miércoles, 26 de julio de 2023

FILEMÓN ESCÓBAR EN LA MEMORIA

El folleto La importancia de llamarse Filippo, parte integrante de una serie que está siendo publicada por Ediciones La Cueva del Tío, recoge el testimonio personal del autor, quien conoció al líder e ideólogo minero, Filemón Escóbar, desde su más tierna infancia, desde cuando vivía en las poblaciones de Llallagua y Siglo XX; escenarios donde la clase obrera experimentó triunfos y derrotas en sus históricos enfrentamientos contra las tropas armadas de los gobiernos de la oligarquía minero-feudal y las dictaduras militares.

Filemón Escóbar, más conocido como Filippo en el entorno familiar y cotidiano, fue un destacado dirigente sindical e ideólogo boliviano, cuyas concepciones políticas causaban polémicas y eran motivos de controversias, una constante que marcó su vida pública y lo puso siempre en el ojo del huracán.

Era dueño de una inteligencia natural y de un bagaje cultural que lo convirtió en un verdadero intelectual obrero, capaz de batirse, de igual a igual, con los pensadores más prominentes del ámbito cultural y político boliviano.  En su ardua lucha en defensa de los derechos laborales y sindicales de los obreros, destacó desde su juventud en el sindicato de trabajadores de Siglo XX. Ejerció como dirigente de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB) y de la Central Obrera Boliviana (COB).   

En 1986, mientras era secretario general del sindicato Mixto de Trabajadores de Catavi, redactó la Tesis de Catavi, cuyo argumento central era oponerse al Decreto 21060 y la relocalización, y crear un Plan de Emergencia para la rehabilitación de COMIBOL y la diversificación de la producción. El documento fue aprobado primero por el sindicato de Catavi y posteriormente, como documento oficial de los trabajadores bolivianos, en el XXI Congreso Nacional Minero, realizado en la ciudad de Oruro, entre el 12 y 19 de mayo de 1986. Poco después, con los argumentos de esta tesis se realizó la Marcha por la Vida durante el gobierno proimperialista y neoliberal de Víctor Paz Estenssoro.

En su dilatada actividad política y sindical, elogiada por unos y criticada por otros, ocupó un escaño en la Cámara de Diputados entre 1989 y 1993. Asimismo, en el periodo legislativo 2002-2003, ocupó la vicepresidencia del Senado, cuando ocupaba la secretaría general del Movimiento Al Socialismo (MAS), partido que fundó junto a las federaciones de cocaleros del Chapare y del que fue expulsado por diferencias políticas e ideológicas.

Escribió varios libros, desde Testimonio de un militante obrero (1984) hasta Semblanzas (2014), motivado por la necesidad de transmitir, con su puño y letra, sus experiencias vividas y sufridas, y sin más esperanzas que dejar un testimonio aleccionador para los luchadores sociales del presente y el futuro. 

El 21 de agosto de 2023, en homenaje a su legado político y sindical, y en coordinación con la subalcaldía de Catavi, se le erigirá un monumento cerca de los predios del sindicato de trabajadores de este distrito, donde se estructuró la empresa minera más importante del mundo, desde que Simón I. Patiño adquirió, en 1924, las propiedades del consorcio chileno que explotaba estaño en la montaña de Llallagua; en las pampas de este mismo distrito se ejecutó la masacre de 1942 y se firmó el Decreto de la Nacionalización de las Minas el 31 de octubre de 1952.

El folleto La importancia de llamarse Filippo está ilustrado con fotografías de Filemón Escóbar, captadas en distintas etapas de su vida política y sindical, pero también de su vida pública y familiar. El texto, que es una suerte de crónica periodística, fue escrito después de su deceso, acaecido en la ciudad de Cochabamba, a causa de un cáncer de pulmón, el 6 de junio de 2017.

miércoles, 19 de julio de 2023

LA ESCRITURA COMO TABLA DE SALVACIÓN

En el ciclo primario, en una escuelita que lleva el nombre del escritor Jaime Mendoza, fui un alumno regular y tenía serias dificultades en el aprendizaje de la lectura y escritura, debido más a problemas emocionales que neurológicos. No obstante, aunque no leía los libros de texto con el mismo interés y entusiasmo que advertía en el resto de mis compañeros, tenía una preferencia por leer las tiras cómicas de los diarios, las revistas de series, las historietas de Walt Disney o los cómics, que estimulaban mi interés por la lectura durante mi infancia y pubertad; más todavía, entre mis actividades extraescolares, me dedicaba a fletar revista los fines de semana en las puertas de los cines, donde los niños y adolescentes pagaban unas monedas por ver o leer las revista expuestas en una suerte de bastidor artesanal, que yo mismo construí con listones, bolsas de plástico y ligas que mi madre usaba para sujetar la cintura de los calzones. Mi oficio de revistero se prolongó hasta el día en que un ventarrón se llevó mis revistas por los aires, deshojándolos delante de mis ojos, como si hubiesen caído en el ojo de un huracán.

Cuando ingresé al ciclo medio, motivado por mi actividad política, empecé a leer a los clásicos del marxismo que, aun siendo de difícil comprensión para un novato en materia de sociología, economía y filosofía, me interesaban más que los libros de textos que se aplicaban en la enseñanza de las asignaturas de lenguaje y literatura. Ya entonces, a los 16 años de edad, me sentí picado por el deseo de crear un periódico escolar, donde los alumnos pudiesen manifestar, sin la mediación de los profesores, sus pensamientos y sentimientos.

Ese pequeño periódico, que se financiaba con la venta de los escasos ejemplares, llegó hasta el tercer número y luego desapareció por las mismas razones por las que dejan de circular las publicaciones que tienen buenas intenciones pero que no cuentan con recursos sostenibles. De modo que, frustrado en ese noble proyecto, pensé que el oficio de la literatura no era rentable ni una profesión con la que se podía vivir holgadamente, pero aun así, no perdí el interés por seguir manifestándome por medio de la palabra escrita ni dejé que la llama literaria que ardía en mi corazón se apagara como una vela.

Publicar mis octavillas en el periódico estudiantil de Mayo fue una experiencia maravillosa, que me permitió descubrir, acaso sin quererlo ni saberlo, que en mi fuero interno, en lo más profundo de mi ser, anidaba un escritor que, con el andar del tiempo, se manifestó en una celda solitaria y maloliente de la cárcel, donde me encerraron a los 18 años de edad, debido a mi compromiso social y mis actividades políticas contra la dictadura militar de los años 70.

En la cárcel, que fue mi gran escuela, aprendí de otros presos políticos que la libertad de expresión era uno de los principios elementales de los derechos humanos y uno de los instrumentos más útiles para la convivencia ciudadana. Allí mismo, recluido en un rincón de la celda, comprendí que no era saludable ambicionar las riquezas ni la vida sofisticada de la gente pudiente. Desde luego que, en mi caso, no fue un aprendizaje difícil, ya que desde mi infancia estaba acostumbrado a morder dos veces el pan duro antes de cada bocado y a limpiarme el trasero con una piedra a falta de papel higiénico. Por lo tanto, estaba contento de tener lo poco que tenía. No necesitaba trabajar como una bestia para acumular dinero, ni mandarse la parte ante nadie, ni derrochar fortuna alguna en trivialidades, ni mofándose de los menos afortunados, riéndome a costa de los excluidos del banquete de los ricos. 

Por otro lado, durante el periodo que pasé en la prisión, leí libros de literatura boliviana y latinoamericana, que otros presos me los prestaban y arrojaban por la mirilla de la celda, donde empecé a escribir mi primer libro de testimonio, con el mismo bolígrafo y en el mismo cuadernillo que me entregaron los torturadores para que delatara a mis compañeros de lucha, apuntando sus nombres y el lugar donde se escondían de la persecución desencadenada por la dictadura. Ese primer libro, que escribí burlando la vigilancia de los carceleros, se publicó en el exilio en 1979, con el título de Huelga y represión.

