lunes, 4 de abril de 2016


SOY NIETO DE CHOLAS, ¿Y QUÉ?

Desde mi más tierna infancia, siempre me sentí fascinado por las cholas que presumen de su elegancia y belleza, de sus coloridos atuendos, del orgullo de su raza de bronce y, sobre todo, de su coraje para sobreponerse a los golpes de la vida; ellas, con todos sus atributos de cholas, son las verdaderas magníficas de la belleza boliviana. No son originales pero sí originarias y auténticas, y, por añadidura, diferentes a las chotitas de las familias bien, o de los sectores de élite de la clase media baja que, a cualquier precio y atrapadas por los patrones occidentales de belleza, desean parecerse -o se parecen- a las gringuitas europeas o norteamericanas, no sólo en el estilo de vida y en el modo de expresarse en spanglish, sino también en los cánones de la apariencia física, porque se tiñen el pelo a rubio platinado o a color ladrillo y se blanquean a piel hasta quedar como t’antawawas remojadas en agua. 

Mis abuelas, tanto por el lado materno como paterno, fueron apuestas mujeres de mantas y polleras; en sus ojos se reflejaban las costumbres y características del encuentro entre el viejo y nuevo mundo, que conformó una suerte de sincretismo religioso y un mestizaje racial y cultural, donde lo ancestral y lo occidental se fundieron para dar nacimiento a una nueva raza, que no era blanca ni india, ni criolla ni nativa, sino un hibrido compuesto por la fusión biológica entre los habitantes del más aquí y del más allá.

Con el transcurso de los años, mientras estudiaba historia en la secundaria y respiraba aires de patriotismo, comprendí que las vestimentas usadas por mis abuelas, mezcla de la indumentaria indígena y europea, fueron impuestas durante la colonia a una parte de las mujeres bolivianas, quienes, a pesar del despojo y los atropellos cometidos contra los indios, ostentaban con orgullo su identidad mestiza y sus vestimentas inspiradas por los trajes usados por las españolas de la época.

Las mantas y polleras de mis abuelas

Mi abuela Eugenia Ortuño, con quien pasé una gran parte de mi infancia en la población minera de Llallagua, era una chola de regio porte y de carácter indomable a la hora de dar la cara ante las adversidades que, a veces, amenazaban con sacudir los cimientos de la convivencia familiar. De ella aprendí que no existen imposibles ni obstáculos que no puedan vencerse si uno los enfrenta con perseverancia y fuerza de voluntad, del mismo modo como ella, acostumbrada a las labores campestres, aprendió a labrar la tierra con sus manos para luego cosechar los frutos de su propio esfuerzo.


Recuerdo que siempre que sentía frío, sea de noche o sea de día, me arrimaba contra su pecho y ella me arropaba con su gruesa manta de flecos largos, como cuando una gallina mete a su polluelo debajo sus tibias alas, sin más intención que ofrecerle calor y protección; era entonces que la abrazaba con todas mis fuerzas, mientras ella me acaricia la cabeza como el lomo de un gato y yo sentía el olor característico que desprendía su manta tejida con lana de oveja o alpaca.

No está por demás decir que de mis abuelas aprendí las claves más íntimas de la convivencia humana, que ellas, a su vez, lo aprendieron en el diario batallar y no en los libros que se leen en las instituciones educativas, porque los grandes aprendizajes de la vida no se aprenden en las aulas ni en los libros de texto, sino a través de la experiencia que depara la vida con satisfacciones y desilusiones.

Así fueron mis abuelas, como la mayoría de las mujeres bolivianas, abnegadas y cariñosas como madres y esposas; por eso estoy orgulloso de saber que provengo de mantas, sombreros y polleras, y que, afortunadamente, soy ciudadano de un país plurinacional, donde cohabitan varias lenguas, razas, culturas y creencias; toda una diversidad compendiada en un solo abanico de unidad.

Ellas hicieron sentirme como parte de una cultura que bulle en mis venas, expresándose en mis rasgos y el color de mi piel. De ahí que mi noción de patria no es un amasijo de banderas ni himnos dedicados a los héroes montados a caballo, sino algo más vital como la impronta de identidad impuesta por una comunidad que te acoge como a uno de los suyos, como si toda la comunidad fuese una suerte de familia a la que siempre se puede volver andes por donde andes.

Mi abuela materna, Celia Escóbar, era oriunda de Chayanta, provincia del norte de Potosí, que, en los tiempos de esplendor de la colonia, fue el asentamiento de los conquistadores ibéricos en busca de fortunas y el escenario principal de las sublevaciones indígenas de fines del siglo XVIII, acaudilladas por el rebelde Tomás Katari contra los súbditos de la corona española.


Según referencias de la saga familiar, mi abuela fue mestiza y bisnieta de uno de los caciques del corregidor de la Real Audiencia de Charcas. Ella, a diferencia de las mujeres indígenas, tenía un cutis que delata una cierta preponderancia de la raza blanca. Los ojos negros y vivaces conjugaban con el brillo azabache de sus cejas y su abundante cabellera, peinada con Chajraña (pequeño amarro de paja brava usado como peine) y partida en dos trenzas agarradas con tullmas (cordelillos de lana para amarrarse las trenzas).

No cabe dudas que mi abuela fue una moza atractiva y elegante, pero, aun así, soportaba las miradas despectivas de las señoritas de alta alcurnia, aunque supongo que a ella no le importaba ni incomodaba, pues estaba consciente de su natural belleza, su capacidad de exhibir con donaire sus sombreros de fieltro, sus mantillas de vicuña y sus polleras que, caídas hasta las pantorrillas y batidas por los vientos, producían un frufrú cada vez que se contoneaba al caminar.

Mi abuela Celia Escóbar, como se puede apreciar en una fotografía que se tomó en vida junto a parientes y amigas, luce un sombrero de copa alta hecha de fibra procedente de Guayaquil y muy parecido al de las cholas cochabambinas; vestía enaguas con encajes, blusas de seda, jubones con cuello rígido, polleras plisadas en el vuelo y confeccionadas de tela gruesa, botines de media caña y mantas tejidas con ovillos de lana de camélidos, como para soportar los gélidos vientos del altiplano, que en los crudos días del invierno calaban hasta los huesos.

Las emblemáticas cholas de la literatura

Cuando alcancé la mayoría de edad, me las imaginaba a mis abuelas como a las cuatro Claudinas, las emblemáticas cholas de la literatura boliviana, quienes supieron embelesar con su belleza a los señoritos de clase media, hasta someterlos a los designios de sus caprichos para luego arrastrarlos por las calles del desengaño y la amargura.

Estas obras, que describen las experiencias del enamoramiento de una chola y que, en algunos casos gira en torno a una historia de amor que culmina en tragedia, son Claudina (1855), de José Simeón de Oteiza; En las tierras del Potosí (1911), de Jaime Mendoza; La Misk’i Simi (la de la boca dulce, 1921), de Adolfo Costa du Rels y La Chaskañawi (la de los ojos de estrella, 1947), de Carlos Medinaceli.


Las cuatro Claudinas de la literatura nacional, de un modo consciente o inconsciente, conforman el arquetipo de la chola boliviana, pues éstas son dueñas de una gracia femenina inconfundible, de un carácter indócil y un orgullo que hace gala de su estirpe; no en vano sus pretendientes de las urbes modernas, sobreponiéndose a los prejuicios sociales y raciales de las clases altas, sucumben ante los encantos de las cholitas de miradas seductoras y cuerpos esculturales, hasta que, arrastrados por un amor traicionado o no correspondido, caen en los bajos fondos de la desilusión y la borrachera. 

Mis abuelas, aunque de un modo indirecto estaban vinculadas a la explotación de minerales, no tuvieron nada que ver con la elaboración de la chicha ni con su expendio en los locales instalados en las calles de las poblaciones mineras del norte de Potosí, pero eso sí, puedo estar seguro de que fueron hembras templadas por la vida campestre y dueñas de una insoslayable belleza física, al menos así se las ve en las amarillentas fotografías que las muestran con sus mejores atuendos de mujeres mestizas.

Las heroínas anónimas de la historia

Las mujeres de mantas y polleras, a lo largo de la historia nacional, han marcado con su presencia importantes episodios de dignidad y coraje. Y, aunque forman parte de las heroínas anónimas, supieron estar a la altura de las luchas revolucionarias durante la colonia y la república, dando muestras de su valentía a prueba de balas y sacrificios. Ellas nos demostraron que la sabiduría de un pueblo no se aprende en los libros académicos, sino en los vaivenes de la vida vivida y sufrida, que es una escuela sin pupitres ni pizarras, pero sí con lecciones que llenaban el alma de esperanzas, iluminando el porvenir de las futuras generaciones, de sus hijos y de los hijos de sus hijos.

