martes, 30 de abril de 2019


EL CONDENADO

No hacía mucho que Severino Huanca, hombre de bien y albañil de oficio, había viajado al cantón donde vivían sus padres, como todos los años y en la misma fecha, para cosechar las papas en las chacras que pasaron a ser de su propiedad desde que la Reforma Agraria abolió el sistema latifundista de los terratenientes.

Severino Huanca, aunque era callado y tímido, tenía algunas virtudes que le ganaron el aprecio de los suyos; era padre cariñoso y marido responsable. Desde su infancia, que transcurrió en las serranías pastando ovejas y cabras, nunca dejó de ayudar a sus padres en la siembra y la cosecha de papas; un producto que ellos comercializaban en los mercados campesinos de Llallagua, para así adquirir con el mismo dinero otros productos que ellos necesitaban en el campo.

Poco antes de que Severino Huanca contrajera matrimonio con Angelina Mamani, una moza de un cantón aledaño, tuvo la suerte de encontrar, mientras cavaba la tierra en lo que antes fue el patio de una casa de hacienda, una caja llena de monedas de oro y plata. Se quedó maravillado ante tan sorpresivo hallazgo, pero decidió callar y mantener el secreto hasta cuando fuese necesario. Volvió a esconder el cajón bajo tierra y dejó que su vida siguiera siendo la misma de siempre.

A poco de su casamiento, Severino Huanca compró con sus ahorros una casita en la zona alta de la población de Llallagua. Allí nacieron sus hijos y allí, en un rincón de un pequeño patio, escondió la caja que años antes halló en la hacienda, sin que nadie lo viera ni lo supiera. Si no dispuso de una sola moneda fue porque él no estaba de acuerdo en que su familia, que era de extracción humilde, se dedicara a derrochar el dinero y a vivir en la opulencia, como lo hacían los hacendados que eran los dueños de las tierras y los pongos hasta mediados del siglo XX.

Así pasaron los años, sosteniendo a la familia con lo poco que ganaba como albañil, hasta la última vez que viajó para ayudar a sus padres en la cosecha de papas. Ese día, que parecía anticipar una inevitable tragedia, llovió de manera torrencial, como si en el cielo se hubiesen reventado diques de contención.

Severino Huanca, de contextura robusta y actitudes nobles, recorrió a pie las pampas y quebradas, protegiéndose de la lluvia con un poncho que Angelina Mamani tejió con cariño y le obsequió como la mejor prueba de su amor. A poco de llegar a la orilla de un caudaloso río, que estaba cerca del cantón donde vivían sus padres, se despojó de sus vestimentas y se dispuso a cruzar el río; tenía las ropas en las manos levantadas por encima de su cabeza y los bultos pesándole sobre las espaldas. Tendió la mirada hacia la otra orilla y se sumergió hasta la cintura, pero apenas pisó en un desnivel, bajo los truenos que rugían amenazantes en las alturas, fue arrastrado por las turbulentas aguas del río.

Desde aquel irreparable incidente, nadie más volvió a verlo ni a saber de él, ni en el cantón de sus padres ni en la población de Llallagua. Desapareció sin dejar rastro alguno, como si el río se lo hubiese tragado disolviéndolo como a un bloque de sal.

Su familia quedó sin ingresos económicos y al borde de la miseria, pues Angelina Mamani, que no sabía de dónde sacar el dinero para dar de comer a sus hijos, se la pasaba rezando al arcángel Barachiel para que no les faltara el pan en la mesa. Su situación iba de mal en peor, hasta el día en que unos vecinos le aseguraron que, alguien parecido a su marido, pasaba y repasaba por la puerta de su casa. Ella, desde luego, no dio créditos a las palabras de sus vecinos, quienes incluso aseveraban que Severino Huanca no estaba muerto sino vivo.

Pasado cierto tiempo, una noche en que caminaba sola, escuchó unos pasos a sus espaldas y una voz llamándola por su nombre. Ella giró sobre el tacón de su zapato y, bajo el chorro de luz del alumbrado público, distinguió a un hombre parecido a su marido. Él se le acercó y, tras esbozar la misma sonrisa con que la conquistó, alcanzó a decirle: Soy Severino, el padre de tus hijos...

Angelina Mamani, impactada por un susto que le heló la sangre, empezó a correr como espantada por el mismísimo demonio, mientras él la perseguía, tropezándose en el empedrado y pidiéndole que se detenga. Ella apresuró los pasos y se metió en su casa, dejando atrás al condenado que, al menos por el tono de su voz y la tierna expresión en su mirada, parecía quererle transmitir algo.

Angelina Mamani, de carácter dócil y profundas convicciones religiosas, estaba espantada de terror y no tuvo otra opción que acudir al templo en busca de consuelo. Cuando le confesó al cura que estaba siendo acosada por el alma en pena de su difunto marido, que se le apareció por detrás la noche en que se recogía a su casa, éste, aferrándose a un crucifijo del tamaño de un candelabro, le dijo que las personas muertas que se manifestaban entre los vivos eran almas del Purgatorio, que pedían rezar por ellas para alcanzar el Paraíso o para encomendarle una misión a un ser querido, sobre todo, si el alma no encontraba descanso por alguna tarea que dejó pendiente o por un deseo que no cumplió en vida.

Angelina Mamani se deshizo entre sollozos y el cura le aconsejó, por si acaso el condenado tuviera oscuras intenciones, llevar siempre en su bolso un jaboncillo, un peine y un espejo, no tanto como amuletos de buena suerte, sino para protegerse contra los espíritus malignos o cuando lo estimara conveniente. En caso de sufrir un nuevo acoso que pusiera en peligro su vida, ella debía sacar los tres objetos de su bolso, uno a uno, y arrojarlos al suelo para mantener a raya al condenado.

Esa misma noche, en que el cielo se cubrió de nubarrones negros y los vientos  zumbaban como lamentos de zampoña, Angelina Mamani se quedó dormida al lado de sus tres hijos y, en lo más profundo del sueño, se vio saliendo de su casa, con la misma pollera y manta que usó el día de su casamiento. En las calles no había transeúntes ni perros que ladren, salvo la figura de un hombre que, como salido de la nada, se le apareció a sus espaldas, caminando al mismo ritmo que ella marcaba los pasos. De pronto, sintió que la temperatura bajó bruscamente y que los pasos de su perseguidor estaban cada vez más cerca. Entonces se detuvo, volteó la cabeza y, a prudente distancia, logró ver a su marido, quien tenía la cabeza gacha y las mismas ropas que se puso el día que partió rumbo al cantón donde vivían sus padres.

Severino Huanca, sin considerar el miedo que su presencia le provocaba a su viuda, siguió avanzando a paso lento pero seguro, con los brazos en cruz, como si quisiera decirle algo, pero Angelina Mamani se asustó tanto que, sin pensar en otra cosa que en sus hijos, echó a correr calle abajo, a gran velocidad, mientras  el condenado la perseguía llamándola por su nombre y suplicándole que se detenga.