De modo que en mi adolescencia, por demás incomprendida y turbulenta, me aferré a la escritura como un náufrago se aferra a una tabla de salvación, consciente de que por medio de la creación literaria llegaría a ser un hombre libre, ya que la palabra escrita no conoce cárceles que la encierren ni balas que la maten. Así es como en mi adolescencia, hecha de luchas y represiones, de amores y desamores, de pesadillas y esperanzas, decidí dedicarme, casi por una necesidad existencial, al oficio de hilvanar palabras y a contar historias con absoluta libertad, porque sabía que en mi castillo construido con el material y la fuerza de la imaginación, podían convivir en armonía los personajes reales y ficticios que nacían de mi interior como criaturas del alma.

Por eso mismo, siempre pensé que las y los adolescentes, que deseaban escribir sus pensamientos y sentimientos, debían enfrentarse sin temor al papel en blanco o a la pantalla digital; primero, porque uno aprende a escribir escribiendo y, segundo, porque a través de la escritura, en la que uno adquiere sapiencia y experiencia poquito a poco, se aprende a convivir con los ángeles y demonios que, muchas veces, no nos dejan vivir ni dormir en paz.

Ejercer el arte de la escritura, si bien no nos proporciona una vida llena de bienes materiales ni reconocimientos, al menos nos permite ser libres mientras tengamos a mano un tema candente que, más que ser un material explosivo, parece un mechero a punto de encenderse con el fuego de la palabra. Es probable que no se gane en reputación con los pensamientos adversos a los intereses de los poderes de dominación, pero estoy seguro que se gana en experiencia, que es un bien que se aprende cada día de los errores inherentes a la condición humana. La literatura, en este contexto y sin dejar de causar placer estético entre los lectores que se acercan al arte de la palabra escrita, ha sido un ejercicio que permitió liberarme de mis propias ataduras, evitar los tropezones y denunciar las injusticias sociales.

BREVE SEMBLANZA DE EDGAR HURACÁN RAMÍREZ

Edgar Huracán Ramírez, sin lugar a dudas, fue uno de los dirigentes más emblemáticos del movimiento obrero boliviano, el último de una generación de líderes que marcó historia en los anales del sindicalismo revolucionario, donde Edgar Huracán Ramírez descolló con luces propias, como si hubiese nacido con suficiente vocación para defender los intereses de los trabajadores, que eran los principales sujetos de su vida y sus ideales.

El folleto refleja apenas un apéndice de su larga trayectoria, contemplada desde la perspectiva del autor, quien tuvo la fortuna de haberlo conocido en persona y haber compartido con él algunas testeras, donde se abordaron temas políticos, literarios y culturales, desde la perspectiva de los explotados, marginados y ninguneados.

Este valeroso dirigente minero, de firme personalidad y convincente discurso, fue un estudioso de la realidad nacional, un concienzudo analista político y un auténtico archivista, que se ganó el aprecio de quienes tuvieron el privilegio de haberlo conocido en la cotidiana praxis. Algunos incluso lo consideraban el héroe de la archivística boliviana, con reconocimientos tanto nacionales como internacionales.

Edgar Huracán Ramírez se constituyó en un inevitable referente en la política y el sindicalismo nacionales, debido a que sus aportes bibliográficos, basados en sus experiencias vividas en carne propia, se trocaron en útiles instrumentos en manos de los trabajadores empeñados en forjar un país más justo, libre y democrático. 

La vida y obra de Edgar Huracán Ramírez son dignos ejemplos para ser imitados por los nuevos y jóvenes dirigentes de los sindicatos, de la Central Obrera Boliviana y de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, no solo porque él confiaba en la fuerza combativa de la juventud, sino también porque sabía que el destino del país estaba en sus manos.

El presente folleto, publicado en Edición La Cueva del Tío, es la más recientes propuesta del escritor Víctor Montoya, quien, con más o menos aciertos, intenta contribuir en el apasionante rescate de la memoria histórica de los trabajadores del subsuelo boliviano.  

 

lunes, 17 de julio de 2023

HOMENAJE EN HONOR A GUALBERTO VEGA YAPURA

Este pasado 17 de julio, en la sede del Sindicato Mixto de Trabajadores de Catavi, en un sencillo, pero emotivo acto, se homenajeó al dirigente sindical y mártir obrero Gualberto Vega Yapura, quien fue asesinado hace 43 años en el edificio de la Central Obrera Boliviana (COB) y la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), donde se realizaba la reunión del Consejo Nacional de Defensa de la Democracia (CONADE), la mañana del 17 de julio de 1980, fecha luctuosa en que el pueblo boliviano se vistió de luto y los golpista, tras pedir la renuncia de la presidenta constitucional Lydia Gueiler, se encaramaron en el poder por la fuerza de las armas y el respaldo del Alto Mando Militar Boliviano.

Todo sucedió cuando decenas de oficiales y paramilitares, entre los que había mercenarios argentinos al servicio de la Operación Cóndor, que asoló a los países del Cono Sur de América Latina, llegaron en ambulancias de la Caja Nacional de Seguridad Social a la histórica sede de los trabajadores bolivianos y asaltaron, a gritos y armas de fuego en mano, el edificio de la COB ubicado en El Prado de la ciudad de La Paz, dispuestos a desencabezar al movimiento obrero y popular. Fue en esas circunstancias que los paramilitares, conocidos como los novios de la muerte, dispararon ráfagas contra la humanidad del líder político Marcelo Quiroga Santa Cruz, el diputado Carlos Flores y el dirigente cataveño Gualberto Vega Yapura, a la sazón representante del Sindicato de Catavi y secretario de organización de la Federación de Mineros.

Los directos responsables de este horrendo crimen fueron los golpistas militares Luis García Meza y Luis Arce Gómez, quienes, obedeciendo órdenes de la CIA y los carteles de narcotraficantes asesorados por el Carnicero de Lyon Klaus Barbie, estaban dispuestos a imponer su política antinacional y proimperialista a sangre y fuego. Durante este régimen de facto se prohibieron las libertades democráticas y se desencadenó una sañuda persecución contra los dirigentes políticos y sindicales. Se cometieron crímenes de lesa humanidad y se demolió el edificio de la Federación de Mineros, con ello los murales de Miguel Alandia Pantoja, en un vano intento por destruir el rico legado de las luchas políticas y sindicales de los trabajadores del subsuelo boliviano.

Si en 43 años no se realizó un justo homenaje en honor a Gualberto Vega Yapura, en la tierra que lo vio nacer, fue porque Catavi, como todas las minas nacionalizadas, sufrió los embates del nefasto D.S. 21060, que provocó el cierre de las empresas de la COMIBOL y la desocupación de miles de trabajadores que fueron echados de sus fuentes de trabajo y expulsados de sus viviendas con el epíteto de relocalizados. Sin embargo, ahora que la población de Catavi está en un proceso de repoblarse gracias al ritmo de la construcción de nuevas viviendas y la expansión de la Universidad Nacional Siglo XX, que está construyendo nuevos establecimientos para algunas de sus carreras, incluidas las de Formación Política Sindical, es indispensable desempolvar la memoria de los trabajadores de la Empresa Minera Catavi y rescatar la gloriosa historia de esta población que, durante la pasada centuria, fue el centro motor de la economía nacional y el escenario donde floreció el sindicalismo revolucionario.

Asimismo, es digno reconocer el valioso esfuerzo de las dirigentes del ex Comité de Amas de Casa Mineras de Catavi y del Archivo Regional de Catavi, dependiente del Archivo Histórico de la Minería Nacional de la COMIBOL, que tuvieron la encomiable iniciativa de preparar el acto de homenaje en honor al mártir obrero Gualberto Vega Yapura, quien fue disparado a mansalva, a los escasos 35 años de edad, por un mercenario al mando de los militares que asaltaron el poder, arrebatándoles a los bolivianos la democracia y el derecho al fuero sindical.

