viernes, 23 de mayo de 2025

 

VÍCTOR MONTOYA EN ANTOLOGÍA INTERNACIONAL

Dioses y monstruos es una reciente antología digital que publicó Letralia –Tierra de Letras– en Cagua, Venezuela, con motivo de celebrar sus veintinueve años de actividad literaria y cultural. La antología puede descargarse de manera gratuita en la página web de Letralia: https://letralia.com/

El cuento del escritor boliviano, intitulado El hijo del Tío, forma para de los 76 trabajos seleccionados entre las propuestas de los autores provenientes de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Cuba, El Salvador, España, México, Perú, Uruguay y Venezuela.

En la presentación del libro, a cargo del editor responsable de la antología, el escritor Jorge Gómez Jiménez, se explican las motivaciones de esta antología que llevaba el llamativo título de Dioses y monstruos. En palabras del editor: el libro que tienes en este momento ante tus ojos, explora este tema a través de múltiples espacios estéticos, culturales y simbólicos (…) Lo mítico, lo contemporáneo, lo fantástico, lo íntimo, lo político, lo filosófico, se han dado cita en estas más de setecientas páginas con invocaciones a entidades antiguas y recreaciones demitologías personales, así como reflexiones sobre el cuerpo, la fe, la culpa, el poder o el lenguaje, con una variedad de tonos en los que el lector encontrará humor, crueldad, ternura y desconcierto.

El libro de 756 páginas, con ilustraciones atractivas y breves presentaciones de los autores, tiene una pulcra diagramación y ofrece una variedad de textos que despiertan el interés de los lectores, como los anteriores libros temáticos que fueron publicados en formato PDF por la editorial Letralia.

miércoles, 21 de mayo de 2025

 

RECUERDOS DE UNA EDUCACIÓN TRAUMÁTICA

Estudié pedagogía en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo, no tanto porque me interesaban las Ciencias de la Educación, sino porque tenía la curiosidad de saber si era el alumno quien no se adaptaba al sistema escolar o era la escuela la que no se adaptaba a la situación del alumno. Los estudios, además, me sirvieron para evocar mi pasado como estudiante del ciclo primario y secundario; una experiencia que dejó profundas huellas en mi memoria y en mi modo de contemplar la realidad compleja y contradictoria de un país cuyo sistema educativo sigue avanzando a trancos y barrancos.

Yo asistí, a mediados de los años ‘60 de la pasada centuria, a la Escuela Jaime Mendoza (Actualmente, Unidad Educativa Jaime Mendoza) de la población minera de Llallagua, donde aprendí a leer y a escribir de la mano de una profesora que trabajaba en este establecimiento educativo, que fue el primero en construirse en un terreno pedregoso y polvoriento, no muy lejos de los cerros que manaban minerales que hicieron ricos a unos pocos y pobres a la inmensa mayoría.

La escuela fiscal estaba ubicada en el centro del pueblo, frente a la plaza principal y una iglesia que no podía faltar en un medio fuertemente arraigado en la fe católica. Según datos oficiales, fue instituida como escuela municipal en febrero de 1907, en beneficio de los hijos de los trabajadores de la Compañía Estañífera de Llallagua, perteneciente a un consorcio chileno, y a los hijos de las familias que emigraron de las áreas rurales tras el auge de la industria minera a principios de siglo XX. Solo años más tarde, el 25 de julio de 1938, adoptó el nombre de Jaime Mendoza, en honor al destacado médico y escritor chuquisaqueño, quien trabajó en los centros mineros de Llallagua y Uncía, y escribió la primera novela de ambiente minero intitulada En las tierras del Potosí (1911).

Como les relataba líneas arriba, yo asistí, para bien o para mal, a esta escuelita de infraestructura pobre, con paredes de adobes y pupitres desvencijados, sin saber que yo mismo, un buen día y por esos extraños azares del destino, me haría escritor como Jaime Mendoza. El simple hecho de haber asistido a esta escuelita, en cuyas aulas aprendí a leer y escribir así sea con autoritarismo y mano dura, me permite rastrear los primeros pasos de mi vida intelectual y literaria.

Si alguien se pregunta por qué considero a Llallagua como pueblo y no como ciudad, la respuesta es concluyente: se debe a que en mi época, hace más de medio siglo atrás, apenas era un pueblo, con una infraestructura arquitectónica sin previa planificación y una población que no se alzaba al rango de ciudad. Llallagua fue creada como cantón por el D.S. del 27 de diciembre de 1899 y como la Tercera Sección Municipal de la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí por la ley del 17 de diciembre de 1957, promulgada durante la presidencia del Dr. Hernán Siles Suazo. Desde entonces tomaron varias décadas para que las autoridades municipales y los ciudadanos la consideraran una ciudad intermedia por su crecimiento demográfico, la expansión de las calles y viviendas, su importancia minera, comercial y la creación de la Universidad Nacional Siglo XX en 1985; una Casa Superior de estudios que es la criatura y esperanza de los trabajadores mineros de Bolivia. En el presente siglo, debido a razones obvias, nadie desconoce que Llallagua sea una de las ciudades intermedias más importantes de la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí. 

Retomando el tema principal de este opúsculo, diría que si yo no recuerdo el nombre de mi profesora de educación primaria debe ser porque odiaba la escuela con la misma intensidad que la odiaba a ella, quien, aplicando los preceptos de la pedagogía negra, estaba acostumbrada a enseñar con la varilla en la mano y a punta de tirones de patillas y orejas.

A diferencia de mis compañeros de curso, yo era un alumno que, más por factores emocionales que neurológicas, no podía asimilar las enseñanzas de la lectura y la escritura inicial; de modo que mi profesora, desesperada porque aprendiera a leer y escribir al mismo ritmo que mis compañeros de curso, me aplicaba la ley de la educación a palos, consistente en enseñarme las lecciones con una conducta rigurosa y hasta con violencia.

Está claro que el sistema escolar que me tocó vivir en la infancia correspondía a la escuela tradicional en la que el profesor enseñaba y el alumno aprendía, el profesor sabía todo y el alumno nada, el profesor ordenaba y el alumno acataba, el profesor pensaba primero y el alumno pensaba después, el profesor hablaba y el alumno escuchaba, el profesor disciplinaba y el alumno era disciplinado, el profesor era sujeto y el alumno objeto, el profesor impartía los conocimientos y el alumno asimilaba pasivamente, el profesor confundía autoridad con autoritarismo, mientras el alumno estaba obligado a ser sumiso y a esconder sus opiniones bajo un sistema educativo que desconocía las normas elementales de la democracia educativa, donde tanto el profesor como el alumno debían ser sujetos que se merecían un respeto recíproco y proyectaban una educación donde se premiara el diálogo, la participación activa del profesor y el alumno en el proceso de enseñanza/aprendizaje, basado en un análisis crítico de los conocimientos, un respeto a las diferencias culturales, a la equidad de género, a los credos religiosos e ideologías diversas.  

Cuando estudié pedagogía, en mis años de juventud, aprendí que el sistema de enseñanza autoritaria era propio de los profesores mediocres que no habían leído a los investigadores de la  psicología evolutiva, a los especialistas en los trastornos emocionales de los niños ni a los pedagogos cuyas teorías defendían a los alumnos con capacidades diferentes, quienes, de acuerdo a la Convención sobre los Derechos del Niño, tenían también derecho a la educación y a una enseñanza impartida con amor, competencia profesional y mucha paciencia.

Debo reconocer que mis años escolares estaban llenas de experiencias traumáticas, de castigos físicos y psicológicos, que se perpetuaron en el crisol de mi memoria por el resto de mis días, debido a que mi profesora no supo entender que tenía dificultades en el proceso de aprendizaje de la lectura y la escritura inicial, no porque era un retardado mental, un alumno tarado, sino porque tuve una infancia que no fue la más armónica ni normal en el entorno familiar y social. Así que, al menos en mi caso, se repitió a rajatabla el adagio popular que dice: La letra con sangre entra. 

Lo extraño era que, por entonces, mi madre ejercía como directora de la Escuela Jaime Mendoza. Algunas veces, en mis noches de insomnio, cuando no podía conciliar el sueño por lo mal que lo pasaba en el establecimiento educativo, me preguntaba si acaso la profesora era estricta conmigo por temor a que mi madre le reprochara por tener en su curso alumnos retrasados en sus estudios, o, simple y llanamente, porque le hizo algún daño en algún momento de su vida personal o laboral, y que, por un acto de venganza, se empeñaba en hacerme sufrir con el mismo dolor que mi madre le infligió a ella.