La mujer chola es uno de los pilares firmes de la sociedad boliviana, no sólo por su increíble capacidad para el trabajo, sino también por su temperamento apasionado en el amor, y porque ella, mejor que nadie, tiene instintivamente un alto sentido de sacrificio como madre y esposa. Ella es, a pesar de los prejuicios de carácter patriarcal, el alma de la familia y la llama de la esperanza, la persona que lo da todo por todos y la principal administradora de la economía del hogar.

Desde la época colonial, si bien las cholas no empuñaron las armas en los procesos revolucionarios, al menos fueron el espíritu que alentó el ánimo de los insurrectos. Ellas fueron las luchadoras sociales que, en los campos de batalla, las barricadas y los momentos decisivos del combate, cumplieron con las tareas de cuidar a los enfermos, heridos y muertos, asumiendo la función de enfermeras, aguateras, mensajeras, sepultureras y compañeras sobre cuyos hombros descansaba todo el peso y responsabilidad de velar por el bienestar de la familia, que era parte integrante de una colectividad con aspiraciones de libertad y sentido de patria común.

Desde antes del nacimiento de la república, las cholas se enfrentaron a las tropas realistas impulsadas por el deseo de romper con las cadenas de la opresión colonial, como lo hizo la jubonera Simona Josefa Manzaneda, quien luchó con bravura en la guerra de la independencia, en la que sufrió vejámenes y humillaciones por su condición de chola, y que hoy se la recuerda con respeto y cariño junto a otros mártires de la revolución paceña de 1809, exactamente como a todas las heroínas de la Coronilla retratadas por Nataniel Aguirre en su novela Juan de la Rosa.

Miles fueron las cholas que ofrendaron su vida a la causa de la independencia americana y miles las mujeres amas de casa, esposas de los trabajadores mineros que, organizadas en sus propios comités y sindicatos, participaron en las contiendas contra los guardianes de la oligarquía minero-feudal. Algunas cayeron en las masacres, como la palliri María Barzola, quien, en diciembre de 1942,  encabezó una marcha obrera rumbo a la gerencia de Catavi, por entonces propiedad de la empresa Patiño Mines Enterprices Consolidated, con la firme decisión de conquistar mejores condiciones de vida para los trabajadores y sus familias.

Las cholas en el Estado Plurinacional

Ahora que estamos en otro tiempo, ahora que las ideas sobre la equidad de género se van plasmando en realidades concretas, con leyes contundentes contra el maltrato a las mujeres y un buen porcentaje de asambleístas de mantas y polleras en las esferas decisivas del gobierno, sólo me queda augurarles éxitos en el desarrollo de sus proyectos, esperanzado en que tengan siempre el derecho a participar en igualdad de condiciones en el ámbito familiar y profesional.


Cuando Bolivia se atrevió a reconstruir su identidad nacional y a reescribir la historia oficial, mis abuelas no tuvieron la oportunidad de participar en el proceso de cambio. No alcanzaron a vivir en carne propia la fundación del nuevo Estado Plurinacional, ni a elegir a las asambleístas de sombreros, mantas y polleras, quienes ingresaron al Palacio Quemado por la puerta grande y gracias al voto popular, para ejercer como ministras, senadoras y diputadas en un parlamento en el cual se ensamblan de manera inexorable las diferentes culturas, como en un mosaico parecido a los hermosos diseños de mantas y aguayos.

Las cholas del siglo XXI, conscientes de su dignidad y sus legítimos derechos, actúan con mayor decisión en la vida social, económica y cultural; ni qué decir de la actividad política, en cuyo territorio han empezado a ocupar importantes cargos públicos, en virtud a su experiencia adquirida en las organizaciones sociales, sus estudios, su capacidad de trabajo y su interés por defender los derechos de sus compañeras que durante siglos fueron discriminadas por ser mujeres, por su origen de raza y su condición de cholas, como si la vestimenta y el color de la piel fuesen obstáculos para superarse como ciudadanos en un país multicultural, donde todos tienen los mismos derechos y las mismas responsabilidades, al menos si se toman en cuenta las normas establecidas en la nueva Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia.

Estoy seguro de que mis abuelas, que no tuvieron otro destino que ser amas de casa, hubieran estado felices de constatar que en el actual gobierno existen mujeres representantes de los movimientos sociales, como son las Bartolinas, porque a través de ellas hubieran expresado los sentimientos y pensamientos que incubaron en lo más profundo de su ser, aunque, debido a la realidad que les tocó vivir, mis abuelas nunca llegaron a las primeras páginas de la prensa escrita ni aparecieron en la pantalla de la televisión, que por mucho tiempo estuvo reservado sólo para las chotitas blanconas, de ojos claros, bonitas caras y bonitos cuerpos.

Sin embargo, cuando mi abuela Eugenia estaba todavía en vida, irrumpió en la televisión la cholita Remedios Loza, con su Tribuna Libre del Pueblo, y a ella le siguen otras preciosas cholitas que, en su condición de comunicadoras profesionales, brillaron con luz propia en las pantallas, metiéndose en las casas con sus elegantes indumentarias y sus melodiosas voces que narraban las noticias tanto en español como en las lenguas originales de nuestros ancestros, que ellas aprendieron en el pecho materno desde el día de su nacimiento. 

Por éstas y muchas otras razones más, siempre que alguien me pregunta con sorna sobre los orígenes de mi ascendencia, le contestó sin titubear un solo instante: Soy nieto de cholas, ¿y qué?. No sólo porque estoy orgulloso de pertenecer a un contexto social que constituye una de las piedras angulares de la identidad e integridad bolivianas, sino también porque las quise con profundo cariño; un cariño que mis abuelas supieron devolverme con amor maternal, sin límites ni condiciones, procurando que, más que sentirme como un simple nieto, me sintiera como un hijo predilecto, como si de veras me hubiesen parido entre mantas y polleras.

viernes, 1 de abril de 2016


DOMITILA, UNA MUJER DE LAS MINAS

A doña Domi, como la llamaban cariñosamente los vecinos, la conocía desde siempre, desde cuando vivía en el distrito minero de Siglo XX y vendía salteñas en una canasta de mimbre, a poco de elaborarlas con la ayuda de sus pequeñas hijas, quienes mondaban las papas y arvejas antes de marcharse a la escuela. Por entonces no era ya palliri*, sino dirigente del Comité de Amas de Casa. Corrían los años 70 y el país atravesaba por una de las etapas más sombrías de su historia.
  
En algunas ocasiones coincidimos en las manifestaciones de protesta contra la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez y en las apoteósicas concentraciones en la Plaza del Minero, donde está el monumento al minero, la estatua de Federico Escóbar Zapata, el busto de César Lora y el edificio del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX, desde cuyo balcón pronunciábamos discursos antiimperialistas; ella en representación de las amas de casa y el que firma esta crónica en representación de los estudiantes de secundaria de la provincia Rafael Bustillo y como presidente del Colegio Primero de Mayo.

También recuerdo a su anciano padre, benemérito de la Guerra del Chaco y progenitor de seis hijas en su primer matrimonio. Don Ezequiel, jubilado de la empresa minera y preocupado siempre por la manutención del hogar, se dedicaba a recorrer por las calles de Llallagua, ofreciendo ropas de casa en casa. Lo interesante del caso es que, además de vender prendas de vestir, llevaba la palabra evangelizadora de Cristo hasta los hogares más humildes.

Lo conocí un día que vino a ofrecernos pantalones guararapes. Mi madre lo hizo pasar a la sala y, luego de probarme algunos, compramos uno al contado y otro al fiado. Cuando le dije que el botapie de uno de los pantalones me quedaba demasiado largo, él se brindó a subirlo en un santiamén con sus divinas manos de sastre. Ese mismo día, ni bien se hubo marchado, con la amabilidad y el respecto que lo caracterizaban, le comenté a mi madre que don Ezequiel tenía la misma barbita que el viejo Trotsky. Mi madre esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza.

En 1975, cuando doña Domi viajó invitada a la Tribuna del Año Internacional de la Mujer, organizada por las Naciones Unidas y realizada en México, se supo la noticia de que su voz y figura destacaron en el magno evento, donde, en franca oposición a las reivindicaciones de las lesbianas, prostitutas y feministas de Occidente, explicó que la lucha de la mujer no era contra el hombre y que su liberación no sería posible al margen de la liberación socioeconómica, política y cultural del pueblo. Doña Domi estaba convencida de que la lucha por la liberación consistía en cambiar el sistema capitalista por otro, donde los hombres y las mujeres tengan los mismos derechos a la vida, la educación y el trabajo. Dejó claro que la lucha por conquistar la libertad y la justicia social no era una lucha entre sexos, entre el macho y la hembra, sino una lucha de la pareja contra un sistema socioeconómico que oprime indistintamente al hombre y a la mujer.