A pesar de los años transcurridos y la forzosa relocalización de 1986, los cataveños han decidido recordar a quienes ofrendaron su vida por defender la causa de los proletarios y de los más pobres de este pobre país, donde la lucha revolucionaria estuvo encarnada en personas honestas y modestas como fue Gualberto Vega Yapura, cuya conducta personal estuvo determinada por la impronta de sus convicciones ideológicas y religiosas.

En el ámbito de las palabras de circunstancia vertidas por los panelistas –el exdirigente de la FSTMB y exministro de Estado, Guillermo Dalence, la expresidenta del Comité de Amas de Casa, compañera Elena Pacheco, la responsable del Archivo Histórico Minero, Lourdes Peñaranda Morante, el exdirigente sindical y exalcalde de Llallagua, Tomás Quirós, y el exdirigente del sindicato de Catavi, Octavio Carvajal, se trazó una semblanza de Gualberto Vega Yapura, destacando su límpida trayectoria política, en defensa de la democracia, los derechos de los trabajadores y la lucha antiimperialista del pueblo boliviano. También se hizo hincapié en su actividad sindical, cultural, deportiva y poética de este insobornable luchador social, cuya contribución al pensamiento revolucionario y la democracia nacional, es un buen ejemplo para las nuevas generaciones de Catavi y el país entero.

El acto contó con la presencia de una joven estudiante de la Unidad Educativa Ayacucho, quien, con voz firme y actitud altiva, declamó el poema Padre nuestro del minero, que Gualberto Vega Yapura escribió con probada sensibilidad humana, consumada vocación lírica y alta conciencia de clase en 1976, durante su cautiverio en la prisión de Chonchocoro,

De acuerdo a los testimonios de quienes lo conocieron en vida, se sabe que este mártir de la liberación nacional se inició en la actividad política como militantes del Partido Revolucionario de Izquierda Nacionalista (PRIN). Desde su adolescencia dedicó su vida a las actividades deportivas y culturas en provecho de la niñez y juventud cataveña. Fue varias veces dirigente del Sindicato Mixto de Trabajadores de Catavi y director de Radio 21 de diciembre. En 1976, tras la ocupación militar a los centros mineros, fue detenido, torturado y encarcelado. En el XVIII Congreso Nacional Minero, realizado en la población de Telamayu, entre el 31 de marzo y el 6 de abril de 1980, fue electo, en su condición de obrero de la Empresa Minera Catavi, como secretario de organización de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, una función que supo cumplir con altura moral y ética, hasta el día en que fue victimado por los chacales de una dictadura militar que dejó un reguero de muertos y heridos a lo largo y ancho del territorio nacional.

En consecuencia, es imperiosa la necesidad de mantener vivo su pensamiento entre los niños, jóvenes y adultos de la población de Catavi, donde Gualberto Vega Yapura tuvo su cuna de nacimiento y fue el escenario de sus actividades culturales y deportivas, pero también el escenario de sus luchas por una Bolivia más justa y libre de dictaduras civiles y militares; más todavía, es preciso que uno de los salones del Sindicato Mixto de Trabajadores de Catavi lleve su nombre, a modo de enaltecer su lucha a favor de los más desposeídos y explotados, pero también a modo de perpetuar su combativa trayectoria en el sindicalismo revolucionario y para que el pueblo boliviano lo tenga siempre en la memoria.

En síntesis, poniendo la lógica de la razón sobre las mezquindades y voces discordantes, es justo que a Gualberto Vega Yapura se lo declare MÁRTIR DE LA DEMOCRACIA Y LA LIBERACIÓN NACIONAL.

domingo, 7 de mayo de 2023

 

EL VÁTER DE KING KONG

Estando de visita en la ciudad de Gijón, la costa del Principado de Asturias, no perdí la ocasión de ir a conocer, en compañía de mi amigo Baristo Lorenzo, la escultura de Eduardo Chillida, cuya majestuosa obra de hormigón, de diez metros de alto y quinientas toneladas de peso, está emplazada en el Cerro de Santa Catalina, cerca del barrio marinero de Cimadevilla.

Así fue como una tarde de julio de 2005, de cielo despejado y brisas cálidas, subimos por los senderos trazados en el césped hasta llegar a lo alto del Cerro de Santa Catalina, para contemplar la escultura Elogio del Horizonte, del artista Eduardo Chillida, que se levanta en un montículo de cara al mar, como un cuerpo con los brazos abiertos que abarca el horizonte, y que los lugareños conocen también como El Váter de King Kong, debido a que su estructura tiene un parecido al inodoro de un retrete, donde podría posarse sin dificultades el gigantesco trasero de ese animal monstruoso y sentimental, que llegó primero a la literatura y después al celuloide del séptimo arte.

Contemplarla en toda su dimensión escultórica, ya sea a la distancia o de cerca, da la sensación de que uno se encuentra en medio de un entorno surrealista, donde el Elogio del Horizonte, integrado en el paisaje, se yergue como un monumento marmóreo entre la intensidad azul del Cantábrico y el inmenso azul del cielo, ocupando un considerable espacio en una verdosa colina que evoca los versos del poeta Pedro Garfias, quien, en uno de sus poemas, dice: Asturias, verde de montes y negra de minerales.

Mientras mi amigo Baristo Lorenzo, director de la editorial Ediciones del Norte, se ocupaba de captar imágenes costeras con su poderosa cámara fotográfica, yo no me cansaba de escuchar el rumor del mar cantábrico, cuyas mansas olas se golpeaban contra los acantilados y cuyas azulinas aguas se perdían en el lejano horizonte, en cuya línea horizontal se mecían algunas naves como balsas de totora.

El artista Eduardo Chillida, exjugador de fútbol y autor de magníficas obras tanto en hormigón como en hierro y acero, no sé en qué estaba pensando a la hora de crear esta majestuosa escultura, pero tengo la sospecha de que él no imaginó que su obra denominada Elogio del Horizonte, sería más conocida como El Váter de King Kong; todo un elogio para una temible y peluda bestia de las ficticias selvas de Isla Calavera, que tenía el corazón del tamaño del cuerpo y la capacidad de enamorarse de la belleza de una mujer del tamaño de su mano; una relación imposible que podía advertirse desde un principio, como en las clásicas historia de amor donde el enamoramiento entre la Bella y la Bestia podía tener un desenlace feliz o fatal, como ocurre con King Kong en la película clásica de 1933, que inmortalizó a su director Merian C. Cooper, expiloto de guerra y creador de uno de los personajes más emblemáticos del cine de ficción y monstruos.

La escultura de considerables dimensiones es un abrazo entre la tierra y el mar, donde predomina el juego de volúmenes y formas abstractas, junto a las líneas horizontales, verticales y curvas; una sinfonía de hormigón que forma parte de la naturaleza y la historia artística de Gijón desde que se inauguró el 9 de junio de 1990, ante la presencia de artistas, vecinos y autoridades locales.

Esta escultura del vasco Eduardo Chillida, que llama la atención tanto de los nativos como de los turistas extranjeros, es una de esas obras de arte que debe visitarse alguna vez en la vida, para así saberse que uno estuvo en la ciudad marítima más poblada de Asturias, pues quien no haya subido al Cerro Santa Catalina ni haya visto El Váter de King Kong, no puede ufanarse de haber estado en Gijón, la tierra de los astilleros, las garúas pasajeras, las cuencas de carbón, la buena sidra y las históricas luchas de los mineros acostumbrados a los vahos del diablo.