En cualquier caso, la furia, represalia o venganza, que la profesora descargaba sobre mi persona, en lugar de protegerme contra toda forma de violencia física o mental, lesiones o abusos, era un problema que correspondía al mundo adulto, en el que yo no tenía ni arte ni parte; es decir, la disputa entre ellas, por la razón que fuere, no me incumbía ni tenía nada que ver conmigo, aunque entiendo que la venganza, que a veces quema como el magna de un volcán en el pecho, puede emerger como una respuesta a la ira y el rencor, buscando satisfacer una necesidad de compensación o equilibrio emocional.

La profesora no se daba cuenta del daño psicológico que me estaba causando con su actitud despótica y en extremo detestable, convirtiendo mis años de infancia en un infierno, justo en el periodo más sensible de mi vida que, pudiendo haber sido el más feliz, se tornó en un tormento. Sea como fuere, a través del comportamiento de ella, acaso sin saberlo ni quererlo, aprendí el  proverbio que reza: La venganza es un plato que se sirve frío.

No cabe duda de que mis estudios de pedagogía me permitieron redimirme de mi condición de pésimo alumno y comprender que los profesores que tuve no eran educadores por vocación, sino unos tristes gana panes, que estudiaron en la Normal de Maestros por necesidad, pero sin saber lo que estudiaban, porque una vez ubicados en sus fuentes laborales, convertían la escuela y el colegio en campos para impartir una educación espartana, alejados de los preceptos de la pedagogía moderna, que pregonaba el bienestar social, emocional y educativo de los niños y adolescentes, quienes, al fin y al cabo, son los futuros profesionales de un país en vías de desarrollo y los futuros ciudadanos de una sociedad democrática, donde sus dotes personales y conocimientos adquiridos en los establecimientos educativos se constituyen en los principales pilares para construir una nación con valores éticos y morales en beneficio de toda la colectividad.

No está por demás decir que ni los educadores ni los padres de familia estaban conscientes de que la pedagogía moderna había incorporado en el sistema educativo instituciones que se hacían cargo de los niños que presentaban dificultades para asimilar los conocimientos del mismo modo como lo hacían sus compañeros de la misma edad. Las profesoras y los profesores, metidos en aulas atestadas de alumnos, no tenían la capacidad ni el tiempo para atender las necesidades especiales de algunos niños que, por motivos emocionales o neurológicos, no podían asimilar los conocimientos al mismo tiempo que sus demás compañeros de curso. De modo que los educadores, ante la impotencia y la frustración, acudían al castigo físico y psicológico del niño, creyendo que este era el mejor método para que el alumno aprendiera los conocimientos estipulados por el programa de educación primaria.  

La profesora que tuve en ciclo inicial se parecía a las brujas de los cuentos de hadas, porque ella, además de cargar un pesado morral con sus problemas familiares, se ensañaba con los niños maleducados, poniéndoles de un grito en sus sitios y tirándoles cocachos en caso de descubrirlos jugando en sus pupitres. Algunas veces, creyendo que la didáctica más aconsejable para enseñar a un alumno era ridiculizándolo delante de sus compañeros, me sacaba al frente de los alumnos y, mirándome por el rabillo del ojo y pronunciando mi nombre con todo el vigor de su voz, me alcanzaba un libro y me obligaba a leer la página que ella señalaba con el dedo índice. Desde luego que yo, más asustado que nervioso, empezaba a temblar, a tartamudear como si tuviera un nudo en la garganta y a sentir que un sudor frío me corría por la espalda, hasta el extremo de que mis ojos se anegaban de lágrimas y se me nublaba la vista. Así que no podía distinguir las letras y menos leer las palabras. Entonces la profesora, al constatar que no podía ni siquiera deletrear, me pegaba un grito cerca de los oídos y de un empujón me devolvía a mi pupitre, mientras yo sentía que el maltrato, la impotencia y la furia me consumían por dentro.

Por otro lado, en la escuela se reproducían las discriminaciones sociales y raciales que existían en el pueblo. Aún recuerdo que cuando uno de mis compañeros retornó a las aulas, después de las vacaciones invernales, con el apellido cambiado de Mamani a Mollendo, los niños no tardaron en burlarse de él, recordándole que su apellido no era Mollendo sino Mamani. Esta actitud de intolerancia, incomprensión y menosprecio se repetía en el caso de otros niños que, ante la presión social y la discriminación racial, se inscribían en la escuela o retornaban a las aulas con otro apellido distinto al que tenía en su partida de nacimiento, habida cuenta de que, de la noche a la mañana, el Condori ya no era Condori sino Condorset y el Quispe era Quisbert.

Desde luego que en ese ámbito, donde primaba la violencia verbal y emocional, no eran los únicos que estaban expuestos a una situación de burla de parte de los bribones y matones de la escuela, sino también los niños percibidos como extraños por su aspecto físico, sus dificultades de integración y su incapacidad de defenderse de los acosadores que los consideraban como individuos débiles, poco populares y sin amigos.

Yo pasé mucho tiempo observando, pasivo e impotente, las burlas contra el compañero al que sus padres le cambiaron el apellido, hasta que un día, armándome de coraje y asumiendo la actitud de El Zorro de la revista de series, salí en defensa de mi compañero de curso, quien estaba siendo hostigado por el mismo grupo de alumnos que campeaban a sus anchas en el patio de la escuela. Me puse el guardapolvo blanco como una capa, sujeté el primer ojal, cerca del cuello, con el único botón que tenía en mi uniforme escolar, desenfundé mi regla como una espada y embestí contra quienes lo acorralaban con palabras de mofa, riéndose a costa de la tristeza de mi compañero de curso, quien era una evidente víctima del acoso escolar. Ese día me puse a su lado, demostrándole mi amistad y solidaridad, como quien estaba dispuesto a defenderlo a cualquier precio. En esas circunstancias me di cuenta, de un modo intuitivo o instintivo, que los acosadores, más que ser valientes, eran un grupo de alumnos que se sumaban al líder de forma unánime y gregaria para atacar a la víctima, que, por lo general, estaba solo, callado, sumiso y sentado en el último pupitre del aula.

La mofa contra el débil se producía en los recreos y en diversos espacios de la escuela: en el patio, el baño higiénico y hasta en la calle, pero casi siempre lejos del control y la vigilancia de profesoras y profesores, que no se aparecían en esos lugares en los que hacía falta la autoridad de un adulto que imponga límites a este tipo de conductas, donde el acosador principal proyectaba su falsa imagen de líder sobre el resto de sus seguidores, de ese grupo de rapazuelos que, como una jauría de perros hambrientos, atacaban al acosado de manera intencionada y reiterada, sin más motivo que martirizarlo sin contemplaciones, mofándose de un modo hiriente y despectivo, hasta que la víctima rompía en lágrimas y terminaba con la cabeza gacha, segregado de toda actividad escolar, como los juegos, los deportes y las excursiones.

Sin embargo, si se considera el acoso como un patrón de comportamiento, entonces habría que deducir que los alumnos mofadores, que además de ser los más grandes, fuertes y considerados populares, buscaban mayor respecto y una indiscutible posición de poder. Por lo tanto, estaban  acostumbrados a la agresión física, intimidación y amenazas para humillar o transgredir emocionalmente al compañero de carácter débil, con el fin de sentirse a sí mismos más fuertes y mejores ante la víctima que era considerada alguien despreciable, indigna, débil, indefensa, estúpida y cobarde.

El acosador, incapaz de ponerse en los zapatos del otro e imaginarse qué sentía la víctima del acoso, no terminaba de empujar, insultar, poner apodos y burlarse sin cesar, con el fin de causarle un daño físico y emocional al compañero, quien, probablemente, ni siquiera se quejaba de su situación ante sus padres y hermanos mayores, sino que soportaba su angustia en silencio y mordiéndose la lengua, aunque en el fondo de su alma sentía depresión, ansiedad, falta de apetito, dolor de cabeza, insomnio, pesadillas, sensación de ahogo y hasta tenía ganas de quitarse la vida.

Solo cuando alcancé los umbrales de la pubertad, y dejé de creer en los cuentos de hadas y en la mentira de que los bebés eran traídos por una cigüeña desde París, empecé a razonar lógicamente y a darme cuenta de que lo que pasaba dentro de la escuela no era más que el reflejo de lo que pasaba en la sociedad donde vivíamos inmersos cada día, y que la conducta del acosador, que desarrollaba en su personalidad una actitud agresiva y hasta peligrosa, hondaba sus raíces en los problemas sociales, económicos, culturales y familiares que ellos asimilaban en el seno del hogar, donde los padres ventilaban sus prejuicios sociales y raciales delante de los hijos.