Por otro lado, disputándose los micrófonos con sus adversarias, dijo que en una sociedad dividida en clases no sólo había una diferencia entre la burguesía y el proletariado, sino también una diferencia entre las mismas mujeres; entre una académica y una empleada doméstica, entre la mujer de un magnate y la mujer de un minero, entre una que tiene todo y otra que no tiene nada. Así fue cómo las sonadas intervenciones de doña Domi, en su condición de esposa de un minero, madre de siete hijos y dirigente del Comité de Amas de Casa, produjeron un fuerte impacto entre las feministas más recalcitrantes, debido a que sus palabras transmitían el saber popular y todo lo que aprendió tanto en los sindicatos mineros como en las escuelas de la vida.

La educadora y periodista brasileña Moema Viezzer, deslumbrada por el poder de la palabra oral de una mujer simple, que sabía simplificar las teorías más complejas en torno a la lucha de clases y la emancipación femenina, decidió seguirla hasta el campamento minero de Siglo XX, con el firme propósito de continuar escribiendo el libro Si me permiten hablar... Testimonio de Domitila, una mujer de las minas de Bolivia, que, a poco de ser publicado en México y traducido a varios idiomas, se convirtió en la obra más leída entre las feministas del más diverso pelaje.

Los trabajadores mineros, en sus triunfos y derrotas, contaban siempre con el apoyo incondicional de sus mujeres e hijos, quienes actuaron como sus aliados naturales de clase desde los albores del sindicalismo boliviano. Por eso mismo, volví a coincidir con doña Domi en el Congreso Nacional Minero de Corocoro, inaugurado el 1 de mayo de 1976; ocasión en la que planteó la necesidad de organizar una Federación Nacional de Amas de Casa, afiliada a la Central Obrera Boliviana (COB), mientras los trabajadores clamaban por sus justas demandas, exigiendo al gobierno el respeto del fuero sindical y la amnistía general.

Semanas más tarde, derrotada la huelga minera en junio de 1976, y ocupada militarmente la población de Llallagua y Siglo XX, la encontré en el interior de la mina, donde los dirigentes nos habíamos refugiado de la sañuda persecución que desató el gobierno. Doña Domi estaba en el último mes de embarazo y su vientre parecía un enorme puño de coraje. Entonces, por razones de salud, se decidió sacarla a un lugar seguro para que diera a luz en mejores condiciones. Después se supo que tuvo mellizos; una nació viva y el otro nació muerto, probablemente, afectado por los gases tóxicos de la mina, pues cuando lo sacaron de su vientre, el niño estaba casi en estado de descomposición.

A principios de enero de 1978, cuando ya me encontraba exiliado en Suecia, su nombre volvió a saltar a prensa una vez que se incorporó a la huelga de hambre iniciada por cuatro mujeres mineras y sus catorce hijos en el Arzobispado de la ciudad de La Paz. La huelga, que estalló el 28 de diciembre de 1977, tenía el objetivo de exigir al gobierno la democratización del país, la reposición en sus trabajos de los obreros despedidos, el retiro de las tropas del ejército de los centros mineros y la amnistía irrestricta para los dirigentes políticos y sindicales. Se trataba de una lucha heroica y sin precedentes, ya que nadie se imaginaba que una huelga iniciada por Aurora de Lora, Nelly de Paniagua, Angélica de Flores y Luzmila de Pimentel pudiese tumbar a una dictadura militar, que estaba decidida a mantenerse en el poder por mucho tiempo.

Pasaron los días y los acontecimientos históricos cambiaron de rumbo: las cuatro mujeres -respaldadas por los curas, obreros, estudiantes y campesinos que fueron sumándose a la huelga de hambre en diferentes puntos de la sede de gobierno, más las olas de protesta que crecieron como la espuma en el territorio nacional- doblaron la mano dura del general Hugo Banzer Suárez, quien cedió en sus posiciones y decidió convocar a elecciones generales para el 9 de julio de 1978. De este modo, una vez más, doña Domi y las valerosas mujeres mineras demostraron al mundo que una chispa en el polvorín puede provocar una enorme explosión social y, sobre todo, enseñaron la lección de que no existen dictaduras que puedan contra la voluntad popular.

Años más tarde, ya en Estocolmo, nos reencontramos y abrazamos. Todo sucedió tras el sangriento golpe de Estado protagonizado por Luis García Meza y Luis Arce Gómez en julio de 1980, justo cuando ella participaba en una Conferencia de Mujeres en Copenhague. Sabíamos que el sangriento golpe, que dejó un reguero de muertos y heridos, tras la toma, a mano armada, del edificio de la Federación de Mineros, estaba financiado por los narco-dólares y que en los operativos actuaron los paramilitares reclutados por el nazi y Carnicero de Lyón Klaus Barbie, con el propósito de liquidar físicamente a los agitadores de la izquierda, como lo hicieron con Marcelo Quiroga Santa Cruz y otros mártires del movimiento obrero y popular.
 
La noticia del golpe, justo en momentos en que se recuperaba la democracia secuestrada por otro régimen de facto, nos indignó y conmocionó hasta las lágrimas. Entonces decidimos organizar un mitin en Kungsträdgården (El Jardín del Rey), desde donde partimos juntos, entre banderas y pancartas, en una marcha de protesta que ganó las principales calles de Estocolmo. Después compartimos con doña Domi la alegría de conocerlo y escucharlo a Gabriel García Márquez el año en que le concedieron el Premio Nobel de Literatura, cuando habló ante cientos de latinoamericanos exiliados y leyó uno de sus cuentos en el salón de actos de la LO (Central Obrera Sueca), en el crudo invierno de 1982.


En Suecia, al margen del derecho a la reunificación familiar que le permitió reunirse con sus hijos, constató que las mujeres latinoamericanas se rebelaron contra su pasado de servidumbre y sumisión, amparadas por las leyes que defendían sus derechos más elementales, en igualdad de condiciones con el hombre. Estaba, acaso sin saberlo, en una nación que había superado las desigualdades de género y derribado los pilares del sistema patriarcal. La emancipación de la mujer pasó del sueño a la realidad y el decantado feminismo de los años 60, a diferencia del chauvinismo machista, se transformó en una de las fuerzas decisivas en el seno de la izquierda sueca, que combinaba la lectura de los clásicos del marxismo con las obras de Alexandra Kollontai, Simone de Beauvoir, Alva Myrdal y otras luchadoras que poseían una inteligencia capaz de desarmar a cualquiera.

Doña Domi comprendió rápidamente que las suecas, a pesar del consumismo y la falta de calor humano, habían conquistado ya varios de sus derechos desde principios del siglo XX. En 1919 se les concedió el derecho a votar y años después el derecho al divorcio, en 1938 se legalizó el uso de los anticonceptivos, en 1939 se promulgó una ley que prescribía que las mujeres no podían perder su trabajo debido al embarazo, parto o matrimonio. En 1947 se tuvo a la primera mujer en el gobierno y en 1974 se estableció la normativa de que ambos padres tenían derecho a un total de 390 días para cuidar a sus hijos, recibiendo el 80 % del salario; más todavía, en 1975 se legalizó el derecho al aborto sin costo para todas las mujeres y en los años 80 entró en vigor la primera ley contra la discriminación por razones de género en el sistema educativo y el ámbito laboral, además de que la mujer ya no tenía la necesidad de elegir entre su familia y la carrera profesional, gracias a un amplio sistema de seguro social y asistencia infantil.

Así fue cómo doña Domi, sin perder las perspectivas de que otro mundo era posible, asimiló la lección de que si en este país pudieron conquistase las reivindicaciones femeninas pasito a paso, ¿por qué no iba a ser posible lograr lo mismo en otros países, donde las mujeres desean convertir sus pesadillas en sueños y sus sueños en realidad?

Con esta pregunta y su nueva experiencia de vida, que le permitió vislumbrar que tanto las mujeres como los hombres pueden gozar de los mismos derechos y las mismas responsabilidades, empezó a planificar su retorno a Bolivia tras la recuperación de la democracia, para reinsertarse en el seno del movimiento popular que pugnaba por asumir las riendas del poder político.