Breves datos del artista

Eduardo Chillida Juantegui (San Sebastián, 1924 – 2002). Fue uno de los más importantes escultores españoles del siglo XX. Hijo de un militar y una ama de casa aficionada al canto. Estudió arquitectura en Madrid, aunque nunca culminó sus estudios, dedicándose a cultivar el arte del dibujo y la escultura desde 1947. En su adolescencia y juventud adquirió una buena reputación como portero de fútbol, llegando incluso a ser titular de la Real Sociedad, hasta que sufrió una infortunada lesión, que lo obligó a alejarse del deporte que más amó en su vida.

Tiempo después, buscando un ambiente creativo más propicio al que se vivía en la España franquista, se trasladó a París. Allí entabló amistad con el pintor Pablo Palazuelo y conoció de primera mano la obra de artistas como Pablo Picasso, Julio González y Constantin Brancusi.

Sin embargo, agotado y frustrado, abandonó la capital francesa para volver a su tierra natal en 1951. Se instaló en el País Vasco, donde comenzó a trabajar en la fragua de Manuel Illarramendi, quien le enseñó los seculares secretos del arte de la forja de los metales, así aprendió a realizar esculturas en hierro, con deslumbrante capacidad creativa y manual. Forjó piezas como Elogio del aire, Música callada, Rumor de límites y El peine del viento. Esta última fue trabajada, en sus distintas versiones, durante más de quince años y es una de las obras más conocidas del artista.

En su búsqueda de nuevos materiales y soportes para crear más obras, a la luz de los grandes escultores de la Grecia clásica y el Renacimiento, realizó esculturas en madera y acero, uno de los materiales en los que trabajaba más a gusto, permitiéndole concretizar varias de sus relevantes esculturas de los años ochenta y noventa. Expuso en galerías y museos de diversas ciudades de Europa y Estados Unidos.



viernes, 21 de abril de 2023

UNA CRÓNICA SOBRE EL MULTIFACÉTICO JAIME MENDOZA

Ya se encuentra en circulación un nuevo folleto del escritor Víctor Montoya, quien aborda, desde una perspectiva muy personal, las curiosas facetas del autor chuquisaqueño, que durante varios años vivió en la población de Uncía, donde trabajó como médico y escribió algunas de las obras más importantes de su producción literaria.

Jaime Mendoza Gonzáles (Sucre, 1874 – 1939). Médico, escritor, docente y político. Ejerció su profesión en los hospitales de Uncía y Llallagua, al norte del departamento de Potosí, donde conoció de cerca la dramática realidad de los trabajadores mineros, quienes son los protagonistas de su primera novela, En las tierras del Potosí (1911), cuyas páginas reflejan los antagonismos sociales y las paupérrimas condiciones de vida de los indígenas y mestizos proletarizados.

El folleto, intitulado La casa de Jaime Mendoza en Uncía, lleva el sello de Ediciones la Cueva del Tío, que desde el 2022 viene publicando textos relacionados con el rescate de la memoria histórica de los centros mineros del norte de Potosí. Los responsables de la selección de materiales, tanto en verso como en prosa, han manifestado que tienen planificado seguir editando las crónicas y los ensayos del escritor Víctor Montoya, conocido cultor de cuentos y novelas de ambiente minero.

 

viernes, 14 de abril de 2023

LA TEMÁTICA MINERA EN LA OBRA LITERARIA DE VÍCTOR MONTOYA

El connotado escritor boliviano, celebrando el Día del Libro y del Derecho de Autor, dictará una magistral conferencia sobre los orígenes y proyecciones de su creación literaria vinculada a la realidad mágica y mítica del mundo minero.

La conferencia se realizará el jueves 20 de abril de 2023, a Hrs: 15:00, en el auditorio de la Carrera de Odontología de la Universidad Nacional Siglo XX, ubicada a un costado de la Plaza del Minero del distrito de Siglo XX.

El evento cuenta con los auspicios del Archivo Histórico Minero de la Comibol/regional Catavi, la Universidad Nacional Siglo XX, el Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua y la Asociación de Profesores de Lenguaje y Literatura, entre otros.   

jueves, 13 de abril de 2023


SEMBLANZA SOLICITADA DE UN DIRIGENTE MINERO

Acaba de publicarse, bajo el sello de Ediciones La Cueva del Tío, el folleto Cirilo Jiménez Álvarez, sindicalista revolucionario, cuyo autor es el escritor Víctor Montoya, quien conoció en persona a este luchador social que formaba parte de la vida política, educativa y cultural de la ciudad minera de Llallagua. 

Cirilo Jiménez Álvarez nació en Tacaraní, comunidad campesina en el Norte de Potosí, el 14 de julio de 1930. En su niñez y adolescencia se dedicó a la agricultura, hasta que, una vez retornado del cuartel, se hizo minero a los 20 años de edad. Fue dirigente sindical en los distritos de Catavi y Siglo XX, miembro de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB) y la Central Obrera Boliviana (COB).

Este sindicalista revolucionario creyó en el poder del deporte y los libros, pero su principal opción fue la educación. Promovió la creación de la Universidad Nacional Siglo XX y se constituyó en su primer vicerrector y rector obrero. Durante las dictaduras militares, sufrió la persecución política y el confinamiento. Murió en Cochabamba, como consecuencia de un paro cardiaco, el 5 de noviembre de 2018. 

jueves, 16 de febrero de 2023

LAS REVELACIONES DEL TÍO EN CUENTOS DE LA MINA

Acaba de publicarse la segunda edición de Cuentos de la mina (Ed. Kipus, 2018), del escritor Víctor Montoya, con treinta y cinco cuentos de variada extensión y algunas fotografías que muestran la imagen del Tío de la mina, cuya estatuilla fue modelada por los propios trabajadores en los parajes donde acuden a pijchar o acullicar.

En Cuentos de la mina, escritos desde la visión del realismo fantástico, se recrean los mitos y leyendas que giran en torno al Tío; un ser mitológico de carácter ambiguo, mitad dios y mitad demonio, que simboliza el sincretismo religioso desde la época de la colonia.

Víctor Montoya hace gala de las creencias y supersticiones que reinan en la cosmovisión andina, donde sobreviven los ritos, usos y costumbres de las culturas originarias. En los cuentos se retrata la vida cotidiana de los mineros; sus luchas, tragedias y esperanzas, pero también sus tradiciones vinculadas al realismo fantástico y las consejas pagano-religiosas, donde el Tío de la mina está considerado como el guardián de las riquezas minerales y el amo de los trabajadores del subsuelo.

Su amante, la Chinasupay (diablesa), posee un fuerte atractivo erótico en el imaginario popular, aparece y desaparece misteriosamente en los sueños y las pesadillas de los mineros, quienes la temen tanto como al mismísimo Tío. Algunos incluso creen que la Chinasupay es la encarnación del Tío que, a modo de poner a prueba su poder de atracción sexual, se transforma en una mujer capaz de envilecer a los mineros solitarios y desprevenidos.

El Tío es el protagonista principal en Cuentos de la mina. El autor, desde un principio, intenta responder la siguiente pregunta: ¿Por qué el diablo se llamó Tío? La explicación, narrada de una manera sorprendente y lúcida, la encontramos a lo largo del libro, donde se afirma que el Tío, en su estado demoníaco, hace suya a una chola de buen parecer, en quien engendra a un hijo que nace con el aspecto de iguana. Entonces el poder eclesiástico, al constatar que la criatura no es la hechura de Dios sino del diablo, condena a la madre y al hijo a perder la vida en una hoguera. Es por eso que el diablo, según se relata en el libro, actúa en venganza propia y causa estragos entre los pobladores, hasta que los mineros le suplican perdón por el asesinato de su legítimo heredero. El diablo recapacita, hace reaparecer los minerales en las galerías y decide llamarse Tío, a quien los mineros, como en una suerte de pacto, deben rendirle pleitesía ofrendándole sangre de llama blanca, hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

La segunda edición, aumentado y corregida, obedece al gran interés de los lectores por interiorizarse en el fascinante mundo de las minas, que es el hábitat natural de ese personaje sobrenatural venerado por los mineros, quienes trabajan en las oscuras galerías, sin otra ilusión que ganarse el pan del día y salir con vida de las tenebrosas entrañas de la Pachamama. 