No era casual que en una sociedad injusta y desigual, donde se manifestaba el menosprecio por el indio o el mestizo pobre, era normal la ridiculización, el insulto, la burla, los apodos y las demás manifestaciones de las discriminaciones individuales y colectivas, que se reproducían en las aulas como parte de una sociedad existente fuera de los muros de la escuela, donde la discriminaciones eran el pan de cada día. Era allí, entre las cuatro paredes del hogar, donde los niños, de condiciones socioeconómicas más favorables, escuchaban en boca de sus padres las frases de menosprecio contra el indio o el mestizo pobre; por eso mismo, los niños más vulnerables al acaso escolar eran aquellos que provenían de las comunidades rurales, de las zonas marginales del pueblo y de las familias donde los padres eran analfabetos y vivían en condiciones precarias.  

El año que culminé la escuela primaria, cerca de las festividades de Navidad, tenía la sensación de que por fin me había librado de una educación espartana, de un sistema de enseñanza cuartelaría, donde yo, a diferencia de mis compañeros de curso, no pasé los años más felices de mi infancia, debido al autoritarismo escolar que reinaba en las aulas y a la falta de tolerancia de parte de mi profesora que, más que ser profesora, era la bedela de una educación retrógrada y obsoleta.

miércoles, 14 de mayo de 2025

MICROTEXTOS X

Amado

El amadísimo Amado, un egocéntrico de dimensiones monumentales, se amaba a sí mismo cuando nadie lo amaba.

Mujeres

Las mujeres adultas, que ya no tienen la piel ni los senos de veinteañeras, sino arrugas y cabellos argentados, son la belleza en el cenit de la madurez, la experiencia andante, pensante y hablante. Las mujeres mayores, a diferencia de las jovencitas de piel tersa y senos perfectos, son sabias para vivir y amar, mujeres a carta cabal.

Complejo de inferioridad

En los sueños se veía conviviendo con las celebridades que admiraba en su vida, pero ellos, mirándole con indiferencia, no le dirigían ni la palabra, como si no existiera en el mundo. Y, al despertar, se sentía con el complejo de inferioridad atormentándole como una pesadilla.   

Lucifer

El sacerdote se marchó al infierno y retornó de allí, convertido en Lucifer tentador de hombres y encantador de mujeres.

¿Cuál es primero?

Si el hombre es producto de la historia y la historia es producto del hombre. Entonces cuál es primero: ¿El huevo o la gallina?

Racismo

Todos somos iguales debajo del color de la piel. Todos tenemos la sangre roja, nadie la tiene de color azul, y el que no lo crea, que se haga un corte en la piel y así sabrá que el racismo no es una “ciencia biológica”, sino el invento de la estupidez del “hombre blanco”.

El amor

La amo infinitamente, es la que da vida a mi vida, la razón de mis alegrías y esperanzas, la mujer que encontré sin buscarla, la compañera de siempre y para siempre, la que apacigua mis iras, troca mis penas en sonrisas y estimula mis ilusiones con meditadas sugerencias. 

Me siento feliz de solo respirar su aliento y acariciar su piel con el hálito de mis palabras. No hay mayor dicha en el mundo que tenerle a mi lado, sentir como un fuego su mirada bajo el claro de la luna, que parece clavada en firmamento, empapándome la piel con las gotas de los luceros del alba, como en los soleados días en que ella calienta la frigidez de mi cuerpo con la temperatura de tu cuerpo.

El amor cobra sentido cuando palpo las sensibilidades de su alma y los latidos de su corazón, que destila ternura y sencillez a raudales, permitiéndome ser parte de su vida, de sus pensamientos y sentimientos pletóricos de los nobles ideales de libertad y justicia. 

Enciclopedias de la vida

Los libros no deben revelarnos los secretos íntimos de la vida, sino que, simplemente y llanamente, deben ayudarnos a descubrirlas como cuando descubrimos los conocimientos universales en las sabias enciclopedias de la vida misma.

La máscara

El hombre que lleva una máscara de Diablo, no es que pretenda ser Diablo, sino que es Diablo, al igual que el otro que lleva una máscara de Moreno, que no pretende ser Moreno, sino que se siente Moreno.

La máscara forma parte de la identidad personal, de la psiquis más profunda, del mundo inconsciente que se expresa a través de la máscara que vive y late en el estado irracional y que no solo existe en el reino del mito y el simbolismo. Si se les pregunta: ¿Están disfrazados para el Carnaval? Ellos se miran en el espejo y aseveran que no están disfrazados, sino que son la máscara cubriéndoles el rostro. El Diablo es Diablo y el Moreno es Moreno, sea de noche o sea de día.

Memorables pedos

Don Mamerto era un anciano residenciado en un pueblito valluno de Cochabamba. Vivía solo en una casa que tenía un pequeño huerto, donde criaba gallinas, patos y pavos. Don Mamerto, además de chicato y jorobado, era calvo y sordomudo.

En mi niñez, junto a mis amiguitos de juego, lo seguíamos a hurtadillas y detrás de sus espaldas, para que no nos vea ni se dé cuenta. Lo seguíamos, fisgoneando y entre risitas burlonas, toda vez que cruzaba por la plaza del pueblo, pues a cada paso que daba, se echaba un pedo tras otro, dándonos la sensación de que su calzoncillo debía estar manchado como por un soplete cargado de chocolate.

Suponíamos que él mismo no se daba cuenta de que arrojaba reverendas ventosas a lo largo de su itinerario. Lo interesante es que don Mamerto, a diferencia de lo que suelen hacer otras personas, no disimulaba sus pedos con gritos ni toses, los dejaba escapar como quien padecía de gastritis o comía demasiados porotos y lentejas. Nos daba la impresión de que no estaba consciente de la fetidez y la orquesta que tenía en el ano, ya que, a veces, sus ventosas le salían de manera sonora y prolongada, como una carcajada de perdigones.

Para nosotros, que lo seguíamos los talones, era todo un jolgorio escuchar los gases expelidos por don Mamerto; quizás, porque sus pedos, que parecían un solo pedo, nos causaba mucha gracia y, al recordarlos y contarlos entre amigos, nos partíamos de la risa, sin saber que a todos, en la plenitud de la vejez, nos podía pasar lo mismo, así controláramos nuestros gases que, sin saberlo ni quererlo, podían tener consecuencias por demás lamentables, no en vano reza el dicho popular: “Confianza ni en el pedo, porque hasta por peer uno se caga”.

Así nos divertíamos a costa de don Mamerto, hasta el día en que, al ser descubiertos por una señora conocida por su mal talante, que cruzaba por nuestro camino, nos detuvimos en seco y la respiración en vilo. Ella nos cogió por el cuello y, en tono de reproche y advertencia, nos dijo:

–¿Por qué se ríen? ¡Ustedes cuando sean viejos serán como don Mamerto!

Desde ese día, dejamos de perseguirle a don Mamerto, comprendiendo que no era bueno burlarse del padecimiento ajeno, que todos llegaríamos a viejos y que nadie estaba libre de sufrir flatulencias, salvo que nosotros, los traviesos niños del pueblo, jamás nos olvidaríamos de los memorables pedos que escuchamos en la infancia. 

jueves, 1 de mayo de 2025

EN LOS INFIERNOS DEL MUNDO MINERO

Cuando llegó a mis manos el libro Mineros, del fotógrafo suizo Jean-Claude Wicky, quien dejó la obra en una pequeña biblioteca de Uncía, con una dedicatoria de su puño y letra: Para la Biblioteca Municipal Uncía. Este libro, fruto de mucho tiempo afectuosamente compartido con los mineros. Con todo mi afecto, Jean-Claude Wicky, me sorprendió ver las extraordinarias fotografías, en blanco y negro, en torno a una realidad que hace vibrar de pasmo y de coraje. Me quedé vacío de palabras de solo ver a los mineros empujando los carros metaleros o sentados, alrededor de la estatuilla del Tío, en las penumbras de las galerías, donde no faltan los trabajadores, de rostros famélicos y cenicientos, de cuerpos esmirriados y casi esqueléticos, enfrentándose a las rocas para extraer los filones de estaño a fuerza de dinamitas, combos, barrenos, picos, palas y taladros. 