Dejó a sus hijos en Suecia y acudió al llamado de la Pachamama, para seguir luchando por un futuro más digno que el presente. Eso sí, esta vez más convencida de que para lograr la liberación de la mujer no sólo hacía falta cambiar las infraestructuras socioeconómicas de un país, sino también las normativas de la convivencia ciudadana y la mentalidad de la gente. Y, aunque en el pasado fue perseguida, encarcelada y torturada, doña Domi se negó a callar y volvió a pedir la palabra para seguir hablando contra las injusticias sociales, con la misma convicción y el mismo coraje de siempre, ya que su testimonio personal es, por antonomasia, una gran enseñanza de vida y de lucha. Si no me lo creen, los invito a leer: Si me permiten hablar…, de Moema Viezzer; y ¡Aquí también, Domitila, de David Acebey; dos libros que sintetizan lo mejor del pensamiento de una de las mujeres más emblemáticas de la historia del sindicalismo boliviano.

Durante la recuperación de la democracia, leí en la prensa boliviana que se presentó como candidata a la Vicepresidencia y que los votos de los electores no fueron suficientes para encumbrarla en el Palacio Quemado. Esto, sin embargo, no le bajó la moral y ella siguió su lucha con la misma actitud tesonera de siempre. Ahora ya sabemos que no llegó a ser vicepresidenta, ni ministra ni senadora de la república, ni siquiera durante el proceso de cambio del Estado Plurinacional.

Nadie niega que doña Domi, tanto en la palabra como en la acción, fue la indiscutible líder del poderoso Comité de Amas de Casa. Sus discursos, hechos de fuego y de pasión ardiente, eran incendiarios a la hora de referirse a los atropellos de lesa humanidad que cometían los regímenes dictatoriales, que sembraban el pánico y el terror cada vez intervenían militarmente los distritos mineros, dejando varios muertos y heridos en las calles y los campamentos.

Nunca dejó de protestar contra el saqueo imperialista, en una nación que siendo tan rica es tan pobre a la vez, ni nunca se postró ante las amenazas de quienes la golpeaban en las mazmorras de las dictaduras. Siempre mantuvo la frente altiva y el corazón palpitante al lado de un pueblo que clamaba libertad y justicia.

Doña Domi estaba hecha de copajira y fibra minera, no sólo porque fue hija de un minero, sino también porque fue la esposa de otro minero; por sus poros brotaba el sudor de las palliris y en sus manos se expresaba el sacrificio de una mujer acostumbrada a redoblar las jornadas para cumplir con los quehaceres domésticos y familiares. Vivía para trabajar y trabajaba para que los hombres y las mujeres aprendieran a defender sus derechos más elementales.

Me dio mucha pena ver la foto en la cual aparecía con una pañoleta en la cabeza, después de que en ella hiciera mella una enfermedad terminal y un tratamiento de quimioterapia. Pero aun así, se la notaba sonriente ante la cámara, como burlándose de la muerte, como riéndose de quienes le deseaban lo peor, porque una mujer como doña Domi, que aprendió a capearle a la vida en las buenas y en las malas, era ya entonces una mujer inmortal, puesto que su lucha, sus palabras, su ejemplo, sus experiencias y su ansias de justicia quedarían para siempre entre nosotros, con nosotros, como las llamas que se avivan en la memoria colectiva y el testimonio histórico de un país cansado de esperar en la cola de la historia.

Doña Domi se nos fue el 13 de marzo de 2012, entre sollozos y corazones acongojados por su partida, entre hombres, mujeres y niños que asistieron a su velorio y luego a su sepelio. No podemos negar que en los últimos años de su vida pasó algo recluida entre el dolor, el silencio y, por qué no decirlo, en una suerte de olvido por parte de quienes un día la consideraron su compañera de lucha y otro día la abandonaron debido a los celos y las mezquinas ambiciones de algunos que se adjudicaban el mérito de ser luchadores sociales sin ni siquiera merecerlo.

Su testimonio Si me permiten hablar…, que resume las ideas y los sentimientos de esta indomable mujer de las minas, seguirá siendo una lectura obligatoria para las mujeres de Bolivia, América Latina y los países del llamado Tercer Mundo. En sus páginas resuena la voz de una mujer que, dueña de una honda sabiduría popular, criticaba las concepciones del feminismo trasnochado, que ve en el hombre al enemigo principal y no en el sistema capitalista, y reivindicaba la verdadera emancipación de las mujeres que, junto con los hombres, debían forjar una sociedad más libre y equitativa, basada en los principios de la solidaridad y el respeto a los Derechos Humanos.

No cabe duda que doña Domi tendrá siempre, por méritos propios, un sitial privilegiado en los campamentos mineros, en las granzas de los desmontes y en los tenebrosos socavones de Siglo XX, donde reina todavía el Tío de la mina, que es el dueño absoluto de las riquezas minerales y el amo de los mineros, de esos titanes de las montañas que aprendieron a pelear contra las rocas, a brazo partido y dinamita en mano, con el mismo ímpetu con el que aprendieron a enfrentarse a sus enemigos de clase, al mando de los sindicatos revolucionarios cuyos líderes, al igual que doña Domi, dieron lecciones de humanismo, dignidad combativa y democracia participativa.

GLOSARIO
Copajira: Agua mezclada con residuos minerales, de color amarillo o plomizo, proveniente de los relaves de la mina.

Palliri: Mujer que, a golpes de martillo, tritura y escoge los trozos de roca mineralizada en los desmontes (depósito de residuos de la mina considerados estériles, pero que, en realidad, constituyen importantes reservas por contener estaño).

martes, 29 de marzo de 2016


EFEMÉRIDES DE LA LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

El Día Internacional del Libro Infantil y Juvenil, que se celebra cada 2 de abril desde 1967, coincide con la fecha de nacimiento del escritor danés Hans Christian Andersen (Odense, 2 de abril de 1805 - Copenhague, 4 de agosto de 1875), quien dedicó su talento a la creación de obras que han perdurado a lo largo de los años en la memoria de sus lectores.

Esta efemérides, justificada desde todo punto de vista, está patrocinada por IBBY (International Board on Books for Young People o, su equivalente en español, Organización Internacional para el Libro Infantil y Juvenil, con sede en Suiza), cuya principal motivación consiste no sólo en promocionar los libros destinados a los niños y jóvenes, sino también para reconocer la dedicación y capacidad creativa de sus autores en cada uno de los países, donde se estableció una filial correspondiente al IBBY, para garantizar el derecho que tienen los niños a contar con una literatura que, más que tener un carácter didáctico y de censo-moral, cumpla con la función de recrear sus pensamientos, sentimientos y, sobre todo, alimentar su fantasía, que es uno de los motores en la formación de su sensibilidad e inteligencia.

Esta institución, sin ánimo de lucro y desde su fundación, elabora cada dos años un catálogo llamado Lista de Honor, que incluye los libros más destacados y distingue a los mejores escritores, ilustradores, traductores y promotores del entendimiento internacional a través de la Literatura Infantil y Juvenil. Las colecciones permanentes de la Lista de Honor están consignados en la International Youth Library de Munich, el Swiss Institute for Child and Youth Media de Zurich y en la Bibiana Research Collection en Bratislava, en JBBY Tokyo y en Northwestern University en Evanston, Illinois.

El principal objetivo de IBBY, de un modo general, es plasmar la idea de propiciar el encuentro entre los libros y la infancia, en base a ciertos criterios que pueden resumirse en los siguiente puntos: 1). Promover el entendimiento internacional a través de los libros para niños y jóvenes, 2). Facilitar a los niños y jóvenes de todos los países oportunidades para acceder a los libros con calidad literaria y artística, 3). Favorecer la publicación y distribución de libros para niños y jóvenes, especialmente en los países en vías de desarrollo, 4). Proporcionar apoyo y formación a quienes trabajan con niños y jóvenes, 5). Estimular la investigación y la publicación de trabajos académicos en el campo de la Literatura Infantil y Juvenil.


Este género literario ha tenido un galopante desarrollo en los últimos decenios, gracias al trabajo coordinado de escritores, psicopedagogos, editores y lectores, que pusieron todo su empeño en destacar la importancia de los libros que combinan los textos y las imágenes en una obra de arte, que despierta el interés de los lectores y estimula el hábito de la lectura, acercando a los niños al mundo mágico de una de las literaturas que, tras haber sido una gran desconocida en el mundo editorial, ha pasado a acaparar la atención del mundo del libro, donde actualmente abunda su producción y genera enormes beneficios, después de la venta de los libros de texto, que son materiales de lectura obligatoria dentro del sistema educativo.

