martes, 30 de agosto de 2022

APUNTES SOBRE LITERATURA INDIGENISTA

Durante la época colonial no se conoció una literatura con temática indigenista y mucho menos con personajes de las naciones y pueblos indígena-originarios; empero, se encuentran descripciones sobre la realidad de los indios, de un modo general, en las obras de los cronistas del siglo XVI, como fray Bartolomé de las Casas, conocido como el primer protector de los indios, quien escribió la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), un alegato a favor de los indígenas, ya que en sus páginas denunció las atrocidades cometidas por los conquistadores contra las civilizaciones del llamado Nuevo Mundo, intentando convencer a la corona española de que adoptara una política más humana de colonización y que no se los tratara a los indios como esclavos.

Otro tanto hizo el cronista amerindio de ascendencia incaica Felipe Guamán Poma de Ayala en su Primer nueva corónica y buen gobierno, que presuntamente escribió entre 1600 y 1615. Se trata de una ampulosa obra en la que el autor describe las injusticias del régimen colonial y las condiciones infrahumanas en las cuales vivían los indígenas del mundo andino en el Virreinato del Perú.

No faltan obras que abordan temáticas relacionadas a las luchas de resistencia de los indígenas contra los conquistadores ibéricos, como la escrita en versos por el poeta y soldado español Alonso de Ercilla y Zúñiga, quien escribió sobre la conquista de Chile, la sublevación de los araucanos contra los conquistadores y la muerte de Caupolicán en su célebre poema épico La Araucana (1569-89). Episodios similares se encuentran narrados en las crónicas del Inca Garcilaso de la Vega y las obras del ecuatoriano Juan León Mera, la cubana Gertrudis Gómez de Abellanada, el venezolano José Ramón Yepes y el dominicano Manuel de Jesús Galván.

La literatura indigenista, particularmente en el género de la narrativa, tiene distintas tendencias desde su aparición. Según algunas investigaciones de carácter etnológico y antropológico, la literatura indígena del siglo XIX honda sus raíces en historias orales, mitos y leyendas de las culturas ancestrales, con una fuerte dosis de romantización e idealización de las civilizaciones precolombinas.

Aunque la corriente indigenista del siglo XX cuenta con precedentes y buenos exponentes, es necesario precisar que esta literatura, en la que se retrata la realidad del indio y se lo defiende ante las discriminaciones sociales y raciales, tiene su punto de arranque en la novela Aves sin nido (1889) de la peruana Clorinda Matto de Turner; una novela controversial para su época, debido a que en sus páginas se revela la injusticia, opresión y maltrato contra la población indígena andina por parte de la Iglesia.

Como es natural, la realidad de un continente colonizado inspiró algunas de las obras más emblemáticas, como Raza de bronce (1919) del boliviano Alcides Arguedas, pues desde que irrumpió en el ámbito de la literatura hispanoamericana, fue considerado como uno de los principales representantes de la literatura indigenista; por lo tanto, no es casual que este autor sea uno de los escritores bolivianos más conocidos y reconocidos en la constelación de la literatura continental.

La obra de Alcides Arguedas es una suerte de apología del indio y de su civilización, no solo porque describe a la sociedad boliviana con todas sus luces y sombras, sino también porque de manera consciente asumió una postura crítica contra el imperante sistema semi-feudal y semi-colonial, que sometió a los indígenas al poder de sus patrones blancos y mestizos.

Raza de bronce es una novela que gira en torno a la realidad social de una comunidad aymara próxima al Lago Titica, donde los indígenas sufren atropellos por parte de los patrones blancoides, por el simple hecho de ser indígenas, sometidos a trabajos de esclavitud y condenados a vivir en condiciones deplorables.

Cabe aclarar que Raza de bronce es una versión más elaborada de su primera novela, Wata-Wara (1904), que no tuvo la misma resonancia cuando se publicó, aunque es una novela que contempla las relaciones socioeconómicas entre criollos, indígenas y mestizos, cuyas características conforman las tres piezas básicas de un mismo mosaico, donde cada uno de ellas ponen de manifiesto sus peculiaridades sociales, culturales, lingüísticas y religiosas, como en cualquier territorio multilingüe y pluricultural.

Alcides Arguedas se caracterizó por su voluntad realista de describir la situación de los indígenas dominados por los grandes terratenientes y gamonales, quienes, valiéndose de su condición de amos de los sistemas de poder, se apropiaron de tierras ajenas desde el establecimiento del régimen colonial. No en vano el latifundismo ha sido uno de los temas fundamentales de la narrativa indigenista, toda vez que los autores se ocuparon de denunciar no solo las leyes puestas al servicio de los poderosos, sino también la explotación y servidumbre de los indígenas convertidos en peones o pongos, sobre los cuales los señores tenían el derecho de propiedad como si fuesen objetos o animales domésticos.

El discurso narrativo de la literatura indigenista establece una tesis sociopolítica sobre el indígena y su relación con el mundo urbano, donde están las instituciones del Estado, que resuelven la suerte y el destino de los habitantes del campo, cuyas opiniones no son tomadas en cuenta por los poderes de dominación, conformado por una selecta estructura social criolla y mestiza, las cuales manejaban los preceptos de inferioridad racial del indio, que era sometido a la autoridad y supremacía del hombre blanco, y una política que tendía a perpetuar la exclusión de las mayorías indígenas de la vida económica, social y cultural; dicho en pocas palabras, los indios debían tener obligaciones, pero no derechos.

José Carlos Mariátegui, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), planteó que el indigenismo era un movimiento de reivindicación y de lucha contra la discriminación social, política, económica y cultural por parte de las clases dominantes en los diferentes países latinoamericanos. Sus escritos permitieron que el problema de los indígenas se relacionara con la posesión de la tierra y sirvieron como fuentes de inspiración para varios autores que escribieron obras relacionadas a la temática de la usurpación de las tierras indígenas por empresas nacionales y extranjeras, como ocurre en la novela Huasipungo (1934) del ecuatoriano Jorge Icaza, cuya temática alude a la industria maderera y la explotación de las masas indias por una aristocracia brutal que, a su vez, estaba dominada por consorcios transnacionales.

El indigenismo, como movimiento literario y artístico, se intensificó entre los años 1930 y 1960. Uno de sus mayores exponentes es el peruano José María Arguedas, quien, en Los ríos profundos (1958), retrata la problemática del indio desde su propia experiencia vivencial. En esta novela, considerada por la crítica especializada la mejor de su producción literaria, narra el proceso de maduración de Ernesto, un muchacho de 14 años, enfrentado a las injusticias del mundo adulto, pero también a las injusticias sociales y raciales, sobre todo, contra los comuneros o indígenas del mundo andino, donde impera la violencia racial, social y sexual, y una suerte de división del país entre dos mundos que conviven a pesar de sus diferencias: la indígena y la occidental, el de los hacendados explotadores y el de los indios sojuzgados por un sistema despiadado, discriminador y patriarcal.