El libro, desde que se publicó por vez primera en Suecia (Ed. Luciérnaga, 2000), despertó un inusitado interés entre los lectores nacionales y extranjeros. Se ha traducido a varios idiomas y ha sido ampliamente comentado por la crítica literaria. En la contratapa de la segunda edición de Cuentos de la mina, a cargo del Grupo Editorial Kipus, se incluyen algunos comentarios destacando la temática del libro y la capacidad narrativa del autor.

En palabras del historiador y escritor argentino Fernando Soto Roland, el maravilloso libro de Víctor Montoya, ‘Cuentos de la mina’, aclara desde la literatura todo aquello que los historiadores no podemos captar con la sencillez e inmediatez que es tan propia de los escritores de raza. Y Montoya ha probado sobradamente que lo es. En su obra, sin teorías venidas de otros oficios, el autor recrea con naturalidad el imaginario del minero boliviano a través de una serie de cuentos en donde quedan plasmadas las desdichas y esperanzas de ese colectivo humano utilizando como marco de encuadre a uno de los personajes más emblemáticos del sincretismo americano: ‘El Tío de la Mina’, dueño sobrenatural y soberano absoluto de la oscuridad y sus riquezas.

El escritor uruguayo Leonardo Rossiello, al cabo de leer el libro en su primera versión, no dudó en aseverar que leer ‘Cuentos de la mina’ significa sumergirse en el mundo sincrético de las creencias mineras de Bolivia. Los textos, como si fueran galerías de una mina, se van adentrando en las diferentes actualizaciones del sincretismo cultural que supone la figura y leyenda del ‘Tío’, así como su significación para los mineros.

No es menos interesante la opinión del poeta e investigador orureño Alberto Guerra Gutiérrez, quien, como todo conocedor del folklore nacional, los mitos y las leyendas mineras, afirmó en su comentario: Este libro es el fiel reflejo del pensamiento, los sentimientos, usos y costumbres que caracterizan a las poblaciones mineras bolivianas y su entorno físico andino, ya que los hechos en él relatados, se desarrollan en los centros mineros de Siglo XX, Potosí y Oruro, en cuanto a las manifestaciones mitológicas y legendarias que dan origen a acontecimientos culturales de extraordinaria magnitud, como el Carnaval de Oruro y los ritos litúrgicos propios de una religión ecléctica que rige en América desde el desenlace de la dominación española.

Para el escritor Alfonso Gumucio Dagron, que entró en contacto con el mundo minero como fotógrafo y documentalista, no cabe duda que Víctor Montoya rescata prolijamente las tradiciones y leyendas de la mina y se convierte en un cronista del mundo fantástico que emerge del socavón. Sus relatos son metáforas sobre la existencia fantasmal que se atribuye a los mineros más empobrecidos, muertos en vida por la silicosis y la ausencia de horizonte. Sin haber tenido la vivencia de penetrar en la mina es difícil describir con tanta propiedad esa sensación de ahogo, de oscuridad absoluta y de humedad sexual que se respira en los socavones.

Los comentarios citados líneas arriba, con apreciaciones analizadas desde distintos ángulos, coinciden en señalar que el libro, que aborda una temática propia de la nación boliviana, es un valioso aporte a la literatura de ambiente minero que, desde la publicación de En las tierras del Potosí (1911), de Jaime Mendoza, conforma una vertiente importante en el contexto de las letras nacionales.

La literatura minera, con autores como Víctor Montoya, no solo ha ganado un espacio preponderante a lo largo del siglo XX, sino que se ha consolidado entre los lectores nacionales y extranjeros, quienes buscan una literatura que surja desde las mismas entrañas de la tierra, contándonos las tragedias y esperanzas de los mineros, pero también revelándonos el mundo mágico y mítico de la cosmovisión andina, donde el Tío de la mina, personaje ambiguo entre lo sagrado y lo profano, es venerado como el protector de las familias mineras y como el amo indiscutible de las riquezas minerales.

Víctor Montoya, con su libro Cuentos de la mina, se sitúa entre los autores de la segunda mitad del siglo XX, que transitaron de la literatura del realismo social, en la que se proyectaron las luchas de reivindicación socioeconómica de los trabajadores, hacia la literatura del realismo fantástico, que se ocupa de recuperar los mitos, leyendas y relatos que, casi en su integridad, giraban en torno a la figura del Tío de la mina.

Con Cuentos de la mina queda confirmado que el mundo minero sigue siendo una fuente inagotable de inspiración para los autores nacionales y una de las canteras que mejor se presta para construir una genuina obra literaria, que apasione a los lectores interesados en conocer las tragedias y maravillas atrapadas entre las altas montañas de los Andes, donde las galerías de una mina cuentan sus propias historias forjadas de realidad y fantasía.   

 

martes, 7 de febrero de 2023

VIDA Y MUERTE DE BANDIDO

Acaba de publicarse el folleto El celoso guardián del Archivo Histórico Minero de Catavi, cuyo autor es el escritor Víctor Montoya. La crónica, basada en la vida y muerte de un can de raza mestiza, es un testimonio que confirma que el perro no solo es el mejor amigo del hombre, sino también un compañero capaz de cumplir con una función laboral como cualquier individuo que tiene derechos y responsabilidades, siempre y cuando se lo trate con paciencia y cariño, con muchísimo cariño, que es el sentimiento del corazón que mejor suelen captar los perros en su relación con los humanos.

Este hermoso y obediente perrito se llamaba Bandido. Fue abandonado por sus primeros dueños y, durante mucho tiempo, deambuló aprendiendo a sobrevivir junto a una manada de canes callejeros, hasta que un buen día fue adoptado de nuevo y convertido en el celoso guardián del Archivo Histórico Minero de Catavi.

El contenido del folleto, además de ser un sentido y oportuno homenaje al mejor amigo del hombre, es una breve historia que merece ser compartida entre los animalistas y entre quienes tienen un sincero amor por estos maravillosos seres que nos alegran la vida y nos llenan de lealtad todos los días.  


 

domingo, 5 de febrero de 2023

 


COMER FABADA CON PACO IGNACIO TAIBO II

A mediados de julio de 2005, viajé a la ciudad asturiana de Gijón, invitado a la Semana Negra, que anualmente reúne a escritores de novelas policíacas. En realidad, yo estaba en el festival para presentar mi libro Cuentos de la mina, que acababa de ser publicada en Asturias por la Editora del Norte. Se entiende que no estaba como autor de novelas policíacas, sino de una literatura más negra que las novelas negras. Así que, antes y después de cumplir con mis actividades programadas en las minas de carbón de Cangas del Narcea y Cuenca del Nalón, los escritores nos reuníamos para almorzar y cenar en el restaurante de un hotel céntrico de la ciudad. 

Uno de esos días, sin pensarlo ni proponérmelo, me encontré con el escritor y activista sindical Francisco Ignacio Taibo Mahojo, más conocido como Paco Ignacio Taibo II, quien era el responsable del evento cultural de la Semana Negra. No lo conocía más que por referencia y algunos artículos que leí sobre su vida y su obra en la prensa. Me llamaba la atención más por haber escrito la biografía del comandante guerrillero más famoso de América Latina -Ernesto Guevara, también conocido como el Che, basada en una extensa y rigurosa bibliografía-, que por sus novelas policíacas, las mismas que tuvieron una amplia difusión en más de una veintena de países.

