martes, 23 de diciembre de 2014


TRADICIONES NAVIDEÑAS

No hace mucho que el Tío, ni bien asomó el invierno y sintió el frío calándole hasta los huesos, me pidió que lo arropara con bufanda, gorro, poncho y botines de caña alta.

Cumplí con su pedido no sólo por evitarle una pulmonía de mil demonios, sino porque tenía curiosidad por saber cómo se lo veía con una vestimenta diferente a su traje de Lucifer.

–¡Qué buen mozo estoy! –exclamó mirándose en el espejo de arriba a abajo–. Con esta pinta loca cualquiera puede conquistar el corazón de una mujer que busca un hombre exótico, capaz de encenderle la hoguera del amor en sus noches de invierno...
 
–No es tan fácil, Tío –aclaré, mientras abría la botella de vinglögg que compré para invitarle en su primer invierno en Suecia, aunque todavía no cayó la nieve ni el paisaje se vistió de novia.

El Tío, que posee la facultad de mirar a través de las paredes lo que hacen los vecinos, sintió desde hace días los olores de la Navidad, diferentes al de los gases malignos del interior de la mina. Y, al verme vaciar el contenido de la botella en una tetera puesta sobre la hornilla, con clavo de olor, canela y pasas de uva, se calentó las manos con el vaho de la respiración y preguntó:

–¿Por qué compraste vinglögg, cuando podías haber comprado el Casillero del Diablo?

–Porque es la bebida tradicional sueca. Se toma en invierno para aplacar el frío y templar el cuerpo –le expliqué mientras mecía las pasas, la canela y los clavos de olor en la tetera.

Después vacié el humeante líquido en una taza con asa y se la pasé al Tío, quien, de puro sentir el aroma del alcohol, se acomodó en su trono, los ojos iluminados por la alegría y los dientes perlados por la sonrisa.

–Mmm... –musitó al primer sorbo–. Esto me recuerda al ponche, al té con trago y al sucumbe, que se toman en las frígidas noches del altiplano boliviano.  

El Tío, que hasta entonces también vio los adornos de la Navidad en la casa de los vecinos, obedeció al natural impulso de su curiosidad y lanzó la pregunta:

–¿Qué simboliza el arbolito de plástico, lleno de cintas, luces y regalos, que la gente tiene en el lugar más llamativo de la casa?

–Dicen que simboliza el árbol que Dios puso en el Paraíso –contesté–. De ese árbol cuelgan las frutas de la vida, representadas por manzanas, nueces, bizcochos y, en sentido figurativo, por adornos esféricos dorados y plateados, y luces multicolores que se encienden en vísperas de la Noche Buena.

–¡Noche Buena! ¿Cuándo es la Noche Buena? –indagó atravesándome con la mirada y alisándose las barbas.

–El 24 de diciembre, que es la noche en que nació Jesucristo. Dicen que para redimir a los hombres de buena fe y construir un reino de paz y amor en la Tierra.

El Tío se quedó callado y dubitativo, quizás pensando en que él, en su condición de absoluto soberano de las tinieblas, era el único que sabía lo que era una noche buena y una noche mala. Luego aligeró otro sorbo de vinglögg, sin ch’allarle a la Pachamama, y dijo: 

–¿Y cómo se enteraron del nacimiento del Redentor de la humanidad?

–Por medio de una estrella que iluminó los cielos del Oriente. Los Reyes Magos, llamados Melchor, Gaspar y Baltasar, al enterarse del nacimiento del Macías en un pobre pesebre de Belén, acudieron a adorarlo, a lomo de camellos, llevándole preciosos regalos. La tradición cuenta que fueron guiados por la estrella hasta el mismo lugar donde su santa madre lo tenía entre sus brazos después de un parto indoloro, a diferencia del resto de las mujeres que fueron condenadas a parir con dolor debido al pecado original cometido por Eva, quien fue echada del jardín del Edén por haber contrariado las palabras de su Creador y haber cedido a las tentaciones de Satanás convertido en serpiente.

–¡Ah, carajo! –prorrumpió–. Esto que me refieres parece un cuento de hadas. Pero, bueno, dejemos de hablar del Mecías y pasemos a otro tema. Cuéntame, por ejemplo, dónde y cómo pasaste tu primera Navidad en Suecia...

–En un hotel de refugiados, donde me llevaron los policías de inmigración apenas pisé el aeropuerto de Estocolmo. El administrador del hotel alzó su copa de aguardiente y brindó por la felicidad y la buena suerte. Al pie del arbolito, que en realidad era la rama de un abeto natural, estaban los regalos empaquetados y amarrados con cintas multicolores. El administrador, un hombre alto, robusto y rubio como los vikingos, puso su taza en la mesa y, gritando el nombre de los presentes, repartió los paquetes con un gesto amable y una sonrisa de ceja a oreja. A mí me tocó una bolsita de condones Black.

–¿Y para qué condones si no tenías ni mujer? –se rió el Tío y sorbió el vinglögg con fruición.

No supe qué contestar. Se me ruborizó la cara como si el mismo vinglögg me quemara por dentro y, sin darle más chances, preferí proseguir con mi relato:

–Los niños estaban reunidos en otra sala, donde entró un hombre disfrazado de Papá Noel; tenía un gorro en forma de cono, una máscara con los pómulos rosados y la barba blanca; un traje rojo que le daba la apariencia de estar embarazado y unos botines de cabritilla; llevaba una bolsa de regalos al hombro y una lista con nombres en la mano.

El Tío sopló el líquido humeante de la copa y preguntó:

–¿Y quién es ese personaje tan extraño, vestido de rojo como los demonios?

–Es Papá Noel –contesté–. Es el personaje central de estas fiestas de derroche y alegría, de farra y glotonería. Según la tradición escandinava, este viejito vive en los bosques nevados al norte de Finlandia, desde donde llega una vez al año, pero una sola vez, en un trineo tirado por renos. Los niños lo esperan con ansiedad, porque les trae los regalos con los cuales ellos soñaron todo el año. Antiguamente, aparecía por las chimeneas y, antes de desaparecer, depositaba los regalos debajo de las almohadas o dentro de los calcetines que los niños colgaban en la ventana. Mas ahora, que vivimos en una sociedad de consumo desenfrenado, los niños saben que Papá Noel no existe, pero igual lo esperan año tras año.

–Qué coincidencia. Papá Noel y yo nos parecemos –dijo ensimismado–. Él da regalos a los niños y yo les doy el mineral como regalo a los mineros. Él  aparece y desaparece por las chimeneas, y yo aparezco y desaparezco en las galerías...

–Sí, Tío –le dije–, pero en algo más se parecen.

–¿En qué, pues?

–En que Papá Noel, a modo de castigo, no distribuye regalos a los niños desobedientes, como tú no concedes los pedidos a quienes no te respetan ni te rinden pleitesía.

–¡Bien dicho, carajo! –concluyó, tomándose con gusto el último sorbo de vinglögg.

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Vinglögg: Ponche navideño sueco.
Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinde pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

jueves, 18 de diciembre de 2014


HOMENAJE A LOS MINEROS DE BOLIVIA

En este nuevo aniversario del Día del Minero Boliviano, instaurado en memoria a los caídos en la masacre de Catavi, el 21 de diciembre de 1942, quiero rendirles un homenaje personal a los hombres y las mujeres que, enfrentándose heroicamente a las tropas militares al servicio de los regímenes anti obreros, ofrendaron su sangre por una causa justa, por reclamar mejores condiciones laborales y de vida; una constante del sindicalismo combativo que ha dado magistrales lecciones de dignidad y de lucha.

Ya lo dije en repetidas ocasiones: los mineros han marcado a fuego mi vida y mi obra literaria. A ellos les debo mi conciencia revolucionaria y les estoy eternamente agradecido. Ellos fueron los maestros que forjaron mis ideales de justicia y ellos me enseñaron que la palabra libertad no es un concepto abstracto, sino un derecho fundamental que se debe conquistar para vivir en una sociedad más armónica y equitativa, donde todos seamos iguales y nadie sea más que nadie.

