HOMENAJE A LOS MINEROS DE BOLIVIA
En este nuevo aniversario del Día del Minero
Boliviano, instaurado en memoria a los caídos en la masacre de Catavi, el 21 de
diciembre de 1942, quiero rendirles un homenaje personal a los hombres y las mujeres
que, enfrentándose heroicamente a las tropas militares al servicio de los regímenes
anti obreros, ofrendaron su sangre por una causa justa, por reclamar mejores
condiciones laborales y de vida; una constante del sindicalismo combativo que
ha dado magistrales lecciones de dignidad y de lucha.
Ya lo dije en repetidas ocasiones: los mineros han
marcado a fuego mi vida y mi obra literaria. A ellos les debo mi conciencia
revolucionaria y les estoy eternamente agradecido. Ellos fueron los maestros
que forjaron mis ideales de justicia y ellos me enseñaron que la palabra
libertad no es un concepto abstracto, sino un derecho fundamental que se debe
conquistar para vivir en una sociedad más armónica y equitativa, donde todos
seamos iguales y nadie sea más que nadie.
Los mineros, desde que tengo uso de razón, han estado presentes
en mi mundo familiar, en el fondo de mi corazón y han poblado mi mente con sus
testimonios personales, con los cuentos vividos y sufridos al fragor de la miseria,
con los triunfos y las derrotas inherentes a la lucha de clases, donde los
proletarios, armados con los principios ideológicos del socialismo, se constituyeron
en la vanguardia de un pueblo decidido a romper con las cadenas de la opresión,
impuestas por el imperialismo y sus cipayos nativos.
En mi infancia, que transcurrió en las poblaciones
mineras de Siglo XX y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, me sentí
impactado por el asesinato de mi tío César Lora, acaecido en julio de 1965, y
por la desaparición de mi vecino Isaac Camacho, en julio de 1967; dos líderes
obreros que fueron víctimas de la CIA y del gobierno dictatorial de René
Barrientos Ortuño. El cobarde asesinato de estos luchadores del sindicalismo
nacional, me enseñó que el camino hacia la libertad estaba sembrado de peligros
y que, a veces, era necesario sacrificar la vida para alcanzar el sueño soñado
y abrir las grandes alamedas de la libertad.
Otro
episodio que gravitó en mi vida de manera decisiva, para que asumiera también
como mía la lucha de los trabajadores, fue la masacre minera de San Juan, acaecida
en la madrugada del 24 de junio de 1967, cuando yo tenía nueve años de edad;
una tragedia que me tocó las fibras más íntimas y me convirtió en uno de sus
testigos. Aún conservo en la memoria, como un recuerdo vivo y fulgurante, los
incidentes de ese emblemático acontecimiento histórico, que comenzó siendo una
fiesta y terminó siendo una tragedia. Las tropas militares hicieron gala de su
brutalidad sanguinaria y las familias mineras lloraron a sus muertos entre velos
teñidos de sangre.
En mi adolescencia he andado y desandado por la pampa
María Barzola, unas veces cuando cruzaba el río por el puente colgante para ir
a ver las películas que exhibían en el Teatro Simón I. Patiño, que el magnate
minero hizo construir con bloques de piedra labra enfrente del ingenio de procesamiento
de minerales de Catavi; y, otras veces, cuando iba a los balnearios
de aguas termales, donde las familias mineras se daban cita para ingresar al baño turco, casi siempre reservado para los técnicos de la empresa, o al baño obrero, destinado a los trabajadores de bajo rango en la escala laboral.
En el ciclo intermedio Junín, cuyo edificio estaba construido
cerca de una enorme cruz plantada en un pedestal de cemento, donde había una
lápida en cuyo epitafio se recordaba a los caídos en la masacre minera de 1942,
cursé el séptimo grado escolar y aprendí a declamar los versos de El pájaro
revolucionario, del eximio poeta tarijeño Óscar Alfaro. Años más tarde
comprendí que mi maestra de lenguaje, que puso en nuestras manos las poesías de
compromiso social del poeta de los niños bolivianos por excelencia, estaba
también comprometida con la causa de los desposeídos y que su labor pedagógica,
basada en los preceptos educativos de Paulo Freire, tenía la función de
concientizar a los estudiantes por medio de la palabra escrita, cuya máxima
expresión está en los versos capaces de sintetizar los pensamientos y
sentimientos de un pueblo que, entre los flujos y reflujos de los
acontecimientos sociales, lucha por conquistar la libertad y enarbolar las
banderas de la justicia social.
