerte olor a k’oa (incienso), que emergió del interior de la tumba a través de una rejilla metálica. Miré hacia adentro y, como en cualquier sitio donde reina una energía sagrada, divisé hojas de coca, botellitas de plástico con alcohol, cigarrillos de diversas marcas, velas blancas y negras derretidas, y, entre las ofrendas y restos de koa, encontré la fotografía de un hombre que tenía dos alfileres atravesados de lado a lado, una en el rostro y otra en los genitales. En otras fotografías, envueltas con lanas de colores, estaba adherida una hoja de papel manchada con sangre. En uno de los mensajes, escrito a pulso y con letra de imprenta, una mujer le pedía a Amadeu que castigue a la amante de su marido, y que, si es posible, lo haga volver a su hogar por la felicidad de ella y de sus hijos. En otro mensaje se podía leer el deseo de otra mujer: Querido Amadeu. Nunca vine a pedirte nada. Es la primera vez. Por favor hazme el milagro de que mi amado me entregue su cuerpo y su corazón. Te prometo que te daré una misa cuando cumplas con mi pedido. Te agradeceré mucho y nunca olvidaré.

La chicharronera tramó la decapitación

Cuando terminé de leer los mensajes, cerré la rejilla metálica de cuya argolla pendía un candado oxidado y me retiré de la tumba de Amadeu Martínez, aunque seguía pensando en que éste era la misma tumba del comerciante libanés, que antes estaba ubicado en el borde del río. Aún recuerdo esa tumba del que yo, cuando era niño y cada vez que iba a los balnearios de Catavi, me robaba las monedas que los supersticiosos depositaban en una suerte de alcancía de hojalata, para comprarme con ese dinero los refrescos y las salteñas al salir del Baño Obrero. Sin embargo, debo reconocer que cuando era niño no sabía el porqué la gente dejaba monedas en la tumba, que más parecía un sitio de romería, lleno de ramos de flores y vasijas con agua.


La macabra historia del comerciante libanés, que vendía joyas de fantasía en los centros mineros, comenzó el mismo día en que la gente, al verlo pulcramente vestido y llevando a cuestas una caja llena de mercancías de orfebrería, concibió la idea de que el forastero tenía el cuerpo forrado de joyas y dinero. Se sabía también que este personaje llegado de allende los mares, con los mostachos espesos y los ojos color ámbar, cada vez que estaba en Llallagua, iba a servirse el mentado chicharrón en la tienda de un callejón, que comunicaba a la calle Linares con la Bolívar, donde se zampaba un plato lleno de motes, huevos cocidos, queso, charque de llama y una sabrosa porción de llajwa, que le recordaba a las picantes salsas del kibbeh que solía comer en su lejana tierra.

Cuando el comerciante libanés terminaba de servirse el chicharrón, chupándose los dedos y relamiéndose los labios, solía servirse, lo que él llamaba en su extraño acento español un vaso de asentativo, que la dueña de casa preparaba a base de singani, soda y limón.

La chicharronera, una mujer regordeta, petisa y jovial, que parecía haber nacido para llenarse de dinero a cambio de ofrecer a los clientes su sonrisa de oreja a oreja y sus habilidades en la cocina, puso en marcha el plan que tenía pensado desde hace tiempo: acabar con la vida del comerciante libanés. Así es que, interesada en sustraerle sus joyas y dinero, se le acercó fingiendo tenerlo en gran estima y lo invitó a quedarse un ratito más, mientras ponía sobre la mesa una jarra de chuflay.

–Es la amabilidad de la casa –le dijo. Luego giró sobre los talones y, batiendo la pollera con su abultado trasero, desapareció con vertiginosa rapidez en la cocina.

El comerciante libanés no alcanzó a agradecerle por el gesto, pero se sintió alagado como todo hombre consentido por una mujer. Y, sin sospechar las malas intenciones de la dueña de casa, empezó a libar la bebida alcohólica hasta quedar completamente ebrio.

Fue entonces que la chicharronera se convenció de que la trampa que le tendió al comerciante libanés iba a funcionar a la perfección, y que, sabiendo que no tenía familiares ni residencia fija en Bolivia, sería muy fácil acabar con él para luego apoderarse de los bienes que cargaba en el cuerpo, la cartera y la caja.

Entrada ya la noche, la chicharronera se acercó a su cliente por enésima vez y, retirando de la mesas el vaso y la jarra de chuflay, le dijo que ya era hora de cerrar la tienda.