Los mineros, desde que tengo uso de razón, han estado presentes en mi mundo familiar, en el fondo de mi corazón y han poblado mi mente con sus testimonios personales, con los cuentos vividos y sufridos al fragor de la miseria, con los triunfos y las derrotas inherentes a la lucha de clases, donde los proletarios, armados con los principios ideológicos del socialismo, se constituyeron en la vanguardia de un pueblo decidido a romper con las cadenas de la opresión, impuestas por el imperialismo y sus cipayos nativos.   

En mi infancia, que transcurrió en las poblaciones mineras de Siglo XX y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, me sentí impactado por el asesinato de mi tío César Lora, acaecido en julio de 1965, y por la desaparición de mi vecino Isaac Camacho, en julio de 1967; dos líderes obreros que fueron víctimas de la CIA y del gobierno dictatorial de René Barrientos Ortuño. El cobarde asesinato de estos luchadores del sindicalismo nacional, me enseñó que el camino hacia la libertad estaba sembrado de peligros y que, a veces, era necesario sacrificar la vida para alcanzar el sueño soñado y abrir las grandes alamedas de la libertad.  

Otro episodio que gravitó en mi vida de manera decisiva, para que asumiera también como mía la lucha de los trabajadores, fue la masacre minera de San Juan, acaecida en la madrugada del 24 de junio de 1967, cuando yo tenía nueve años de edad; una tragedia que me tocó las fibras más íntimas y me convirtió en uno de sus testigos. Aún conservo en la memoria, como un recuerdo vivo y fulgurante, los incidentes de ese emblemático acontecimiento histórico, que comenzó siendo una fiesta y terminó siendo una tragedia. Las tropas militares hicieron gala de su brutalidad sanguinaria y las familias mineras lloraron a sus muertos entre velos teñidos de sangre.

En mi adolescencia he andado y desandado por la pampa María Barzola, unas veces cuando cruzaba el río por el puente colgante para ir a ver las películas que exhibían en el Teatro Simón I. Patiño, que el magnate minero hizo construir con bloques de piedra labra enfrente del ingenio de procesamiento de minerales de Catavi; y, otras veces, cuando iba a los balnearios de aguas termales, donde las familias mineras se daban cita para ingresar al baño turco, casi siempre reservado para los técnicos de la empresa, o al baño obrero, destinado a los trabajadores de bajo rango en la escala laboral.   

En el ciclo intermedio Junín, cuyo edificio estaba construido cerca de una enorme cruz plantada en un pedestal de cemento, donde había una lápida en cuyo epitafio se recordaba a los caídos en la masacre minera de 1942, cursé el séptimo grado escolar y aprendí a declamar los versos de El pájaro revolucionario, del eximio poeta tarijeño Óscar Alfaro. Años más tarde comprendí que mi maestra de lenguaje, que puso en nuestras manos las poesías de compromiso social del poeta de los niños bolivianos por excelencia, estaba también comprometida con la causa de los desposeídos y que su labor pedagógica, basada en los preceptos educativos de Paulo Freire, tenía la función de concientizar a los estudiantes por medio de la palabra escrita, cuya máxima expresión está en los versos capaces de sintetizar los pensamientos y sentimientos de un pueblo que, entre los flujos y reflujos de los acontecimientos sociales, lucha por conquistar la libertad y enarbolar las banderas de la justicia social.

Cuando me hice dirigente de los estudiantes del Colegio Primero de Mayo, no dudé un instante en que uno de nuestros deberes era apoyar la lucha de los trabajadores mineros, que en su gran mayoría eran nuestros padres, y actuar mancomunadamente junto a las valerosas amas de casa, que en su gran mayoría eran nuestras madres. Así aprendí que el sindicalismo revolucionario era la savia que mantenía viva las esperanzas de construir un mundo diferente al que nos ofrecía el capitalismo salvaje. Aprendí también mucho de las amas de casa, quienes, además de cumplir con las tareas del hogar, se daban tiempo para participar en la vida sindical junto a sus hijos y maridos.

A mediados de los años 70, en plena dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, compartí la resistencia organizada junto a los dirigentes mineros del sindicato de Siglo XX, quienes me enseñaron en la práctica -con su moral de lucha, su convicción ideológica  y su estoicismo inquebrantable ante las adversidades- que no se debe claudicar antes de haber librado la batalla.

Con doña Domitila Barrios de Chungara coincidí en las asambleas convocadas en la Plaza del Minero, en el Congreso de Corocoro, en mayo de 1976; en el interior de la mina, donde nos refugiamos durante la intervención militar; y algunos años más tarde, ya en la diáspora del exilio, volvimos a reencontrarnos en la ciudad de Estocolmo, donde organizamos una marcha de protesta contra el sangriento golpe militar que, en julio de 1980, protagonizaron Luis García Meza y Luis Arce Gómez, financiados por los narco-dólares y secundados por un grupo de paramilitares que tenían órdenes de liquidar físicamente a los agitadores de la izquierda, como lo hicieron con Marcelo Quiroga Santa Cruz y otros mártires del movimiento obrero y popular. 

No cabe duda de que en las aulas del ciclo intermedio Junín, ubicado en la pampa donde cayó María Barzola envuelta en una bandera tricolor y bajo una lluvia de balas, y donde se firmó la ley de nacionalización de las minas el 31 de octubre de 1952, nació mi interés por cultivar la literatura de ámbito minero, convencido de que la literatura tenía la fuerza de reflejar, con mayores o menores aciertos, la realidad social y el realismo fantástico de un mundo lleno de socavones y topos humanos, donde las epopeyas de las luchas sociales se amalgamaban con los mitos y las leyendas de la tradición oral.  

Las consejas mineras que escuché desde niño, unas veces con temor y otras veces con regocijo, estimularon mi fantasía y mi interés por narrar historias en torno a la imagen mitológica del Tío, que representa el mestizaje cultural y el sincretismo religioso entre las creencias paganas ancestrales y la religión católica impuesta por los conquistadores. El Tío, tanto en el imaginario popular como en mis textos literarios, es el amo de los mineros y el guardián protector de las riquezas minerales. Es dios y diablo en la cosmovisión andina, una auténtica deidad en la que depositan sus esperanzas los trabajadores del subsuelo, quienes le temen con cariño y le rinden pleitesía ofrendándole cigarrillos, hojas de coca y botellas de aguardiente.

Por todo lo mencionado, y en conmemoración a la masacre perpetrada en la pampa María Barzola en diciembre de 1942, rindo mi más ferviente homenaje a los mineros bolivianos y espero que mi modesta obra literaria sea el mejor tributo a su memoria histórica. Por eso escribo sobre la temática obrera y sus asuntos, con un deseo y sentimiento que nacen desde lo más hondo de mi corazón, pues todo lo que sé, como ya se los manifesté, se los debo a los trabajadores mineros de Bolivia.  

miércoles, 10 de diciembre de 2014


LA VANIDAD DE UN POETA

Hace un tiempo atrás, mientras les echaba un vistazo a las páginas digitales de la prensa boliviana, leí una nota que anunciaba la presentación de un poemario escrito en inglés por un poeta cuyo nombre prefiero mantener en el anonimato. En ella se decía, entre otras cosas, que se trataba de la primera obra en inglés de la literatura boliviana. Cuando el periodista le preguntó al autor por qué había escrito un libro de poemas en inglés, éste contestó: quizás porque he escrito ya en francés y en otros idiomas, tal vez porque es algo que nunca se ha hecho antes en Bolivia... Luego añadió: ¡Se me ocurrió una locura!...

No cabe la menor duda, pero la locura real está en la vanidad de presentarlo ante un público que apenas carraspea los anglicismos que aparecen como interferencias en nuestra lengua materna. No es casual que él mismo admita su situación de incomprendido en Bolivia cuando dice: Había tiempos en los que me sentía un paria, porque hay más gente que lee mis obras en Londres y Noruega que en mi propio país. ¿Y qué quería nuestro poeta?, ¿qué los bolivianos aprendamos el inglés para leer sus obras?