La protesta indigenista alcanza su cúspide en El mundo es ancho y ajeno (1941) del también peruano Ciro Alegría. Esta obra voluminosa y densa se ocupa de la lucha tenaz, obstinada y valiente de la comunidad india de Rumi en contra de los avasallamientos de un hacendado vecino, quien, amparado por jueces corruptos y testigos falsos, quiere arrebatarles sus tierras para expandir su ya inmensa propiedad y convertir a los comuneros en peones de sus minas y cocales. La dureza de las escenas, con indios levantados en armas y la brutal represión por parte de la guardia civil, se compaginan con un análisis de las estructuras políticas que hacen de los personajes, por su condición social y extracción racial, elementos integrados en clases sociales antagónicas, nada menos que en un país donde los blancos y mestizos son los patrones, a diferencia de los indios que constituyen la vasta capa de peones y pongos.

Los autores de la corriente indigenista abogan a favor de los indios, asumiendo una posición política que los identifica con las naciones indígena-originarias. Algunos resaltan los temas sobre la explotación, marginación, pobreza y el choque entre la cultura hispana y la indígena. En el caso de los autores bolivianos, el eje argumental de sus obras gira en torno a la servidumbre de los indígenas a través del pongueaje, como en Surumi (1943) o Yanakuna (1952) del cochabambino Jesús Lara, quien tiene a los campesinos vallegrandinos como protagonistas centrales de sus novelas que, tanto por el contenido como por el tratamiento del tema, son obras de protesta y denuncia social.

Su novela Yanakuna, vinculada a la problemática social del indígena, pone de manifiesto el sufrimiento de los indios que son discriminados, tratados como esclavos y abusados sexualmente por los patrones. Asimismo, expresa las ansias de liberación del campesino quechua que buscan defender sus derechos y su dignidad humanas, frente a los terratenientes que se aprovechaban de la fuerza de trabajo para la producción agrícola, trabajando en tierras que les fueron arrebatadas a lo largo de la historia; una temática recurrente en varios autores nacionales, sobre todo, si se considera que en Bolivia, hasta mediados de siglo XX, se contaba con un sistema agrario latifundista caracterizado por una desigual tenencia de la tierra y condiciones de trabajo de tipo semi-feudal. Aproximadamente el 4% de la población era propietaria del 70% de la tierra productiva. Los indios no tenían más que una pequeña parcela, asignada por el hacendado, para el cultivo y la supervivencia, a cambio de una diaria prestación laboral en la hacienda, donde debían ofrecer servicios personales remanentes de la época colonial a la familia del hacendado.

De otro lado, cabe señalar que los autores de la corriente indigenista no pertenecían a las culturas originarias, aunque actuaban como portavoces de las culturas oprimidas que no podían levantar la voz, salvo José María Arguedas, quien, a pesar de haber sido mestizo de nacimiento, convivió con los sirvientes indios de la hacienda, donde modeló su personalidad y asimiló el quechua como su lengua materna; factores que le permitieron penetrar en el alma de los indígenas, expresando de manera poética la realidad, folklore, tradición y cosmovisión del mundo andino.

La literatura en lenguas indígenas-originarias apareció recién en las últimas décadas. Los escritores han accedido a la escritura en sus lenguas autóctonas y han producido diversos textos tanto en verso como en prosa. Esta literatura, sin lugar a dudas, refleja no solo el pensamiento y sentimiento de cada creador, sino que está impregnada de la sabiduría de las culturas originarias, de la tradición oral, la filosofía de los ancianos y el imaginario ancestral hecho con la armonía y la belleza que posee cada cultura. Sin embargo, se espera que en el presente y el futuro surjan nuevas voces, desde el seno mismo de las culturas originarias, para narrar con elementos estilísticos y patrones culturales de las naciones y pueblos indígena-originarios. 

sábado, 13 de agosto de 2022

VÍCTOR MONTOYA CARGADO EN LAS ESPALDAS DEL TÍO DE LA MINA

El pintor y muralista Víctor Bravo Zambrana, utilizando una técnica combinada en el contexto de las artes plásticas, realizó una obra pictórica, donde destaca el Tío de la mina, dios y diablo en la mitología minera, cargando en su llijlla o aguayo al escritor Víctor Montoya, quien se considera el escribano del Tío, debido a que una de las facetas más reconocidas de su producción literaria está dedicada a narrar las aventuras y desventuras del dueño absoluta de las riquezas minerales, quien exige a los mineros rendirle tributo, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y botellas de aguardiente.

En la representación simbólica, plasmada sobre cartón-tela por el artista Víctor Bravo Zambrana, el Tío parece estarse raptando al escritor rumbo a las tenebrosas galerías de la mina, mientras el autor de Cuentos de la mina, Conversaciones con el Tío de Potosí y Crónicas mineras, cargado como una guagua, con un libro y una plumafuente en las manos, se deja conducir complacido hacia el vientre de la Pachamama, donde está el reino del imponente personaje de la cosmovisión andina, un híbrido entre lo profano y lo sagrado, que ya forma parte de la vida y obra del escritor Víctor Montoya.

 La pintura del artista plástico, nacido en la población minera de Catavi, al norte del departamento de Potosí, es una buena muestra de que, con desbordante fantasía y destreza en el manejo de los pinceles y colores, puede fusionarse la creación literaria con el arte pictórico, logrando obras en las que una imagen dice más que mil palabras.


miércoles, 13 de julio de 2022

NUEVO RECONOCIMIENTO PARA EL ESCRITOR VÍCTOR MONTOYA

El pasado lunes 17 de julio, en el marco del XXVI aniversario de fundación de la sub alcaldía del distrito de Siglo XX, fue reconocida la labor literaria de Víctor Montoya, cuya obra está dedicada al rescate de la historia, mitos, relatos y leyendas de esta población minera, conocida en la pasada centuria como “el laboratorio de la revolución boliviana”.

El acto de reconocimiento se llevó a cabo en una sesión de honor y ante la presencia de los dirigentes de la Federación de Juntas Vecinales (FEJUVE), autoridades ediles, representantes de la Universidad Nacional “Siglo XX”, el Archivo Histórico Minero de Catavi y diversas instituciones culturales y políticas de la ciudad de Llallagua.

Adalid Jorge Aguilar, alcalde del Gobierno Autónomo Municipal, hizo la entrega del reconocimiento en medio de un voto de aplausos y palabras que destacaron el significativo aporte del escritor al conocimiento de los valores históricos, políticos y culturales de una de las principales poblaciones mineras del norte de Potosí.

Víctor Montoya, autor de más de una veintena de libros, se sintió honrado por el reconocimiento y agradeció a la sub alcaldía por haberlo convocado a la sesión de honor en su XXVI aniversario de fundación.



 

jueves, 7 de julio de 2022

 

ELEGÍA A RENÉ PATZI, EL CANTAUTOR DEL PUEBLO

René Patzi, el leal amigo y compañero de innumerables hazañas, aunque murió en Oruro, siempre será recordado como el eximio músico y cantautor llallagueño, porque en esta tierra, de valerosos mineros e indomables amas de casa, trascurrió su infancia y adolescencia. Así en vida haya transitado por lejanas tierras, jamás dejó de cobijar en su fuero interno el sincero deseo de enterrarse en el cementerio de Llallagua, en este jirón patrio donde aprendió a templar no solo su guitarra y su voz, sino también sus ideales que se forjaron al lado izquierdo donde palpitaba su corazón. Supo atesorar los mejores pensamientos y sentimientos de los desposeídos y supo ser un verdadero amigo de los amigos.

