EL GATO NEGRO
Todas las malditas noches, cuando El Solitario se
acostaba vencido por el cansancio, el gato negro se le aparecía, como la sombra
de un enorme felino, en los sótanos tenebrosos de las pesadillas. No lo dejaba
en paz desde el día en que le quitó la vida de un manera espantosa, sin
sospechar que un gato no sólo tiene siete vidas, sino ocho cuando éste retorna
desde el más allá.
Lo cierto era que El Solitario, un hombre de aspecto
desaliñado y conducta sádica, estaba cansado con los maullidos del gato negro,
que lo despertaban en lo mejor del sueño. Tampoco soportaba sus ronroneos, que
le penetraban a los oídos como las enervantes gotas de una pileta mal cerrada.
A veces, aburrido de verlo tendido en la cama, acurrucándose cual un indefenso
peluche, lo cogía por la cola y lo tiraba por los aires, pero el gato siempre
caía de lo parado, como acostumbrado a doblegar las malas intenciones de su
amo.
En cierta ocasión, mientras El Solitario le azuzaba con
el palo de la escoba, el gato negro reaccionó instintivamente y, refugiándose
en uno de sus mecanismos de defensa, pegó un salto retorciéndose en el aire y
clavó sus garras en la cara de su amo, quien, a su vez, se retorció de dolor
con la mano puesta sobre la sangrante herida. Desde entonces, El Solitario
tenía una cicatriz zigzagueante en el pómulo derecho y unas ganas locas por deshacerse
del peludo animal, que una noche se metió en su casa por casualidad.
No faltaron los días en que El Solitario, bañándolo con
una mirada de odio y desprecio, pensaba que los gatos negros estaban asociados
con los malos augurios. No en vano las personas supersticiosas, que se cruzaban
de forma súbita con un gato negro en la calle, creían que estaban condenadas a
sufrir infortunios, no sólo porque eran compañeros de las brujas, sino también
porque representaban el oscuro espíritu de los demonios; por eso había que
quemarlos vivos o despeñarlos desde lo alto de un cerro.
El Solitario no compartía la idea de que los gatos eran
animales sagrados, como se imaginaban los antiguos egipcios, y mucho menos que
eran dioses protectores de la buena salud y la fortuna. Tampoco había por qué
venerarlos y mimarlos como lo hacían los budistas tibetanos, quienes los consideraban
acompañantes en el tránsito obituario y que en la vida eran como hermanos del
alma, sobre todo, si se los trataba con afecto y tolerancia.
Cuando el gato negro estaba en la casa de la vecina,
donde buscaba un poco de comida y cariño, El Solitario, que se quedaba más solo
que un condenado, salía solo sólo un momento al patio, fumaba un cigarrillo y
se decía así mismo: A mí me hace reír
Edgar Alan Poe, no él sino la forma de cómo lo mató a su gato negro,
encerrándolo en una de las paredes del cuarto.
Un día, harto de ver al gato tendido a sus pies, decidió
quitarle la vida con la mayor saña que pueda imaginarse; lo atrapó por el pescuezo,
le cortó la cola con una tijera, le despellejó la cabeza con chorros de agua
hervida, le arrancó los ojos con la punta del cuchillo, le cortó la lengua en
rodajas y, al final, le abrió el cuerpo desde el ano hasta el hocico, le
arrancó las vísceras y así, con la panza abierta y estirado como un sapo, lo
colgó del muro del patio, con las patas clavadas por herrumbrosos clavos.
Como podrán imaginarse, un tiempo después, el animal no
tenía aspecto de gato, sino de un pedazo de pellejo secado al sol. Lo más grave
era que el pobre gato negro murió de un modo despiadado, sin que nadie se diera
cuenta, ni siquiera la vecina que lo quería con un auténtico sentimiento
maternal.
El gato negro desapareció de un día para otro. La vecina
no lo veía ya caminar por encima del muro ni saltar hacia el verde césped de su
patio, aunque ella, como todos los días, le dejaba su comida en un platito de arcilla,
esperanzada en tomarlo en sus brazos y acariciarlo con ternura. Ella, a
diferencia de El Solitario, entendía que los gatos no sólo eran criaturas de
compañía, sino que servían para cazar a los ratones en las habitaciones, como
los perros servían para ser los centinelas de la casa. Entendía también que los
gatos, aunque no tenían comidas hechas a su gusto, ni juguetes especiales, ni
recipientes con arena, ni cepillos para tusarles la pelambre, se conforman con
el cariño que se les dispensaba y con los restos de comida que se les daba cada
día.
Lo que la vecina no sabía era que El Solitario, personaje
siniestro con obsesiones perversas y tendencias sádicas, no era la persona más
indicada para tener un gato en su casa, pues carecía de sensibilidad y empatía
hacia otros seres vivos; más todavía, no sentía remordimientos de conciencia y
hasta se excitaba y gozaba con el dolor ajeno, como si tuviera la necesidad de
reafirmar su sentimiento de poder sobre la víctima, actuando con ira, saña y
venganza. Por lo tanto, pedirle a El Solitario que cuide al gato era como
pedirle al gato que cuide al canario.
Desde la vez en que el animal fue despellejado sin
clemencia, las noches de descanso de su amo eran interrumpidas por maullidos y
ronroneos, debido a que el gato negro se le aparecía en las pesadillas como un
enorme puma, con garras y dientes afilados, reclamándole el porqué había sido
brutalmente asesinado, si él, en su simple condición de mascota, nunca le había
guardado rencor, ni siquiera cuando lo lanzaba al aire para asustarlo o cuando
lo hería a puntapiés.
El Solitario, como toda persona asocial y agresiva, que
se deshizo del animal doméstico con premeditación y ensañamiento, permanecía
callado en el fondo de la pesadilla, sin sentir una pisca de culpa ni
vergüenza, ya que para él, en su vida cotidiana, el felino era como cualquier
otro objeto que se usaba y se desechaba. No obstante, con el transcurso del
tiempo, la presencia del gato negro se hizo más frecuente y terrorífica en las
pesadillas de El Solitario, quien, a pesar de rogarle a Dios que lo dejara
dormir en paz, no lograba alejar de su mente al gato negro, que cada noche se
le aparecía convertida en una fiera salvaje, sedienta por vengarse ojo por ojo y diente por diente.
Cuando El Solitario
empezó a sentirse atormentado por la aparición y reaparición del gato negro, y al
límite de perder la razón, decidió cambiar de actitud para siempre y poner fin
a sus tortuosas pesadillas. Desclavó el pellejo, que permaneció en el muro del
patio desde que la mascota dejó de respirar, y lo metió en una urna adquirida
en una funeraria de animales. Luego excavó un hueco cerca de la puerta y enterró
la pequeña urna, arrepentido y avergonzado, por primera vez en su vida, de su
conducta cruel e inhumana. Al fin y al cabo, el gato negro no tuvo la culpa de
que él, El Solitario, hubiese crecido en un hogar violento y hubiese sufrido
maltratos desde su infancia.
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