Entre las páginas del libro, publicado por Lunwerg Editores, España, en 2002, y dedicado A los mineros bolivianos, cuya tarea diaria consiste en buscar su destino en las profundidades de la tierra, me llamó la atención, sobre todo, esta fotografía tomada, a 540 metros bajo tierra, en una de las minas del legendario Cerro Rico de Potosí, donde se ven, desde la cintura para abajo, a dos mineros semidesnudos, en medio de una temperatura que parece tenerlos cerca de las puertas del infierno.

No cabe duda de que Jean-Claude Wicky conocía la mina por dentro y por fuera. En estas tierras áridas, con montañas de laderas escarpadas, donde reina el viento y el frío, y donde los campamentos crecieron alrededor de las bocaminas, hizo muchos amigos entrañables y encontró el principal motivo de su trabajo como fotógrafo; más que eso, como un artista en la toma de fotografías.

Todo su interés por retratar la tragedia minera, que perturba los pensamientos y sentimientos, comenzó después de haber visitado una mina en el antiguo Cerro de Potosí, donde impactado por la realidad del inhumano trabajo que realizan los topos humanos, se dijo a sí mismo: Un día haré un trabajo fotográfico sobre el mundo de los mineros bolivianos; una idea que plasmó diez años después, en 1984, cuando retornó a Bolivia decidido a reflejar, con su cámara a cuestas, el mundo miserable de los mineros y sus familias.

Durante varios meses compartió con ellos, visitando los campamentos construidos en las laderas inhóspitas de los cerros, cubiertas de arbustos silvestres y paja brava, donde el viento habla su propio idioma, soplando y resoplando casi sin respiro, como afirma el propio fotógrafo, quien estuvo aprendiendo lecciones de vida en las minas de los distritos de Colquiri, Caracoles, Chorolque, Huanuni, Siglo XX, Viloco, Ánimas y Siete suyos, solo para citar algunos.

No es casual que él mismo manifieste que llegó a conocer de cerca la vida de las familias mineras, sus alegrías, sus sufrimientos, sus esperanzas, sus rebeldías y sus terribles aguardientes. En los campamentos conoció la sempiterna pobreza  y retrató el rostro demacrado y los ojos sin brillo de los niños, las amas de casa, las palliris y los ancianos, antiguos mineros que forjaron riquezas para que otros vivan en la opulencia mientras ellos se hundían en la miseria.

Desde la primera vez que entró en la mina, el reino del Tío, el guardián de las riquezas minerales, a quien los mineros le rinden culto y le solicitan permiso para perforar las rocas y explotar los filos de mineral, se dio cuenta de que las lúgubres galerías se bebieron el sudor y la sangre de los mineros desde la época de la colonia. Quizás por eso mismo, en una de las páginas de su libro, rememora la frase que alguna vez los mineros le soplaron en los oídos: Nuestra riqueza siempre ha sido la fuente de nuestra pobreza.

Jean-Claude Wicky entraba en la mina al despuntar el alba, cuando todavía estaba oscuro y salía entrada la noche, cuando el manto de la oscuridad seguía cubriendo los campamentos mineros. Se acostumbró a no ver la luz del día por varias horas y a pensar que la oscuridad era tan agobiante como estar metido en una tumba. De ahí proviene el subtítulo de su libro: Todos los días… la noche.

En el laberinto de las galerías, apenas iluminadas por la luz mortecina de la lámpara enganchada en el guardatojo, aprendió a rociar el suelo con aguardiente, como una suerte de ofrenda a la Pachamama y al mitológico Tío; es más, con ese mismo quemapecho, que le ofrecían los mineros y que él sorbía del gollete de la botella, templaba sus ánimos y su cuerpo antes de proceder a tomar las fotografías que eran de su interés.

Este suizo andariego, que en su juventud fue futbolista de 1ra. división y en su vejez un acucioso observador de su entorno, ha pasado mucho tiempo en las entrañas de la tierra, recorriendo kilómetros y kilómetros por las galerías abiertas como tubos hechos de rocas, como serpientes reptando en la oscuridad, donde no se oye más que la respiración de uno mismo, las goteras de las bóvedas y el chapoteo de las botas en las charcos de copajira. En los parajes de algunas galerías tenía que avanzar de cuclillas, aspirando el polvo metálico que destroza los pulmones de los mineros. Aprendió a avanzar a gatas por los piques que amenazan con derrumbarse a cada instante, para luego trepar por buzones y chimeneas, como una araña queriendo huir de los embudos de la muerte.

Solo así, a costa de penetrar en el vientre de la montaña y en el alma de los hombres que entregan su vida a la Pachamama, ha logrado fijar, con los poderosos lentes de su cámara, esas magníficas imágenes que tienen el poder de testimoniar la dantesca realidad de los mineros bolivianos. Por lo tanto, se puede afirmar, sin temor a equivocarnos, que Jean-Claude Wicky penetró en el alma de los mineros como ellos penetran en las rocas a punta de barrenos y perforadoras, en un intento por producir riquezas, pero no para ellos, sino para los dueños de las minas, que primero fueron de los conquistadores en la época colonial, después de los barones del estaño en la época republicana y de la Corporación Minera de Bolivia desde 1952.

En algunas de las minas de la cordillera andina, que él conoció más que ningún boliviano, penetró en las secciones ubicadas en los niveles más bajos y de mayor profundidad, donde la temperatura suele superar los 45 grados Celsius, debido a la falta de ventilación adecuada, el contacto entre los óxidos del mineral con el oxígeno y el sistema de extracción de minerales. Sin embargo, su obstinada obsesión por lograr las mejores imágenes, en condiciones desfavorables para cualquier fotógrafo, no le fue tarea fácil, pues tuvo que enterrarse con los trabajadores en las profundidades más recónditas del mundo minero, sin vacilar un solo instante, pero preguntándose a sí mismo: ¿Cómo se puede fotografiar la humedad, el calor asfixiante, la falta de oxígeno, el olor acre del mineral que impregna los cuerpos? ¿Cómo se puede fotografiar la oscuridad espesa de la mina, más impenetrable que la roca, que borra todo sentido de la orientación, toda noción de tiempo y de distancia, una oscuridad que quema los ojos y hace que tu cuerpo desaparezca?

Esta fotografía, por ejemplo, fue captada en una de las galerías de una mina en Potosí, donde la temperatura alcanzaba los 50 grados y la humedad casi podía palparse. Me imagino que él se acomodó en el mejor ángulo del paraje para capturar el instante tal cual quería, levantó la cámara resbaladiza por el sudor en las manos, ajustó el visor a la altura del ojo y, con un mágico clic del disparador, capturó la foto teniendo la sensación de que la cámara se fundía en el calor, mientras el sudor le perlaba en la frente y la respiración se le anudaba en la garganta.

Estos mineros, además de estar expuestos al aire contaminado en un ambiente extremadamente caluroso, que les causa deshidratación y severas complicaciones para la salud, trabajan con el torso y la espalda desnudos, apenas en calzoncillos y las botas de caucho apisonando el suelo barroso y resbaladizo, mientras las gotas ácidas de la copajira, desprendiéndose desde la bóveda del paraje, empapan sus cuerpos brillantes por la grasa y el sudor que les corre como si estuviese metidos en el sauna. 

El calor es tan intenso que ellos, de cuando en cuando, se sacan las botas para vaciar el sudor acumulado en ellas y se lavan la cara con el agua de la botella o, en último caso, con su propio orín que, además de tener propiedades medicinales, es el único liquido refrescante para aplacar el sofocante calor en esas extremas condiciones de trabajo.

En estas galerías, semejantes a las catacumbas del averno, los mineros, que lucen las extremidades con las venas enraizadas como cuerdas debajo de la piel, no tienen el cuerpo cubierto de polvo sino de sudor, de un sudor que parece mojarles hasta los pulmones convertidos en coladeras por el polvo de sílice.

Estoy seguro que Eduardo Galeano, de haber estado en este mismo paraje, hubiera tenido que repetir su relato sobre el mar, que les contó, en el festín de su despedida, a sus amigos mineros en Llallagua, donde estuvo un año después de la masacre de San Juan, acaecida el 24 de junio de 1967, habida cuenta de que estos mineros de último nivel, exhaustos por el trabajo y flagelados por el calor, le hubieran suplicado al unísono: Y ahora, hermanito, dinos cómo es la mar.

Él se hubiera quedado mudo y atónito, porque no hubiera sabido qué decir,  pero ante la insistencia de: cuéntanos, cuéntanos cómo es la mar, Galeano no hubiera tenido más remedio que acudir a su léxico de cuentacuentero, hasta encontrar las palabras capaces de traerles el mar y hacer que las olas empapen sus sudorosos cuerpos, como sacándoles de la galería hacia una superficie donde la luz es más diáfana y el aire más puro.