Lo conocí desde la escuela primaria, fuimos compañeros de banco y de aventuras infantiles en la Escuela Jaime Mendoza. Después seguimos nuestros estudios en el Colegio 1ro de Mayo, donde organizamos células de estudiantes revolucionarios, quienes no cesaban de agitar contra la dictadura militar de los años ‘70, siempre en sincronía con el movimiento sindical minero y el comité de amas de casa. Algunas veces, cubiertos con pasamontañas para no ser identificados, nos dedicábamos a distribuir volantes y panfletos subversivos en Catavi, Siglo XX y Llallagua.

Mientras realizábamos esta actividad clandestina, casi siempre burlando la vigilancia policial, él no paraba de comprar instrumentos musicales del folklore nacional ni dejaba de agrupar a un conjunto de muchachos para que lo acompañaran, con bombos, quenas y charangos, en las horas cívicas del colegio, donde sus presentaciones eran las más solicitadas por los y las estudiantes mayenses. Un día de esos, me propuso tocar el bombo en su conjunto. Yo le dije que cada cual tenía una misión en la vida, que su oficio era hacer música, pero música protesta, y que el mío era organizar células para hacer la revolución de obreros y campesinos.

René Patzi era un ser que no dejaba de tener ocurrencias ni dejaba de sorprenderse con las curiosidades y especulaciones esotéricas propias de las seudociencias populares. Por ejemplo, un día después de clases, me ensenó una revista, con ilustraciones a todo color, dedicada a la teoría de la Atlántida, la isla que, según el relato del filósofo griego Platón, sucumbió bajo las tormentosas olas del mar y fue cubierta por grandes masas de lodo. Lo que no se sabía, a ciencia cierta, era en qué lugar y cuándo sucedió exactamente el diluvio, salvo que la Atlántida estaba habitada por seres gigantes, algunos con un solo ojo en la frente y otros con los pies grandes como las patas de dinosaurio; una leyenda de la tradición oral que, como a todo adolescente curioso y de espíritu sensible, le llamaba poderosamente la atención, hasta el extremo de que creía que la Atlántida estaba ubicada en las costas del Océano Atlántico, en el extremo sur del continente americano, más exactamente en la Patagonia argentina o en la Zona Austral de Chile. Al final de nuestra conversación sobre la desaparecida Atlántida, me preguntó: ¿Y tú crees que haya existido esa antigua civilización? No lo sé, le contesté. Mientras no haya pruebas concretas, no sé en qué creer, pero como bien dice el proverbio: Ver para creer.

Más de una vez se nos ocurrió la idea de realizar excursiones hacia los escarpados cerros y las áridas pampas del norte de Potosí, con la finalidad de hacer prácticas guerrilleras, inspirados por las experiencias foquistas que estallaron en las montañas de Ñancahuazú y Teoponte. Recuerdo, asimismo, que en uno de esos entrenamientos de tres días, nos quedamos sin víveres antes de tiempo, así que René Patzi, recordando los platos de comida y los panes menospreciados en la casa de su señora madre, se puso a llorar de hambre, como evidenciando que la vida del guerrillero era más sacrificada que la idea romántica que nosotros teníamos de ellos.

En otra ocasión, cuando volvimos al campo para recolectar insectos y luego armar nuestros insectarios en la clase de Ciencias Naturales, René Patzi tuvo la ocurrencia de llevarse dos conservas de sardinas con tomate, que su señora madre, dedicada a la venta de coca, alcohol, cigarrillos y otras mercaderías, le entregó sacando de uno de los estantes que tenía en la tienda. Él las tomó como si se trataran de verdaderos majares. Estando ya en las cercanías del pueblito Nueva Granada, y al cabo de haber buscado, debajo de las piedras y arbustos, arañas, alacranes y otras alimañas, nos las zampamos entre los seis muchachos que formaban parte de la aventura. Minutos más tarde, empezamos a sentir dolores en el estómago, nos pusimos blancos como el papel y acabamos lanzando lo ingerido a orillas de un riachuelo. Solo entonces caímos en la cuenta de que las sardinas tenían la fecha de vencimiento caducada desde hacía más de dos años. De modo que, entre retorcijones de estómago y dolores de cabeza, todos acabamos tendidos y desparramados como soldados derrotados en una batalla que nunca se libró; una experiencia que, sin embargo, nos enseñó la lección de que mejor era morirse de hambre que morirse intoxicados por conservas de sardinas pasadas de tiempo.

Como la música era la mayor pasión de su vida, no dejó de entrenar su voz ni tocar sus instrumentos todas las tardes, apenas terminábamos las clases y él llegaba a su casa, con el afán de conformar su primer grupo musical. Fue entonces, en tiempos en que las dictaduras militares imperaban en América Latina, que aprendió a interpretar la música protesta de los chilenos Quilapayún, Inti-Illimani, Víctor Jara y Violeta Parra, un ramillete de canciones que formaban parte de su extenso repertorio donde no faltaban las composiciones de Benjo Cruz y Nilo Soruco. No está por demás decir que era también un apasionado de las sambas argentinas y las cuecas del folklore nacional.


El año 1975, entró en contacto con la música de otros cantautores latinoamericanos, cuyos temas abordaban las atrocidades cometidas por los regímenes dictatoriales del Cono Sur, que habían desencadenado procesos sanguinarios contra los opositores políticos, asolando a sus países y dejando una reguera de muertos, heridos, encarcelados, torturados, exiliados y desaparecidos. En ese periodo, cuando la tristemente famosa Operación Cóndor sembró el pánico y el terror entre los militantes de la izquierda, René Patzi se dedicó a cantar las canciones de los venezolanos Solead Bravo y Alí Primera, cuyos discos se los había prestado nuestro compañero Víctor Martínez, quien, a su vez, me los pidió prestado a mí, que tenía esos discos debido a que mi padrastro los trajo de Venezuela en 1974, como un obsequio y suvenir del congreso realizado en Caracas por la Confederación Latinoamericana y del Caribe de Trabajadores Estatales (CLATE).

René Patzi, obedeciendo a los dictados de su conciencia, siguió cultivando la música protesta, la nueva canción latinoamericana, que era el repertorio que se escuchaba entre los jóvenes revolucionarios que teníamos el pensamiento puesto en la revolución obrera y la construcción de una sociedad más justa y equitativa.  

Al fragor de las luchas emprendidas por el proletariado minero, que tenían su epicentro en las poblaciones de Catavi y Siglo XX, surgieron sus primeras composiciones musicales, mientras entrenaba su potente voz y perfeccionaba su destreza en la ejecución de la guitarra, un instrumento que lo acompañaría a lo largo de su vida, ya que René Patzi, a diferencia de los guerrilleros, decidió empuñar la guitarra y no el fusil, convencido de que un instrumento de cuerdas era también un arma poderosa para denunciar las injusticias sociales y las discriminaciones raciales en un país que buscaba romper con las cadenas de la opresión imperialista.