Desde mediados del siglo XX, aparte del aumento del número de premios literarios de Literatura Infantil y Juvenil, se han realizado varios eventos internacionales de autores y editores, en los que se han dilucidado temas referentes a su importancia y los objetivos a seguir, con resultados que han sido favorables para la producción de libros elaborados desde una perspectiva artística y lúdica.

En la actualidad, la mayoría de los países del mundo cuentan con organizaciones e instituciones dedicadas a incentivar el hábito de la lectura desde la infancia, partiendo del principio de que los niños tienen también derechos ciudadanos, y que uno de esos derechos es el de contar con una literatura que estimule su fantasía y creatividad.

En el caso de Bolivia, gracias al impulso de los Comités de Literatura Infantil, la IBBY y la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, en los últimos años se han visibilizado los trabajos de autores e ilustradores que dedican su tiempo y energía a la creación de libros destinados a los pequeños lectores. Así, por ejemplo, la Academia ha realizado varias actividades importantes en el ámbito de la promoción de la Literatura Infantil y Juvenil, desde la organización de seminarios hasta la estructuración de una biblioteca que aglutina la producción bibliográfica de autores e ilustradores bolivianos y extranjeros. No es menos importante la difusión del quehacer de la Literatura Infantil y Juvenil a través de su  página web: www.academiabolinfatil.com y la edición mensual de su boletín digital Vuelan Vuelan, con una información actualizada y especializada en torno a la Literatura Infantil y Juvenil Boliviana.

Las instituciones estatales y privadas interesadas en el tema, además de incentivar el hábito de la lectura, tienen la finalidad de que la producción de la literatura infantil no se quede en el reflejo de los mitos, leyendas y cuentos provenientes de la tradición oral, sino que abarque otros aspectos que contribuyen a la formación intelectual de los jóvenes y niños, con temas que versan sobre los valores humanos y culturales, el mundo de los sueños y deseos, que son inherentes a su experiencia cotidiana y las aspiraciones propias de su mundo imaginario.

La Literatura Infantil y Juvenil, aun no teniendo la finalidad de adoctrinar ni moralizar la conducta de sus lectores, debe apuntalar su intelecto y capacidad tanto crítica como creadora, con la esperanza de que los textos e imágenes les permitan concebir mejor su mundo cognitivo y reflejar las ilusiones de su fuero interno. Sólo una literatura hecha con intenciones auténticas y temas universales logra perpetuarse en la mente de los pequeños lectores, quienes son un puñado de emociones vivenciales y otro puñado de conocimientos adquiridos en las páginas de los libros.

La celebración del Día Internacional del Libro Infantil y Juvenil, lejos de ser una fecha memorable como las epopeyas de la historia universal, es un día que sirve para recordar que los niños y jóvenes tienen derecho a contar con una literatura hecha a la medida de su desarrollo integral y para reflexionar en torno a los libros hechos con amor y fantasía, con el único afán de saciar el alma sedienta de los lectores.

La Literatura Infantil y Juvenil, cada 2 de abril de cada año desde 1967, se regocija y viste de gala, para celebrar una efemérides dedicada a los autores y lectores de los libros que son los cimientos del hábito de la lectura y las alas que echan a volar la imaginación por los remotos lindes de un mundo hecho de pasiones y fantasías. Por eso mismo, las instituciones educativas, las autoridades de gobierno y los promotores culturales, están en la obligación de programar actividades concernientes al ámbito de la Literatura Infantil y Juvenil, con el propósito de que el libro, más que ser un objeto ajeno a los jóvenes y niños, sea el mejor compañero de sus vidas, habida cuenta de que el libro, a pesar de los “peros” habidos y por haber, es un maestro que enseña y no regaña, un fiel compañero en las buenas y en las malas, un cofre de tesoros escondidos y un amigo con quien comparten las aventuras de la imaginación.

domingo, 13 de marzo de 2016

LA MUJER BAJO EL YUGO DE LA CRUZ Y LA ESPADA

Hacia el siglo XV, cuando Europa se encontraba a caballo entre el feudalismo y el capitalismo, la naciente burguesía inaugura una nueva etapa histórica en la evolución económica mundial, lanzándose a la aventura transoceánica y la conquista de nuevos mercados en ultramar; un hecho que, en rigor, fue posibilitado por los avances científicos en la náutica (brújula, cartas marinas, astrolabio, etc.), por los nuevos conceptos sobre la esfericidad de la tierra, por los progresos de la técnica en la construcción de naves y, sobre todo, por la ciega ambición comercial de controlar nuevas colonias.

Los españoles importaron un nuevo sistema de explotación de la tierra -el latifundio- y un sistema económico de tipo feudal. No en vano algunos economistas del siglo XIX coinciden en señalar que el descubrimiento de América y la circunnavegación de África ofrecieron a la burguesía en ascenso un nuevo campo de actividad. Los mercados de la India y de China, la colonización de América, el intercambio con las colonias, la multiplicación de los medios de cambio y de las mercancías en general imprimieron al comercio, a la navegación y a la industria un impulso hasta entonces desconocido, y aceleraron, con ello, el desarrollo del elemento revolucionario de la sociedad feudal en descomposición (...) La gran industria ha creado el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El mercado mundial aceleró prodigiosamente el desarrollo del comercio, la navegación y los medios de transporte por tierra. Este desarrollo influyó, a su vez, en el auge de la industria, y a medida que iban extendiendo la industria, el comercio, la navegación y los ferrocarriles, desarrollábase la burguesía, multiplicando sus capitales y relegando a segundo término a todas las clases legadas por la Edad Media (Marx, K. - Engels, F., 1948, pp. 33-34).

El descubrimiento de América, que fue un triunfo para la burguesía comercial española, los banqueros genoveses, flamencos y alemanes, abrió las rutas no sólo para el mercado mundial capitalista, sino también para las instituciones monárquicas y eclesiásticas que coexistían en el feudalismo europeo, las mismas que imprimieron su impronta en las culturas no occidentales.

El violento encuentro entre España y América, además de combinar la expansión de la fe cristiana con el despojo de las riquezas, empeoró las condiciones de vida de los indígenas y, consiguientemente, de las mujeres, quienes perdieron los privilegios de los que gozaban en el marco de las culturas ancestrales, y pasaron a ser objetos de venta y dominación, violación, abandono y rapto.

Así como en el imperio de los Incas se conoció la división de clases -por un lado, el sector privilegiado constituido por la familia real, los grandes guerreros, los sacerdotes y sabios; y, por el otro, la inmensa mayoría indígena que sostenía la vida económica de la comunidad-, se conoció también la poligamia dentro de un sistema estrictamente patriarcal, en el cual la hermana y esposa legítima del Inca gozaban de más privilegios que las distinguían de las concubinas.

Cuando la esposa principal viajaba, ésta era llevada en andas o hamacas conforme al estatus de su esposo, mientras que las concubinas iban a pie, llevando la comida y bebida para sus señores y toda la comitiva a su servicio. Durante las horas de comida, las concubinas servían al Inca y a su koya (esposa principal), a quien le hablaban de rodillas, sin mirarle el rostro, y al retirarse de ella, como de su esposo, caminaban hacia atrás. Era tanta la discriminación contra las concubinas y tan respetado el origen divino del Inca y de su esposa principal que, entre sus obligaciones rituales, estas concubinas recogían los cabellos que perdiese su señor o que le habían recortado, y asimismo las uñas cortadas, y luego se lo tragaban. Cuando el monarca quería salivar, lo hacía sobre las palmas abiertas de las manos de una de sus concubinas, quien luego lo tragaba. Incluso era deber de las concubinas recoger sobre sus ropas los cabellos de su esposo y tragarlos. El conquistador Juan Ruiz de Arce recuerda que cuando le preguntaron a Atawallpa sobre estas costumbres, respondió que su costumbre de escupir sobre las manos la tenía como signo de grandeza, y que hacía comer sus cabellos por temor a los encantamientos que le pudiesen hacer con ellos (Ellefsen, B., 1989, p. 133).

Al morir el Inca u otro miembro adulto de la jerarquía real, era costumbre matar a una o más concubinas predilectas del difunto para que lo acompañaran en calidad de koyas al más allá. Las otras concubinas viudas, aparte de dedicarse exclusivamente a los quehaceres domésticos y a la crianza de los hijos, debían permanecer en castidad, sin volver a casarse ni concubinarse. Era también costumbre que las concubinas mantuvieran la ficción de tener relaciones matrimoniales, al menos simbólicas, con la momia real. Para ello se turnaban por lote para dormir en el mismo aposento del difunto, quien era enterrado con sus bienes terrenales más preciados.    