A dos cuadras más adelante, con la respiración jadeante y el cuerpo empapado en sudor, recordó los consejos del cura. Sacó de su bolso el jaboncillo y lo arrojó al suelo. Inmediatamente el jaboncillo se transformó en un pantano de superficie lisa, donde el condenado se resbaló una y otra vez, permitiendo que ella siguiera huyendo en dirección a la plaza principal, en cuya esquina estaba el templo de nuestra Señora de la Asunción.

El condenado logró salir del pantano y prosiguió su camino en un intento por alcanzar a su esposa, quien, sin dejar de correr ni pedir auxilio, sacó de su bolso el peine y lo arrojó detrás de sus pasos. El peine se transformó en un bosque lleno de espinas, donde el condenado no sólo se rasgó las ropas y la piel, sino que fue retenido como por una maraña de lanzas en ristre.

Angelina Mamani siguió corriendo por la avenida 10 de Noviembre y el condenado siguió corriendo por detrás de ella, sin dejar de llamarla por su nombre y sin dejar de sortear los obstáculos que encontraba a su paso. Cuando ella cruzó el edificio de la Alcaldía Municipal, la Plaza de Armas y estaba muy cerca del templo, y el condenado estaba a punto de atraparla en la esquina de la Plaza 6 de Agosto, sacó de su bolso el espejo y, sin mirar hacia atrás, lo arrojó por encima de su cabeza. El espejo se hizo añicos contra el suelo y se transformó en una profunda laguna, donde el condenado se hundió como en un pozo sin fondo.

Angelina Mamani se metió en el templo de puertas abiertas, se persignó tres veces y  lanzó un suspiro de alivio, secándose el sudor que le chorreaba por la frente. Por fin estoy a salvo, Dios mío, se dijo, mientras avanzaba en dirección al altar, donde destacaba la imagen de la Virgen de la Asunción.

Al nacer el día, fue despertada de su letargo por los lloriqueos de su hijo menor y se dio cuenta de que todo lo que acababa de experimentar en cuerpo y alma no era más que un sueño, un angustioso sueño que prefirió echarlo al olvido.  

Pasó un tiempo, otro tiempo y más tiempo, y el condenado no volvió a aparecer en las calles de Llallagua, de modo que Angelina Mamani, sintiéndose liberada de un enorme peso emocional que la atormentaba a diario, pensó que el alma en pena de su difunto marido encontró la paz en la otra vida; pero no, una noche que ella retornaba a su casa, después de haber asistido a una misa de todosantos, el condenado se le apareció muy cerquita de sus espaldas, casi respirándole en el pabellón de la oreja. Ella se detuvo como hipnotizada, giró la cabeza a un lado y, mirándolo de arriba a abajo, como a su propia sombra, se encogió de pánico y lanzó un grito de pavor.        

–No te voy a hacer daño –le dijo el condenado, con voz ronca y tomándola por el brazo.

–¿Qué quieres? –preguntó ella, envuelta en gran temor–. ¿Por qué me persigues?

–Porque quiero revelarte un secreto –contestó–, pero para hacerlo, debemos entrar al patio de la casa por la puerta trasera, no sólo porque ahí está el secreto, sino también para evitar que nos vean nuestros hijos…

Ella, dejándose conducir asida del brazo, dejó de hacer preguntas y se limitó a caminar con la mirada perdida en el empedrado; no estaba segura de lo que hacía, pero estaba intrigada por saber cuál era el secreto que quería revelarle su difunto marido. Cruzaron la puerta que daba al patio y avanzaron hasta uno de los ángulos del muro de adobes. El condenado levantó la mano derecha y señaló con el índice el lugar donde ella debía cavar con la pala que estaba arrimada contra la pared posterior de la casa.

Angelina Mamani cogió la pala y empezó a cavar con todas sus fuerzas, hasta que el filo metálico chocó contra la cerradura de una caja de madera. Luego se puso de cuclillas, destapó la caja y, ante un asombro que la dejó perpleja y con la boca abierta, se enfrentó al brillo de las monedas de oro y plata. Sólo entonces el condenado, satisfecho por haber cumplido con la tarea que dejó pendiente en vida, giró como una rueca en el aire y se dejó caer convertido en un puñado de tierra.


jueves, 25 de abril de 2019


SUBCOMANDANTE MARCOS

Querido subcomandante:

Te escribo esta carta después de salir de un sueño, en el cual vi tu cara con tanta nitidez como si te estuviera viendo de veras. Pero no, cuando desperté agitado y sudoroso, pensé que tu rostro no existe, porque es el rostro anónimo de un comandante que es el pueblo. Y, sin embargo, a lo largo de tu lucha, en la que te seguimos de lejos y de cerca, en las buenas y en las malas, jamás te confundí con Rambo ni con otros mercenarios del imperialismo, sino con Emiliano Zapata, con ese personaje que ofrendó su vida a la causa libertaria, con ese revolucionario cuya fuerza radicaba en su inteligencia y su grandeza en su sencillez. Además, tú que combates en las montañas del sureste mexicano, enmascarado como los luchadores del cuadrilátero, me recuerdas a ese otro guerrillero llamado Ernesto Che Guevara, a quien lo mataron en las montañas del sureste boliviano, a pesar de haber sido un hombre que tenía el corazón más grande que el cuerpo y el coraje del tamaño del tiempo.

Para serte franco, confieso que desde niño escuché hablar bien de los caudillos y mártires de la revolución cubana. De modo que, cuando alcancé el umbral de mi adolescencia, se me hacía que los conocía de cerca, puesto que en mis sueños hablaban y respiraban como si viviéramos en el mismo cuarto y soñáramos el mismo sueño, que es el sueño de la libertad y la justicia. Después me impactó la muerte del Che, sobre todo, esa imagen suya que vi en la prensa a poco de haber sido asesinado en la escuelita de La Higuera, pues el comandante, más que parecerse a un “delincuente” o “bandolero” -como decía el gobierno-, tenía el aspecto de Cristo tendido en los maderos, la melena desgreñada, la mirada irradiando esperanza y la barba tendida sobre el pecho.

Desde entonces, los estudiantes, reunidos en los parques o en las aulas, no hablábamos de otra cosa que de las hazañas del Che y de volver a las montañas por el sendero que él señaló con su ejemplo. Pero, ya ves, yo no me sumé a guerrilla alguna ni disparé un solo tiro, no tanto por un acto de cobardía como por haberme quedado a vivir en el exilio, atrapado por el conformismo y el consumo. Tú, en cambio, como los demás miembros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, te marchaste a la montaña, empuñaste el fusil y decidiste conquistar la causa con la que soñamos millones de latinoamericanos.