Recuerdo también que otra de las facetas de su personalidad creativa era la pintura y el dibujo. No en vano era uno de los alumnos más apreciados y hasta premiados por la profesora de artes plásticas. Destacó con sus obras realizadas con lápices, pinceles y acuarelas, que llamaban la atención de los compañeros del curso y despertaban el elogio entre los profesores del colegio. No sé si después del bachillerato siguió cultivando el arte pictórico, pero sí sé que tenía todo el potencial para trocarse en un artista plástico de alto vuelo, ya que sus creaciones estaban esbozadas a partir de sus observaciones del entorno social y, como es natural, estaban matizadas con los colores de la vida.     

Años más tarde, cuando yo me encontraba todavía exiliado en Suecia, me enteré, por comentarios de los amigos, que René Patzi se marchó a la Argentina, donde dignificó el folklore boliviano y fue invitado a tomar parte en los conciertos junto a artistas de renombre internacional como Jorge Cafrune, Horacio Guaraní y Mercedes Sosa. Asimismo, me contaron que participó en los festivales de Cosquín y que realizó viajes a Europa, África y Asia, cargando en bandolera su guitarra y ampliando su horizonte en el ámbito musical, consciente de que la música era el único lenguaje universal que no conocía fronteras.

Ya de retorno a Bolivia, volvimos a reunirnos en Cochabamba, en un encuentro de amigos y compañeros del Colegio 1ro de Mayo, que se llevó a cabo en julio de 2011; una excelente ocasión que nos permitió retomar nuestra amistad con el afecto y el cariño que nació en la infancia y que perduraría para siempre.

No volvimos a perder el contacto; es más, volvimos a reunirnos en ocasión del reconocimiento que le concedió el Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua el 21 de enero de 2020. Él agradeció públicamente mi presencia en el Salón Rojo y yo le dediqué unas palabras de elogio y aproveché para regalarle algunos de mis libros, que los envolví, como una suerte de presente sorpresa, en un papel rojo que llevaba un rozón del mismo color. Después me contaron sus hermanos, quienes conformaban el grupo musical Natividad, que René Patzi lo guardó celosamente el paquete en el cuarto del hotel y que no quiso abrirlo ni enseñarlo, sino hasta que retornó a Cochabamba.

En el festejo que le preparó la subalcaldía del distrito central de Llallagua, en coordinación con Manfred Espada, le escuché cantar, a viva voz, las composiciones de su autoría y, aprovechando uno de esos instantes, entre trago y trago, le dije que tenía que re-producir sus temas y, de una vez por todas, lanzarlos en las diversas plataformas de Internet, para el deleite de sus admiradores y para que se conozcan sus canciones a nivel nacional e internacional. Ahí mismo le propuse que reuniera sus textos para publicarlos como una suerte de poemario. Él pensó un instante y aceptó mi propuesta, considerando que era una idea que lo motivaría a dejar el precedente de que el músico era también un poeta de sobrados quilates.

Desde luego que, debido a su deceso tras un fortuito accidente, acaecido en la ciudad de Oruro en la madruga del 10 de abril de 2022, muchos de estos proyectos quedaron truncos, como cuando un viajero se queda plantado a medio camino. Así que sus familiares, amigos, compañeros y conocidos, nos quedamos con la tarea de concluir con sus anhelados sueños hechos de cadencias musicales y versos encendidos al rojo vivo.

En marzo de 2022, cuando estaba a punto de lanzar en YouTube y Facebook otra de sus formidables composiciones, con la compañía musical de sus hermanos Néstor y Eddy, me llamó desde Cochabamba, solicitándome que escribiera una breve introducción para destacar el tema histórico que abordaba en su canción compuesta con infinita convicción y pasión a finales de los años ‘70. Yo le contesté que, en consonancia a nuestra vieja amistad de amigos y compañeros de lucha, estaba dispuesto a echarle unas líneas para contextualizar que el Abrazo de Charaña, entre los dictadores militares de Bolivia y Chile, no fue otra cosa que una farsa diplomática y un canje territorial que, debido a varias razones geopolíticas, no se concretó como si las aguas del Pacífico se hubiesen escurrido entre los dedos de las manos. Desde luego, accediendo a la solicitud del cantautor y sin pensar dos veces, escribí el breve texto que usted, atento lector, puede leer a continuación:

René Patzi, el músico de siempre, desde siempre, nos refresca la memoria a través de su composición referida al Abrazo de Charaña, en 1975, entre Augusto Pinochet y Hugo Banzer Suárez, dos abominables dictadores que asolaron a sus países con crímenes de lesa humanidad. El artista nos canta del cambalache territorial que, ante la atónita mirada de los pueblos hermanos, se congeló como los gélidos soplos del viento en la estación ferroviaria de Charaña, donde el fervoroso abrazo de los dictadores, ataviados con calatravas y charreteras de general, fue el símbolo de la patrioterismo vocinglero que no tuvo más testigos que sus testaferros dedicados a bañar en sangre a los habitantes de dos pueblos hermanos, donde los gritos de tortura se multiplicaban en ecos como las partituras de la música hecha de pura conciencia y denuncia popular….

René Patzi era el cantor del pueblo, el que sumó a su voz, templada como el acero, la voz de los obreros, estudiantes y campesinos, en un franco compromiso social que lo situó como al intérprete del pueblo en la constelación musical donde suenan las composiciones de Benjo Cruz y Nilo Soruco, quienes fueron sus principales referentes, al menos en los comienzos de su largo itinerario como cantante y trovador.

Como todo enamorado de la música folklórica, no dejaba de escuchar a otros artistas como los hermanos Hermosa, Junaro, Yuri Ortuño y Gerardo Arias, quien cautivaba a multitudes con canciones como El minero, que René Patzi escuchaba una y otra vez, como quien sabía que las canciones nacidas del fondo del alma eran las únicas que llegaban al corazón del pueblo.

Todos quienes lo tratamos de cerca, no teníamos la menor duda de que René Patzi había nacido para ser el músico del pueblo, el trovador que manejaba la guitarra como bandera de libertad, cantándole al pueblo lo que el pueblo quería escuchar de sus labios, que eran los genuinos instrumentos que le permitían articular los versos que él mismo escribía con originalidad, propiedad y sentido común. Ahí están sus composiciones dedicadas a la masacre de San Juan de 1967, a la guerrillera nicaragüense del Frente Sandinista de Libración Nacional y sus diversas canciones destinadas a los trabajadores de la nación oprimida por el imperialismo y sus sirvientes nativos.

Era costumbre escucharlo cantar, hora en el escenario, hora en el ruedo de amigos, las músicas románticas del recuerdo, las baladas de los años ‘70 y las sambas argentinas que conformaban su amplio y selecto repertorio. Aunque su música era un amplio abanico de ritmos que él sabía interpretar con todo el furor de sus pulmones, lo más probable es que quienes lo conocimos en persona y seguimos su trayectoria de cerca y de lejos, no siempre reconocida mediáticamente en el ámbito nacional e internacional, no dejaremos de escuchar ni de cantar sus composiciones dedicadas a Llallagua, a esta tierra que lo vio crecer y fue una de sus fuentes de inspiración. No en vano la música y letra de su cueca: Soy de Llallagua, nortepotosimanta, es la viva expresión de lo mejor de sus pensamientos y sentimientos que, apenas vertidas en cadenciosas melodías, se convirtió –y se convertirá– en una suerte de himno dedicado al terruño donde transcurrió su infancia y juventud.