El comerciante libanés, abrazándose a su caja de joyas como por instinto, procuró levantarse de la silla, pero no pudo por mucho que lo intentó.

–Déjalo nomas tu caja, yo te lo cuidaré –le dijo la chicharronera–. Si la llevas contigo, puedes perderla en el camino.

El comerciante libanés, que estaba más borracho que nunca, la miró por debajo del ala de su sombrero y no dijo nada, hasta que ella, aprovechándose de su estado etílico, lo convenció diciéndole:

–Mañana puedes pasar a recoger tu caja. Aquí nunca se pierde nada…

El peón de la chicharronera

En ese momento se apareció en la tienda el peón que la ayudaba en la cocina. Era un campesino oriundo de un ayllu del norte de Potosí, que llegó a Llallagua con la pretensión de trabajar como cargador en la pulpería de Siglo XX. La chicharronera, que era una mujer soltera y sin hijos, lo acogió en su casa, convirtiéndolo en su peón y confidente, desde el primer día que se cruzaron sus caminos en la puerta de una carnicería donde ella solía comprar las presas de cerdo para preparar el chicharrón.

El peón de la chicharronera, que era un indígena de estatura alta y fornido cuerpo, tenía el rostro anguloso, los ojos hundidos, la nariz picuda y la piel tostada por las inclemencias del altiplano. No estaba acostumbrado a hablar y mucho menos a hacer preguntas; no obstante, con la misma actitud sumisa de los indígenas que trabajaban como pongos en la hacienda de los patrones, estaba acostumbrado a cumplir con los mandados sin cuestionar ni rechazar.  

La chicharronera, hablándole al peón en quechua, un idioma que no entendía el comerciante libanés, le entregó un fajo de billetes por adelantado. El peón, con los ojos encendidos por la ambición, recibió los billetes y se los guardó en la chuspa que colgaba de su cuello.

–El resto, como ya acordamos, te lo completaré después –le dijo la mujer, mientras le entregaba el arma con el cual debía cometer el crimen. Se trataba de un enorme cuchillo que ella usaba para trocear los huesos de los cerdos, de doce pulgadas de ancho, con mango de madera y una hoja más afilada que una navaja.

El peón no tardó en esconder el cuchillo debajo de su poncho, mientras lo miraba de rato en rato a su futura víctima, quien roncaba con la cabeza apoyada sobre la mesa.

La chicharronera se apresuró en levantar la caja de joyas y, con la cara rebosante de felicidad, despareció en la cocina.  

El peón se acercó al comerciante libanés, lo cogió por los brazos, lo ayudó a ponerse de pie y lo sacó por la angosta puerta de la tienda. Ya en la calle y bajo el amparo de la noche, ambos recorrieron por las calles de Llallagua. El peón lo conducía sujetándolo del brazo, mientras el borracho caminaba arrastrando los pies y tambaleándose como un velamen mecido por el viento. Bajaron por la carretera rumbo a Catavi, cruzaron por los rieles del tren metalero, por la puerta del cementerio general y tomaron el sendero que llevaba hacia la quebrada del río, donde estaba el puente colgante que había que atravesar para llegar a la Pampa María Barzola y luego a los campamentos de la Empresa Minera Catavi. 

Un crimen atroz en el puente colgante

El peón, antes de que cruzaran por el puente colgante, se apartó del comerciante libanés, simulando que tenía ganas de orinar. Después se le acercó sigilosamente por la espalda, lo sujetó por los hombros con sus enormes manos y, cargándose de una energía brutal,  lo tiró hacia atrás tumbándolo de espaldas contra el suelo pedregoso y polvoriento. Acto seguido, se montó a horcajadas sobre el pecho, lo inmovilizó con la mano izquierda, mientras con la derecha sacó el enorme cuchillo de su poncho, hizo brillar el afilado metal ante el reflejo glacial de la luna y, ¡zas!, le cercenó la cabeza de un solo tajo.

La sangre saltó a chorros y el peón de la chicharronera, aturdido por el crimen que acababa de cometer con premeditación y alevosía, se dio prisa en arrojar la cabeza, con los ojos abiertos y los dientes apretados, a la corriente del río que, a esas alturas del año, corría con bastante caudal por debajo del puente colgante, encajonándose quebrada abajo entre juncos y piedras.