Mientras esto ocurría en el Cusco y en las capitales de provincia que estaban bajo el dominio del Inca, en algunas etnias, como entre los tallanes, mochicas y huancavelicas, se practicaba la poliandria. Estas kapullanas (cacicas), dueñas de señoríos, que incluían tanto tierras como yanaconas (servidores), no sólo tenían el privilegio de contar con varios concubinos procedentes de rangos superiores al suyo, sino que, al mismo tiempo, de gobernar sobre hombres y mujeres. Ellas eran quienes labraban las tierras y cosechaban las mieses, entretanto sus maridos permanecían en casa, tejiendo, hilando, enderezando sus armas y ropas, curando sus rostros y haciendo otras labores femeninas.

Según estudios antropológicos, en torno al rol de las mujeres en el seno de las culturas precolombinas, se deduce que éstas constituían el pilar fundamental de la economía del hogar. En las costas venezolanas, la mujer cultivaba los campos y se ocupaba de la casa, mientras que el hombre se dedicaba a la caza. En Nicaragua eran los hombres los que se ocupaban de la agricultura, de la pesca y del hogar; las mujeres se consagraban al comercio. Y pese a la organización patriarcal de la cultura maya, donde la mujer estaba prohibida de ejercer cargos religiosos, militares o administrativos, las mujeres, en Yucatán, vendían el producto de su trabajo en los mercados y se ocupaban lo mismo de los hijos que de la economía doméstica, puesto que sobre ellas recaía la responsabilidad del pago de impuestos; que organizaban bailes para ellas solas, prohibidos a los hombres; que se embriagaban en los banquetes entre ellas y que llegaban a pegar al marido infiel (Séjourné, L., 1976, p. 131).

Los conquistadores dan cuenta de que en el Nuevo Mundo -que sólo era nuevo para los europeos- existían comunidades matriarcales y matrilineales como en el Cusco y las costas del Pacífico, enfrente de Panamá, donde el heredero de un señor era su mujer legítima y luego el hijo de la hermana. En algunas etnias, las kapullanas accedían al poder por la línea de descendencia materna. Es decir, heredaban los cargos que dejaban sus madres, así como lo hacían los hombres por vía paterna. 

Otro rasgo común que caracterizó a las civilizaciones precolombinas era la mujer guerrera. Los cronistas de la época, deslumbrados por su actitud varonil, aseveraban haberse enfrentado con mujeres que peleaban con bravura. El conquistador Francisco de Orellana, quien fue el primero en explorar el río de la América meridional en 1540, encontró en las márgenes del río a mujeres que recordaban a las amazonas de Capadocia, a esa casta de guerreras que suponían los antiguos haber existido en los campos heroicos de Asia Menor.

Las amazonas, según refieren los mitos y leyendas, constituían un pueblo de mujeres que formaban un Estado gobernado por una reina; llevaban un escudo en forma de media luna, y que, luego de abandonar a sus hijos, se cortaban el seno derecho para poder tensar el arco y disparar. No en vano cantan elogios a la bella Anacaona, reina de la región más grande de La Española, quien fue quemada viva después de haber logrado imponer, por largo tiempo, en un equilibrio de fuerzas a los ocupantes; una resistencia que las huestes de Pedro de Valdivia encontraron también entre las araucanas, donde guerreó la heroica Yanequeo, esposa de Güepotán, a la vanguardia de un núcleo de puelches para vengar la muerte de su marido, y que, por no renunciar a la independencia de su pueblo, vivió oculta en los montes.

Si en algunas etnias amazónicas era común que las mujeres participaran en los combates junto a sus maridos, en el incario, las mujeres consideradas varoniles, tenían licencia para mantener relaciones conyugales y participar en los combates, como es el caso de Chañan Kori Koka, quien, de acuerdo a la tradición oral, peleó denodadamente contra los chancas cuando éstos atacaron el Cusco. Otro episodio recuerda que, a la muerte de Pachacútec Inca Yupanqui, las fuerzas incásicas se enfrentaron en Warmipukara (fortaleza de las mujeres) a un destacamento de guerreras que vivían solas, como verdaderas amazonas. A tiempo de la conquista española, se informó que entre la gente sujeta a Leuchengorna había una provincia de mujeres exclusivamente, que sólo consentían la compañía de hombres para la reproducción. Los hijos eran en su tiempo enviados a sus padres y las hijas se quedaban con sus madres. También informaron que tenían estas mujeres una reina o cacica llamada Gaboimilla, nombre que tradujeron como ‘cielo de oro’, y que además pagaban tributo a Leuchengorma, generalmente en forma de ropa (...) La administración incaica no protegía especialmente esta modalidad social, pero había sido bien conocida en las regiones próximas al lago Titicaca y aun eran festejados los contados casos de las mujeres varoniles que iban a combatir a la guerra (...) Estas prácticas eran más frecuentes entre las etnias sudamericanas que no habían sido sometidas al dominio incaico; así, eran frecuentes en la actual Colombia, donde se capturó una joven de unos veinte años de edad que había matado ya ocho españoles (Ellefsen, B., 1989, pp. 308-309).

La invasión española en el siglo XVI, sin lugar a dudas, modificó la situación de las mujeres indígenas, las costumbres, las creencias y el régimen comunitario de la tierra. De hecho, la administración colonial reservó para las mujeres un lugar secundario y subordinado, debilitando las relaciones de relativa igualdad existentes entre el hombre y la mujer, y asimilándolas a las nuevas modalidades del derecho de herencia.

Antes de la colonización, algunas mujeres, al igual que los hombres, podían ejercer funciones de gobierno y liderazgo político en sus comunidades o ayllus, que la administración española desconoció y alteró, dando paso a un nuevo ordenamiento, donde los cargos de autoridad quedaron reservados a los conquistadores y a los miembros varones de la jerarquía nativa, convirtiéndose de este modo en intermediarios entre la Corona española y las culturas precolombinas.

Los conquistadores aprovecharon muchas de las instituciones del incario, acomodándolas a sus propios intereses. La mita, que quiere decir turno y que en otrora fue un trabajo que los indígenas realizaban en minas y obrajes de servicio público, pasó a convertirse en explotación despiadada y en trabajo forzado, que durante la colonia, a causa de los accidentes, el hambre y las pestes, cobró millones de vidas.

La Corona española ejerció el monopolio de la propiedad minera, considerada una de las más abundantes fuentes de ingreso durante el coloniaje, igualmente de la explotación de la quina y la cascarilla. Los indígenas mitayos morían como moscas en los socavones y las mujeres eran testigos de este genocidio, puesto que ellas estaban también obligadas a marchar, junto a sus maridos e hijos, hacia los frígidos páramos, de donde pocos volvían con vida a sus comunidades de origen.

Otra de las injusticias del coloniaje fue la repartición de tierras e indígenas. Este sistema llamado encomienda, aparte de considerar a los indígenas parte del suelo como si fuesen animales sin dueño, impuso el latifundio. Entregó a pocos propietarios grandes extensiones de tierra, mientras a otros los condenó a vivir en condiciones infrahumanas, cada vez más lejos de la esperanza. Y, como por castigo divino, todos debían pagar tributo, consistente en la entrega de productos agrícolas, telas o animales, a los administradores de la colonia.

Si bien las mujeres estaban libres de pagar tributo, al menos al inicio de la colonia, en los hechos esta exigencia recaía también indirectamente sobre ellas, por cuanto era tradición andina que hombres y mujeres participaran por igual en la economía del hogar y era menester que las esposas ayudaran a sus maridos y familiares a cumplir con la carga económica que aquel tipo de explotación suponía; en cuyo contexto, la economía colonial dispuso de una enorme concentración de fuerza de trabajo que, a su vez, hizo posible la enorme concentración de riqueza jamás dispuesta por civilización alguna en la historia.

A medida que la obligación del tributo se hacía más pesada y los varones de la comunidad no alcanzaban a cubrir los montos requeridos, debido a la disminución de la población y las migraciones de los varones, a las mujeres les tocó compensar esta situación pagando tributo en telas y tejidos para satisfacer las cuotas que la comunidad debía entregar a la administración colonial.

Las condiciones en que muchos españoles se aseguraban el tributo femenino no fueron precisamente las más cristianas, pues incluyeron varias formas de brutal explotación. Muchos procedieron a encerrar a las mujeres para lograr que tejieran e hilaran para ellos, convirtiéndolas en sus virtuales prisioneras o esclavas.

El régimen tributario para las mujeres no sólo significó la explotación de su fuerza de trabajo, sino también provocó que quedaran privadas del acceso a la propiedad de la tierra. Muchos varones indígenas se vieron obligados a disputarse las tierras que sus esposas habían heredado de sus madres, para de este modo pagar el tributo. De esa manera, gracias al sistema colonial imperante, los indígenas varones contribuyeron a romper una tradición andina que daba a las mujeres un derecho autónomo sobre la tierra, desarrollando así una nueva situación social coherente y vinculada con los valores y costumbres traídas de Occidente.