Él mismo, como lo expresó en los versos de Soy de Llallagua, nortepotosimanta, tuvo el hondo deseo de morirse y enterrarse en su pueblo minero, de cuyas profundas entrañas brotó el estaño y el coraje de los mineros. René Patzi estaba consciente de que Llallagua fue el semillero de grandes dirigentes sindicales, la cuna de indomables amas de casa y la escuela revolucionaria de jóvenes que no dejaron de luchar contra los gobiernos dictatoriales.

El 8 de abril de 2021, en los funerales de nuestro común amigo y compañero Víctor Martínez, quien falleció de una manera inesperada e insólita, nos re-encontramos en una funeraria de la Llajta y nos fundimos en un apretado abrazo, sin mediar palabras pero comunicándonos con las miradas empañadas por la congoja de saber que uno de los nuestros se nos iba en plena pandemia. Esa tarde, de insondable pesadumbre y sofocante calor, mientras me conducía hacia el cementerio, en su auto recién adquirido y en compañía de sus hermanos, se me ocurrió comentarle que cuando estaba en Caracas, un amigo venezolano, dedicado al teatro de títeres, me invitó una cerveza fría nada menos que un día en que el calor penetraba por los húmedos poros de la piel. No hay mejor clima ni mejor momento que una tarde inundada de sol para saborear una cervecita fría, le dije. René Patzi detuvo el auto a la vera del camino, se bajó con parsimonia, se acercó a una tienda y compró una lata de cerveza. Volvió al auto, encendió el motor y, mirándome de reojo, me la entregó para que la saboreara a mi regalado gusto, mientras proseguimos rumbo al cementerio. Esa fue, quizás, su mejor demostración de cariño, un sincero gesto de amistad que no tiene precio ni parangón. Ahí mismo, en el portón de salida del camposanto, nos despedimos efusivamente, sin saber que esa sería la última vez que se comunicaban nuestras voces y miradas, en medio de un cortejo fúnebre en estado de llanto. 

Ahora que ya no está con nosotros, entre nosotros, debe recordarse que René Patzi formaba parte de los cantautores que vivieron íntegramente para cultivar el arte musical, de esa pléyade de artistas que pensaron y sintieron como su pueblo; más todavía, ahora que sus restos descansan, como él lo deseó sin vacilar un solo instante, en el cementerio general de su querida y añorada Llallagua, es natural que su tumba se convierta en una más de las atracciones turísticas para los visitantes nacionales y extranjeros, quienes desean conocer a los personajes notables de esta tierra minera, a esos hombres y mujeres que dieron renombre a las poblaciones del norte de Potosí con su lucha y su coraje, que vale tanto como todo el estaño que se produjo para alimentar al mundo entero.

Los familiares, amigos, compañeros y conocidos, que lo vimos partir hacia el parnaso donde moran los grandes artistas del verbo y la melodía, estamos en la obligación ética y moral de conservar su legado musical como un patrimonio inmaterial del pueblo, ya que sus poesías, escritas con límpida conciencia y corazón en la boca, reflejan las tragedias humanas de los más desposeídos, convirtiéndose en himnos de protesta contra los poderes de dominación.

No todo se acabó con la muerte de René Patzi, todavía estamos a la espera de que vuelva a escucharse su voz, como ecos nacidos en las quebradas de las montañas, así sea en las voces de otros artistas que conservan su legado musical, ese canto de protesta y denuncia social que a René Patzi le brotó del corazón como la mejor expresión de su alma, más parecida a una cajita de resonancias que producía partituras que él transformaba en música con las cuerdas de su guitarra y su melodiosa voz que penetraba en los oídos y corazones de quienes lo considerábamos un músico de oficio y vocación, un músico que aprendió a vibrar junto a la pasión de un pueblo que jamás olvidará su pasó por la vida y la historia.

Los cantautores como René Patzi no mueren, tienen vida eterna y sus canciones se multiplican en otras voces y en otros instrumentos que lo traen hacia nosotros una y otra vez, porque sus canciones, que corren como los soplos del viento, se inmortalizarán en la memoria colectiva, como llamas encendidas en los corazones de los amantes de la música protesta, que es también un arte entre las artes, con mensajes destinados a los enamorados de la libertad y la justicia.    

sábado, 18 de junio de 2022

PRESENTACIÓN DE LIBRO Y CONVERSATORIO EN TORNO A LA MASACRE MINERA DE SAN JUAN

La masacre minera de San Juan, acaecida en la madrugada del 24 de junio de 1967, fue perpetrada por la dictadura militar de René Barrientos Ortuño, quien, sometido a los intereses de la CIA y el gobierno norteamericano, ordenó intervenir militarmente las poblaciones mineras del norte de Potosí, con la finalidad de evitar la realización del ampliado nacional minero en el distrito de Siglo XX, que debía iniciarse una vez concluida la tradicional fiesta de la noche de San Juan. 

El gobierno pro-imperialista tenía la información de que los mineros de Catavi, Siglo XX y Huanuni tenían vínculos con la guerrilla que estalló en las montañas de Ñancahuazú, al sudeste del país, y que el ampliado nacional minero tenía el propósito no solo de elaborar un pliego de peticiones socioeconómicas, sino también asumir medidas de apoyo moral y material a la gesta armada del comandante Ernesto Che Guevara.

Las tropas del ejército tomaron por sorpresa las calles y dispararon a mansalva contra las familias mineras, que en principio confundieron los disparos de las armas de fuego con los cohetillos y cachorros de dinamita que, como parte de la festividad, se usaban en la noche de San Juan. En aproximadamente tres horas, y cuando las menguantes fogatas se consumían en cenizas, la masacre estaba consumada, con un reguero de muertos y heridos en la población civil de Llallagua y los campamentos mineros de Siglo XX.

El escritor Víctor Montoya, que fue uno de los testigos de esa trágica noche que empezó siendo una fiesta y terminó siendo una masacre, compiló poemas y textos que abordan ese tema que se escribió con sangre en la historia del movimiento obrero boliviano. El libro, titulado La masacre de San Juan en verso y presa, será presentado en la ciudad de El Alto, auspiciado por el Grupo Cultural ALBOR, el jueves 23, a Hrs. 18:00, en el Centro Albor (Zona Villa Tejada Rectangular, Av. Cívica No. 517, Plaza Obelisco) y en la ciudad de La Paz, auspiciado por la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia, el viernes 24, a Hrs. 10:00 a.m., en la Sala 2 del Centro de la Revolución Cultural (ex Estación Central).


Al cumplirse 55 años de la masacre minera de San Juan, la memoria histórica de los poetas y escritores bolivianos, comprometidos con la realidad social y el dolor de las víctimas, es un invalorable testimonio que contribuye a echar más luces sobre un crimen de lesa humanidad que, por razones ajenas al clamor popular, aún permanece en la absoluta impunidad.

 

jueves, 16 de junio de 2022


 LAS MAGNÍFICAS CREACIONES DE UN ARTISTA VISUAL

Las plataformas digitales que albergan la obra de Miro Coca Lora son una verdadera fiesta para los aficionados a las artes visuales. En todas sus secciones, ordenadas por categorías y alto sentido estético, destacan la impronta de quien, con la fuerza de la creatividad, logra resultados que conmueven y convocan a la reflexión debido a su gran valor artístico.