Sin lugar a dudas, Este hubiera sido su segundo desafío en el arte de narrar, después de que en 1968, estando en Llallagua, les contó sobre cómo era el mar a sus amigos mineros, quienes le prepararon una despedida, entre cantos, tragos de aguardiente y chistes, hasta que uno de ellos, al despuntar el alba y antes de que la sirena del sindicato les convoque a trabajar, puso a prueba su capacidad de narrador para responder a la pregunta: Y ahora, hermanito, dinos cómo es la mar.

Las fotografías de Jean-Claude Wicky, registradas entre los años 1984 y 2001, son un testimonio de sus repetidas visitas a Bolivia, ocasiones en las que visitó varias veces los campamentos mineros y varias veces se internó en los profundos socavones.  Su experiencia vivida en primera persona, en una treintena de minas, fue suficiente para captar impactantes imágenes en blanco negro y dejar un legado visual sobre la inhumana explotación de los mineros en las gélidas cumbres del altiplano. Al hojear el libro, que fue editado simultáneamente en varios idiomas, uno se da cuenta de que Jean-Claude Wicky (Moutier, Suiza, 1946 – Biel/Bienne, Suiza, 2016), conoció muy de cerca las minas y a las familias mineras, entre quienes encontró amigos para toda la vida.

Los mineros lo acompañaron a recorrer por las tenebrosas galerías y ellos aparecen retratados en sus espectaculares fotografías, que han recorrido Europa, América Latina y Estados Unidos, donde su denominada serie de mineros bolivianos (1984-2001) fue exhibida en Museos y Galerías de Arte, recibiendo los sinceros aplausos de los visitantes y los aclamados comentarios en la prensa oral y escrita.

Jean-Claude Wicky palpó de cerca el cotidiano vivir de los mineros, penetrando en el vientre de la Pachamama, para verlos arañar las rocas y extraer el metal del diablo, esas fabulosas vetas de estaño, enraizadas en las montañas de los Andes, que hizo ricos a los tres barones del estaño (Simón I. Patiño, Mauricio Hochschild y Félix Avelino Aramayo) y pobres a los topos humanos, que parecen buscar riquezas, mientras mastican los sinsabores de la pobreza.

En Mineros. Todos los días… la noche están registradas no solo las condiciones de un trabajo inhumano, sino también el alma de los mineros bolivianos, como quien tuvo la genial iniciativa de tomarles una radiografía para conocer sus desgracias y esperanzas. En este libro se habla con imágenes sobre una realidad que no puede describirse con mil palabras o, por si dudan, pregúntenselo a Eduardo Galeano.

lunes, 21 de abril de 2025

RETRATOS PARA CONTEMPLAR Y DISFRUTAR

El libro Retratos es un magnífico mosaico de crónicas basadas en fotografías y pinturas de diversas épocas y culturas. La obra, por ser una suerte de compendio de conocimientos recreados por el autor, apela esencialmente a la inteligencia del lector, quien es, en última instancia, el principal destinatario de estas composiciones literarias que transmiten mensajes y sensaciones inolvidables por medio de un lenguaje coloquial y ameno.

Los textos, a caballo entre la crónica periodística y el relato literario, revelan la experiencia escritural y la inquietud intelectual de quien, valiéndose de las modernas técnicas narrativas, funde la realidad y la ficción en medio centenar de textos y contextos, que conforman un vehículo de comunicación de sabiduría y calidad estética, sin que por esto estén exentos de humor y espacios lúdicos.

En esta singular obra, donde todo parece arrancado de un mundo onírico, se tejen los cabos sueltos de los paisajes y personajes basados en pinturas célebres, como El yatiri, de Arturo Borda; Saturno devorando a sus hijos, de Francisco de Goya; Atardecer en el paseo Karl Johan, de Edvard Munch; Eva, de Fernando Botero; La mujer barbuda, de José de Ribera, entre muchas otras.

Asimismo, son igualmente interesantes los textos que, gracias a una historiografía consultada, reconstruyen algunos episodios protagonizados por personalidades que forman parte del imaginario colectivo, como el Gigante de Paruro, Ernesto Che Guevara, Marilyn Monroe, Ernesto Cavour, Subcomandante Marcos, Julio Cortázar y Augusto Pinochet, entre otros.

El libro constituye no solo un trabajo loable en la producción literaria nacional e internacional, sino también una formidable exposición de imágenes y textos que, fundiéndose como el anverso y reverso de una misma moneda, estimulan la imaginación del lector, quien, ni bien abre las tapas del libro, ingresa en un fascinante universo, donde el autor se encarga de guiarlo por los laberintos de una prosa escrita con un estilo poco frecuente entre los narradores de corte realista.

Los textos son inconfundibles tanto por el estilo como por el tratamiento de los temas, que identifican a un escritor cuya impronta es harto conocida por el manejo de un amplio abanico de registros narrativos, acorde a las nuevas corrientes de la literatura contemporánea. Los textos, que hacen vibrar de emoción y conocimientos, transitan por los territorios de la realidad y la fantasía, sin más pretensiones que estimular la imaginación y el gusto estético de los lectores interesados en desentrañar los meandros de una literatura que aborda temas de carácter universal.

En las páginas del libro, donde la palabra escrita y los retratos se fusionan de un modo extraordinario, el lector tiene la sensación de estar inmerso en fascinantes contextos, donde las artes visuales funcionan no solo como simples ilustraciones, sino como ejes centrales en torno a los cuales se reconstruyen escenarios poco habituales y se recrean insólitas historias de vida a partir de obras pictóricas e imágenes fotográficas.

viernes, 11 de abril de 2025

MICROTEXTOS IX

El ladrón

Se robó la Biblia, sin saber que estaba robándose la palabra de Dios.

La espera

A la muerte hay que esperarla como se espera a la mujer amada, porque llega cuando le da la gana y mientras menos se la espera.

La vida

–¿Cuál es el significado de la vida? –preguntó uno, barriendo el aire con un tono de persona escéptica.

–La respuesta es simple –contestó otro, de manera breve y categórica–. El significado de la vida es la vida misma.

Ellas                                                                                                                 

Las damas de compañía, mujeres de belleza divina y juveniles años, son vidas que inspiran y amores que matan.

Pasión secreta

El control de la autosatisfacción está simbolizado por el cinturón de castidad, que evita la masturbación, considerada todavía un pecado mortal y, como dirían algunas novicias sometidas al voto de castidad, evita que los traviesos dedos de la mano jueguen con el pequeñín que genera el mayor placer de las pasiones secretas.

Oralidad

Cristo predicó hasta el cansancio. Era maestro de la tradición oral. Sus sabias enseñanzas no las escribió en un libro, sino en la memoria de sus discípulos. Si alguna vez intentó escribir algo en la arena, las olas se encargaron de borrar para no dejar constancia de su amor por Magdalena. 

Hijo del Hombre

No debe ser fácil nacer por obra y gracia divina, ser sufrido entre los sufridos, azotado en el vía crucis, agonizar en el Gólgota, morir claveteado en los maderos y, como si fuera poco, resucitar para ser rey entre los reyes, nada menos ni nada más que por ser el Hijo del Hombre.

Gato negro

En la Edad Media, de acuerdo a las supersticiones, se creía que el Diablo se encarnaba en el gato negro, en esta mascota preferida por las brujas. Si una persona se cruzaba en el camino con un gato negro, este tendría no solo un día de mala suerte, sino un día menos de vida, porque no se cruzó con el gato sino con el Diablo.

Amor

Tu amor me arde en el pecho como una llamarada, llamándome amor desde el fondo de tu alma.

Quijote

En todo hombre anida un Quijote, un soñador, un justiciero, un aventurero y un loco enamorado, dispuesto a vivir batallas, desafíos, desilusiones, requiebros, amores, tormentas y disparates.

No es casual que el luchador social sea el prototipo del Quijote. Simboliza, por antonomasia, la abnegación y la entrega a nobles causas, como son los ideales de la libertad y la justicia.

El hombre, común y corriente, es un Quijote desarmado. No lleva yelmo, ni cota con anillos de acero, ni coraza de hierro para protegerse de las afiladas espadas y las armas de fuego. No lleva adarga al brazo ni lanza en ristre para acometer contra los enemigos del género humano.

El hombre es un Quijote que solo necesita armarse de coraje, como todo caballero de armas llevar, y acometer contra el adversario con la firme decisión de infligirle una derrota. Así lo hizo el caballero de la triste figura cuando se enfrentó al rebaño de ovejas y a los molinos de viento, creyéndolos enemigos invencibles por su ferocidad y sed de sangre.