De Paco Ignacio Taibo II no sabía nada más hasta entonces, salvo que fue merecedor de premios internacionales y que publicó su primer libro a los 22 años de edad, que estudió sociología y literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México, que fundó y dirigió varias publicaciones de carácter sociocultural y que, como parte de su larga trayectoria como periodista y gestor cultural, fundó Para Leer en Libertad AC, proyecto de fomento a la lectura y de divulgación de la historia de México.

Nos saludamos en el hall del hotel y, a la hora del almuerzo, compartimos la misma mesa en el restaurante que daba a la calle. Me llamó la atención su aspecto de hombre desprolijo, vestido con un bluyín ajado y una playera ajustada a su abombado vientre. 

Nos miramos a los ojos y, sin mayores preámbulos, hablamos sobre la realidad política de México, sobre su visita a Bolivia, su recorrido por Valle Grande y Ñancahuzú, para ubicarse mejor en el contexto topográfico de la zona geográfica donde se desarrolló la guerrilla del Che.

El día estaba soleado y hacía un calor como para vaciarse varios vasos de cerveza fría. En el restaurante exterior del mismo hotel, donde estuvimos hospedados los escritores provenientes de diferentes países, los comensales empezaron a leer el menú y a ordenar su plato preferido. Yo pedí lo mismo que ordenó Taibo: una fabada, el platillo bandera y tradicional de la cocina asturiana y, por antonomasia, de la gastronomía española.

Al cabo de un tiempo, mientras contemplaba de sesgo la gordura de Paco Ignacio Taibo II, me sirvieron la fabada en un hondo plato de barro, tenía aroma a laurel y el caldo lucía un color anaranjado debido al azafrán. En la cazuela, todavía humeante, podía distinguirse judías blancas, chorizos, morcillas, lacón y tocino. Me llevé la primera cucharada a la boca y sentí una textura mantecosa en el paladar, junto al sabor de la cebolla, el ajo y el perejil. Este platillo rico en calorías y grasa, cuya porción fue excesiva para mí, me produjo, al cabo de la ingesta, unos reflujos gastroesofágicos, cuyo malestar tuve que aliviar con una copa de aguardiente o, como dirían los comensales bolivianos, con un traguito para bajar el chanchito. Sin embargo, a pesar de los ligeros malestares, me sentí satisfecho de haber probado por primera vez en mi vida la fabada, un potaje divino capaz de despertar hasta a los muertos.

Cuando Paco Ignacio Taibo II terminó de engullir la fabada, como un gourmet acostumbrado a degustar los platillos de su preferencia, encendió un cigarrillo y, como si se tratara de un apetecido postre, se tragó el humo que luego lo lanzó por entre sus mostachos teñidos por la nicotina. No tomó mucho tiempo para advertir que estaba delante de un hombre que, por experiencia y sabiduría, sabía paladear las comidas y bebidas que ayudan a sobrellevar los sinsabores de la vida.

Ese mismo día, de aires cálidos y cielo despejado, me refirió algo sobre la biografía de Pancho Villa, lista para ser publicada a nivel internacional, y sobre un proyecto que tenía en marcha sobre la revolución mexicana, incluida la biografía de Emiliano Zapata. Ahí nomás, estando imbuidos en una charla en torno a un tema apasionante por su magnitud, mitos y leyendas, se presentó su anciano padre, quien estaba en su tierra natal para visitar a los familiares y los viejos amigos, y no para participar en la Semana Negra.

Así que, en esa misma ocasión y en el mismo restaurante del hotel, tuve la oportunidad de tratar con don Ignacio Taibo I, quien, además de haber vivido de cerca la Guerra Civil Española, escribió un libro sobre la gastronomía asturiana, intitulada Breviario de la Fabada. Ya entonces se lo veía algo deteriorado de salud, hasta que, dos años después, me enteré que falleció víctima de neumonía.

Su hijo, el escritor asturimexicano, Paco Ignacio Taibo II, se mostró con su lado más humano y me dejó la impresión de que se trataba de un tipo bonachón, amable, simpático y hasta jovial, porque tuvimos instantes en los que bromeamos y nos reímos como dos viejos amigos, quienes tienen las mismas travesuras y los mismos ideales de libertad y justicia.   

Aquel mediodía que compartimos en el restaurante, donde intercambiamos impresiones sobre los fantasmas de la política y la literatura, se quedó fijada entre mis recuerdos, como un haz de luz que se mete en la memoria y no se apaga. Por lo demás, mientras hablábamos amenamente, él fumaba y no dejaba de fumar, hasta que llegó el instante en que, convocados por las actividades que debíamos cumplir por la tarde y la noche, nos despedimos con un abrazo y un fuerte apretón de manos, pero con la promesa de volvernos a reencontrar en algún punto de este mundo cada vez más injusto y contaminado.


jueves, 26 de enero de 2023

EL EMPALAMIENTO

El verdugo se ganaba el pan con un oficio consistente en hacer sufrir lo indecible al condenado a muerte. El empalamiento era una tortura más atroz que introducir objetos punzantes en la cabeza, cortar labios, narices y orejas; arrancar ojos con ganchos al rojo vivo, estrangular, quemar en hogueras, amputar miembros, mutilar órganos sexuales, desollar la piel o hacer hervir en recipientes de aceite a los aliados del demonio.

El verdugo sabía que el empalamiento, método de tormento usado durante varios periodos de la historia humana, era el más temido por los condenados por actos de desacato y rebeldía. Los atormentaba el simple hecho de pensar en que se les introdujeran una gigantesca estaca en el recto.

Todo el martirio comenzaba cuando el verdugo preparaba una enorme estaca, con la punta redondeada para que la muerte del condenado no fuese rápida, sino lenta, lo más lenta que imaginarse pueda, para así provocar el mayor sufrimiento posible. La estaca debía ser lo suficientemente sólida como para clavarla en el suelo y sostener el peso del cuerpo, hasta que el condenado expirara su último hálito de vida.

El verdugo sabía también que el empalamiento era el método favorito de tortura del príncipe de Valaquia, Vlad III Tepes –nacido en Sighișoara y considerado héroe nacional de Rumanía–, quien, en la segunda mitad del siglo XV y durante su reinado, mandó empalar a centenares de enemigos en un día. Las víctimas fueron tantas que, en las afueras de su castillo, se formó una suerte de bosque de empalados. Alcanzó fama mundial al ser la fuente histórica del personaje literario Vampiro conde Drácula, creado por el escritor irlandés Bram Stoker a finales del siglo XIX.

Una vez preparada la estaca, se tendía al condenado en el suelo, boca abajo y desnudo, se le ataban las manos a la espalda y se le abría las piernas de modo que estuviesen bien separadas. El verdugo untaba con sebo la abertura del recto, lo mismo que la punta redondeada de la estaca, con el fin de facilitar la penetración en las carnes del condenado. Después se le ataban los tobillos con resistentes cuerdas de las que tiraban sus ayudantes, al mismo tiempo que el verdugo sujetaba la estaca con ambas manos, ajuntándola en las entrepiernas e introduciéndola unos 50 ó 60 centímetros.

Cuando la estaca estaba insertada en el recto, el condenado era izado para que se hundiera gradualmente en el palo clavado en la tierra y enderezado en posición vertical. Como el infortunado no tenía de dónde agarrarse ni dónde apoyarse, se deslizaba a través de la estaca, hasta que, por fin, expuesto por 24 ó 48 horas, quedaba ensartado como presa en el asador.

El verdugo lo vigilaba hasta que la punta redondeada de la estaca reaparecía por el hombro, el pecho o la boca. Sólo entonces creía haber cumplido con el trabajo que le daba de comer; lo peor era que el verdugo parecía gozar con su oficio, mientras miraba al condenado contrayéndose y retorciéndose como rana atravesada en la estaca. Estaba acostumbrado a que el empalamiento fuese una muerte entre atroces dolores y poquito a poco, que para él era la mejor recompensa del bestial trabajo que ejercía en honor a su oficio de verdugo.