Espero, sinceramente, que el poeta en cuestión no se trepe a las nubes ni se le suban los humos por el simple hecho de haber escrito unos versos en inglés, pues aun siendo un mérito el ser bilingüe, trilingüe o políglota, puede ser contraproducente la ciega ambición de buscar la fama impresionando a los más incautos; cuando en realidad, en estos tiempos corroídos por el arribismo y la superficialidad, es necesario anteponer la humildad a la soberbia, al menos como una actitud poética digna de encomio.

Si bien es cierto que la poesía no tiene fronteras ni banderas, es cierto también que el idioma tiene sus limitaciones concretas. Por eso mismo, escribir un poemario en inglés, en un país donde son pocos quienes leen versos en la lengua original de Shakespeare y Whitman, es, más que un acto de locura, un esnobismo que no conoce fronteras, una petulancia de la que suelen adolecer los jóvenes talentos, diría el escritor chuquisaqueño Raúl Teixidó.

Admito que existen escritores bilingües como fue el caso de Adolfo Costa du Rels, quien escribía con la misma destreza tanto en español como en francés, pero con el cuidado de entregar la versión francesa a los lectores galos y la que estaba en español a los hispanoamericanos. No conozco a otro autor que se haya atrevido a presentar su obra en inglés en un país donde las mayorías hablan español, quechua o aymará, pues me imagino que esa debe ser una situación tan extraña como la del mudo refiriéndose a sordos. Ahora entiendo mejor el porqué Blanca Wiethüchter, en una de sus entrevistas, definió a Bolivia como país surrealista. Claro está, en un territorio donde todo es posible, es también natural que el tuerto se haga el rey entre los ciegos.

Si la poesía es leída por la inmensa minoría, de la cual hablaba Juan Ramón Jiménez, entonces la publicación y presentación de un poemario en inglés deber ser como una gota de agua en un inmenso océano, pues no conozco a un solo poeta nacional que se haya dado el lujo de publicar cientos de ejemplares de un poemario, debido a la inexistencia de un mercado que le permita vender y difundir la obra de su creación. Ni siquiera los vates más notables de la literatura nacional han vivido de la venta de sus libros. Por ejemplo, el afamado Jaime Saenz, como la mayoría de los poetas bolivianos cuyas obras están destinadas a un círculo reducido de lectores, imprimía sus libros de manera artesanal y numerada, a veces no más de doscientos ejemplares que eran distribuidos entre amigos y conocidos, y casi siempre financiados con dineros prestados o de su propio bolsillo.

A estas alturas de la historia, me pregunto: ¿para qué escribir en inglés, si tenemos un idioma en constante expansión tanto geográfica como demográficamente? Pues sirve de vehículo de comunicación aproximadamente a 548 millones de individuos. Sólo en EE.UU. hay cerca de 35 millones de hispanohablantes y en el Viejo Mundo, sin tomar en cuenta a España, son varios millones los europeos que estudian el español como lengua extranjera; datos aproximativos que permiten constatar que el idioma de Cervantes es la tercera lengua más hablada en el mundo, después del chino mandarín y el inglés. De modo que el español, como sistema lingüístico y como vehículo de comunicación, es una lengua de cultura de primer orden; geográficamente compacta y de rápida expansión internacional desde la época de la colonización americana y las posteriores olas migratorias que se han experimentado a lo largo de cinco siglos. Además, aunque algunos países incluyen grandes zonas bilingües o plurilingües como el boliviano, el español sirve de medio de comunicación entre las diferentes comunidades que comparten un mismo territorio nacional.

Volviendo al caso de nuestro poeta despistado, se debe advertir que la capacidad de escribir en una segunda o tercera lengua no debe ser un acto de vanidad ni de esnobismo, porque se corre el riesgo de que el complejo de superioridad se convierta en un complejo de inferioridad, si se parte del criterio de que escribir en inglés o francés, y no en quechua o aymará, es sinónimo de ser más culto y civilizado, un craso error que se mantuvo vigente durante la colonia y la república, hasta que por fin hoy, bajo la dirección del actual Estado plurinacional, se están introduciendo los cambios necesarios en el sistema educativo, no sólo con el afán de que el bilingüismo y trilingüismo sea más activo, sino también con el firme propósito de que a las lenguas originarias se les conceda la importancia y el respeto que se merecen.

Considero que los escritores bolivianos, a excepción de quienes son bilingües o trilingües por razones obvias, deben seguir escribiendo en el idioma aprendido en el pecho materno y en el que esté más cerca del corazón; es más, el deber de los escritores estriba en evitar la extinción de un idioma por muy minoritario que éste sea en el constelación de las lenguas dominantes del mundo actual. Qué ganarían nuestros autores al escribir en lenguas prestadas, pues no sería lo mismo para los bolivianos leer las obras de Pedro Shimose en japonés, de Eduardo Mitre en árabe, de Blanca Wiethüchter en alemán, de Franz Tamayo en francés o este artículo en sueco.

De pasadita, valga recalcarle a nuestro poeta despistado que no se gana la fama ni la fortuna porque se escriba en un idioma prestado, por mucha que éste sea el mejor instrumento de la mentada globalización -bobalización, diría Eduardo Galeano-, sino con originalidad y con la intención de colocar a una pequeña aldea en el mapa universal. Por lo demás, si la obra de creación está bien concebida, tanto ética como estéticamente, de seguro que ésta será nomás traducida un buen día al resto de los idiomas confundidos en la Torre de Babel. Ahí tenemos el caso de los Premios Nobel de Literatura, quienes, sin haber dejado de escribir en su lengua materna, han sido reconocidos y galardonados por haber aportado con su talento al pluralismo cultural y multilingüe de la humanidad.

Por último, lejos de la vanidad muy propia de los jóvenes creadores, me tomo la libertad de convocarlos a que nos atrevamos a ser bolivianos, a conservar nuestra diversidad idiomática -entre ellas el español- y a sentir orgullo de nuestra cultura y sus tradiciones, que son los patrimonios más significativos que un pueblo puede dejar como herencia a las generaciones del porvenir, con un sentimiento genuino que se refleje en todos los ámbitos de la vida cultural.

martes, 2 de diciembre de 2014


SOÑAR CON EL TÍO

Todo parece estar dicho: el Tío -mi Tío-, como advirtiéndome que allí donde manda capitán, no manda marinero, se metió en mi mundo onírico para impedir que sueñe con angelitos y escuche, como por línea telefónica, los mensajes del divino salvador.

Como ustedes ya saben, cada vez que caigo en un profundo sopor, en el que a veces me veo transportado a otras dimensiones, sueño impajaritablemente con el Tío, como si lo tuviera metido bajo la piel o él me tuviera delante de sus ojos que, más que ojos, parecen dos pozos de lodo y fuego.

En las secuencias del sueño, que duran entre 100 y 120 minutos, no se me aparece como en las películas de Chaplin, en escenas torpes ni en blanco y negro, sino en tecnicolor como en las películas de cinemascope. ¿Quién sabe por qué? Quizás porque el Tío tiene la facultad de filtrarse en el subconsciente con la misma facilidad con que se filtran las imágenes por la retina de la memoria.

Lo insólito del hecho es que, a pesar de avanzar contra su voluntad suprema, me siento poseído en cuerpo y alma por su espíritu demoniaco. Él mira todo a través de mis ojos y blasfema contra todos a través de mi boca, utilizándome como un médium cada vez que se le pega la santísima gana.

En los minutos y segundos del sueño, donde el Tío se me aparece, ora vestido de Lucifer, ora vestido de minero, no me atrevo a decirle nada por temor a herir su sensibilidad y menos a reprocharle por temor a herir su orgullo, pues un simple disgusto podría ser suficiente para encender la chispa de su furia y el principal motivo para poner fin a mi vida.

Anoche, como casi todas las noches, lo vi caminando de puntillas, en medio de la mortecina luz que emanaba el pabilo de la vela, y acercándose hacia mí, con un dedo en la boca como para imponerme silencio, se sentó en la cama. Puso la palmatoria en el velador, tomó una de mis manos entre las suyas y me habló así: Ahora que eres mi siervo y aliado, espero que no te eches pa’atrás y te arrepientas del pacto que sellaste conmigo. Tú me diste vida con tu imaginación, como Dios le dio vida al primer hombre con su divino aliento. Tú te esforzaste para que mi estatuilla, forjada en roca y arcilla, tuviera vida, voz y movimientos, y para que castigara a los que, en actitud de rebeldía y soberbia, desobedecen mis mandatos de soberano de las tinieblas, aun sabiendo que soy el absoluto dueño de las minas y sus riquezas.