El hombre, incluso cuando se trata de conquistar a una mujer, es un Quijote de sentimientos desenfrenados, un Quijote capaz de perder los estribos de su corazón y entregarse en cuerpo y alma a la mujer que ama con la fidelidad de un escudero y un perro galgo.

El hombre es un Quijote apasionado, que puede enloquecer por un amor platónico, ataviarse con armaduras de ternura, cabalgar en un Rocinante de ilusiones, desenvainar la afilada espada de la paz y desbaratar los peligros que amenazan la vida de su amada, aunque la bellísima Dulcinea solo exista en su imaginación y en su loco corazón de enamorado.

martes, 1 de abril de 2025

ALEXANDRA BRAVO Y SUS PLUMAS

Cierto día, muy entrada la noche, sonó mi teléfono sacándome del sueño. Cuando levanté el auricular, escuché una voz conocida, casi familiar. Era Alexandra Bravo, quien acababa de llegar de suiza para exponer una parte de su arte plumario, que practicó entre las tribus de la amazonia peruana, en el Museo Etnográfico de Estocolmo.

Acordamos vernos en la puerta del Museo. Aquella tarde el frío calaba hasta los huesos y la nieve caía sin cesar. La aguardé en la puerta hasta que ella salió acompañada por un pintor argentino, cuyo nombre no recuerdo. Alexandra estaba igual que antes, como si los años no le hubiesen tocado un pelo. Llevaba una pluma de pendiente y otra pluma de collar; tenía los ojos cansados, una cabellera enmarañada como por el resoplido del viento y una sonrisa que se ampliaba en su rostro a punto de estallar en una carcajada.

Mientras el pintor argentino nos conducía en su auto hacia el centro de la ciudad, conversamos animadamente, recordando la primera vez que nos conocimos en París, en una conferencia de exiliados bolivianos, que se llevó a cabo en el verano de 1977. Recordamos también las veces que fuimos al Museo Moderno, donde ella me hablaba de arte y de sus tentaciones políticas.

En un tramo del trayecto, se le acercó al pintor argentino y le dijo: Este boliviano es como mi hermano. Yo no supe cómo disimular mi vergüenza y me limité a mirar las luces de la ciudad, que parecían luciérnagas en la noche, y a recordar aquel día que, mientras viajábamos en el metro, ella me enseñó el perfil de su rostro, preguntándome: ¿Te gustan los rasgos de mi cara? Sí –le contesté–, pero para contemplarnos y no tocarlos. Ella me clavó una mirada seria y mantuvo un largo silencio.

Apenas arribamos al centro de la ciudad, descendimos del auto. El pintor argentino prosiguió su camino y nosotros ingresamos a un restaurante chino, donde conversamos desde lo más mínimo hasta lo más íntimo.

Hablamos de la estética del arte y, sobre todo, de sus proyectos e inquietudes. ¿Dónde y cómo nació tu interés por las plumas?, le pregunté. Es una historia muy larga –contestó–. Sin embargo, todo empezó el día que visité el Museo Etnográfico de Berlín, donde me enfrenté maravillada a una exposición de plumas; allí mismo, en el sótano que apestaba a desinfectante, aprendí las técnicas del arte plumario. Cuando retorné a Zúrich, ya tenía en la cabeza un mundo de ideas, todas ellas en base a las plumas. Estando en eso, se me presentó la oportunidad de viajar a Perú a desarrollar un trabajo en comunidades campesinas. Después me fui a la Amazonia en busca de conocimientos y materiales, que me permitieran realizar mi proyecto.  

La calle estaba vacía y en el restaurante no quedamos más que nosotros. Yo pedí otra cerveza y ella siguió contándome sus aventuras en Zúrich y en la Amazonia. A ratos, la pluma que le adornaba la oreja y el pescuezo, me evocaba, además del estereotipo que creó el hombre blanco del indio emplumado, a la figura extravagante de Frida Khalo, quien levantaba más aspavientos con sus atuendos autóctonos que con sus dibujos y pinturas.

Alexandra –le dije–.Supongo que las plumas tienen su historia como todas las cosas. Por qué no me cuentas un poco. Ella contestó muy rapidito: Las plumas son solo plumas. Empero, desde la más remota antigüedad han sido tan importantes como las aves que las llevan. En muchas culturas, los pájaros han simbolizado no solo la fuerza, la sabiduría y el coraje, sino también la vida, la muerte y la guerra. De ahí que las plumas de estas aves tuvieron un carácter social, religioso, mitológico y práctico. Por ejemplo, entre los incas, mayas y aztecas, las plumas eran sinónimos de poder y estatus social; con las plumas adornaban las diademas, los mantos sagrados, las armas de guerra y el cuerpo de los guerreros. En Europa, las plumas eran un atributo de las clases dominantes, de los caballeros con sombreros de copa alta y de las damas de relampagueantes joyas y sombreros de ala ancha. Y, en efecto, en las calles de escaparates lujosos se pueden ver todavía a personas de andar aristocrático, llevando en el sombrero un ala de colibrí o la cola de un quetzal, como si cargaran un arcoíris en la cabeza; sin saber que estas maravillosas aves, cuyas plumas se han trocado en joyas tan preciadas como el oro, jade o turquesa, son especies en peligro de extinción en las zonas donde son cazadas y desplumadas.

En vista que es difícil conseguir plumas de aves en extinción, ¿Puedes decirme de dónde provienen las plumas con las cuales trabajas?, le pregunté esperándome una respuesta larga. Ella me guiño el ojo y, levándose de la silla, contestó: De las aves de corral.

Salimos del restaurante, caminamos una cuadra entre la nieve que refulgía bajo la luz de las luminarias e ingresamos al metro que está al lado de La Casa del Concierto, donde todos los años se entregan los Premios Nobel.

Al cabo de nuestra conversación, apareció el metro rumbo a Hasselby y Alexandra se despidió, preocupada del porqué los señores del Museo Etnográfico de Estocolmo no le dejaron decir que para ella el arte plumario es una forma de manifestar su solidaridad y compromiso político con la lucha de los pueblos indígenas de América Latina. 

viernes, 21 de marzo de 2025

LA BIBLIOTECA FAMILIAR DE UNA VORAZ LECTORA

No sé si mi madre conocía la sentencia de Emerson que Borges solía citar: Una biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad”, pero sí sé que ella reunió en una pequeña biblioteca familiar algunas obras que eran de su preferencia y otras que compraba por necesidad laboral.

Yo les echaba un vistazo, de cuando en cuando, a los libros que tenía mi madre, no en su dormitorio, sino apilados en una vitrina-estante que ella puso, por razones obvias, en una de las esquinas del cuarto que yo ocupaba todos los días y todas la noches para actividades ajenas a la literatura.

Si mi madre tenía algunos libros de su interés, y que los compró con su magro salario, no fue tanto porque disponía de todo el tiempo del mundo para leer, sino porque era maestra de educación primaria y secundaria, y una madre con una pila de hijos, que reducían a poco su hábito de la lectura. Sin embargo, era una persona que, gustosamente, podía perderse en la frondosidad del bosque de palabras, en ese laberinto de renglones y párrafos, donde estaba la luz del conocimiento humano y la extensión de la imaginación.

Lo interesante de todo es que, algunas noches, ya recostada en la cama, la veía leer hasta que se le cerraban los ojos de cansancio y el libro se le caía, con las páginas abiertas, sobre la cara o el pecho. Otras veces, cuando yo llegaba tarde a casa, después de concluidas mis travesuras en el pueblo, la encontraba sentada en el sillón de la sala, durmiendo con el libro abierto sobre el regazo. No cabe duda de que era una voraz lectora, hasta el extremo de que leía todo lo caía en sus manos.

Desde su infancia había cultivado su afición por los libros. Se decía que de joven leía a toda hora, que estando en la Normal Simón Bolívar, donde estudió para ser maestra, hacia beber tinta, por ser la mejor en todas las asignaturas, a sus compañeros de curso. Leyó a los clásicos de la literatura universal, a los escritores del boom de la literatura latinoamericana y a los autores bolivianos cuyas obras formaban parte de la asignatura de lenguaje y literatura de la educación secundaria. No todos eran de su agrado, pero estaba obligada, en su condición de profesora, a leerlos para impartir las lecciones en el aula.