Está por demás decirte que me fascinan los guerrilleros, quizás, porque llevo gotitas de rebeldía en la sangre o, quizás, porque me identifico más con los débiles que con los fuertes, más con los pobres que con los ricos, más con los insurgentes que con los guardianes del orden. De ahí que, en las historietas de Walt Disney, me identifiqué siempre con los Chicos Malos y no con Tío Rico. En el cine me identifiqué con Chaplin y no con el policía, con Robin Hood y no con la monarquía, con los “pieles rojas” y no con los “cowboys”. Más tarde, insertó ya en el maravilloso mundo de la literatura, me sentí seducido por los antihéroes de la novela: por “El lobo estepario” de Hermann Hesse, “La metamorfosis” de Franz Kafka o “El idiota” de Fiódor Dostoyevski, seres que vivían una suerte de marginalidad, aquejados por una cierta deformidad parecida a la de Cuasimodo en “Nuestra Señora de París”, “El hombre elefante” o “El Fantasma de la Opera”. Es decir, mis simpatías, como las tuyas, estaban desde siempre por el lado de los débiles, consciente de que los débiles, cuando pierden la paciencia y se levantan en armas, se convierten en luchadores indomables, o si no pregúntale al “Viejo Antonio”, quien, rescatando la sabiduría popular, dice: uno se hace grande a fuerza de achicar su miedo, para enfrentarse a un enemigo poderoso, como David se enfrentó a Goliat.

Tal vez esta sea una forma de romantizar al guerrillero y subestimar al enemigo; pero eso sí, lo que no se me puede quitar de la cabeza es la idea de que los guerrilleros son como en las películas, personajes que tienen el cuerpo forrado de municiones y un fusil que usan como cabecera cuando están fuera de combate, relajándose del cansancio mientras se fuman un cigarrillo con la mirada puesta en el cielo; que unas veces leen libros en medio del temor y la muerte y, otras, escriben libros entre el desvelo y la pasión, pues ya son varios los guerrilleros que se hicieron escritores, porque la montaña debe ser, si no me equivoco, algo más que una inmensa estepa verde. Por lo que a ti respecta, querido subcomandante, te agradezco por tus hermosos relatos chiapanecos y por tus cartas de lucha y de ternura, con las que prometo hacerme una flor de pétalos rojos y ponérmela en el ojal, a la altura del pecho y muy cerquita del corazón.

Aquí termino esta carta, mientras te imagino al otro lado del océano, en algún secreto confín de la montaña, dispuesto a apagar la vela, pero no la esperanza de la victoria final.

jueves, 7 de marzo de 2019


CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE LITERATURA JUVENIL

Alguna vez me preguntaron: ¿Qué deben leer los jóvenes? Pensé unos segundos y contesté: Todo lo que caiga en sus manos. No existen recetas ni fórmulas precisas para recomendar cuáles son los libros que deben y no deben leer los jóvenes, ya que, contra toda premisa didáctica, son ellos mismos quienes deciden qué libros son de su preferencia.

Si bien es cierto que la definición de literatura juvenil va asociada, de manera tradicional, a la literatura infantil, es cierto también que cada una de ellas guarda características que las diferencian por el tratamiento de los temas, las formas narrativas y el manejo de un léxico determinado. Si los niños tienen un vocabulario restringido, se supone que los jóvenes, que se encuentran en otra etapa de su desarrollo lingüístico, manejan una competencia lectora que les permite acceder a una literatura que no siempre está clasificada como juvenil por las editoriales ni por los bibliotecólogos, y mucho menos por los profesores que enseñan lenguaje y literatura en las aulas de educación secundaria.

La literatura, que en cierto modo influye en la vida de los jóvenes, no siempre tiene que abordar temas relacionados a los conflictos emocionales y existenciales propios de la juventud, en vista de que una de las principales funciones de la literatura consiste en ganarlos hacia el mundo de los libros, a partir de una lectura lúdica, que les permita el escapismo, la gratificación instantánea, el placer de leer historias que les abran puertas hacia lo desconocido y los inviten a viajar en la fantasía hacia mundos ajenos al suyo, ya que la buena literatura es aquella que despierta el interés de los lectores mucho más que enseñarles conocimientos científicos para su formación profesional.

Los libros para los jóvenes, que si bien sirven como instrumentos de información y formación, no tienen por qué cumplir con el requisito de presentar personajes reales o ficticios con los cuales puedan identificarse los jóvenes, quienes están buscando consolidar su identidad personal o resolver algún conflicto social, educativo o familiar. La obra literaria, en primera instancia, más que transmitir valores morales y lecciones didácticas, está destinada a atrapar el interés del lector y estimular el hábito de la lectura, con o sin la guía de un profesor.   

Con esto no se quiere eludir la lectura de obras de carácter didáctico, que abundan en el amplio espectro de la literatura juvenil, gracias a que algunos autores, capaces de fusionar la fantasía con el conocimiento científico, ofrecen una lectura tanto lúdica como didáctica, sin que los jóvenes lectores lo adviertan durante el proceso de la lectura.

La literatura como material didáctico en la enseñanza

Cuando los educadores se refieren a la literatura juvenil, desde un punto de vista didáctico, señalan los requisitos formativos que deben reunir las obras literarias en función de los objetivos educativos preestablecidos por los programas pedagógicos, que no siempre consideran el interés de los jóvenes lectores, sino los objetivos trazados por un sistema educativo que, más que promover el hábito de la lectura, usa la obra literaria como material auxiliar en la enseñanza de otras materias curriculares, como la gramática, la comprensión lectora y, en el peor de los casos, para impartir lecciones morales y éticas, según ciertos principios ideológicos o creencias religiosas; cuando en realidad, la lectura de una obra literaria debía ser una suerte de ejercicio de libertad y de reflexión crítica ante las creaciones literarias.

No faltan los docentes, pedagogos y literatos que, en afán de completar un programa de educación secundaria, convierten la literatura juvenil en una literatura educativa, reduciéndola a favor de la lectura funcional, con el propósito de usarla como material de apoyo didáctico en las prácticas de lectura y escritura de los alumnos, a veces, sin que las obras estuvieran en consonancia con los  intereses, conocimientos y formación integral propios de la edad juvenil.


No es difícil imaginar cuáles son los criterios y fundamentos que los docentes ponen en juego a la hora de elegir determinadas obras literarias para sus alumnos. Se supone que no es necesariamente por la connotación literaria, sino por la función didáctica de éstas, conforme puedan facilitarle el trabajo a realizarse en el aula. Por consiguiente, en esta elección, nada acertada y por demás arbitraria, influye decisivamente el grado de formación profesional del docente, su propia experiencia como lector y las concepciones ético-morales que maneja para definir lo que es buena o mala literatura para los alumnos.

Las mismas editoriales, más por un afán comercial que por contribuir al Plan Lector, han creado colecciones específicas dirigidas a los adolescentes de educación secundaria, con criterios que consideran el valor literario, el valor moral y la explotación de los mecanismos de identificación psicológica de los lectores con el personajes de una obra que, así bien cumple con las expectativa del educador y el educando, no fue pensado ni creado para ser leído como material auxiliar o didáctico en la enseñanza de la asignatura de lenguaje y literatura.