Para los colonizadores, cuyas armas principales fueron la mentira y el saqueo de los recursos naturales, no bastó el oro ni la plata que dio de mamar a las sociedades moribundas de Europa, ni los miles de indígenas y esclavos negros que perecieron en las plantaciones y los socavones, puesto que su propósito, además de establecerse en las tierras del Nuevo Mundo, fue derrumbar las estructuras económicas y morales de las culturas precolombinas, sobre cuyas bases levantaron los cimientos de la sociedad colonial; un régimen brutal que legitimó la violación de las mujeres indígenas ante las miradas absortas de sus maridos, hermanos e hijos. De esta sangre derramada nació el mestizaje, como la expresión más viva del encuentro violento entre Europa y América.

Bibliografía

Ellefsen, Bernardo: Matrimonio y sexo en el incario. Ed. Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1989.
Marx, Karl. Engels, Friedrich: Manifiesto del Partido Comunista, Obras Escogidas. Ed. Progreso, Moscú, s.f.
Séjourne, Laurette: América Latina. Ed. Siglo XXI, Es­paña, 1975.

sábado, 12 de marzo de 2016


EL ANCHANCHU EN EL TELEFÉRICO

Eran las 10 de la noche de un día domingo, cuando me apresté a tomar la línea amarilla del teleférico en la estación Libertador o Chuqi Apu, para transportarme hasta la estación Mirador de Ciudad Satélite o Qhana Pata, ubicada en la región de las antenas de televisión en El Alto.

En el andén de la línea amarilla del teleférico, construido sobre la base de una arquitectura moderna, estaba un hombre de estatura menuda, con apariencia de anciano indefenso y vientre abombado; llevaba en la cabeza un sombrero plateado de copa baja y ala ancha; vestía con un traje de telas recamadas de oro y cocidos con hilos de plata.

Teniendo tanto dinero, por qué no toma un taxi o se compra un auto, me dije, mientras él me miraba con una sonrisa encantadora, como si quisiera conquistarme atravesándome con una de sus flechas de cupido. Yo me limité a bajar la mirada y, como quien siente miedo por lo extraño y desconocido, me sacudieron unos escalofríos como corrientes de agua helada zarandeándome todito el cuerpo.   

Cuando aparecieron las cabinas del teleférico, un sistema de transporte aéreo por cable que recorría en poco tiempo entre la zona sur de La Paz y la ciudad de El Alto, me metí de prisa en una de las cabinas vacías, en procura de alejarme de ese ser tan extraño que, desde que me vio, parecía seguirme los pasos sin perderme de vista, como un cazador persigue a su presa acechándole hasta hacerla caer en la trampa.

Me senté en un asiento que parecía un témpano de hielo. Por fin estoy solo, pensé, mirando los nueve asientos restantes en los que los pasajeros podían viajar cómodamente de una estación a otra. Pero luego advertí que estaba equivocado, porque antes de que se cerrara la cabina, se apareció de súbito el extraño hombre, quien se acomodó en el asiento que estaba junto a la puerta de acceso.

El hombre, de piel rechoncha y cuerpo deformado, se quitó el sombrero dejando al descubierto su cabeza enorme y calva. Como es natural, cada vez que él tendía su mirada sobre la ciudad inundada de luces, yo aprovechaba para mirarle de pies a cabeza. Así fue como me fijé en que tenía brazos cortos, manos velludas de mono y dedos con garras, pero lo que más me llamó la atención fue que, por el botapie derecho de su pantalón, se le salía una larga cola terminada en una escamosa mano, con la que podía tranquilamente atrapar y estrangular a cualquiera.

La cabina, suspendida a 3.600 metros sobre el nivel del mar, partió de la estación y avanzó por encima de las casas, cerca de las nubes y en medio de un gran cañón rodeado de impresionantes montañas, donde las calles angostas y empinadas parecían trepar por las laderas desafiando las leyes de la gravedad.

Mientras la cabina ganaba la distancia para llegar a la última estación, el hombre no dejaba de sonreírme con su boca enorme y alargada como el hocico de un cerdo, dejando entrever sus dientes blanquecinos y sus colmillos de vampiro. Yo no sabía cómo responder a sus sonrisas ni a su rostro socarrón, que empezaron a causarme un temor en el silencio de la cabina; peor aún, cuando noté que sus ojos, con cejas de pelos largos, cambiaban de colores de rato en rato, según los reflejos de las luces que llegaban desde afuera.

Durante el trayecto no subieron más pasajeros, de modo que viajamos solos, sentados frente a frente, sin dirigirnos la palabra, pero mirándonos de reojo, como dos personas que comparten un mismo sitio sin saber qué decirse. A ratos, no sabía cómo disimular mi miedo ni cómo esquivar sus miradas que parecían atravesarme como lanzas con puntas de fuego. Yo me limitaba a girar la cabeza de un lado a otro, como los turistas interesados por contemplar las diferentes facetas de Ciudad Maravillosa desde el teleférico urbano más alto del mundo, arrastrando sus miradas desde las cumbres nevadas del majestuoso Illimani hasta la impactante topografía de la zona sur de la Hoyada.

Antes de llegar a la última estación de la línea amarilla, el extraño hombre se puso de cuatro en medio de la cabina, me miró con una sonrisa encantadora y lanzó una carcajada similar al rebuzno de un asno. Yo me asusté tanto que me levanté del asiento como disparado por un resorte. Entonces él, al notar mi reacción y al verme con el rostro contraído por el pánico, arañó con sus garras los cristales de la cabina y se puso a llorar emitiendo maullidos de gato, probablemente, porque de ese modo quería tranquilizarme o, simplemente, porque quería demostrarme que no tenía intenciones de causarme daño alguno.

Yo volví a sentarme, pero con un miedo que aceleró mi corazón y me puso la piel de gallina. Cuando la cabina arribó al andén del teleférico, él se puso de pie con la velocidad de un rayo y yo me dispuse a salir lo antes posible, con la única idea de alejarme de su presencia, que me causaba una sensación de terror y desconfianza.

Apenas se abrió la puerta, me puso su fría mano sobre el hombro derecho y, presionándome la clavícula con sus afiladas garras, me detuvo sonriente, guiñándome con su ojo tornasolado.

No temas me dijo con una voz cantarina. Sólo quería divertirme un poco.

¡Ajá! –atiné a decir, al mismo tiempo que lo miraba de sesgo por encima del hombro.

Cuando dejé la cabina y encaminé mis pasos por el andén hacia la salida del teleférico, él me siguió de cerca, hablándome con un tono zalamero, y hasta parecía dispensarme un trato cortés con su apariencia de anciano indefenso; al menos, eso es lo que percibí en los gestos de su rostro y los movimientos de su cuerpo, que se tambaleaba de un lado a otro, como si cojeara de ambas piernas.

¿Dónde vives? –me preguntó con una sonrisa que parecía petrificada en sus abultados labios.

Muy cerquita de aquí –contesté.

Ya afuera, bajo una luna espantada por el ladrido de los perros, él se despidió haciendo señas con la mano y se fue por la Avenida Panorámica, hundiéndose en la noche y dejando huellas de cascos parecidos al de las cabras sobre el pavimento de la calle.

Yo me endilgué rumbo a la Avenida Cívica, no muy lejos del Mercado Satélite ni muy cerca del Hospital Holandés. Apenas entré en mi casa, le relaté a mi madre sobre mi encuentro con el extraño hombre, con quien compartí una cabina del teleférico. Ella me miró espantada, se persignó tres veces, escupió al piso pronunciando mi nombre y, soplándome con su aliento, dijo:

–Ese extraño hombre es el Anchanchu, m´hijito.

–¡¿El Anchanchu?! –exclamé–. ¿Y quién es el Anchanchu?

–Es un ser sobrenatural, una siniestra deidad en la cosmovisión andina, un enano maléfico que atrapa a los incautos con sus zalamerías, falsas promesas y sonrisas a flor de labios. Es más veloz que un zorro y más peligroso que un reptil venenoso. Lo que le falta en estatura le sobra en malicia...

Yo la escuché atentó y, de pronto, se me metió otra vez el miedo haciéndome erizar los vellos.

–Entonces es un ser dañino y malvado, ¿verdad?