El peón hizo lo que le instruyó la chicharronera; metió el cuerpo del comerciante libanés en una bolsa de plástico y ésta en un gangocho que servía para transportar papas. Seguidamente, tapó los vestigios de sangre con la misma tierra del lugar, cargó el bulto sobre sus hombros y abandonó el escenario del crimen a paso ligero y apretado, sin volver la mirada atrás y sin otro pensamiento que recibir el resto del dinero que le prometió la chicharronera.

Cuando llegó a la tienda, empujó la puerta entreabierta y tiró el cuerpo sin cabeza en el piso la cocina. La chicharronera le canceló lo prometido y le dijo que retornara a su ayllu, recomendándole que nunca abriera la boca si quería permanecer con vida junto a su familia. El peón, con el semblante perturbado y las manos temblorosas, aceptó con un simple movimiento de cabeza y la boca cerrada, cogió sus pocas pertenencias que estaban envueltas en un descolorido aguayo y salió por la puerta de calle, sin que nadie lo viera, aparte de las estrellas que parpadeaban colgadas en las alturas.

El cuerpo convertido en chicharrón

La chicharronera, apoderándose del mismo cuchillo que utilizó el peón para cometer el homicidio, sacó el cadáver de las bolsas y, desesperada por ocultar las evidencias del crimen, le quitó las ropas manchadas de sangre y troceó tanto las extremidades como el cuerpo del  comerciante libanés. Al cabo de un tiempo, tiró las ropas hacia las crepitantes llamas del fogón y puso los trozos de carne en el mismo perol donde freía el chicharrón de cerdo.


A la mañana siguiente, un hombre que se dirigía a los balnearios de Catavi, como todos los sábados al amanecer, encontró estremecido de horror la cabeza del comerciante libanés a un costado del río y muy cerca del sendero que conducía a los baños termales. Horas más tarde, cuando dio parte del macabro hallazgo a la policía, dijo que la cabeza estaba entre un promontorio de piedras, allí donde viraba el curso del río. Lo demás quedó a cargo de la autopsia de ley de la policía, que se ocupó de averiguar la identidad del Degolladito y de dar con el paradero de los culpables de este horrendo crimen.

Al cabo de un día de rastrear las pistas que podían echar luces sobre los móviles del crimen y luego del examen forense de la cabeza del occiso, se llegó a la conclusión de que pertenecía a una persona de sexo masculino, cuya edad oscilaba de 35 a 40 años. Se dijo también que la muerte fue por degollamiento y que tenía una data de no más de un día.

El precio de la caja de joyas

Mientras esto sucedía en las dependencias del Departamento de Investigación Criminal (DIC) de Llallagua, la chicharronera se encontraba en la ciudad de Oruro, con la intención de vender la caja de joyas en una casa que compraba oro y plata al contado, pero grande fue su sorpresa al enterarse de que las joyas no eran de metal noble, sino simples fantasías, bañadas con oro y plata, que el comerciante libanés vendía a bajo precio en los distritos mineros, y que la bolsa de lana que colgaba de su cuello no estaba llena de dinero sino de cartas escritas en un raro alfabeto cuyas letras, más que letras, parecían los jeroglíficos de un idioma desconocido.

El chasco que se llevó la chicharronera fue de tal magnitud, que se golpeó el pecho de arrepentimiento y no supo qué hacer con su maldita ambición de llenarse de dinero a cualquier costa, así sea cobrando la vida de un humilde hombre que escapó de la pobreza de su país para encontrar una despiadada muerte a medio camino entre Llallagua y Catavi.  

Algunos vecinos que tenían amistad con el comerciante libanés, tras anoticiarse de que fue degollado en el puente colgante, se embargaron de dolor y clamaron que la justicia dé con los asesinos. No obstante, como se trataba de un ciudadano extranjero que no tenía familiares en Bolivia, las autoridades policiales encarpetaron la investigación y sólo las personas de buena fe, para evitar que se condenara como alma en pena, reunieron un considerable monto de dinero para construir una tumba y darle una cristiana sepultura, a pesar de que él era musulmán, en el mismo lugar donde fue hallada su cabeza, desmembrada del cuerpo que no volvió a aparecer por ningún lado, debido a que los comensales sabatinos se lo comieron convertido en chicharrón.

El peón de la chicharronera, autor material del crimen, desapareció como si la tierra se lo hubiese tragado entero; en tanto la ella, que fue absuelta de toda sospecha y culpa, un día puso un macizo candado en la puerta de su tienda y desapareció de Llallagua, sin decir nada a nadie ni dejar que nadie le siguiera sus pasos, salvo el alma del Degolladito que no la dejó vivir en paz hasta el día de su muerte.