La difusa franja entre adolescencia y juventud

La denominada literatura juvenil, destinada al adolescente que cabalga entre el mundo infantil y juvenil, se encuentra mucho más cerca de la literatura de evasión concebida para los lectores adultos. Y, sin embargo, los términos literatura infantil y literatura juvenil se emplean como sinónimos, y los libros se clasifican en el marco de la denominada literatura infanto-juvenil, aun sabiendo que esta etiqueta es muy subjetiva y relativa, pues no pocos adolecentes, al hallar sus obras preferidas entre los libros destinados a los niños, sienten un rechazo instintivo por este tipo de clasificación arbitraria, porque lo último que desea un adolescente es ser tratado como un niño cuando él mismo se considera una persona mayor; es más, los adolescentes se inclinan por elegir obras que son leídas por los adultos, debido a que la caracterización psicológica de los personajes y las historias narradas no difieren mucho entre la literatura juvenil y la literatura para los adultos que, acéptese o no, abordan los mismos temas: el amor, la tragedia, el desengaño, el sexo, las aventuras sobrenaturales, los conflictos familiares, los primeros amores, la timidez, el bullying y muchos otros que afloran en la etapa de la pubertad y que forman parte de la condición humana. Por lo tanto, las obras literarias denominadas por los expertos como crossover books ponen en entredicho la pretendida distancia entre la literatura juvenil y la escrita para los adultos.

Asimismo, la buena literatura juvenil es aquella que puede ser también leída por los adultos, sobre todo, si el adulto se enfrenta a la lectura de una obra que le plantea estructuras más complejas en su tratamiento temático y un lenguaje más elaborado que exige el manejo de un amplio vocabulario para poner a prueba su comprensión lectora y gozar de la belleza estética de la obra. 

Aunque éste no deja de ser un tema controvertido, cabe advertir que es difícil establecer un límite cronológico entre el adolescente y el joven, entre el joven y el adulto, ya que nadie puede trazar una línea exacta de cuándo empieza y finaliza la etapa de la juventud. A propósito de este tema, en 1985, la Asamblea General de Naciones Unidas definió como jóvenes a las personas entre los 15 y 24 años de edad; en tanto la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño definió la infancia hasta los 18 años; de modo que una persona entre los 12 y 18 sería definida como adolescente; una etapa que oscila entre la infancia y la juventud. Ahora bien, estas definiciones varían de un país a otro, dependiendo de factores socioculturales, económicos y credos religiosos.


Cuando hablamos de la narrativa para jóvenes, casi de manera espontánea y sin mayores reflexiones, nos referimos a los libros destinados a los adolescentes que se encuentran en la educación secundaria, aunque el término joven involucra también a quienes son mayores de 18 años. En este contexto, la definición de literatura juvenil es mucho más amplia que la atribuida exclusivamente a los lectores adolescentes.

La literatura para jóvenes es aquella que está dirigida a los lectores mayores de 12 años, a quienes han dejado de tener un pensamiento mágico y han pasado a tener un pensamiento lógico. No obstante, la buena literatura juvenil puede ser leída no solo por los adolescentes, sino también por quienes se consideran jóvenes a los 25 ó 40 años de edad; al fin y al cabo, lo que importa no es si una obra ha sido creada con la idea puesta en los lectores jóvenes, sino que la obra sea buena tanto por la forma como por el contenido. De ser así, todos coincidiríamos en el criterio de que una buena obra literaria puede ser leída, lejos de todo concepto moral y consideración didáctica, por los adolescentes, jóvenes y adultos.

El placer de leer por puro placer

Nadie pone en duda el planteamiento de que los alumnos adolescentes necesitan acceder al goce pleno de la literatura, en procura de satisfacer sus inquietudes emocionales, despejar sus dudas y curiosidades; más todavía, se sabe que los jóvenes no leen, por iniciativa propia e interés personal, los libros recomendados por los tecnócratas de la educación, sino aquellos que están al margen de los programas establecidos para las asignaturas de lenguaje y literatura en la educación secundaria.

Los jóvenes, de manera intuitiva y con toda su capacidad intelectual y lingüística, eligen los cómics, las revistas de súper héroes, las publicaciones populares y los libros que poco o nada tienen que ver con el sistema educativo. Son libros cuyos temas oscilan entre la realidad y la fantasía, como los de aventuras de Stevenson, Kipling, London, Defoe o Julio Verne que, además, tienen personajes adolescentes, que conducen a territorios lejanos, exóticos o, al menos, diferentes a los que los lectores experimentan en su entorno cotidiano. Los jóvenes siempre se han sentido atraídos por historias contextualizadas en lugares desconocidos y tiempos indefinidos, quizás por eso tienen preferencia por las novelas fantásticas, de terror o ciencia ficción.

Por otro lado, los estudiantes de educación secundaria, por inquietudes propias de su edad, destacan las obras que abordan los vericuetos del amor y el desamor. No es casual que lean cuentos y novelas con argumentos románticos y protagonistas adolescentes, cuyas acciones reflejan las preocupaciones y curiosidades de toda persona que cruza el umbral de la pubertad. A pesar de este inusitado interés entre los adolescentes, en la mayoría de los libros clasificados como literatura juvenil se nota la ausencia del tratamiento de la sexualidad, aunque éste ha sido uno de los temas recurrentes en la vida de los individuos desde la noche de los tiempos, ya que nadie es ajeno a la sexualidad como parte integrante del desarrollo humano, y así lo comprenden los lectores adolescentes que, en los tiempos modernos y con una tecnología que pone en sus manos toda la información sobre el tema, se  despojaron de los caparazones que los protegían del mundo complicado de los adultos y los mantenían recluidos en el paraíso eterno de la dulce infancia.

En este caso, para dar paso a una literatura transgresora de las buenas costumbres ciudadanas, no queda otra alternativa que permitirles leer obras que les toca las fibras íntimas de su personalidad, así esta lectura los lleve a cuestionar los preceptos morales del mundo religioso, las normas rígidas de los padres y educadores; y, sobre todo, que les permita hallar la luz entre las sombras de las sensaciones del amor y las relaciones sexuales.


Cabe recordar que al alumno no siempre le encanta lo que le gusta al profesor, ya que los gustos sobre lo que es bueno o malo en literatura es tan relativo que, frecuentemente, se da la paradoja de que el profesor lee un tipo de obras y el alumno lee otras, a partir de su propio interés personal y sin pensar si las obras elegidas le entregarán o no conocimientos válidos para su formación profesional.

Entonces, por deducción lógica, lo mejor será dejar que los propios jóvenes elijan el libro que desean leer, sin que el profesor de lenguaje y literatura ejerza presiones de carácter didáctico o pedagógico. En la educación secundaria es preferible que no existan fuerzas coercitivas que obliguen al adolescente a leer libros que no son de su interés, habida cuenta que la lectura de obras literarias debía contribuir a formar verdaderos lectores y no a crearles antídotos o mecanismos de defensa contra la literatura impuesta a fuerza de exigirles una lectura obligatoria.

Dejarlos elegir, en absoluta libertad, un libro que llama poderosamente su atención, es la única manera de acercarlos al ámbito de la literatura y estimular su hábito de lectura; de lo contrario, como en toda enseñanza obligatoria, le despertará un rechazo instintivo hacia la lectura y un resentimiento contra las obras ajenas a su interés. Por cuanto la enseñanza de la literatura en el nivel secundario requiere estar anclada en el interés de los jóvenes lectores que, por lo general, tienen más preferencia por las obras que no están contempladas en los actuales programas escolares elaborados por los tecnócratas de la educación. 
  