Cuando
me hice dirigente de los estudiantes del Colegio Primero de Mayo, no dudé un
instante en que uno de nuestros deberes era apoyar la lucha de los trabajadores
mineros, que en su gran mayoría eran nuestros padres, y actuar mancomunadamente
junto a las valerosas amas de casa, que en su gran mayoría eran nuestras
madres. Así aprendí que el sindicalismo revolucionario era la savia que
mantenía viva las esperanzas de construir un mundo diferente al que nos ofrecía
el capitalismo salvaje. Aprendí también mucho de las amas de casa, quienes,
además de cumplir con las tareas del hogar, se daban tiempo para participar en
la vida sindical junto a sus hijos y maridos.
A
mediados de los años 70, en plena dictadura militar de Hugo Banzer Suárez,
compartí la resistencia organizada junto a los dirigentes mineros del sindicato
de Siglo XX, quienes me enseñaron en la práctica -con su moral de lucha, su
convicción ideológica y su estoicismo
inquebrantable ante las adversidades- que no se debe claudicar antes de haber
librado la batalla.
Con
doña Domitila Barrios de Chungara coincidí en las asambleas convocadas en la
Plaza del Minero, en el Congreso de Corocoro, en mayo de 1976; en el interior
de la mina, donde nos refugiamos durante la intervención militar; y algunos
años más tarde, ya en la diáspora del exilio, volvimos a reencontrarnos en la
ciudad de Estocolmo, donde organizamos una marcha de protesta contra el
sangriento golpe militar que, en julio de 1980, protagonizaron Luis García Meza
y Luis Arce Gómez, financiados por los narco-dólares y secundados por un grupo
de paramilitares que tenían órdenes de liquidar físicamente a los agitadores
de la izquierda, como lo hicieron con Marcelo Quiroga Santa Cruz y otros
mártires del movimiento obrero y popular.
No cabe duda de que en las aulas del ciclo intermedio
Junín, ubicado en la pampa donde cayó María Barzola envuelta en una bandera
tricolor y bajo una lluvia de balas, y donde se firmó la ley de nacionalización
de las minas el 31 de octubre de 1952, nació mi interés por cultivar la
literatura de ámbito minero, convencido de que la literatura tenía la fuerza de
reflejar, con mayores o menores aciertos, la realidad social y el realismo
fantástico de un mundo lleno de socavones y topos humanos, donde las epopeyas
de las luchas sociales se amalgamaban con los mitos y las leyendas de la
tradición oral.
Las consejas mineras que escuché
desde niño, unas veces con temor y otras veces con regocijo, estimularon mi
fantasía y mi interés por narrar historias en torno a la imagen mitológica del
Tío, que representa el mestizaje cultural y el sincretismo religioso entre las
creencias paganas ancestrales y la religión católica impuesta por los
conquistadores. El Tío, tanto en el
imaginario popular como en mis textos literarios, es el amo de los mineros y el
guardián protector de las riquezas minerales. Es dios y diablo en la
cosmovisión andina, una auténtica deidad en la que depositan sus esperanzas los
trabajadores del subsuelo, quienes le temen con cariño y le rinden pleitesía
ofrendándole cigarrillos, hojas de coca y botellas de aguardiente.
Por todo lo mencionado, y en conmemoración a la
masacre perpetrada en la pampa María Barzola en diciembre de 1942, rindo mi más
ferviente homenaje a los mineros bolivianos y espero que mi modesta obra
literaria sea el mejor tributo a su memoria histórica. Por eso escribo sobre la
temática obrera y sus asuntos, con un deseo y sentimiento que nacen desde lo
más hondo de mi corazón, pues todo lo que sé, como ya se los manifesté, se los
debo a los trabajadores mineros de Bolivia.
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