Aunque Miro Coca Lora nació en Cochabamba, en 1964, residió en Estocolmo, Suecia, desde 1977; país al cual llegó junto a su familia, en una época en que la dictadura militar de los años ‘70 perseguía, encarcelaba, desaparecía y exiliaba a sus opositores políticos. De modo que la formación de este forjador de las artes visuales tiene más relación con la cultura escandinava que con la cultura de su país de origen.


El artista, inspirado por las criaturas de su fuero interno, se funde con sus temas y personajes en cada una de sus creaciones, pero con un toque personal que tiende a explayar las técnicas y los recursos más variados en el ámbito de la pintura, la fotografía y el videoclip. No cabe duda de que estamos ante un artista que ha encontrado un lenguaje propio, que pone de manifiesto su sensibilidad para combinar las artes visuales con los acordes musicales.

Los temas son tan variados, que el espectador parece tener ante sus ojos un magnífico caleidoscopio, donde las figuras, paisajes, rasgos, detalles y colores, dan la sensación de convivir en un escenario en el cual reina el dinamismo y la armonía, aunque en algunos cuadros, fotografías y videoclips se ensaya una pirotecnia cromática que deslumbran la vista e irradian la mente del espectador.

Estas creaciones, vistas desde cualquier ángulo, resultan ser una suerte de desafío contra la lógica y la razón, pues muestran un entorno donde el estilo surrealista y figurativo forman una perfecta mancuerna, induciendo a contemplar un territorio imaginado por el artista, quien está consciente de que cada cuadro, fotografía y videoclip debe ser una criatura del alma, capaz de transmitir los pensamientos y sentimientos de su creador. En este sentido, Miro Coca Lora es un artista a carta cabal. Ahora sólo falta que sean cada día más los espectadores que lo descubran. Ojalá su blog personal ayude a difundir esta obra en la que se funden la pasión, la creatividad y el amor por el arte.

Gran parte de su trabajo, revestido de un carácter ecléctico, combina las técnicas pictóricas tradicionales con las modernas tecnologías digitales, que le ofrecen no sólo mayores posibilidades de difusión de sus creaciones, sino que, al mismo tiempo, le permiten experimentar con una serie de herramientas y dispositivos que no requieren necesariamente del uso del lienzo, la paletas y los pinceles, ya que todos los instrumentos de trabajo, aparte de la amplia pantalla de cristal líquido, están instalados en el disco duro de la computadora.

Este artista de origen boliviano, nacionalidad sueca y pensamiento universal, era un buen ejemplo del individuo cosmopolita empeñado en demostrarnos que el arte visual, como la música y el amor, es un vehículo de la fantasía y la necesidad existencial, que rompe con los marcos espaciales y temporales, con la misma facilidad con que un caminante invisible rompe con las fronteras nacionales.

Si lo recuerdo ahora es porque no está ya con nosotros y porque hace poco volví a mirar uno de sus cuadros, contextualizado en una fiesta de mascarada familiar, donde todos portaban disfraces de lo más variopinto. Esa fue la ocasión en que Miro Coca Lora captó el momento en que yo lucía una capa y un antifaz al mejor estilo de los superhéroes enmascarados de las películas y revistas de serie. Tiempo después, cuanto lo visité en su apartamento, donde solíamos reunirnos para conversar y compartir entre amigos, me lo enseñó esbozando una sonrisa pícara, pero orgulloso de haber logrado detener un instante inolvidable, que él supo plasmar con pinturas al óleo, sin más recursos que un caballete, unos pinceles y una férrea voluntad de pintor obsesionado por retratar los motivos que le llamaban poderosamente la atención.

Algunas veces, mientras menos me lo esperaba, me enviaba, a través de mi correo electrónico y en formato JPG, las últimas fotografías que había tomado en medio de la naturaleza sueca, con sus límpidos lagos y sus exuberantes bosques, donde las luces y las sombras tienen su propio espectáculo durante las cuatro estaciones del año. Siempre pensé que lo hacía para transmitirme la belleza natural de un país que, en tiempos de las dictaduras militares, nos acogió a los bolivianos con los brazos abiertos, brindándonos la oportunidad de realizarnos en plano humano y profesional. Las fotografías que me enviaba no eran otra cosa que un motivo para recordarme, con reminiscencias de profunda nostalgia y tiempos pretéritos, las innumerables veces que paseamos por la naturaleza protegida de Tyresö, donde vivían nuestros padres, hermanos y conocidos. Miro Coca Lora era un fotógrafo autodidacta, un ser dotado de una sensibilidad privilegiada, que le permitía apreciar la belleza allí donde los demás no veíamos más que una realidad cotidiana y “normal”.

No faltaron las veces en que, ingresando a las plataformas digitales (Facebook, Blogspot, Youtube, Myspace, Instagran y otras), donde tenía sus cuentas siempre actualizadas, pude constatar su frenética labor de creador de imágenes que deslumbraban por su forma y colorido, a partir de pinturas o fotografías que él ponía en movimiento, como tantos de sus videoclips que llamaban la atención de propios y extraños. Se trataban de imágenes cargadas de ilusiones ópticas, que engañaban al sentido de la vista y daban la opción de percibir la realidad de manera distorsionada, como si los ojos estuvieran encandilados tras ver una luz intensa y poderosa. No cabe duda de que sus imágenes, trabajadas con las nuevas tecnologías digitales y las aplicaciones técnicas del Photoshop, daban la vertiginosa sensación de ambigüedad de los objetos retratados, debido a que la intención del artista era provocar en el espectador una suerte de alucinación, con imágenes que no eran claramente perceptibles por el ojo humano, consciente de que el cerebro solo puede asimilar o concentrarse en un objeto a la vez, y no en varios que suelen ocasionar confusión, hasta que el cerebro entra en desorden y el sentido visual distorsiona la imagen observada, ya sea en lo relativo a la forma, el color, la dimensión y la perspectiva.

Paralelamente a su polifacético quehacer laboral y artístico, y convencido de su militancia en las filas de los movimientos de izquierda, se dedicó a crear, sin que nadie le remunerara por su trabajo, la página Web de “Motstånd” (Resistencia), una publicación de la juventud trotskista de Suecia, y la página Web de “MASAS.nu” del Partido Obrero Revolucionario de Bolivia. Su interés por la actividad política le nació en la niñez, mientras vivía en la población minera de Llallagua, donde aprendió a captar las emociones del alma y el galopar del corazón enamorado de la libertad y la justicia. Estaba marcado por los conflictos sociopolíticos que experimentó el país durante los años ‘60 y ‘70 de la pasada centuria. No en vano, desde su más tierna infancia, conoció la represión política de los gobiernos de René Barrientos Ortuño y Hugo Banzer Suárez, cuyos chacales, con los rostros cubiertos con pasamontañas y armados hasta los dientes, allanaron su casa en varias ocasiones, so pretexto de apresar a su padre, que era dirigente minero y militante porista, e incautar materiales subversivos; una situación de terror y zozobra que le causó traumas por el resto de sus días, pero que, a la vez, le despertó su conciencia política y su interés por difundir los ideales de los hombres y las mujeres que luchaban por conquistar mejores condiciones de vida y de trabajo.