Los libros deben leerse por el puro placer de leer, y no para enriquecer el vocabulario, aprender la gramática ni tener lecciones de cómo escribir un texto con una sintaxis correcta e impecable. Por lo tanto, pasarle al alumno una literatura engorrosa implicará alejarlo de la literatura; es más, éste acabará por odiar la lectura de los libros recomendados por los especialistas. Y, desde luego, nunca dejará de preguntarse: ¿Por qué tengo que analizar con tanto detalle los libros? ¿No podría leerlos por puro placer e iniciativa personal?

Ya se sabe que para gustar de un libro hay que leerlo con alegría y amor, como recomendaba Pablo Neruda; una reflexión que nos induce a pensar que debemos leer lo que es de nuestro interés y agrado, al menos, si consideramos que la lectura tiene que ser una forma de felicidad, una suerte de escape de la realidad que nos circunda, una válvula de escape que permita transportarnos, por medio de las acciones de los personajes y las historias narradas, a otros contextos diferentes a los que experimentamos aquí y ahora.

Incluso un libro que aborda temas cotidianos y realistas, debe ofrecernos la posibilidad de poner en marcha nuestra imaginación, como si la historia narrada la estuviésemos viviendo en carne propia, en vista de que la literatura no es un tratado de filosofía ni una enciclopedia lingüística para eruditos, sino un espacio de libertad, relajamiento y felicidad.

martes, 5 de marzo de 2019


LA KHARISIRI

La Kharisiri, según algunos testigos, que la vieron caminar por las inmediaciones de La Ceja de la ciudad de El Alto, era una mujer elegante, capaz de atraer a cualquiera con el relámpago de su belleza; tenía los dientes encasquillados con oro y los ojos rutilantes como estrellas; se contoneaba al caminar y batía sus largas trenzas, que le caían como lazos desde la nuca hasta el final de la espalda; poseía donaire para exhibir sus indumentarias y accesorios de chola paceña. Se presentaba vestida con varias enaguas y la pollera con alforzas plisadas en el vuelo; su blusa estaba bordada con hilos dorados, exactamente como el corsé sin mangas y la chaqueta que, ceñida a su escultural figura, estaba confeccionada de la misma tela de la pollera.

Los testigos, asegurándose de decir la verdad y nada más que la verdad, contaban que la Kharisiri podía ser confundida con una comerciante aymara, como quien, luego de invertir sus ganancias en negocios rentables, se hizo dueña de una incalculable fortuna, no solo porque vestía prendas de alta costura, sino también porque usaba accesorios de fina orfebrería.  Lucía grandes pendientes de oro, con perlas barrocas y diamantes; anillos en todos los dedos y un adorno de fina pedrería en el sombrero; un chal de vicuña, prendido sobre el hombro izquierdo con un enorme gancho de oro de cuya cadena pendía una bellísima perla neta. Así, ataviada de chola, se sentía más coqueta, bonita y atractiva.

En cambio para los pobladores de las comunidades agrarias, que crecieron con los relatos y las creencias de sus antepasados, la Kharisiri era un ser llegado del más allá, una mujer que se alimentaba con grasa humana y profanaba las tumbas para extraer los dientes de oro de los difuntos, que por las noches deambula en forma humana y que durante el día se transforma en oveja con cuernos de carnero, en mula de alta parada y en llama con corona aurea entre las orejas.  Y que, a diferencia de los espíritus terrestres de la cosmovisión andina, nunca aparecía convertida en perro, gato, gallo u otro animal doméstico o silvestre.

Cuando la Kharisiri se adueñaba de la noche, como una sombra en apagados fulgores, y se daba a la tarea de extraer la grasa de algún pasajero desprevenido, se ataviaba con ropas oscuras, cubría sus trenzas con una capa larga y su rostro con una capucha negra. No en vano un conductor del Wayna bus, que trabajaba en horario nocturno, había advertido desde hacía tiempo a una enigmática mujer que, algunos fines de semana y pasada la medianoche, se subía cerca del cementerio y se sentaba en el último asiento. Estaba siempre sola y no dejaba ver su cara, tenía las uñas crecidas y sucias, los pies descalzos y un olor a cadáver descompuesto. Parecía una mujer demoniaca y, como toda mujer que encarna el Mal, se acercaba a cualquier hombre que se recogía de un acontecimiento social, sobre todo, si estaba borracho y quedaba profundamente dormido.

Así sucedió una noche, la Kharisiri se subió al Wayna bus y se sentó en el último asiento. El autobús avanzó contra el viento y bajo un cielo cargado de nubes, hasta que el conductor frenó de súbito y recogió a un hombre que le hizo señas desde una esquina sin luminarias.

El hombre, recogiéndose de una fiesta tradicional, con mixturas en los hombros y la cabeza, entró tambaleándose y, con la mirada arrastrándose por los asientos vacíos, se sentó muy cerca de la Kharisiri, justo allí donde el conductor no alcanzaba a verlo a través del espejo retrovisor.

La Kharisiri, que no atraía a los pasajeros con su belleza física ni mediante engaños amorosos, sino con la armonía de su cantarina voz, esperó que el hombre entornara los ojos y se quedara dormido, cómodamente arrellanado en el asiento.

Ella lo observo de hito en hito, calculándole la edad, el peso y la estatura. Estaba claro que el incauto, con aspecto de bonachón y cuerpo rollizo, encajaba en los gustos de su preferencia. Ella sabía que no era lo mismo un hombre raquítico que otro entrado en carnes, como no era lo mismo la grasa de un niño que la de un adulto que, tras haberse acumulado durante años bajo los pliegues de la piel, tenía más utilidades, como la elaboración de ungüentos y curas maravillosas, y hasta sabía mejor que el cebo de los puercos criados en granja.

El conductor siguió su ruta por las callejuelas periurbanas de la ciudad de El Alto, sin mirar lo que sucedía en el fondo del Wayna bus, mientras la Kharisiri, canturreando una melodía similar a la de una canción de cuna, se acercó sigilosamente hacia su víctima, que dormía con la cabeza ladeada y las manos en los bolsillos.

Una vez que tenía todo el control sobre el trasnochado, como si le hubiese encantado el alma o ajayu, aprovechó para desabrocharle la chaqueta, desabotonarle la camisa y recostarlo sobre el asiento. Inmediatamente después, ella levantó su capa con una mano y buscó su cartera con la otra. Su cartera, de mayor tamaño que las ordinarias, era una suerte de maletín donde guardaba las jeringas, los frascos de cristal y los instrumentos necesarios para extraer la grasa humana. Sacó un afilado escalpelo, que brilló como una navaja de obsidiana ante la luz de sus ojos, lo manipuló con la destreza de un cirujano y le abrió una herida en el costado derecho del cuerpo, a la altura de las costillas flotantes, por donde le extrajo la grasa abdominal con una jeringa conectada a un frasco de cuello ancho. No conforme con eso, le extrajo también la médula de los huesos. Luego cerró la herida con los dedos, sin suturar ni grapar, hasta dejarla como una fina cicatriz que, más cicatriz, parecía el leve rasguño de un gato.