Esta forma de tortura, inspiró otros métodos que los inquisidores, durante el oscurantismo de la Edad Media, aplicaron contra quienes se oponían a los preceptos de la Iglesia, sin considerar que los seres humanos tenían todo el derecho a opinar y oponerse a las aberraciones que la Santa Inquisición imponía con la Biblia en la mano.

La garrucha, el potro, la pera, la sierra, la cuna de Judas y la doncella de hierro, fueron algunos de los nombres de los métodos de tortura que representaron a uno de los periodos más sombríos en la historia de la humanidad y uno de los peores atropellos contra la dignidad humana, una crueldad que la Iglesia usó como arma para corregir la conducta rebelde de quienes osaban criticar el carácter ostentoso de la jerarquía eclesiástica y contradecían las enseñanzas de las Sagradas Escrituras. 

Ahora que el tiempo ha transcurrido y ahora que los Derechos Humanos se han establecido en todos los países del mundo, sólo nos queda reprochar los métodos de tortura que se aplicaron contra los ciudadanos que, acusados de sostener pactos con el demonio, fueron víctimas de la Santa Inquisición, que no toleraba a los hombres y mujeres que contravenían los preceptos concebidos por los padres de la Iglesia.

El empalamiento fue uno de los tantos métodos de tortura que los poderes de dominación aplicaron sin compasión, para acallar y someter a las voces discordantes en una sociedad donde se imponía la ley del más fuerte, la ley de quienes creían tener la razón, aunque su verdad no era la única ni la más absoluta.

En América Latina, algunos de los conquistadores españoles empalaban a los aborígenes que les ofrecían resistencia. El cerro El Empalao, ubicado al este de la ciudad de Cagua, estado Aragua en Venezuela, tomó su nombre porque en su punta el encomendero Garci González de Silva se dedicó a empalar a los indios Meregotos que se resistieron a sus intentos de esclavizarlos. La cruel práctica de empalar consistía en atravesar longitudinalmente a una persona con una estaca previamente clavada en el suelo con la punta hacia arriba, como se hace con un animal ensartado para asarlo.

El empalamiento no fue un método de tortura que usaron los sicarios de los gobiernos dictatoriales de la tristemente famosa Operación Cóndor, pero sí un método que inspiró otras formas de atormentar a los prisioneros políticos, con la finalidad de abolir sus ideales de izquierda y quebrantarlos en su lucha por conquistar las libertades democráticas y la justicia social.

Esperemos que estos crueles métodos de tortura no vuelvan a repetirse en la historia contemporánea, que, por fortuna, tiene normas y leyes que protegen la libertad de opinión y expresión, como uno de los principales derechos de todos y cada uno de los ciudadanos que viven en un Estado de Derecho, donde se respetan las libertades de culto y las libertades de pensamiento, sin censuras ni mordazas.  
 

miércoles, 18 de enero de 2023

CANCAÑIRI VUELVE A NOSOTROS EN CORAZÓN DE ESTAÑO

Hace un tiempo atrás, por esas raras coincidencias de la vida, tuve la oportunidad de conocer a Jorge Moya Oporto en la Feria Nacional del Libro organizada en la población minera de Llallagua, donde me dedicó su primer libro Cancañiri, una obra escrita con amor y nostalgia en torno a los campamentos mineros ubicados en las laderas del Cerro Azul, donde se encuentra una de las bocaminas emblemáticas de la minería boliviana, que a principios de la pasada centuria pertenecía a la Compañía Estañífera Llallagua, propiedad de un consorcio chileno, y posteriormente al magnate Simón I. Patiño, quien amasó una inconmensurable fortuna a cambio de la miserable vida de los trabajadores, quienes, una vez organizados en sindicatos combativos, impulsaron la nacionalización de la minas tras el triunfo de la revolución nacionalista de 1952.

Tiempo después, el profesor Jorge Moya me sorprendió con la edición de Corazón de estaño, que, a manera de continuación de su primer libro, sigue narrando la historia de los campamentos mineros de Cancañiri, como quien persiste en contar las aventuras y desventuras de una colectividad que tuve su importancia durante el auge de la industria minera dedicada a la exploración, explotación y comercialización del estaño boliviano. En este contexto, el libro Corazón de estaño aporta al rescate de la memoria colectiva y al rescate de una historia que, de otro modo, corre el riesgo de perderse bajo los mantos del olvido.

Ahora bien, sin memoria no puede haber historia; sin imaginación, la historia se convierte en un libro cerrado. Corazón de estaño, del profesor Jorge Moya Oporto, emerge de la necesidad de narrar las realidades y fantasías de su terruño natal. Sus hombres y mujeres –también sus niños– emergen de los campamentos mineros que estuvieron ubicados en los alrededores del oscuro socavón de Canacañiri y la indescriptible luz solar que ilumina las faldas de los cerros del altiplano, donde la belleza agreste e inquietante es acariciada por calurosos días en verano y por penetrantes fríos en invierno.

Las consecuencias de la relocalización

Después de la llamada relocalización, que se inició en 1986, tras el cierre de la minería nacionalizada y la Marcha por la Vida de los trabajadores de la Comibol, de cancañiri, donde había teatro-cine, escuela, pulpería, compresora, maestranza, sede del Club Miners, cancha de básquet, iglesia, botica, estación de trenes y varios campamentos mineros, no ha quedado casi nada, y lo poco que ha quedado, refugiándose entre los pliegues de los cerros escapados y el recuerdo de sus antiguos habitantes, es la desolación, el olvido y la nostalgia. Por lo tanto, desde el Decreto Supremo 21060 de 1985, el cierre de las minas y la forzosa relocalización de sus habitantes, Cancañiri se ha convertido en la región minera más pobre de la pobre capital departamental que es Potosí; una ciudad colonial que, a pesar de su pasado esplendoroso y sus ingentes riquezas naturales, está considerada como una de las más pobres de un país enclaustrado que, a su vez, es una de las más pobres del continente americano.


Sin embargo, a pesar de los pesares, algunos mineros permanecieron allí, sin saber dónde ir ni qué dar de comer a sus hijos, hasta que se reorganizaron en cooperativas para seguir explotando, por cuenta propia y sin seguridad industrial, como en la época de la colonia, las pocas vetas que quedaron en las oquedades de las galerías, donde el Tío de la mina, única deidad telúrica de la mitología minera y la cosmovisión andina, es el único que sobrevive gracias a las ch’allas y los k’arakus, la coca, los cigarrillos y el alcohol, que los mineros le ofrendan cada vez que le piden permiso para horadar las rocas en busca del preciado metal del diablo.

La febril actividad comercial y cívica que se desarrollaban frente a la bocamina, maestranza y pulpería, en la actualidad no son más que recuerdos anclados en la memoria, así como se testimonia en Corazón de estaño, un libro en el cual se rescata la memoria colectiva de los cancañireños que todavía están en vida, con el único afán de rememorar los acontecimientos  históricos y los ajetreos de la vida cotidiana de lo que alguna vez fue Cancañiri; un importante enclave de la producción minera, un conjunto de campamentos donde vivían familias hacinadas en cuartuchos que fueron derruidos por la desidia y el tiempo, como si un implacable ventarrón hubiese arrasado con todo lo que encontró a su paso.