Yo, viéndome rendido a merced del Tío, cuya mirada me atravesaba como un relámpago de fuego, primero me alegré por dentro y, a poco pensar que la cosa iba en serio, me angustié como nunca y dije para mis adentros: ¡Pucha, caray! ¿Por qué mierdas vendí mi alma al diablo? ¿Ahora qué hago?

Y como no sabía qué hacer, quise gritar, chillar, pedir auxilio, pero fue inútil; tenía la garganta seca y cerrada. Me sentía como una porquería cualquiera, como una criatura soltada de la mano de Dios, quien, por cierto, hace mucho ya que me negó su misericordia y me cerró las puertas de su paraíso celestial.


El Tío se levantó de la cama, alzó la palmatoria del  velador y, retirándose a paso lento y sin despedirse, se perdió detrás de la puerta, dejándome sumido en un remanso de dudas y temores. Lo más jodido es que uno, por mucho que no quiera, ama más al diablo que a Dios. Quizás sea porque dentro de nosotros habita más la maldad que la bondad de la leche humana. ¿O me equivoco?

Cuando desperté, el sol se encontraba en su punto más alto y en el cuarto aún flotaban palabras e imágenes difusas, como si el mismísimo Tío, a modo de macanearme más de la cuenta, los hubiese dejado allí, con la intención de hacerme creer que todo lo que forma parte de la realidad, forma también parte del mundo onírico en cuyo telón de fondo se reproducen, como en una película proyectada en función rotativa, las palabras e imágenes que bullen en el pozo de la memoria.

Desde que lo conocí al Tío, en mi primera visita al interior de la mina, no he dejado de pensar en él ni un solo instante. Lo llevo conmigo por donde ando y desando, como si fuese mi propia sombra, dispuesto a no dejarme vivir en paz, ni de noche ni de día. Y lo que es más grave, a veces, me parezco a él en los dichos y los hechos, pues queriendo hacer el bien, como todo filántropo de capa y espada, siempre acabo haciendo el mal por la maldita suerte de haber nacido de pies y no de cabeza.  

Apenas me senté en la cama, empecé a llorar bajito, como si el sueño hubiera sido una realidad y no un simple reflejo de mi fuero interno. Así estuve por un tiempo, hasta que escuché una voz llamándola desde el patio, donde los inquilinos de la casa, vestidos de luto y con guirnaldas de flores artificiales, se congregaron para asistir a mis funerales.

Eso sí, no puedo resistir a la tentación de compartir con ustedes mis sueños con el Tío, aunque siempre que escapo de sus garras, despertándome empapado en sudor y con una angustia devorándome por dentro, me siento como un condenado que retorna al reino de los vivos, cargando a cuestas un miedo acosador, que ni pa’qué les cuento.

Por lo demás, ustedes me dirán qué debo hacer para liberarme de él y de los sueños que, más que experiencias oníricas, parecen pesadillas metidas en el fondo de mi alma, atormentándome con la misma inmisericordia con que un amo atormenta a su esclavo, venga de donde venga. ¡Qué carachos!

Cuando encuentren una posible solución a mi problema existencial, les suplico que, por favor, me lo hagan saber a través de mi blog, correo electrónico o cuenta de Twitter; de lo contrario, esto que escribo después de haber huido de mi más reciente pesadilla, será lo último que les cuento en vida.

viernes, 28 de noviembre de 2014


LOS CUENTOS DE LA MINA EN LAS TABLAS

El Teatro Kusisiña, conformado por los jóvenes actores Roberto Espinal y Rosa Paye, presentó el viernes 28 de noviembre, en el Rajatabla Café-Bar, el montaje de CUENTOS DE INTERIOR MINA, DONDE EL DIABLO DOMINA, basado en las narraciones del escritor Víctor Montoya, quien reside actualmente en la ciudad de El Alto.

Los temas y personajes fueron teatralizados en base a los cuentos: La k’achachola, La viuda y el juku, La palliri, El Imán y la chola forastera, entre otros. Una acertada elección para recrear el mundo minero, cuyo personaje central es el Tío, un ser ambivalente que, al ser diablo y dios a la vez, sintetiza el sincretismo religioso entre el catolicismo occidental y las creencias paganas de las culturas andinas.

Los Cuentos de la mina, obra que cuenta con varias ediciones y traducciones a otros idiomas desde el año 2000, es un rico mosaico de narraciones que, tanto por el estilo literario como por el tratamiento del tema, pueden ser adaptadas al teatro sin mayores dificultades; una labor que, con ingenio y experiencia actoral, fue realizada con admirable solvencia por los miembros del Teatro Kusisiña.

Los actores

Rosa Paye es actriz, cuentera, maestra y directora alteña. Participó en la película boliviana El Cementerio de los Elefantes, con el personaje de Marlene. Es integrante del grupo Teatro del Quijote y presentó recientemente su espectáculo Cuenta Pankarita.

Roberto Espinal es artista, cuentero, titiritero, payaso y actor de cine. Forma parte del Teatro del Purgatorio y es miembro de la Asociación Cultural Artepresa. Este joven alteño participó en la película Evo Pueblo y en el cortometraje Impunidad. Como narrador de cuentos orales, estuvo presente en festivales de Bolivia, Perú, Paraguay, Argentina, México, Paraguay y Venezuela. Es premio Payaso de plata, 2006, y Payaso de Oro, 2008.

jueves, 27 de noviembre de 2014


POETAS MALDITOS

Conozco a algunos poetas malditos que, como castigados por un delirante destino, beben sus versos en toneles de licor, como paisanos que se entregan al amor ciego, incluso a riesgo de caer en el fango del dolor o perder la vida de un modo insólito. Sé que el desprecio y la incomprensión minaron sus existencias, aunque ellos no se dejaron apabullar por los dimes y diretes, conscientes de que toda forma de libertad tiene un precio y que la poesía no tiene la función de reflejar la sociedad sino de subvertirla.

No revelaré sus nombres, no viene a cuenta ni creo que sería de su agrado, pero tomaré sus experiencias para reflexionar en torno a la conducta de los llamados por sus pares poetas malditos, quienes, independientemente de su genialidad y talento, son marginados por sus contemporáneos y casi nunca reconocidos en vida; especialmente si llevan una existencia bohemia, desarrollando un arte provocativo y rechazando las normas establecidas por los convencionalismos sociales y los cánones políticamente correctos.

Los poetas malditos, en honor a su consagrado apelativo, son bohemios empedernidos, que declaman sus versos con el corazón en la boca, mientras el tufo del alcohol y el humo del cigarrillo rompen en pedazos la tertulia de amigos, donde todos comparten la ley de beber noche y día, hasta quedar hechos lona, agotados de empinar el codo y besar el gollete de la botella; al fin y al cabo, comparten más o menos una misma historia personal: no tienen familia, trabajo ni bienes inmuebles, por asumir la pose de antihéroes, hasta terminar, en algunos casos, tirados en la miserable intemperie.

Los poetas malditos son dueños de todo y de nada. Sus versos son el cante jondo de su alma herida y un grito de pavor bajo el manto estrellado de la noche. Su poesía es tiempo comprimido como sus vidas, más comprimido todavía si, en lugar de dedicarle más tiempo a la escritura, optan por el camino del suicidio tras un síndrome de abstinencia, que los sumerge en una profunda depresión y melancolía.

Los poetas malditos tienen una genialidad al borde de la locura, una lucidez verbal que logra desnudar el lenguaje y una honestidad a prueba de balas, que les permite revelar los secretos de la vida, el amor y la muerte; a veces, recluidos en la soledad, dándole duro a la máquina de escribir y combinando sus largos períodos de aislamiento con botellas de aguardiente, soportan los flagelos de su cotidianeidad, invocando a la muerte como si se tratara de una encumbrada dama, a quien ruegan concederles la paz en el territorio de los difuntos.