Los libros que leyó en su adolescencia, incluidas las obras eróticas de Anaïs Nin, Marguerite Duras y Vargas Vila, fueron lecturas pasionales, de curiosidad y aprendizaje que le marcaron por el resto de sus días, como las novelitas de Corín Tellado. Así fue que en su edad adulta, leía con devoción las novelas, salpicadas de erotismo, de Mario Vargas Llosa o Vladimir Nabokov.  

Mi madre solía contar que, incluso cuando vivía con su hermana mayor, en la calle Illampu de la ciudad de La Paz, se daba modos de aprovechar la biblioteca de su hermano, el ideólogo trotskista Guillermo Lora, para leer libros a los que no siempre tenían acceso los lectores bolivianos, puesto que eran verdaderas reliquias que él adquiría de los libreros que atesoraban ediciones exclusivas de algunas obras difíciles de encontrar en las librerías y bibliotecas nacionales. Ella, sin previo permiso de su legítimo dueño, leyó varios de estos fabulosos volúmenes sentada en la cama y hasta tardes horas de la noche; prácticamente, hasta que su hermana mayor, por razones del elevado costo de la electricidad, apagaba la luz a una hora determinada, sin considerar si mi madre se encontraba en la parte más emocionante del libro, justo en esas partes en las que los lectores no están dispuestos a cerrar el libro porque están disfrutando de la lectura con los cinco sentidos.

Recuerdo que siempre leía hasta tardes horas de la noche, cuando ya sus pequeños hijos estaban dormidos, aunque la luz del foco iluminaba más sus ojos que las páginas del libro, una forma inapropiada de leer por las noches, sin una lámpara apropiada en el velador de la cama ni una luz diáfana que evitara estropearle la vista.

Era sorprendente ver la variedad de los libros que, de vez en vez, aparecían apilados sobre su velador, cerca de la cabecera de la cama. Yo, sinceramente, no entendía esta manía por los libros, sino hasta que yo mismo me convertí en un apasionado lector de obras literarias que llegaron a mi vida a través de las obras que mi madre puso al alcance de mis manos.

Fue entonces que me hice consciente de que algunas lectoras, como mi madre, no podían vivir ni dormir sin leer algo que les ofrezca el infinito placer de transportarlas en la imaginación hacia mundos ajenos a su realidad cotidiana y de la mano de los autores que las conducían, a través del caudal de palabras escritas, hacia mundos diversos y fascinantes, que se constituían en el aire que respiraban y en el espacio donde ellas eran las que más disfrutaban de las aventuras y desventuras de las historias y los personajes creados por el autor, que siempre tenían algo que ofrecer a sus lectoras, que no podían concebir una vida sin libros, así el libro, en una sociedad de consumo, sea un artículo de lujo y no un derecho de cualquier ciudadano del mundo.

Mi madre leía con sumo interés a los fabulistas de todos los tiempos, quizás por eso, hablaba con parábolas, sentencias y moralejas, que le permitían sintetizar sus ideas y sentimientos y poner en jaque los argumentos de sus interlocutores; una forma de abreviar las extensas exposiciones de las personas acostumbradas a hablar como cotorras solo por el hecho de hablar por hablar, porque tienen boca, pero no siempre la razón, como decía mi madre cada vez que tapaba la boca de sus interlocutores echándoles en la cara un simple proverbio o una moraleja universal. 

Las lecturas de mi madre hicieron de ella una persona culta, con conocimientos que no adquirió en las academias ni en las casas superiores de estudio, sino en los libros que cuidaba y cobijaba en su pequeña biblioteca familiar, una suerte de cofre donde estaban algunas de las joyas de la literatura nacional y mundial, un territorio poblado de palabras donde ella se refugiaba para sortear las obligaciones domésticas y rescatar el tiempo que dedicaba a su trabajo y sus hijos.

La pequeña biblioteca de mi madre fue un espacio suficiente que le proporcionaba una inconmensurable satisfacción y una sobrada felicidad, que ella necesitaba como toda mujer profesional, madre de familia y ama de casa. Si bien mi madre nunca fue una biblioteca andante, al menos fue, por vocación y afición, una genuina lectora de libros que rellenaban su silencio y tranquilidad, ya sea en las buenas o en las malas. No en vano se la podía encontrar, sentada junto a la mesa del comedor, con los diarios abiertos de par en par, entreteniéndose con las imágenes y columnas, sobre todo, de los suplementos culturales y literarios, un ejercicio cotidiano que practicó sagradamente, con rigurosa disciplina y asombrosa fuerza de voluntad, a lo largo de su octogenaria vida.

Los libros fueron en su vida los fieles amigos que la acompañaban, sin pedirle nada a cambio y toda vez que había la ocasión, en sus días menos ajetreados y en sus noches de insomnio. De ese modo aprendió a repetir de memoria algunos poemas y a recontar las fábulas que estaban llenas de valores éticos, estéticos y didácticos. Ella, sin mezquindad alguna, estaba siempre dispuesta a impartir sus conocimientos a sus alumnos en su condición de profesora de educación primaria y secundaria, o a compartir entre sus colegas, con humildad y generosidad a toda prueba, sus doctas enseñanzas, sabidurías que ella misma aprendió en las páginas de los libros que leyó toda su vida. 

No está por demás decir que mi madre tenía una prodigiosa memoria, porque así como memorizaba las parábolas bíblicas, memorizaba también los versos de los poetas clásicos y contemporáneos. Desde luego que había libros que eran de su preferencia y que los leía con el amor que recomendaba Pablo Neruda. Tengo la certeza de que ella leía, casi siempre, los libros que eran de su interés, porque la lectura debía ser una suerte de regocijo, una experiencia de relajamiento, un espacio de absoluta felicidad como concebían Emerson y Montaigne. Ella estaba convencida de que cualquier esfuerzo por leer un libro por obligación no conducía a forjar ni a estimular el hábito de la lectura.

Al ver a mi madre con el libro entre las manos, desde los años de mi infancia, me hizo consciente de que algunas lectoras no pueden vivir ni dormir mientras no hayan leído las páginas de un libro que, de estar bien escrito y a la altura de sus expectativas, les proporciona la honda satisfacción de haber surfeado en las olas de la imaginación, de haber expandido su visión del mundo y haber alcanzado un territorio solaz y maravilloso, donde el alma se llena de felicidad y la mente de conocimientos.

De mi madre aprendí el gusto por la lectura, ya que ella parecía una mariposa libando el néctar de los libros y yo quería parecerme a ella, que jamás dejó de ser una voraz lectora de la literatura nacional y mundial, hasta el día en que, rodeada de su seres queridos, sus libros favoritos y mirando su pequeña biblioteca familiar, falleció en el invierno de 2020, en Estocolmo, Suecia.

domingo, 16 de marzo de 2025

LOS DERECHOS HUMANOS Y LA POESÍA

El escritor Víctor Montoya es uno de los invitados, en calidad de panelista, al Coloquio Poético La Poesía en la Memoria Histórica, en el marco de las 20º Jornada por los Derechos Humanos y la Poesía, en conmemoración al Día Mundial de la Poesía, que se celebra anualmente cada 21 de marzo desde el año 2000, luego de haber sido proclamada por UNESCO en noviembre de 1999, con el propósito de establecer una plataforma cultural para honrar a los poetas, revivir las tradiciones orales de recitales de poesía, y promover la lectura, escritura y enseñanza de una de las mejores manifestaciones artísticas del pensamiento y la imaginación del ser humano.

La organización de esta importante actividad está a cargo del Centro Albor Arte y Cultura que, desde hace 27 años de incansable trabajo en la ciudad de El Alto, no ha dejado de desarrollar proyectos y programas artístico-culturales destinados a los niños, jóvenes y población en general, con la perspectiva de rescatar la cultura del país desde la memoria histórica, la lucha contra el racismo, la defensa de los Derechos Humanos y la identidad cultural.

El acto se realizará este 20 de marzo, a Hrs. 19:00, en el Auditorio del Museo de Arte Antonio Paredes Candia de El Alto (Ciudad Satélite, plan 561, calle Núñez del Prado, a unos pasos del Teleférico Amarillo). 

lunes, 3 de marzo de 2025

DOS ARTISTAS CHILENOS EN EL STADHUS DE LIDINGÖ

El pintor venezolano Francisco Blanco, a tiempo de inaugurar la exposición de Salazar Luna y Jeanette Sepúlveda, se refirió a una anécdota de Gabriel García Márquez: Cuando a él le preguntaron alguna vez cuál era su color, dijo: ‘el amarillo’. ¿Pero qué clase de amarillo, exactamente? ‘El amarillo del Caribe a las tres de la tarde visto desde Jamaica’, contestó. Así, como esta respuesta, los cuadros de Salazar y Sepúlveda nos invitan a descubrir y comprender la realidad objetiva, que es una especie de aureola que envuelve a los artistas.