La Kharisiri, antes de que el Wayna bus llegara a su parada final, descendió como si nada hubiese sucedido con el último pasajero. Caminó con su capa batida por el viento y desapareció como sombra en la inmensidad de la noche.

Al día siguiente, el parroquiano que abordó el autobús después de haber asistido a una fiesta, donde compartió bebidas alcohólicas adulteradas, no recordaba absolutamente nada de lo sucedido ni sentía malestar alguno en su organismo, hasta que, al cabo de unos días, se enfermó repentinamente, como embestido por una aguda anemia, y, tras violentos dolores en el abdomen y espasmos que lo revolcaban de un lado a otro, murió rodeado de sus familiares, quienes, al confirmar que padecía de una enfermedad desconocida por las ciencias médicas, no dudaron de que se trataba de un mal que no era de este mundo, ya que su cadáver presentaba signos de haber sido atacado por la Kharisiri.

–Si hubiese estado con olor a ajos y no a tragos, de seguro que no hubiese pasado lo que ha pasado –dijo uno de los presentes–, porque la hediondez del ajo suele ahuyentar a la Kharisiri.

–Tampoco le hubiese pasado lo que le pasó –dijo otro– si hubiese tenido un wayruro como amuleto en el bolsillo, porque el wayruro, como la santa Biblia y el crucifijo, protege a los humanos de los seres diabólicos llegados del más allá….

El mismo día que sepultaron al hombre que perdió la vida tras una enfermedad incurable, la Kharisiri salió de su escondite y volvió a recorrer por las calles alteñas, contoneándose con singular belleza y su hermoso traje de chola paceña.

domingo, 17 de febrero de 2019


LA TUMBA DE CÉSAR VALLEJO

La mañana que tomé el metro en París, rumbo a la estación Raspail, cuya salida conduce a una de las entradas del famoso cementerio Montparnasse, la muchedumbre se apiñó en el andén para meterse en cualquiera de los vagones, como si huyeran de un incendio que devoraba a la Ciudad Luz.

Me apeé en la estación de mi destino y dirigí mis pasos hacia el cementerio Montparnasse, ubicado en un barrio de la bohemia parisina, en el número 3 del boulevard Edgar Quinet; un camposanto abierto en 1824, que ocupa alrededor de 19 hectáreas y alberga unas 35.000 tumbas.

Hace tiempo que tenía curiosidad por visitar la tumba de César Vallejo (Santiago de Chuco, Perú, 1892 – París, Francia, 1938), quien fue uno de los mayores innovadores de la poesía del siglo XX y el máximo exponente de las letras hispanoamericanas; un revolucionario en las ideas y las palabras. No en vano transitó por todos los niveles del lenguaje, pulverizando las normas estéticas y retóricas de la poesía convencional. Su interés por la innovación poética lo llevó a crear un nuevo lenguaje a través de una gramática de deslexicalización del mismo, con una sintaxis, ortografía y semántica muy personal e inconfundible, al puro estilo estético de los movimientos dadaístas y surrealistas de su época.

Cuando ingresé en el cementerio, donde descansan los restos de muchos personajes célebres, tanto franceses como extranjeros, me vi perdido como en un laberinto de nunca acabar. Después de una agotadora caminata y tras haber leído en las lápidas los nombres grabados de hombres y mujeres que, con sus vidas y obras, iluminaron nuestra mente y llenaron nuestro corazón, me dirigí hacia donde yacían los restos de vate peruano bajo un sol que ardía en las alturas.

Cuando llegué al lugar, me sorprendió ver que la tumba de César Vallejo, poeta comunista y revolucionario, estuviese rodeada por lápidas de personas con apellidos notables o títulos respetables. Pero mayor fue mi sorpresa al constatar que el sepulcro, que parecía hecho de dolor y soledad, recibía innumerables visitas y lucía flores rojas como la sangre.

Estar al lado de su tumba era suficiente motivo para pensar que Su cadáver estaba lleno de muerto e imaginarlo tal cual aparece en esa famosa fotografía captada por Juan Domingo Córdoba y fechada en 1929, donde está sentado en una grada de los jardines de Versalles, con un aspecto de poeta dandi: camisa blanca, traje oscuro impecable y zapatos brillantes como su cabellera peinada hacia atrás como las alas de un cuervo. La foto revela también a un hombre taciturno, con el rostro de líneas angulosas, el ceño fruncido y la mirada perdida en el horizonte, como si estuviera inmerso en una profunda meditación; tiene una nudosa mano sosteniendo su huesudo mentón, y la otra, en la que luce un impresionante anillo, sujetando la empuñadura de su bastón. Al lado de él está sentada su esposa Georgette Marie Philippart Tavers, quien aparece sosteniéndole, probablemente por solicitud del poeta, su sombrero gris con cinta negra.


Al ver esta fotografía cuesta hacerse una idea de que este poeta, que fue retratado de cuerpo entero, hubiese tenido penurias de orden económico y existencial, hasta que escarbamos en las investigaciones de sus biógrafos, que no dudaron en echar luces sobre las penumbras de un inmigrante que se movía al borde de un precipicio social; una situación que experimentó Vallejo desde que llegó a París, donde vivió -sobrevivió-, deambulando de pensión en pensión y de alojamiento en alojamiento, sin que faltaran las veces en que, por falta de recursos económicos, se viera obligado a pasar la noche en la intemperie.

Sin embargo, el poeta no se dio por vencido y siguió buscando un asidero en una ciudad multifacética y cosmopolita, sin dejar de dedicarse con pasión a la literatura. Incluso trabó contacto con Juan Larrea, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Tristan Tzara, con quienes compartía el sueño de colaborar en publicaciones que difundieran su obra escrita tanto en verso como en prosa. Con Larrea fundó la revista Favorables París Poema, y con Pablo Abril de Vivero el semanario La Semana Parisién, publicaciones que, a pesar de su importancia, tuvieron efímera vida.

Aunque sabía que se reunía con sus amigos en tertulias y reuniones informales, incluso en sesiones de espiritismo en las que se convocaba el alma de un mercenario ruso para enviarlo a España, con la misión de acabar con la vida del dictador Francisco Franco, me preguntaba si alguna vez estuvo en una brasserie, como La Coupole, degustando del menú, tomándose cervezas frías y vinos añejos de Château Mont-Redon, o en un ambiente más relajado e intelectual, como el café Flore de Saint Germain, donde se reunían Albert Camus, Simone de Beauvoir, Boris Vian y Jean-Paul Sartre, junto a otros intelectuales y bohemios que, entre copa y copa, intercambiar noticias literarias, confrontar principios filosóficos o, simple y llanamente, repetían los versos de Rimbaud o Verlaine entre humos de cigarrillo.

Con todo, cabe recordar que Vallejo encontró dos amores que le encendieron el corazón y tuvo épocas en las que consiguió trabajos eventuales como periodista y profesor de Lengua y Literatura, hasta que en marzo de 1938, sufrió de agotamiento físico y fue internado en el hospital por una enfermedad desconocida. No se trataba de la misma hemorragia intestinal, de la que fue operado en 1924 y de la que se restableció favorablemente, sino de otra que comprometía seriamente su salud. Los galenos hicieron todo lo que estuvo a su alcance, pero César Vallejo, a pesar de los esfuerzos que hizo por aferrarse al amor y la vida, falleció el 15 de abril, que no fue un día jueves, como él vaticinó en su poema «Piedra negra sobre una piedra blanca», sino un viernes santo, sin aguacero y sin que los médicos supieran diagnosticar la causa  exacta de su enfermedad.