Los poetas malditos, por antonomasia y legítimo derecho, son raras avIs, controvertidos y periféricos. Están en contra de la lógica formal, la disciplina y el refinamiento burgués. No en vano son retratados como desiguales respecto a la sociedad, con vidas trágicas y entregados con frecuencia a tendencias autodestructivas; todo esto a despecho de sus dones literarios, cuyo lenguaje poético transgrede las fronteras de lo convencional. Escriben a espaldas de la cultura oficial y hasta atentan contra la moral pública. Se mueven en los márgenes de la literatura, en los extramuros de la convención social, alejados siempre de la ortodoxia de escribas dóciles y escribanos de medio pelo.

Les Poètes maudits (Los poetas malditos), el libro de ensayos escrito por el francés Paul Verlaine, cuya primera edición data de 1884, es el que mejor define a los poetas hechos de bohemia y excesos, cuando dice que el genio de cada uno de ellos es también su maldición, pues los aleja del resto de las personas de costumbres atávicas, llevándolos a acogerse en el hermetismo y la autodestrucción como formas de existencia y escritura.

El concepto de Verlaine sobre el malditismo fue tomado de Bendición, poema de Charles Baudelaire, que está en el inicio de su libro Las flores del mal (1857), donde se sugiere que los poetas malditos son como los desequilibrados mentales que, además de depresivos y melancólicos, sólo pueden vivir en absoluta libertad, entregados a una existencia autodestructiva que, tarde o temprano, los induce hacia submundos parecidos a los avernos de Dante.

Sin embargo, su poesía, inspirada en su propia realidad existencial, transmite los vericuetos de sus sentimientos más profundos y profanos, que son criticados por los defensores de las buenas costumbres ciudadanas y los académicos que abogaban por una escritura propia de los salones literarios, donde no siempre se rescata la locura como fuente de creatividad y mucho menos las ideas irreverentes que, aparte de ser las llaves que abren las puertas del mundo mágico de las palabras, sirven para cosechar las ideas revolucionarias de una época.

Los poetas malditos, que se tornan en los personajes de sus propias obras, son tripulantes de una nave de locos, donde todos o casi todos viven a la deriva entre nubes de cigarrillos y oleajes de alcohol, lejos del cuerdo razonamiento y apartados de los códigos moralizantes de una sociedad hecha a golpes de normas y leyes preestablecidas por los poderes de dominación. Algunos de ellos, que allanan los caminos por los que luego transitan los sabios y eruditos de las ciencias humanas, atracan en los puertos del pecado y pronuncian discursos desafiantes contra las leyes divinas.

Estos poetas de pensamientos incendiarios, que escriben entre la locura y la lucidez, son los apóstoles que empujan los carros de la historia de la literatura, no sólo porque son hábiles en el manejo del lenguaje, sino también porque están liberados de los chalecos de fuerza impuestos por una sociedad conservadora y retrógrada, que escucha más a los prelados del ámbito religioso que a los filósofos que convierten el libre albedrío en una admirable virtud.

Los poetas malditos saben que su oficio consiste en captar el instante poético, donde el principio y el final no sólo se unen sino que se funden. Las palabras que casa el poeta no las separe el lector, salvo la misma respiración del poeta, quien hace un alto entre verso y verso, para echarse otro trago y aliviar la resaca. No cabe duda de que son rebeldes en la actitud y el verbo, escriben poemas exentos de métrica, rima y aliteración; en ellos, los versos breves, lacónicos, cargados de ironía, humor y reflexión, son como relámpagos que iluminan las penumbras del alma y aguijones que penetran en la mente del lector.

Los poetas malditos son conscientes de que la palabra tiene un poder trascendental cuando ésta es manejada por la destreza idiomática de quien aprendió a domar al lenguaje como a un potro salvaje, dejando de lado los artificios que tienen que ver con lo fónico, semántico y sintáctico del verso.

Ellos aprenden a sintetizar en pocas palabras las situaciones más difíciles, a economizar el lenguaje para simplificar las expresiones complejas, explayando siempre un lenguaje lúdico que, una vez convertido en metáforas de hondo sentimiento, calan como sables en la conciencia y los instintos naturales del individuo, que busca avivar su sed de amor o mitigar la pena de un amor perdido.

Asimismo, como respuesta a la métrica de la poesía clásica, que está llena de figuras de dicción y resonancias musicales, insisten en practicar el verso libre, convencidos de que la musicalidad no es un recurso suficiente para expresar todo lo que los sentidos percibían de la realidad, antes de que ésta sea transformada en poesía viva o en antipoesía.

De un modo general, no están acostumbrados a manifestar sus pensamientos y sentimientos de manera indirecta, sugerida, disfrazada; en esto se diferencian de quienes, creyendo hacer una poesía figurativa y altamente estética, suelen escribir con circunloquios, evitando no herir la sensibilidad ajena ni contradecir el consabido precepto de que una poesía sin ritmo no es poesía.

Valga señalar que la mayoría de los poetas malditos son autores de una obra proteica, olvidada y, no pocas veces, menospreciada y vilipendiada, pues no sólo se enfrentan a un entorno hostil, sino también a las críticas de los doctores de la literatura. No obstante, por muy tarde que lleguen a la cita con la historia, sus obras, en algunos casos dispersas y escasas, tienen la fuerza de salir de los sótanos oscuros de la indiferencia y emerger a la luz de la superficie, como una prueba contundente de que todo lo que es bueno y auténtico, más que acabar soterrado, está destinado a sobreponerse a los polvos del olvido y al paso del tiempo.  

martes, 25 de noviembre de 2014


LAS NARRACIONES FANTÁSTICAS
 DE LA TRADICIÓN ORAL

En culturas como la boliviana, donde se mantienen vivas las creencias pagano-religiosas, los habitantes tienen la mente proclive a las supersticiones y la cotidianeidad está transversalmente atravesada por la tradición oral, cuya sabiduría cultural se transmite de padres a hijos, de adultos a niños, a través de leyendas, mitos, cantos, oraciones, fábulas, refranes, conjuros y otras formas de manifestación de la oralidad, que ha sido desde siempre una de las mejores formas de preservar los conocimientos ancestrales y transmitirlos como testimonios de épocas pretéritas a las nuevas generaciones, con la finalidad de que éstas enriquezcan su bagaje cultural con los aportes del ingenio popular.

No existe un solo individuo que no haya alimentado su fantasía con las narraciones de la tradición oral, puesto que en todos los hogares se cuentan historias de espanto y aparecidos, con las que disfrutan tanto los niños como los adultos. Los cuentos de terror o de fenómenos paranormales siempre fueron una fuente de la que bebieron los escritores, porque contienen temas y personajes que nos son familiares desde la cuna hasta la tumba.
Desde la más remota antigüedad, todas las civilizaciones crearon a sus personajes fantásticos, concediéndoles atributos que los diferenciaban de los simples mortales. Ahí tenemos a los titanes y dioses mitológicos, que poseían poderes sobrenaturales y una vida contextualizada en dimensiones extraterrenales.

Muchos de estos personajes ficticios, creados por la fantasía de los hombres primitivos y modernos, han llegado a formar parte de las comunidades urbanas y rurales debido a que tienen una poderosa fuerza de atracción, que nos permiten cumplir nuestros sueños y deseos a través de las aventuras y desventuras que ellos protagonizan en el mundo fantástico que los rodea, casi siempre estructurado sobre la base de una imaginación que transgrede los límites del racionalismo y la lógica formal.
  
Los personajes fabulosos, hechos de magia y fantasía, rompen con las franjas temporales y espaciales de un modo particular, ya que poseen la facultad de morir y resucitar, de aparecer y desaparecer, de transformase en entes materiales e inmateriales y, sobre todo, la facultad de ser dioses y hombres y a la vez; una dicotomía que forma parte de su esencia desde el instante en que fueron creados como tales por la imaginación de los simples mortales que, desde la edad primitiva de las civilizaciones, tuvieron siempre la necesidad de creer que existen, en otras dimensiones, seres más poderosos que los individuos del mundo terrenal.