El autor, a través de cuatro turistas franceses interesados en conocer las tierras mineras, tiene la intención de explicar, de manera didáctica, los antecedentes y las consecuencias de la explotación mineralógica del norte de Potosí, para luego declinar hacia el llamado vehemente de los pobladores, quienes deben acudir al llamado de la conciencia para que, unidos en una sola organización social, puedan emprender nuevos proyectos con el propósito de preservar lo mucho o lo poco que queda de Cancañiri, donde hace falta el concurso de todos para evitar que desaparezca del mapa. No en vano, el mismo autor apunta en la dedicatoria del libro: Los años me permitieron volver a verte, luego de haber transcurrido casi tres décadas de ausencia, desde el día en que salí de tu regazo y… te encontré desmantelada y destruida por las inclemencias del tiempo y principalmente por la explotación desmedida del estaño, tanto así que me brotaron lágrimas de dolor, sin que ninguno de nosotros, los cancañireños, oportunamente, hayamos hecho algo por evitar ese deterioro y destrucción, como ahora, cuando solamente nos importa la circunstancia presente, sin pensar en hacer planteamientos serios o proyectos de envergadura y emprendimiento, para que en el futuro podamos decir: ¡Soy ‘llamacancheñ’ (del canchón de llamas) con mucho orgullo!

Se trata de una obra que, de manera sucinta y cronológica, aborda un abanico de temas, desde la época del incario hasta el encuentro anual de los cancañirenos, pasando por el fastuoso Carnaval de Oruro y el nacimiento de la industria minera impulsada por los tres Barones del Estaño (Patiño, Hochschild y Aramayo). Aunque el autor, consciente o inconscientemente, hace hincapié en el destino de los hijos de esta tierra minera, que todavía viven dispersos en las diferentes ciudades de un país que fue bautizado como Bolivia en honor al Libertador de cinco naciones.

El libro contempla una parte de la historia nacional, desde el primer capítulo que, a través de la curiosidad de los turistas franceses, nos introduce en los mitos de creación y las estructuras socioeconómicas de las culturas precolombinas de Bolivia, hasta el último capítulo que, a partir de una experiencia personal, nos narra los encuentros de los cancañireños, que actualmente viven en la diáspora, desperdigados a lo largo y ancho del territorio nacional, abrigando la memoria reflejada en las fotografías de antaño, en esas cartulinas con tonalidad sepia provenientes de diversos álbumes personales, incluidas al final del libro, donde se dibujan los rostros de quienes, en la centuria pasada, dieron vida al centro minero de Cancañiri.


Iniciativas personales y encuentro de cancañireños

El esfuerzo personal de Jorge Moya, por registrar y conservar la memoria histórica de un centro minero, que fue pequeño en demografía y grande en producción estañífera, es encomiable desde todo punto de vista, no solo porque se constituye en un valioso aporte para la historiografía del país, sino porque es un material de consulta para cualquier ciudadano interesado en desentrañar los recovecos de la vida social, política, cultural, deportiva y tradicional de una colectividad compuesta por personas de procedencia diversa, que se dieron cita en las laderas del cerro pedregoso y polvoriento, una vez que se abrió el socavón y la Compañía Estanífera Llallagua requirió de mano de obra barata para explotar, en tres turnos, el yacimiento de estaño, que hizo ricos a los empresarios y pobres a quienes vendieron sus pulmones a cambio de míseros salarios.

En el mes de septiembre de cada año, los cancañireños, que suelen profesar su fe hacia el Cristo de la Exaltación, se reúnen en encuentros a los que asisten para rememorar su pasado hecho de vivencias personales y anécdotas llenas de aventuras, desventuras, alegrías y tristezas, pero también con las esperanzas de que estos encuentros sean un punto de arranque para perpetuar la historia de este distrito a través, por ejemplo, de la creación de un Museo Minero. No en vano el autor, al inicio del libro, cuestiona a sus coterráneos: De pronto surge una interrogante: ¿Qué hemos hecho los cancañireños para evitar su destrucción hasta el grado en que ahora lo vemos o qué hacemos para devolverle, al menos en parte, esos sus Años Mozos? (…) Muy cierto que, los encuentros de carácter nacional de los Residentes Mineros de Cancañiri, 14 de Septiembre, La Revuelta, La Salvadora y Vizcachani, al igual que los reencuentros de cancañireños en Cancañiri, sirven para reunir a los amigos y vecinos de entonces, para evocar los recuerdos, pero… solo hasta ahí llegamos… Creo firmemente que, debemos propiciar otro tipo de encuentros, tener una instancia organizativa que nos aglutine a todos, para planificar y obrar respecto de un futuro mejor para esa tierra minera que nos vio nacer, con el propósito de no dejar que perezca para siempre (…) Las generaciones jóvenes y las que vendrán, deben conocer la realidad de esos Años Mozos de Cancañiri, para mantener viva su memoria y la de nuestros mayores, quienes dieron sus pulmones, horadando los obscuros socavones, en procura de encontrar el preciado mineral: el estaño.

Aunque las partes que corresponden a la labor estrictamente minera y las vivencias de las familias en los campamentos están puestas en boca de una mujer de avanzada edad, como es el caso de la ya difunta Doña Yolita, la heredera de la tradición oral de una cultura en proceso de extinción, no deja de ser más que una estrategia del narrador que quiere contarnos, con desgarradoras palabras y angustiosas frases, el drama de las familias mineras y la marginación social de una colectividad, donde las contradicciones socioeconómicas determinaron la escala que le correspondía a cada cual, dependiendo de las leyes impuestas por el capitalismo salvaje, que amasó fortunas a costa del sacrificio de los más pobres entre los pobres.

Este libro, desde un principio, está narrado con la pasión de quien es capaz de reconstruir el pasado con los retazos de la memoria, un recurso válido en el proceso de creación de una obra que, además de tener un trasfondo histórico, contiene datos de primera mano y un rico mosaico de hechos y personajes, que convierten el testimonio personal y colectivo en un fascinante caleidoscopio, donde los lectores podrán apreciar las acertadas pinceladas de la realidad y la ficción, que el autor explaya en los diez capítulos de este libro que, escrito con sencillez y honestidad, es ya un valioso aporte a la historiografía de un centro minero cuyo destino, desde el Decreto Supremo 21060, promulgado por el gobierno de Víctor Paz Estenssoro, perdió su gloria y esplendor, debido al cierre de las minas nacionalizadas y la relocalización de los trabajadores, quienes se vieron forzados a abandonar los campamentos en busca de nuevos horizontes de vida.

 

miércoles, 28 de diciembre de 2022

CATAVI EN LA MEMORIA

El escritor Víctor Montoya, con motivo de recordar los 80 años de la masacre minera ejecutada en los Campos de María Barzola, el 21 de diciembre de 1942, publicó el folleto Catavi en la memoria, a partir de sus recuerdos de infancia y adolescencia, y a la luz de los datos históricos que incriminan a los directos responsables de ese crimen de lesa humanidad, quienes actuaron obedeciendo las órdenes de los jerarcas de la Empresa Patiño Mines y las Fuerzas Armadas al servicio de la oligarquía minero-feudal.

La población de Catavi, centro administrativo de la empresa minera de Simón I. Patiño en el pasado siglo y submunicipio del Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua en la actualidad, tiene su propia historia desde que se introdujo en estas tierras la más avanzada tecnología para la prospección, explotación e industrialización minera.

Esta crónica, narrada desde la perspectiva del autor, es una suerte de reconstrucción del pasado a partir de los recuerdos aferrados en la memoria, con todas sus luces y sus sombras, pero enfocado siempre en contemplar los recovecos de una población que, durante la época conocida como la Era del Estaño, tuvo sus enormes resonancias económicas, políticas, sociales y culturales a nivel mundial.

Catavi en la memoria es un texto destinado a los lectores interesados en conocer algo más sobre el legado patrimonial de una población tradicionalmente minera, cuyas grandezas y miserias, lejos de permitir que se pierdan entre los polvos del olvido, deben ser rescatadas en su verdadera dimensión, con el propósito de perpetuarlas en los anales de la historia nacional.