Su cuerpo embalsamado fue velado en la Mansión de la Cultura, su elogio fúnebre estuvo a cargo del escritor francés Louis Aragon y su entierro se realizó en el cementerio Montrouge (Monte Rojo), donde reposó hasta el 3 de abril de 1970; año en que sus restos, por voluntad de su viuda Georgette, fueron trasladados al cementerio Montparnasse (Monte Parnaso), donde fue enterrado por segunda vez en una tumba ubicada en la doceava división, cuarta Línea del Norte, número 7.

Sobre el grueso y reluciente mármol, donde está grabado su nombre, la fecha de su nacimiento y muerte, se lee el siguiente epitafio: J'ai tant neigé pour que tu dormes (He nevado tanto, para que duermas), que su viuda Georgette le dedicó al poeta, quien, por su vida llena de angustias, orfandad, violencia y dolor, hubiera cambiado el epitafio por otro que lo definiera mejor, quizás hubiese elegido esos versos suyos que dicen: Hay golpes en la vida tan fuertes... ¡Yo no sé! o Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo.

A la hora de despedirme y alejarme de la tumba, no dejaba de pensar en el invalorable legado literario de este gigante de las letras hispanoamericanas, de este magnífico autor de los poemarios Los heraldos negros (1918), Trilce (1922) y Poemas humanos (1939); las novelas Fabla salvaje (1923) y El Tungsteno (1931); los relatos Escalas (1923), Paco Yunque (1931); los ensayos Rusia 1931. Reflexiones al pie del Kremlin (1931) y España, aparta de mi este cáliz (1939). 

Estando ya fuera del cementerio Montparnasse, con la mirada tendida en las anchas avenidas de asfalto y los enormes edificios de acero y vidrio hormigón de una ciudad que nunca dejó de evocar su glorioso pasado ni dejó de proyectar las ilusiones de su porvenir, seguía con la imagen de César Vallejo atravesada en la memoria, sobre todo, con la imagen de esa tumba donde yacen sus restos después de tantos años de vida difícil, miserable, acosado por enfermedades, desdichas económicas y, en cierto modo, desilusionado de un París que no siempre acogía bien a sus hijos adoptivos, quienes llegaron de otras tierras tras la búsqueda de mejores oportunidades de vida. Aun así, el poeta oriundo de Santiago de Chuco, el niño a quien le daban duro con palo y con guasca, prefirió morirse en París, mientras se repetía a sí mismo: Me moriré en París con aguacero,/ Un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París –y no me corro–/ Tal vez un jueves, como es hoy, de otoño…

viernes, 25 de enero de 2019


EL EKEKO ENAMORADO

Esto ocurrió en tiempos en que la ciudad de Nuestra Señora de La Paz era gobernada por Sebastián de Segurola y cuando las huestes rebeldes de Túpac Katari y Bartolina Sisa, alzadas en armas al son de los vibrantes pututus, tendieron un cerco a la ciudad convertida en campo de batalla.

La moza Micaela Marka y sus padres, andando de compras por un mercado indio de La Hoyada, avistaron la estatuilla del Ekeko labrada en piedra, junto a otros objetos de cerámica artesanal expuestos sobre un aguayo tendido en el suelo.

El hombrecillo, de estatura menuda, espalda encorvada y pinta de bonachón, estaba desnudo y con el enorme falo erecto como símbolo de fertilidad; tenía rostro mofletudo, ojos vivaces, labios entreabiertos en una mueca de sonrisa pícara y brazos abiertos como para dar un abrazo al primero que se le presentara con una sincera amistad.

Micaela Marka y sus padres, atraídos por la singular figura del Ekeko, se acercaron hacia el amauta aymara, que además vendía ponchos y ojotas, para preguntarle por el precio de la estatuilla de aproximadamente veinte centímetros de alto.

–Su valor equivale a cinco arrobas de papa –les dijo a tiempo de alzar la estatuilla. Luego añadió–: Este Ekeko viene de las riberas del sagrado lago de los Incas y, como ustedes saben, aparte de ahuyentar las desgracias del hogar, provee abundancia a quienes depositan en él su fe y confianza, y que, con sólo tributándole ofrendas de cigarrillos los viernes por la noche, se comporta como un verdadero patrono de la fortuna.

Micaela Marka y sus padres lo adquirieron como un amuleto de prosperidad y se lo llevaron a casa, convencidos de que este ser sobrenatural, que forma parte del universo andino, era capaz de conceder todos los deseos con sólo pedirlos. No en vano simbolizaba la abundancia, fertilidad, alegría y buena suerte, tal cual les dejó dicho el amauta aymara.

Ni bien retornaron a casa, Micaela Marka, preocupada por cubrir la erección viril del Ekeko, que la hacía sonrojar al lado de sus padres, se lo tejió ropas típicas del altiplano y, para rematar su buen gusto en el vestir, le puso ch’ullu, bufanda y poncho; en tanto sus padres, sujetos a la convicción de que el Ekeko mantenía relaciones directas con Wirakocha y Pachamama, para interceder a favor de sus dueños, colgaron de sus ropas una gran cantidad de bolsitas en miniatura, repletas con monedas acuñadas en Potosí, alimentos de primera necesidad y bienes inmuebles de alta calidad.

Cuando la estatuilla fue recargada de pies a cabeza, con un montón de encargos que llevaba a cuestas como un q’epiri, le hicieron fumar un puro dominicano, conscientes de que si el tabaco se consumía sólo hasta la mitad era señal de mal augurio, pero si el Ekeko se lo aspiraba enterito, dándoselas de fumador empedernido, significaba que estaba dispuesto a conceder todos los deseos solicitados, tanto materiales como espirituales.

En efecto, a poco de que pusieron su suerte en manos del Ekeko, la familia Marka gozó de salud y prosperidad, mientras la guerra entre patriotas y realistas, enfrentados en una contienda sin cuarteles, dejaba un reguero de muertos y heridos en medio de una ciudad asolada por el caos y la escasez de alimentos.
 
El Ekeko, desde el día en que llegó a la casa de la familia Marka, se quedó perdidamente enamorado de Micaela Marka, la única hija del matrimonio, no sólo porque todos los viernes le encendía un cigarrillo y le quitaba el polvo que, a veces, le cubría el cuerpo como un manto de terracota, sino también porque la moza, de no más de veinte años, era hermosa como una ñusta; tenía el cuerpo de diosa, las trenzas apretaditas y bien hechas debajo del sombrero de lana de oveja, el rostro anguloso y risueño, los ojos rasgados y los labios color huairuro; lucía blusas bordadas con flores y mangas de boca ancha, mantillas de vicuña cubriéndole los hombros y sujetas por prendedores dorados a la altura del pecho, polleras de bayeta negra ceñidas por chumpis a la cintura y ojotas de jebe con hebillas de plata.