No es casual que los hombres primitivos, con una fantasía similar a la de los niños, hayan sido capaces de crear a los dioses y demonios, con la finalidad de proyectar su propio fuero interno, que luego se fue transmitiendo de boca en boca y de generación en generación, hasta llegar a nuestros días como un legado de nuestro pasado histórico.

Las narraciones fantásticas no son una invención de los escritores modernos, sino de los cultores de una antigua tradición literaria anclada en la oralidad de las viejas culturas de Oriente y Occidente, pero también de las culturas  precolombinas, como en el caso de América Latina. Lo que quiere decir que la explicación empírica de la realidad, con una sobredosis de ficción, siempre ocupó la mente de los hombres en todas las épocas y culturas.

Lo interesante es que las narraciones de la tradición oral, de un modo general, son similares en todas las culturas, así éstas no hayan establecido un contacto directo. Lo que hace suponer que los individuos, indistintamente del lugar geográfico y la época, compartían las mismas necesidades de despejar las dudas concernientes a los fenómenos físicos de la naturaleza, los instintos naturales de la condición humana, los misterios de la vida, la muerte y, por supuesto, la  existencia de otras formas de vida después de la muerte; de lo contrario, no se creería en la existencia de una vida en el más allá ni en el espíritu de los individuos que, después de muertos, retornan como condenados al reino de los vivos.

Todas estas creencias fascinantes del ingenio popular son elementos que sirven como base en la re-creación de una obra literaria que, más que ser el producto de una poderosa mente creadora, resulta ser el compendio de la memoria colectiva; es decir, la tradición oral convertida en literatura. No obstante, a pesar de esta evidencia, existen todavía quienes aseveran que las obras de carácter fantástico son creaciones auténticas y originales de los tiempos modernos; una afirmación que, desde luego, está lejos de la verdad, puesto que la literatura fantástica, en su forma oral y escrita, existió desde siempre. Por lo tanto, como enseña el sabio proverbio: No hay nada nuevo bajo el sol.

Todos los escritores, de un modo consciente o inconsciente, son plagiadores de los autores y las obras que los precedieron en su proceso de aprendizaje escritural. Esto lo reconocen, con la mano en el pecho, incluso los autores más prestigiosos de la literatura universal, conscientes de que el imaginario popular, desde los albores de la comunidad primitiva, fue el principal generador de narraciones que pretendían mostrar lo irreal o extraño como algo cotidiano y común.

La llamada literatura fantástica de nuestros tiempos, con personajes monstruosos y temas que abordan situaciones fabulosas, tiene sus referentes en autores y obras que se escribieron mucho antes de la Era cristiana, como el Poema de Gilgamesh, donde intervienen gigantes, dioses y hechos sobrenaturales. Asimismo, en los poemas épicos de Homero, particularmente en la Ilíada y Odisea,,se describen numerosos episodios protagonizados por personajes mitológicos y criaturas fabulosas, que no existen en la realidad pero si en el imaginario popular o en la cosmovisión de un universo ficticio narrado con verosimilitud, intentando convencer al lector de que es posible lo imposible, como ocurre en los cuentos de Las mil y una noches, que no tienen autor conocido, debido a que provienen de la tradición oral, como todos los cuentos compilados por Charles Perrault y los Hermanos Grimm.

Tampoco es casual que los escritores del llamado realismo mágico, desde Juan Rulfo hasta García Márquez, hayan encontrado su fuente de inspiración en varias de las narraciones del mundo bíblico, donde aparecen personajes con asombrosos poderes sobrenaturales y se describen episodios insólitos que, más que haber existido en la realidad, parecen haber sido arrancados de las páginas de una novela del género fantástico.

De modo que la narrativa fantástica de nuestros tiempos honda sus raíces en los relatos de la tradición oral, en las cuales los cuenteros natos, para lograr personajes debidamente caracterizados y argumentos sostenibles, dieron verosimilitud interna a lo fantástico o irreal, como en la retórica destinada a convencer de que lo negro es negro y lo blanco es blanco. Por eso mismo, los personajes y temas, plasmados en universos fantásticos de la forma más convincente y clara posibles, se acercan a los pensamientos y sentimientos de los oyentes y lectores, quienes se interesan, se identifican y se reconocen en las historias narradas con los recursos concebidos por la imaginación, capaz de mostrar que existen hechos reales que tienen una connotación fantástica, como existen hechos fantásticos que forman parte de la realidad cotidiana.

miércoles, 12 de noviembre de 2014


EL TÍO CASTRADO EN EL MUSEO MINERO DEL SOCAVÓN

I

Arribar a la cuna de los urus, en plena meseta alta del altiplano, es siempre un motivo para reencontrase con las leyendas y los mitos creados y recreados por el ingenio popular desde antes de que Oruro se llamara Oruro.

En esta misma ciudad, hecha de arenales, mineros, socavones, diablos y carnavales, tenía previsto visitarle al Tío en su ya legendaria morada, ubicada en el subsuelo del cerro Pie de Gallo, en la parte derecha del Santuario de la Virgen del Socavón, donde lo admiran y veneran quienes ingresan a ese sui géneris museo que lo exhibe como a una criatura que, siendo mitad humano y mitad demonio, representa el sincretismo religioso de una ciudad en la que se funde lo real maravilloso con la tragedia social de los candorosos khoyarunas.

Lo insólito fue que para visitarlo, como si se tratase de un desconocido y no de un viejo amigo, primero tuve que comprar un ticket en la secretaría y luego aguardar mi turno en el templo del Santuario, en compañía de un grupo de turistas que, moviéndose de un lado para otro como saltimbanquis, sacaban fotografías hasta del espíritu de los santos; entretanto yo, plantado cual centinela de un palacio real, contemplaba en un muro de roca natural, que parecía el ornamento de la puerta de entrada al museo, la perfecta réplica de una veta mineralógica hecha con casiterita, vivianita y cuarzo.

En eso nomás, la delgada voz del guía irrumpió el silencio y los turistas se agruparon para iniciar el recorrido hacia el museo, que se encuentra aproximadamente a unos 75 metros bajo tierra. Sentí el golpe del olor a copajira* y el espeso aire a medida que descendía por los peldaños de una gradería que, más que tener el aspecto de una bocamina abierta en la época colonial, parece un pasadizo angosto y húmedo que conduce al infierno de Dante.

II

Al llegar al piso de la galería, sujetándome de una cuerda que facilita el descenso, lo primero que me llamó la atención fue una cueva horadada en la roca, donde yace, a los pies de la imagen de la Virgen del Socavón, un muñeco en reemplazo del Chiru Chiru; ese legendario personaje al que, además de considerarlo el Robin Hood de la Villa Imperial de San Felipe de Austria, se le atribuye el honor de ser el causante de la veneración a la Virgen de la Candelaria en la tierra de los urus, donde los mineros la tienen como a  su Patrona desde fines del siglo XVI; es decir, desde el día en que encontraron su imagen pintada en la guarida donde vivía y se escondía el Chiru Chiru.

Según cuenta la leyenda, transmitida de padres a hijos, este ladrón, de cabellera arremolinada y honda sensibilidad humana, guardaba y veneraba a la Virgen de la Candelaria en su ladronera. Los creyentes juran que la Virgencita le iluminó el alma con la luz de su candela, hiciera bien o hiciera mal, hasta la noche en que el ladronzuelo, en un intento por apoderarse de los bienes de un comerciante de escasos recursos, fue mortalmente herido con el frío metal de un cuchillo y arrojado a la calle como un perro andariego y sin dueño.

El Chiru Chiru, cubriéndose la herida con las manos, caminó moribundo hasta la altura de Khonchupata, donde se le apareció una mujer parecida a la ñusta Inti Wara, quien, a pesar de tener un niño aupado entre los brazos, le ofreció su ayuda y, con la bondad y la predisposición de un lazarillo, le concedió fuerzas con su aliento y lo guió a rastras hasta el cerro Pie de Gallo, donde lo dejó descansar hasta que entornó sus ojos por última vez. Días después, los lugareños encontraron su cadáver tendido en el fondo de la pedregosa guarida, donde la lumbre de una vela iluminaba la imagen de la Virgen de la Candelaria, pintada en tamaño casi natural sobre el friso de la roca.