Es probable que no fue el mejor compañero para las mujeres que él conoció en España, Italia, Brasil y Suecia, pero se puede aseverar que fue un padre preocupado por el bienestar de sus hijas, aunque la suerte no siempre jugó a su favor, sobre todo, cuando las adversidades lo zarandeaban sin contemplaciones, como cuando era atrapado por los embrujos del alcohol que, de cuando en cuando, se tornaba en su principal enemigo. Mas no por eso, se daba por vencido; por el contrario, recobrara nuevos bríos y se ponía a trabajar con ahínco, como quien sale de un oscuro túnel y vuelve a vivir la vida con frenesí y regocijo. Era una persona de sentimientos nobles, siempre dispuesto a ayudar a quienes lo requerían, sin pensar dos veces ni recibir retribuciones a su favor.

Miro Coca Lora fue el hijo preferido de su señora madre, en quien encontraba todo el cariño y protección que necesitaba para enfrentarse a los conflictos que le planteaba la vida. Ella lo adoraba sin condiciones y lo defendía a capa y espada, como solo una madre sabe hacerlo cuando se trata de poner a salvo la integridad de su hijo. Nunca dejó de darle sabios consejos ni alentarlo cuando más lo precisaba, hasta el fatídico día en que ella balbuceó por última vez y entornó los ojos para siempre. Desde entonces, el artista se hundió en un insondable dolor y la congoja se le apoderó del alma, dejándolo más desamparado y vulnerable que nunca.

Con todo, Miro Coca Lora vivió con la ilusión de convertirse, alguna vez, en un artista a tiempo completo, pero las necesidades existenciales lo obligaron a trabajar en instituciones que estaban al cuidado de personas con capacidades diferentes. Era una labor que le daba muchas satisfacciones, pero que le restaba tiempo, un apreciado tiempo que él pudo haber aprovechado para convertirse en un consumado creador de las artes plásticas y visuales. Sin embargo, nunca perdió las esperanzas de que, ni bien alcanzara la edad para jubilarse, se dedicaría de lleno a su actividad artística, pero la muerte no supo darle más  tiempo, le pisó los talones a los 58 años de edad y se lo llevó hacia el parnaso donde moran los seres que nacieron para deleitarnos con sus creaciones hechas de luces, sombras y colores, parecidas a los discos cromáticos de la vida misma, de la vida que tuvo Miro Coca Lora cerca de sus familiares, amigos y seres queridos, aunque lejos de la tierra que lo vio nacer, ya que no falleció en Bolivia, sino en Estocolmo, Suecia, el 5 de mayo de 2022.

domingo, 6 de marzo de 2022

A VÍCTOR MONTOYA 

Grover Cabrera García (*)

Mientras el Tata Inti, dios andino, festejaba su solsticio de invierno,

el Tío de la Mina, desde los socavones mineralizados de su averno,

esperaba el nacimiento de su fiel servidor y escribano,

de su devoto narrador, elegido por el taciturno arcano.

 

Así fue. Un veintiuno de junio de hace más de cinco décadas

nació Víctor, bendecido por el Illimani y sus astas nevadas,

que en perpetua relación rocosa fue presentado

a la montaña Llallagua, como su mimado.

 

Desde niño fue atrapado por los postulados de la dialéctica

marxista, por el dolor del pueblo y por la magia ecléctica

del Tío de la Mina, que le permitieron pensar diferente

y desarrollar el arte de escribir a favor de su gente.

 

La opresión y represión de sus cancerberos, los militares,

que con su Plan Cóndor, le permitieron volar por los altares

majestuosos de la creatividad y de la imaginación,

revelando la caída del capitalismo y su degeneración.

 

LA SEGUNDITA PARA VÍCTOR 

Fue acunado por el níveo poncho del Illimani,

revestido por el ropaje

del dolor, sangre y luto del pueblo trabajador.

Adoctrinado por las páginas

revolucionarias del socialismo marxista.

 

Fue encarcelado por las hordas represivas

del capitalismo criollo.

Donde los barrotes de acero, si bien apresaron

su cuerpo físico,

jamás laceraron su mente, ni su corazón.

 

Entre cuentos, novelas y relatos vivenciales

denunció a los cuatro vientos

el dolor y sufrimiento del pueblo trabajador

que jamás se sintió rendido

ante la vil arremetida de los lacayos del imperio.

 

Con el grito de liberación nacional,

encajado en su pluma creativa

y con el Tío de la Mina a cuestas, Víctor pasea

por el mundo nuestra cultura

milenaria, ancestral y plurinacional. 

(Llallagua, 27/9/2016) 

*Poeta y narrador llallagueño.


sábado, 5 de marzo de 2022

MONTOYA Y EL CLUB DEL LIBRO GESTA BÁRBARA 1918

Durante la presentación de la antología La narrativa minera peruano-boliviana, en la Sala de Conferencias de la Casa Nacional de Moneda en Potosí, tres miembros del Club del Libro Gesta Bárbara 1918, compuesto por Cledy Ruiz, Blanca Acebey y Cristina Rodrigo, felicitaron al autor del libro, Víctor Montoya, por difundir la literatura minera de Bolivia, que tuvo sus orígenes en la obra del potosino Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela. Además, a nombre de todos los participantes activos en el Club del Libro Gesta Bárbara 1918, le entregaron un ramo de flores, como símbolo del aprecio y reconocimiento a la profusa labor del escritor, quien cuenta con fieles lectores en la ciudad mundialmente conocida como la Villa Imperial de Potosí.

 

martes, 15 de febrero de 2022

PRESENTAN ANTOLOGÍA DE NARRATIVA MINERA EN LA CASA NACIONAL DE MONEDA EN POTOSÍ

El jueves 17 de febrero, a horas 10:30 a.m., se presentará la antología La narrativa minera peruano-boliviana, en la Sala de Conferencias Gesta Bárbara de la Casa Nacional de Moneda.

Los autores de la antología, Víctor Montoya y Roberto Rosario Vidal, aunaron esfuerzos para reunir a los mejores narradores de la literatura minera tanto de Bolivia como del Perú, con el único propósito de ofrecer a los lectores una obra que compendiara las luchas, triunfos y tragedias de la clase obrera, pero también los mitos y las leyendas concernientes al realismo mágico del mundo minero.

Los expositores serán:

Cristóbal Corso Cruz. Escritor, pintor y músico. Presidente de la Sociedad Geográfica y de Historia Potosí.

Blanca Acebey Ramos. Presidenta del Club del Libro “Gesta Bárbara 1918”.

Las palabas de bienvenida estarán a cargo de Benjamín Condori, Director de la Casa Nacional de Moneda.

lunes, 7 de febrero de 2022

LA FUGA DEL REO

Todos lo conocían por el sobrenombre de Reo, debido a los tantos delitos que cometió y a las tantas veces que estuvo en la cárcel. La última vez que salió en libertad, se volvió a juntar con su amigo y socio, para delinquir en las calles comerciales de la ciudad. Todo marchaba bien, hasta que una desavenencia de cómo debían distribuirse el botín logrado en el asalto a una joyería, más una acalorada discusión en la que su amigo y socio le faltó al respeto, llamándolo hijo de puta y maricón, los convirtió en rivales y los separó en el camino del delito.