La muestra pictórica de Salazar Luna y Jeanette Sepúlveda es un breve recorrido por las venas abiertas de América Latina, pues apenas se entra en la sala de exposiciones del Stadhus de Lidingö, el visitante se enfrenta a un altar erigido en una pared lateral, desde el cual se bifurcan dos caminos alfombrados, representando la ruta seguida por los conquistadores; por uno de los caminos arribaron al Nuevo Mundo y por el otro retornaron con todo el oro y la plata que saquearon de las civilizaciones precolombinas, mismas que fueron vencidas y sometidas a sangre y fuego. El altar presenta textos arrancados de la obra de Eduardo Galeano, quien, como ninguno, intentó reescribir la verdadera historia de un continente expoliado violentamente desde la llegada de Cristóbal Colón a tierras del Abya Ayala.

Según Salazar Luna (Maitencillo, 1956), la exposición tiene una doble importancia; primero, porque este año se cumple el V Centenario del Descubrimiento de América y, segundo, para recordarles a los europeos y latinoamericanos que el problema de nuestros pueblos sigue siendo el catolicismo, es decir, la religión. Este artista plástico autodidacta, que se inició haciendo instalaciones en galerías argentinas, logra plasmar en los lienzos, resaltando volúmenes, formas y transparencias, una historia poco conocida del continente americano.

Las obras de Salazar Luna, denominadas 500 años con la cruz y la espada, no son el producto de una mera casualidad, sino un trabajo madurado durante varios años. No en vano sus cerámicas, sus dibujos con tinta china, sus acrílicos y óleos, encierran un claro mensaje vislumbrándose en el rostro de los indígenas, en las armaduras de hierro y las cruces de los conquistadores. Asimismo, la serie de dibujos que él denominó El sueño de Bolívar y cuyos títulos son de por sí sugerentes: tenemos las mismas manos, la misma voz, la misma sangre…, constituye un vehemente llamado a la conciencia colectiva.

Jeanette Sepúlveda (Santiago, 1958), que estudió arte en la Universidad Católica de su ciudad natal, tiene una producción que refleja su mundo existencial, las añoranzas, la ecología, los insomnios, las relaciones humanas y sus asuntos. La grandeza de las culturas precolombinas, donde se amalgaman la realidad y la fantasía, el realismo y surrealismo, es una suerte de estilos y colores que exaltan figuras que representan la simbología de los mochicas, el calendario de los aztecas, las pirámides y las plazas de la civilización maya, donde los habitantes, protegidos por un dios ancestral que los contempla desde las alturas, llaman la atención por la variedad e intensidad de los colores.

Jeanette Sepúlveda, refiriéndose a su obra agrupada bajo el tema Vida y esperanza, señala: Mi trabajo pictórico es el resultado de situaciones cotidianas; de modo que la mayoría de las cosas que pienso, siento, escucho y veo están reflejadas en mi pintura. Me gusta dejarme llevar por lo que mi subconsciente me pueda entregar, pero también hay una búsqueda consciente de querer lograr un lenguaje pictórico original. No quiero repetir lo que ya existe, sino crear una pintura que tenga un sello personal.

Sin embargo, en los óleos y collages de Jeanette Sepúlveda no solo se explayan las vivencias personales, sino también colectivas; más aún, cuando la artista ha tomado muchos elementos prestados de las culturas precolombinas que, una vez incorporados a sus cuadros, han pasado a formar parte de su mundo artístico.

En síntesis, la exposición de Salazar Luna y Jeanette Sepúlveda es una buena ocasión para recordarnos que la celebración del V Centenario, del llamado “Descubrimiento de América”, no es más que una festividad que tiende a encubrir los 500 años de genocidio y saqueo perpetrados por los conquistadores en las tierras del Nuevo Mundo.   

jueves, 20 de febrero de 2025

 

EL PÁJARO CAMPANA

Cuando los árboles se miraban en las aguas del río y el sol ofrecía vida con su luz dorada, nació un pichón de bellísimo plumaje.

Los animales del bosque, al escuchar la melodía de sus trinos, le pusieron el nombre de Pájaro Campana.

Una mañana, que tenía en sí algo de divino, el pájaro de plumaje rojo y piquito negro salió de su nido, desplegó sus alas al viento y voló como una chispa alegre más allá del horizonte.

Las ramas eran mecidas por el viento y los animales arrullados por los trinos del pájaro cantor, que volaba haciendo círculos en el espacio donde las nubes fueron barridas por el sol.

La noche tendió su manto sobre el bosque y el Pájaro Campana volvió a su nido bajo el cielo salpicado de estrellas.

A fines de la más límpida estación del año, cuando el bosque estaba como botánico en plenitud, llegó un gorila feroz desde el otro lado del río.

El Pájaro Campana no advirtió la llegada del cazador, pero los animales, escondidos tras las piedras y los troncos, atisbaban al gorila que se internaba en el bosque a paso marcial.

El vértigo de los días tristes aún no se presentó, por eso el sol resplandecía alegre, esperando que el Pájaro Campana volara por encima de los árboles, desgranando sus canciones cual racimos de flores.

Esa misma mañana, el pájaro de plumaje rojo y piquito negro voló como un cometa de papel. Su corazón galopaba como un corcel y su sangre corría por sus arterias como un ganado de vacas en tropel. Sus ojos, que eran la luz de su conciencia, veían alejarse la vida y acercarse la muerte, mientras su canto hacía surcos en el aire.

El gorila, tendido sobre el follaje, escuchó el canto del Pájaro Campana. Alistó su escopeta y, tras apuntar contra la llamita de fuego, presionó el gatillo y la bala desapareció en la carne vida del pajarito. Pero él, que tenía los huesos tenaces y los músculos bien fornidos, se dejó aterrizar agónico sobre el pasto, con una herida abierta de donde le fluía la sangre a borbotones. Parecía una estrella diminuta apagándose en el bosque. La sangre se le confundía con el color de su plumaje y los latidos de su corazón con los redobles del tambor.

El sol radiante, testigo del acto fúnebre, proyectó el espectro enorme e impresionante del gorila. La sombra cayó justo allí donde el pájaro se retorcía en suplicios de dolor.

–¡Muere ya! –le gritó el gorila, con un bramido descomunal.

–No muero –replicó el pajarito–, porque hoy mismo nacen millares de pichones con el color de mi plumaje...

El trágico espectáculo hizo que el sol se escondiera detrás de las nubes y las flores se marchitaran una a una.

Al precipitarse la noche, el gorila, cuyo corazón era más duro que la roca y más frío que la muerte, retornó a su guarida. La luna se descompuso en aspas fosforescentes y los animales decidieron vengar la muerte del Pájaro Campana.

Cuando la última estrella se apagó en el cielo, el gorila salió de su guarida, la escopeta terciada a la espalda y las botas destalonadas. Sintió retorcijones en la panza y se echó a correr bosque adentro, articulando palabras que rebotaban en el silencio. Cortó la respiración en su punto más alto, aspiró hasta inflarse como un sapo y aligeró sus pasos para internarse cuanto antes bosque adentro. Al cabo de un tiempo, se detuvo en seco y miró en derredor, sin ver ni oír a nadie.

–Todo ha quedado sin vida –dijo, contemplando sus botas destalonadas.

Y en medio de un silencio insondable, los animales emprendieron su plan de imponer justicia en el bosque. Lo primero era cercar al gorila y después hacer..., hacer lo que vendría.

–¿Dónde están mis presas? –se preguntó el gorila, con un tono de queja en la voz.

Las lágrimas ahogaron su mirada y la respiración se le hizo un nudo en el pescuezo. No sabía qué hacer, si quedarse o volver. Estaba cabizbajo y perniabierto, y su corazón, más grande que el puño de una mano, parecía estallar contra los huesos de su pecho.

Los animales avanzaron hacia donde estaba el gorila, la boca espumante y los ojos anegados. Había llegado el instante de la asonada final. El conejo lanzó un vibrante grito de ataque y los demás se lanzaron a la carga.

El gorila, a pesar de estar armado, no pudo retener al torrente de animales que se le abalanzaron como el ímpetu de una ola, pero así aprendió que en el bosque no existían seres más poderosos que la inmensa mayoría.

Pasado el incidente, aquel lugar volvió a ser como antes: el jardín florido de la tierra, y el Pájaro Campana, que renació trinando versos de justicia, voló como una bandera victoriosa anunciando la libertad.