–¡Es un milagro! –exclamaron al unísono, mientras se postraban delante de la imagen, echándose cruces y rezando las oraciones del Avemaría.

Así nació la leyenda del Chiru Chiru y la veneración católica a la santa madre de Dios en la Villa de San Felipe de Austria, que con el tiempo cambió su nombre por el de Oruro en homenaje a los urus, como la mina Pie de Gallo cambió su nombre por el de Socavón de la Virgen en honor a la inmaculada imagen de la Mamita K’achamoza.

III

En la galería del museo, dividida en cinco interesantes secciones e iluminada por la luz mortecina de los focos, se exhiben las herramientas y los implementos de trabajo usados desde la época de la explotación argentífera, en un ámbito en el que se aprecia el maderamen hecho con callapos para evitar los derrumbes, parajes trifurcados, buzones de descarga, chimeneas de ventilación, rajos con vetas de mineral y otros vestigios que dan una leve noción de cómo se realizaba la faena en el interior de la mina.

No cabe duda de que el museo, que en realidad forma parte de una antigua bocamina, posee piezas de indiscutible valor histórico en el contexto de la minería, sobre todo, en lo referente a los instrumentos de trabajo que se usaban para la excavación y recolección de minerales desde fines del siglo XIX.

En el recorrido se observan perforadoras, colección de planos, antiguas máquinas de calcular, diversos minerales expuestos en vitrinas, un carro metalero plantado sobre dos herrumbrosos rieles, equipamientos usados por los mineros en la Era del Estaño y, junto a una serie de artefactos curiosos como teodolitos y brújulas, también un explosor eléctrico y un reloj de péndulo de principios del siglo pasado (1920), que fue propiedad del magnate minero Mauricio Hochshild.

IV

Como es de suponer, en esta mi visita al museo, tenía ganas de sorprenderle con mi presencia al Tío, cuya estatuilla principal está en el fondo de la galería, en un paraje atestado de cigarrillos, hojas de coca, botellas de aguardiente, latas de cerveza y otras ofrendas que le dejaron los turistas, como cuando los mineros, sentados sobre los callapos de su paraje, en una suerte de acto ritual establecido por las creencias ancestrales, ch’allaban y pijchaban en su presencia, a manera de congraciarse con él, suplicándole que los ilumine para encontrar las vetas, que los proteja de los peligros y luego los deje salir con vida de los tenebrosos vericuetos de su reino.


Luego me alejé del grupo de turistas y me acerqué a paso seguro hasta donde está el Tío, sobre una suerte de plataforma y sentado en un falso trono de madera, luciendo una percudida indumentaria debajo de las serpentinas que rodean su cuerpo. Y, aunque no transluce el resplandor de su linaje, tiene la estatura normal, la mirada impertérrita y un fuerte hálito a tabaco y alcohol, un guardatojo calado hasta la punta de sus orejas, botas de caucho, bolsas de coca y cajetillas de cigarrillos en sus manos que parecen garras.

No se inmutó ni se sorprendió por mi presencia, hasta el instante en que le saludé con el mismo respeto de siempre.

–Cómo estás, querido Tío –le dije, con el rostro encendido por la alegría y el corazón ahíto de felicidad–. He venido a visitarte desde la ciudad de El Alto… 

–Te lo agradezco muchísimo, mi querido escribano –contestó con la ronca campana de su voz–. Ya sabía que estás por aquí desde antes de que cruzaras la puerta de rejas metálicas y forjadas a golpes de martillo. ¿O acaso piensas que estoy cojudo por estar metido en esta ratonera? ¿O que he perdido las facultades de atravesar las rocas y paredes con la mirada?

No le contesté nada, como cada vez que lo veía molesto por algo que no era de su entero agrado, porque contradecirle en sus cabales razonamientos, que casi siempre los expresa de manera rotunda y con los ojos chispeantes cual enjambres de luciérnagas, era como meterse en los mismísimos calderos del infierno. 

–No te molesta que haya venido, ¿verdad? –le pregunté con voz trémula, mientras paseaba la miraba entre las ofrendas esparcidas a su alrededor.

–Cómo me va a molestar pues, carajo; al contrario, estoy feliz de que hayas venido. Lo único que me preocupa es que para visitarme, primero tuviste que pagar y luego atravesar por un templo consagrado a la adoración de las imágenes sagradas de la Santa Iglesia. ¿Sí o sí? ¡Qué jodido! ¿Verdad?

–Lo importante es que estás en manos de los custodios de la congregación de Los Siervos de María.

–¡Bahhh! –refunfuñó con aire malhumorado. Después, ordenándome que le encienda un cigarrillo, añadió–: La verdad es que hubiera preferido estar en mi paraje de origen a que me exhiban como a una inaudita pieza en este museo, nada menos que con dos de mis replicas, una pequeña y otra mediana, que están expuestas también en esta misma galería, donde todos los días debo soportar las cojudas preguntas de los turistas y las embusteras explicaciones de los guías que les maman con teorías que ellos mismos inventan sobre el porqué de mi existencia y sobre el porqué me tienen en las catacumbas de este Santuario católico, donde más que ser un santo patrono, soy un triste convidado de piedra.

Guardé silencio más por temor a él que por respeto al Creador, pero sin dejar de mirarle de arriba a abajo, mientras guardaba el encendedor en el bolsillo de mi saco.

El Tío me atravesó con los candentes dardos de su mirada y, aspirando el humo del cigarrillo, dijo:

–Estoy harto de que los guías y turistas tengan una idea errada de mi existencia. Nadie sabe con exactitud quién soy y de dónde vengo. Los guías, haciéndose los pendejos, les cuentan a los turistas una sarta de suposiciones que no tienen nada que ver conmigo. Unas veces les dicen que soy la representación de Wari, aquel dios cruel y vengativo que, al sentirse traicionado por los urus, a quienes los había creado cerca del lago Poopó, quiso exterminarlos desatando las cuatro plagas que tenían la misión de devorarlos, pero los gigantescos animales no lograron su cometido, debido a que fueron petrificados por la ñusta Inti Wara, la misma que, según cuenta la leyenda, me obligó a refugiarme para salvar mi pellejo en el vientre de la montaña, donde más tarde me encontraron los mitayos. Ellos, al constatar que había sufrido una suerte de metamorfosis, porque tenía un aspecto más de diablo que de vicuña, me llamaron Tiw y empezaron a tratarme como su benefactor y a rendirme culto y tributo para que les conceda las riquezas minerales. Otras veces les dicen que personifico al Supay de los quechuas y aymaras, a esa deidad precolombina que no sólo reinaba en el ukhupacha, sino que también era idolatrado por los nativos, hasta que llegaron los conquistadores ibéricos, quienes, al enterarse de que el Supay encarnaba a un espíritu maligno y que su morada estaba en el vientre de la Pachachama, lo confundieron con el Satanás del mundo bíblico, con el impenitente Lucifer, con ese hermoso ángel que, tras rebelarse contra la sagrada voluntad del Creador, fue condenado a purgar su osadía entre las llamas del infierno.

–Entonces, ¿cuál es la verdad sobre tu origen?

–Eso no te lo puedo decir, ni siquiera de manera confidencial. Estoy seguro que lo divulgarías a través de tus escritos, como lo hacen los periodistas de la prensa rosa, que no respetan la dignidad ni intimidad de los famosos y faranduleros.

–Quizás por eso mismo, por guardar ese secreto en un insondable silencio, todos se dan el lujo de inventar hipótesis sobre tu nombre y tu origen.

–¡Así es, pues! –dijo con tanta rabia, que sus ojos se le pusieron al rojo vivo–. Eso sí, aunque mi imagen es similar a la de los demonios, no soy el diablo, sino el Tío. ¡Soy el Tío, carajo!...

–¿Y por qué no les explicas esto a los guías, para que de una vez por todas se dejen de inventar tu origen y a la madre que te parió?

–No es tan fácil ni tan difícil, pero sí imposible.

–Entonces, al menos puedes sugerirles que lean mis libros para despejar sus dudas.