El Reo no dudó en cobrarse la revancha por los insultos que mellaron su autoestima. Entonces puso en marcha un siniestro plan: lo llamó por teléfono y le propuso una reunión en el mismo cuarto ubicado cerca de la Terminal de autobuses, donde se escondían cada vez que perpetraban un asalto o se sentían perseguidos por la policía.

Los dos arribaron a la casa, casi al mismo tiempo. No se saludaron ni se miraron, abrieron el candado de la puerta y entraron en el cuarto.

–Qué bueno que hayas venido –le dijo el Reo, acomodándose en una silla.

–¿Para qué querías verme? –preguntó el otro.

–Para poner fin a nuestras diferencias –contestó.

Se abrió un breve silencio. El examigo y socio del Reo se puso de cuclillas para amarrarse el cordón del zapato, sin sospechar que su vida corría peligro.

El Reo aprovechó la imprudencia de su examigo, se levantó sigilosamente de la silla, sacó la pistola del cinto, lo abordó por atrás y, apuntándole con el arma en la nuca, ordenó:

–¡Levántate con calma y las manos en alto!

Su examigo cumplió la orden sin reaccionar ni cuestionar.

–Ahora camina y ponte con la cara a la pared.

Su examigo, con las manos en alto y la mirada contra la pared, le preguntó dubitativo:

–¿Qué piensas hacer?

El Reo se rio a modo de empezar su revancha y concluyó su plan vaciando el cargador del arma en la humanidad de quien fuera su amigo y socio. Limpió la sangre, metió el cuerpo en una bolsa de yute y esperó la noche para trasladarlo hasta las quebradas de Llojeta, donde se deshizo del bulto, con la intención de que nadie sospechara de quién o quiénes estaban implicados en el homicidio.

No obstante, la policía estaba ya detrás de sus talones y no demoró en dar con el Reo, un joven vinculado a los bajos fondos y con amplio prontuario delictivo, quien admitió su culpabilidad desde el primer instante en que fue aprehendido en el cuarto interior de una vivienda ubicada a dos cuadras de la Terminal de autobuses, donde él y su examigo planificaban sus asaltos a mano armada y se distribuían los sobrecitos de cocaína para revenderlos en la calle.

Días después, el Reo fue transportado al edificio de la fiscalía, donde debía prestar sus declaraciones. Cuando todo estaba listo para empezar la audiencia, en una sala llena de personas interesadas en el caso, el Reo se abalanzó repentinamente encima de su custodio y, tumbándolo contra el piso, le arrebató el arma reglamentaria; una pistola semiautomática, con seis cartuchos almacenados en el cargador de hilera simple. Se incorporó con asombrosa agilidad y, amedrentándolos a todos con la pistola y dándose vueltas sobre sí mismo, exclamó en tono imperativo:

–¡Qué nadie se mueva, carajo! ¡Qué nadie se mueva, o disparo!...

Algunos de los presentes, sentados en la parte posterior de la sala, se agacharon refugiándose detrás de los bancos, al mismo tiempo que el juez cautelar, incluido el abogado defensor del Reo, se tiraron al piso en actitud de defensa.

El Reo salió corriendo de la sala, golpeándose el hombro en el marco de la puerta, y se dio a la fuga con la pistola en mano.

En la planta baja del edificio, apenas descendió a brincos por las gradas de mármol, se topó con un policía, a quien le disparó dos veces en la cabeza, y continuó la escapatoria en dirección a la calle, mientras el policía, malherido y la cabeza sangrante, intentó seguirlo, pero se desplomó sobre la alfombra que había en la puerta de acceso a la fiscalía.

El Reo se escabulló entre los transeúntes, oscilándole los brazos en el aire y hondeándole la negra y larga cabellera. Llegó a la esquina de una plaza, donde abordó un minibús con pasajeros. Puso el cañón del arma en la sien del conductor y lo obligó a imprimir velocidad hacia la Terminal de autobuses.

El conductor se detuvo ante la luz roja del semáforo. Avistó a un agente de tránsito a través de la ventanilla abierta y se dio modos para pasarle la voz de alarma, advirtiéndole que estaba conduciendo bajo amenaza.

El agente de tránsito se acercó a la ventanilla para ver qué estaba sucediendo en la cabina, pero el Reo le colocó la pistola entre los ojos y le disparó, ¡bang! ¡bang!, despachándolo al otro lado de la vida. El conductor, al constatar que el agente de tránsito fue asesinado en vía pública, no tuvo más alternativa que seguir conduciendo a punta de pistola.

Cuando llegaron a las proximidades de la Terminal, el Reo se bajó de la movilidad, no sin antes advertirle al conductor:

–¡Si me sigues, te mato! ¡Ya sabes que estoy armado, carajo!

El Reo reinició la fuga y los pasajeros estallaron en gritos:

–¡Está escapando! ¡Deténganlo!... ¡Está huyendo! ¡Agárrenlo!...

Un policía de civil, que estaba parado en la puerta de la Terminal, fue alertado por los gritos y se puso en acción.

 El Reo redobló el ritmo de sus pasos y, a una cuadra más adelante, se tropezó en la tapa de una boca de tormenta, precipitándose contra el suelo. El policía lo alcanzó a zancadas y se plantó delante de sus ojos, se identificó enseñándole su credencial y le dijo que estaba detenido; pero el Reo, sin darse por rendido, se tendió de espaldas, alzó la mano con el arma y le plantó dos tiros, uno en el pecho y otro en el brazo derecho.

El policía, desangrándose profusamente, se desvaneció y se dejó caer de costado. El Reo se levantó y siguió corriendo pistola en mano. Nadie lo detuvo en el trayecto, hasta que llegó a su destino. Miró en derredor y se metió en la casa pintada de verde, cruzó un patio de grava y se dirigió hacia una habitación de techo bajo y paredes agrietadas, empujó la puerta entreabierta y en su interior, para la gran sorpresa del Reo, lo estaba aguardando su examigo y socio, a quien le había quitado la vida disparándole a traición

–¿Eres tú? –le dijo, sin comprender cómo podía seguir con vida.

–Sí –contestó–. Soy el mismo a quien le disparaste por la espalda, a traición, ¿recuerdas?

El Reo retrocedió la película de su memoria y recordó el incidente por unos segundos. Luego preguntó:

–Y ahora, ¿qué quieres?, ¿a qué has venido?

–¡A vengar mi muerte!

El Reo reaccionó de súbito, le apuntó con la pistola y apretó el gatillo, se oyó el golpe del martillo percutor, pero no el estampido del disparo, ya que los seis proyectiles de la pistola los descargó mientras se daba a la fuga.

–¿Así que no te quedan balas? –preguntó el fantasma de su examigo y socio, riéndose con satisfacción y sarcasmo.

El Reo no contestó, volvió la espalda e intentó salir del cuarto, pero el fantasma de su examigo y socio, que retornó desde el otro lado de la vida, armado con un revólver Magnum, lanzó una ronca carcajada y le plantó seis plomos en el cuerpo, mientras le recordaba el conocido refrán: ¡Quien ríe último, ríe mejor!…