–Así es, m`hijito –repuso–. El Anchanchu, cuando transita por los caminos, produce fenómenos atmosféricos y telúricos, como huracanes, remolinos de viento y tormentas que causan estragos y arrasan pueblos enteros. Es un ser demoniaco que causa enfermedades y epidemias a las personas que lo rehúyen con imágenes religiosas, y hasta les provoca la muerte a quienes rechazan sus caprichos; lleva la desolación a los hogares, destruye casas y sembradíos. Cuando elige a sus víctimas, primero les cautiva con su sonrisa y con su actitud melosa, después les roba su espíritu o ajayu y, al final, les arranca el corazón para satisfacer su hambre y les chupa la sangre para saciar su sed. Nadie que se le cruce en su camino está a salvo de sus malas intenciones. Incluso es capaz de engañar con su astucia y sagacidad a las personas más avisadas y precavidas.
Me quedé aterrado y, con la voz casi temblorosa, le pregunté:

–¿Y dónde vive el Anchanchu?

Mi madre, dándose cuenta de mi curiosidad y de mi lamentable estado de ánimo, contestó:

–Vive en las grutas de los cerros, en las quebradas de los ríos, en las casas abandonadas y cerca de los sitios arqueológicos como el Tiahuanaco. Aunque está acostumbrado a vivir en lugares sombríos y solitarios, algunos dicen haberlo visto andar por las calles de El Alto, mientras otros cuentan que, a altas horas de la noche, lo vieron viajar en las cabinas del teleférico, micros y colectivos, sobre todo, en los que circulan en horarios nocturnos y en las zonas alejadas de la ciudad.
Esa misma noche, después de que me despedí de mi madre y me metí a dormir en mi cuarto, escuché girar la manilla de la puerta, por donde entró el Anchanchu, con el cuerpo contrahecho y la sonrisa encantadora. Lo distinguí entre las penumbras gracias al reflejo de la luz de la luna, que se filtraba al cuarto por la ventana de cortinas corridas.

Lo vi avanzar hacia mí, que estaba con el cuerpo inmovilizado por alguna fuerza sobrenatural, que me tenía sujeto a la cama de pies y manos. El Anchanchu se sentó cerca de la almohada, de modo que podía verlo de cerca y hasta podía percibir el amargo olor de su aliento.

El Anchanchu me respiró cerca de la cara y se apoderó de mi alma, que abandonó mi cuerpo como en el trance de una terrible pesadilla. No obstante, todo lo que estaba sucediendo correspondía a la realidad y nada más que a la realidad, porque no estaba dormido ni estaba soñando. Quise moverme y pedir auxilio, pero permanecí quieto como un tronco caído. Él levantó las frazadas con un soplo y me miró sonriéndome como lo hizo en la cabina del teleférico. Me abrió el pecho con sus garras y me arrancó el corazón todavía palpitante y, degustando su olor y sabor, se lo tragó a grandes bocados. Después acercó su boca en forma de hocico hacia mi rostro y, enseñándome sus colmillos de vampiro, me chupó la sangre de los labios, introduciéndome su lengua de oso hormiguero en la concavidad de mi boca.

El Anchanchu, aparte de robarme el alma, me robó también la vida. Se limpió la sangre de los labios, cerró la boca como si ahogara un grito, se levantó y se retiró de la cama, abrió la puerta jalándola por la manilla, salió del dormitorio como un jorobado y se alejó por el pasillo con el silencio de un gato, hasta que desapareció detrás de la puerta que conducía a la avenida.

Al amanecer, lo único que mi madre vio, para su gran asombro, fue las huellas de unos pies descalzos que, más que parecerse a los de un ser humano, se parecían a las pezuñas hendidas de una cabra u otro animal ajeno a este mundo. Cuando entró en mi cuarto, lo único que encontró en la cama fue manchones de sangre en las sábanas y mi cadáver que yacía con el pecho abierto. Mi madre se estremeció de terror, estalló en sollozos y, volteándose para salir del cuarto y pedir auxilio, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡¡¡El An-chan-chu!!!... ¡¡¡El Anchanchu mató a mi hijo!!!... 

martes, 1 de marzo de 2016


HUASIPUNGO Y LA TRAGEDIA DEL  PONGO

Entre los autores de las novelas indigenistas descuella la figura del ecuatoriano Jorge Icaza, cuyas obras, impregnadas de un hondo compromiso social, intentan retratar la atroz vida de los pongos desde una perspectiva realista. Sin embargo, Huasipungo (parcela de tierra, 1938) es la novela que consagró internacionalmente a su autor.

El personaje de la novela, Alfonso Pereira, no deja de ser el prototipo del terrateniente ladino, quien vive de los bajos ingresos procedentes de su hacienda, donde trabajan sus pongos marcados por el sello de la miseria. Pereira es un individuo acostumbrado a vivir de las apariencias y bajo el yugo de la doble moral.

Cierto día, al enterarse de que su hija, desvirgada por un cholo sinvergüenza y criminal, pone en peligro el honor de la familia, decide retirarse a su hacienda con el propósito de huir de la chismografía de amigos y enemigos; pero, poco antes de ponerse en marcha, consigue dinero por intermedio de un deudo, quien le hace firmar un contrato con una compañía extranjera interesada en explotar la madera y el petróleo en Cuchitambo.

Éste es el argumento del que se vale Icaza para denunciar la ambición y el entreguismo del terrateniente, convertido en instrumento de la penetración y el saqueo imperialista en la región petrolera de la Cordillera Oriental. Cabe suponer que el desarrollo de la empresa implicaba, además de desalojar a los pongos de sus parcelas, explotar su fuerza de trabajo para abrir caminos en la zona occidental, donde varios indios mueren por la falta de alimentos y seguridad laboral.

Al terrateniente no le interesa la vida de los pongos, sino el afán de hacerse rico, una vez que cumpla su compromiso con Mr. Chapy, que era un gringo de esos que mueven el mundo con un dedo, ya que formaba parte de una clase social cuyo mérito fue arrastrar con sabiduría y maestría el carro de la civilización, al menos, en opinión de la incipiente burguesía nacional.

El camino, en torno al cual gira la tragedia de los indios en la novela, simboliza el encuentro y desencuentro tanto de dos culturas como de dos sistemas económicos diferentes: la feudal y la capitalista. Por el mismo camino que abren los pongos, entre el campo y la ciudad, ingresa la maquinaria de la empresa extranjera y el brazo armado de la oligarquía nacional, constituido por las tropas militares. La primera, para saquear los recursos naturales; la segunda, para reprimir cualquier brote de protesta organizada.

Es obvio que, en una sociedad semicolonial o semifeudal, el pongo esté considerado poco menos que como una bestia de carga, sin más derechos que la vida y la muerte, porque todo lo demás le pertenece al patrón. Así, cuando éste decide vender sus tierras, las vende indios y todo. El pongo no posee nada y las pocas cosas que posee, su mujer y sus hijos, son también puestos al servicio y la voluntad del terrateniente.

En Huasipungo, el personaje que representa a la clase explotada por el despotismo y la infamia es Andrés Chiliquinga, cuyo destino estaba marcado desde el día en que nació en tierra ajena. Este pongo, que trabaja de sol a sol, no sólo experimenta una sarta de desgracias a lo largo de su vida; por ejemplo, ve morir a su hijo de hambre, mientras su madre es obligada a ser la nodriza del hijo ilegítimo de Alfonso Pereira, el terrateniente inescrupuloso que atenta contras los derechos más elementales de los pongos.

Al cabo de un tiempo, Andrés Chiliquinga se fractura una rodilla que le impide trabajar y, como fuera poco, muere su esposa luego de ingerir un pedazo de carne podrida. Entonces, el pongo, que en principio está recluido en su soledad, estalla en una explosión de ira. Se rebela contra sus verdugos y su protesta se generaliza. Los indios, remontados en cólera, dan muerte al mayordomo.

El terrateniente Alfonso Pereira, al informarse del ataque perpetrado contra su subalterno, viaja a la ciudad en busca de apoyo de parte de las autoridades de gobierno. Y, claro está, como el ejército es el brazo armado de los poderes de dominación, no demora en intervenir la hacienda para aplastar la protesta a plan de bala.

Si bien es cierto que Jorge Icaza no penetra profundamente en el alma de sus personajes indios, es cierto también que en Huasipungo nos da muestras de su vasto conocimiento del ámbito rural, donde los pongos viven a merced de sus patrones; por una parte, debido a la ausencia de una convicción ideológica en su seno y, por la otra, debido a la falta de una organización política que represente sus intereses de clase. No es casual que, incluso después del decreto de la reforma agraria, sea posible constatar que un grueso sector del campesinado ecuatoriano se mantiene todavía al margen de los más elementales derechos humanos.