–No, eso no les puedo sugerir por la sencilla razón de que los responsables del museo han prohibido difundir tus irreverentes teorías entre los turistas del exterior y los turistas de tierra adentro….

Lo escuché atento, como cuando conversábamos en el cuarto oscuro de mi casa, donde lo tenía como a huésped especial, siempre atendido como un soberano y siempre apapachado con infinito cariño.

Sin embargo, cuando terminó de hablar, yo mismo, como cualquier turista que tiene más dudas que certezas sobre su presencia en el museo, le pregunté: 
  
–Si los curas te consideran diablo, ¿por qué te tienen aquí, tan cerca de sus narices?

–Eso pregúntaselos a ellos –contestó–. Supongo que me toleran porque creen que soy una de las deidades de la cosmovisión andina o porque saben que un diablo castrado es menos peligroso que un diablo armado de lujuria y tridente. Y, como te decía hablando en pepas, aunque mi apariencia es similar a la de los demonios imaginados por los padres de la Iglesia, a los devotos de la Virgen no les importa un rábano mi rabo ni mis cuernos. 

Al cabo de un tiempo, mientras observaba con detenimiento el guardatojo que coronaba su testuz, advertí que le faltaban sus cuernos. No supe qué decir, pero me cargué de valor y le disparé una pregunta a quemarropa:

–¿Y tus cuernos? ¿Qué ha pasado con esas protuberancias óseas, gachas y puntiagudas que tenías en la parte frontal, como los símbolos de traición que lucen los maridos cornudos?

–Ya, ya, ya… ¡No te pases, carajo! ¡Cómo te atreves a faltarme el respeto! –gruñó con el rostro bermejo y los ojos desorbitados–. No es lo mismo tener cuernos por ser diablo que por ser marido cornudo…

–Pero volverán a crecerte, ¿no es así?

–Eso no lo sé, porque los siervos del Señor parece que, al cortármelos con una cierra de calar, me han destrozado incluso la queratina, esa proteína rica en azufre, que les daba resistencia y dureza a mis cuernos que, en lugar de caerse como las astas de los ciervos, se hacían cada vez más fuertes y no dejan de crecer.


La mutilación de sus cuernos, me hizo suponer lo peor; por eso volví a mirarlo de punta a punta, para constatar si acaso le faltaba algo más en su cuerpo, mitad de humano y mitad de bestia. Y, en efecto, me llevé una sorpresa del tamaño del Santuario al ver que entre sus piernas le faltaba su reverendo órgano masculino, que le servía no sólo como bastón de mando, sino también para copular con la Chinasupay y la Pachamama.

–¿Con qué las fecundarás ahora? –le pregunté al tiro–. Te han cercenado el nervio que, debido a sus poderosas dimensiones, te convertía en la envidia de los curitas y en el ensueño de las monjitas.
 
–¡De eso ni hablar! –repuso quitándose la colilla de los labios. Después Iluminó su vientre con el fulgor de su mirada y, con un dejo de tristeza que se le escapó desde el fondo del alma, añadió–: Si bien es cierto que no me han reducido la fortaleza física al cortarme con un cuchillo de mueve pulgadas para matar cerdos, como cuando Dalila le cortó la cabellera a Sansón para arrebatarle sus fuerzas divinas, es cierto también que me han condenado al celibato mientras viva en esta ratonera, donde me visitan los turistas nacionales y extranjeros para sacarse fotos conmigo, como si yo fuese una reliquia religiosa y no el dios y diablo de la mitología minera. Además, antes de que uno de los custodios de Los Siervos de María me castrara, como Zeus hizo con Cronos, para redimirse de su propio complejo, las gringuitas se tomaban fotos conmigo, asomando su dulce cara contra mi cara y apoyando su suave mano en la parte más noble y erecta de mi humanidad. Ahora las cosas han cambiado, los hombres ya no me admiran por mi potencia viril ni las mujeres se sienten atraídas por mi mutilado cuerpo; así que estoy jodido, jodido y re-que-te-jodido, como un pobre inválido que no truena ni suena, como un macho que, después de desgraciar a muchas mujeres, está condenado a pagar sus culpas entre abrojos y martirios.

En ese instante escuché la voz del guía que, después de haber llevado a los turistas de un lado para otro, enseñándoles los detalles del museo, anunció que era hora de salir. Entonces no tuve más remedio que despedirle del Tío, no sin antes dejarle una botella de aguardiente para que aplacara su sed y prometiéndole volver otro día para seguir con nuestra conversa en esta misma galería, donde los colonizadores y mitayos creían que las riquezas de la montaña brotaban apenas se arañaban las rocas. La fiebre por los metales preciosos fue tan grande, que algunos confundieron incluso la pirita con el oro, como si no supiera que no todo lo que brilla es oro. 
  
–Te prometo que volveré antes del Carnaval –le dije, dándole un cariñoso abrazo de despedida y sintiendo que, más que desprender un olor a azufre, como ocurre con los diablos de los avernos, desprendía un fuerte olor a tabaco, coca y alcohol.

El Tío bajó la mirada y exhaló un inevitable suspiro. Me apretó entre sus robustos brazos y, con lágrimas que anegaron el fuego de sus ojos, me dijo que estaría esperándome para revelarme un secreto que tenía celosamente guardado desde el día de su nacimiento.

Lo miré por última vez y caminé en dirección a la quinta sección del museo, donde está la gradería que conduce directamente hacia el atrio del Santuario, que es una de las metas de peregrinación de los fieles durante los días del Carnaval.

V

Apenas alcancé el último peldaño, aspiré el cálido aire de la Plaza del Folklore, donde el sol reverberaba encima del monumento al minero y donde todos los años, a tiempo de ch’allar en agradecimiento a las bondades dispensadas por la Pachamama y el Tío, los danzarines de la diablada bailan con devoción en honor a la Virgen de la Candelaria, quien hizo su aparición misteriosa en el cerro Pie de Gallo; más todavía, la alegoría coreográfica de la diablada está inspirada en la lucha del Bien contra el Mal, entre el Tío y el arcángel San Miguel, quienes, en un momento en que el fastuoso Carnaval se hace plegaria y danza, bailan hasta caer rendidos a los pies la Patrona de los mineros.

El mismo Tío, disfrazado con su suntuoso traje de luces, baila como Lucifer en la fastuosa fiesta pagano-religiosa, representando la fusión entre la deidad subterránea de la cosmovisión andina y el diablo de la cultura occidental, desde que los mineros, reunidos al conjuro del descubrimiento de la imagen de la Virgen, a fines de 1789, resolvieron reverenciarla durante tres días al año, desde el sábado de Carnaval, usando disfraces a semejanza del Tío, para luego brincotear al ritmo de una cautivante música, que nadie sabe quién compuso, como nadie sabe quién pintó el fresco de la Virgen en la guarida del Chiru Chiru.


Antes de abandonar la Plaza del Folklore, con un montón de ideas atravesadas en la mente, me quedé con la sospecha de que el Tío, a quien lo visité en la galería del Museo Minero del Socavón de Oruro, no quiere bailar en el Carnaval, porque carece de los atributos que debe tener un Lucifer, no sólo para batirse en un reto a muerte con el arcángel San Miguel, sino también la fuerza volcánica para enamorar a las Chinasupay, acostumbradas a gozar con la potencia viril y las caricias infernales del amo y señor de las riquezas minerales.

GLOSARIO

Copajira: Agua mezclada con residuos minerales, de color amarillo y plomizo, proveniente de los relaves.
Ch’allar: Celebrar un acontecimiento rociando al suelo con alcohol, chicha o cerveza.
Chinasupay: Diablesa. Deidad y esposa del Tío.
K’achamoza: Mujer hermosa y elegante.
Pijchar: Mascar hojas de coca.
khoyaruna: Minero (khoya = mina, Runa = persona).
Supay: Diablo, Satanás. Personaje que representa la simbiosis entre la región andina y de la religión católica.
Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas.
Ukhupacha: Infierno. Mundo subterráneo por cuyos caminos se creía que peregrinaban los difuntos. Ukhupacha fue convertido en el infierno católico por el clero del coloniaje.