El Ekeko, cuando Micaela Marka estaba en casa, no la perdía de vista ni un solo instante. Se solazaba viéndola caminar por la casa, canturreando tonadas criollas y cumpliendo sus labores domésticas con una destreza inusual.
 
Los días viernes por la noche, ni bien ella se le acercaba para encenderle un cigarrillo, se le aceleraba el corazón y se le saltaban los ojos de sólo mirarle el abultado busto y las amplias caderas de mujer fecunda. Estaba seguro de que, si se fundían en la armonía de un bello romance, serían una pareja ideal y se complementarían como la dualidad conformada por chacha/warmi en la cosmovisión andina.

Lo grave de este ensueño, más parecido a un amor platónico, era el hecho de que Micaela Marka no estaba enamorada de él, que era enano y jorobado, sino de un súbdito y guapo español, don Diego de Mondragón, capitán del ejército realista y avecindado en la ciudad desde mucho antes de que estallara la rebelión indígena. Y, aunque no era amo ni señor de tierras ni gentes, poseía una regular fortuna que lo convertía en uno de los solteros más codiciados entre las damitas de Nuestra Señora de La Paz.

Don Diego de Mondragón vivía solo en las márgenes del río Choqueyapu, donde las turbulentas aguas, provenientes desde la Laguna Pampalarama, se encajonaban arrastrando todo lo que pillaban a su paso en un torrente bullicio que, en las épocas de lluvias y crecidas, hacía temblar la tierra como si los Jinetes del Apocalipsis, al mando de un brioso ejército de caballería, quisieran apoderarse de la ciudad sembrando el pánico y la muerte.

El Ekeko sabía que Micaela Marka, como toda moza de ascendencia indígena, se sentía atraída por la fina personalidad y el recio porte de don Diego de Mondragón, un gachupín que no disimulaba su odio visceral contra los indios y su amor desmedido por la moza que, aun sin pertenecer a una noble casta, supo conquistarlo con sus encantos de mujer hecha de miel y belleza.

El Ekeko, cada vez que Micaela Marka salía a encontrarse con el capitán del ejército realista, se sentía impotente y no podía soportar la idea de que un gachupín fuera el absoluto dueño del corazón de su amada, siendo que él estaba ahí, convertido en una estatuilla de piedra, para ahuyentar los malos augurios de la casa y cumplir con los pedidos de bienestar en la familia.
  
Sin embargo, de un día para otro, el Ekeko decidió cambiar de actitud; sería implacable con Micaela Marka y sus progenitores, quienes, a pesar de la depresión y hambruna que campeaban en la ciudad, tenían asegurada la comida del día, porque mientras los realistas trocaban sus joyas por unos cuantos granos de maíz y comían caldos preparados con los cueros de las petacas, las alforjas y los arreos de ensillar, la familia Marka cocinaba en las ollas de arcilla los cereales, el chuño y el charque acumulados en la despensa de la casa.

El Ekeko, en busca de una venganza por celos, se dispuso a imponer su autoridad y, como cualquier illa que se merece el respeto y el amor de quienes lo cobijan en su casa, dejó de conceder los deseos de bienestar de la familia Marka. Así que, en medio del fragor de los combates, la desolación y la muerte, se les fue agotando poco a poco los alimentos de la despensa, mientras los indios rebeldes y los realistas se batían como fieras en todos los frentes.

El último día en que Micaela Marka y don Diego de Mondragón se vieron en la puerta de la casa, casi a hurtadillas y al amparo de la noche, se tomaron de las manos y hablaron en voz baja. Él le dijo que a la mañana siguiente partiría hacia el principal bastión de los insurgentes y ella se limitó a bajar la mirada, con los ojos anegados en lágrimas y como presintiendo lo peor.

Después se despidieron, ella prometiéndole esperarlo hasta cuando sea necesario y él lanzándole una postrera mirada desde la calzada, antes de alejarse cuesta abajo, a paso ligero, con la cabeza gacha y silbando una alegre melodía de los campos de Sevilla.

Entonces el Ekeko no pudo más con sus celos de hombre enamorado, apeló a sus poderes sobrenaturales y, fumándose un cigarrillo cuyo humo dibujaba en el aire el espectro de la muerte, maldijo a su rival en sus pensamientos, a manera de aplacar los celos que se lo comían por dentro, como a un demente que, sin son ni ton, transita por los senderos del amor convertido en locura.

Don Diego de Mondragón, al saber que su amor de caballero era correspondido con el más tierno amor de su amada, se levantó con el alba y se marchó cabalgando hacia una sangrienta batalla desatada contra los indios rebeldes, quienes no cesaban en su afán por expulsar de la ciudad a los q’aras, que no hacían otra cosa que aprovecharse de las indias como si fuesen ovejas de un rebaño y someter a los indios a trabajos forzados como si tuviesen alma de esclavos.

En medio de la refriega, dominada por el estampido de las armas de fuego, el galope de los caballos y el ruido de las armas de acero, don Diego de Mondragón, batiéndose con la bravura de un guerrero invulnerable, embistió espada en mano contra las tropas enemigas, una y otra vez, hasta que cayó de la montura con una lanza atravesada en el pescuezo.

Micaela Marka, al enterarse de su fatídica muerte, quedó destrozada y desconsolada, no dejaba de llorar ni podía apaciguar la gran pena instalada en su alma; Y, como si esto fuera poco, sus padres relativamente jóvenes, acosados por la hambruna y la angustia de haber perdido sus bienes en pocos meses, cayeron enfermos y murieron en su lecho nupcial, pero no sin antes recomendarle que cuidara al Ekeko como a su propia vida.

Cuando la sitiada ciudad recobró la normalidad, y cuando los discordes quedaron en concordia, la moza Micaela Marka, una vez superada la infausta muerte de don Diego de Mondragón y curadas las heridas de su alma, se ocupó con sumo esmero en complacer los deseos y caprichos del Ekeko, quien, de sólo sentir la suaves manos y el tibio aliento de la mujer amada, volvió a sonreír como quien recupera un tesoro perdido.

Así fue cómo el Ekeko, satisfecho con las atenciones y caricias dispensadas por Micaela Marka, hizo que la prosperidad retornara al hogar con más ímpetu que nunca. Y, como era de suponer, ambos convivieron en armonía bajo un mismo techo, amándose como tortolitos en un nidito de amor, hasta que un buen día, del cual nadie tiene memoria, el Ekeko habló por primera vez en lengua aymara y, como por un artilugio de magia, dijo:

–Yo seré el protagonista principal de la Feria de Alasita por ser el proveedor de la abundancia, fecundidad y fortuna, y tú, mi tierna y apetecida paloma, una vez que te conviertas en miniatura, serás la illa de la Ekako, la indiscutible soberana de los placeres del amor y la vida…

Micaela Marka, luego de levantarse de la cama y todavía en paños menores, le sonrió más complacida que antes y se metió en la cocina, donde preparó un suculento plato paceño, para servirle al Ekeko como manda la tradición, con su chichita y todo.