sábado, 24 de febrero de 2018


EL ARTIFICIO IDIOMÁTICO DE CLAUDE SIMON

Claude Simon nació en la isla de Madagascar, antigua colonia francesa, en 1913, y falleció el 2005 en París. Hijo de un oficial de marina, que murió a poco de estallar la Primera Guerra Mundial. Al quedar huérfano de madre, se marchó a vivir con sus abuelos y tíos en Perpiñán, en el sureste francés, donde su amor por la naturaleza encontró un ambiente propicio. Desde entonces, pasó la mayor parte de su vida junto a la capital de Rosellón, quizá por eso, se sentía un poco catalán y existan tantas referencias españolas en su obra. 

Cursó estudios de bachillerato en París y Oxford, y estudió pintura en la Academia del maestro cubista André Lhote. A los 23 años de edad, su curiosidad y busca de aventuras, lo llevaron a conocer Europa, atravesó la frontera y arribó a Barcelona en los albores de la guerra civil, donde participó junto a las tropas republicanas que luchaban por derrotar al fascismo e instaurar la democracia; un acontecimiento que, años después, recordaba con cierta nostalgia: Fueron muy pocos los días que permanecí, pero las imágenes aprehendidas en aquellos momentos no se han borrado de mi memoria. Para mí fue algo más que una decepción. Era muy joven, no tenía grandes conocimientos político y me daba cuenta de que nadie, ningún partido político se entendía.

Durante un tiempo se dedicó con ahínco a la pintura y fotografía, hasta que, como soldado de un regimiento de caballería, participó en la Segunda Guerra Mundial, donde cayó a manos de las tropas alemanas. En el traslado a un campo de prisioneros en Francia, consiguió fugarse y se afilió al movimiento de la Resistencia Francesa. Al cabo de este episodio, compró una propiedad en Salses, cerca de Perpiñán y se convirtió en un vinicultor amante de la pintura y la fotografía, antes de dedicarse a la creación literaria.

Claude Simon comenzó a escribir bajo la sombra de William Faulkner y Marcel Proust, influencias de las que, empero, se fue alejando de a poco, hasta derivar en la línea del nouveau roman (nueva novela), aunque él no compartía el criterio de quienes lo consideraban como el portaestandarte o máximo representante de este movimiento literario de los años sesenta, por la sencilla razón de que él rechazaba este denominativo, del mismo modo como rechazaba el término vanguardismo, ya que, según su criterio, la palabra crisis era la más apropiada para referirse a los giros que experimenta la literatura. Y no dudaba en afirmar: Nosotros nunca hicimos postulados, nos limitábamos simplemente a rechazar lo que había de repetitivo en la novela tradicional, sin ser psicólogos, moralistas ni filósofos; lo mismo hicieron Proust, Faulkner, Joyce, Conrad y otros antes de nosotros.

Este ser solitario y conmovido por las hecatombes bélicas, pasó su vida entre París y Salses, escribiendo con frenesí y cultivando vino añejo. Quienes lo conocían, contaban que se parecía a un monje medieval cada vez que empezaba a escribir un nuevo texto, pues se encerraba durante meses entre los gruesos muros de su casa, construida en 1753 en la pequeña plaza del pueblo.

En 1983, cuando se le otorgó el Premio Nobel al británico William Golding, que generó aspavientos entre los miembros de la Academia Sueca, Claude Simon exclamó resignado: Ya nunca me darán el Premio Nobel de Literatura. Sin embargo, la tarde del 17 de octubre de 1985, el secretario permanente de la Academia, Lars Gyllensten, dio a conocer su nombre como el laureado con el premio y leyó el siguiente comunicado: Se puede considerar el arte narrativo de Claude Simon como una suerte de representaciones de algo que vive en nosotros, querámoslo o no, comprendámoslo o no. Fuente de esperanza a despecho de toda crueldad y el absurdo que parecen caracterizar nuestra condición y que son expresadas en sus novelas con tanta claridad, penetración y profusión.

En realidad, el Premio Nobel fue un elogio no sólo a las obras de Claude Simon, que combinan la creatividad del poeta y la del pintor al dar profundo testimonio de la complejidad de la condición humana, sino también un merecido reconocimiento a la corriente de la llamada nouveau roman, integrada por Nathalie Sarraute, Roberto Pinget, Samuel Beckett, Robbe Grillet y Michel Butor, entre otros.

Claude Simon, aunque tuvo varios libros traducidos a otros idiomas, era un autor más conocido en el exterior que en su propio país, a pesar de las sesudas tesis elaboradas sobre su prosa en las universidades francesas. Desde luego que la concesión del Premio Nobel, a veces cargada de magia y potencia publicitaria, le abrió las puertas de un círculo de lectores conquistados, desde hacía tiempo, por otros autores galos que manejaban la misma pluma afilada de Marguerite Duras.

Su primera novela, Le tricheur (El tramposo), escribió a los veintiocho años de edad, pero se publicó recién en 1946. Esta obra, como muchas otras de su producción literaria, es fuertemente autobiográfica y está influida por las técnicas de la pintura y fotografía; recursos que le permitieron escribir como si pintara un cuadro y contemplara la vida no como un movimiento continuo, sino como una sucesión de imágenes fijas.

Claude Simon llamó la atención de la crítica recién en 1957, con su novela El viento, que testimonia su evolución estilística y alcanza su madurez creadora, aparte de que recuerda a Faulkner no sólo porque ambos tomaron parte de la guerra -el uno como piloto y el otro como soldado de caballería-, sino también por la innovación de un estilo que rompe con los cánones de la novela tradicional. El viento es un intento lúdico de la sintaxis y la morfología del lenguaje, a tal punto que la palabra cobra vida propia y el autor no es más que un medio de la fuerza creadora del idioma.       

En su novela L'Herbe (La hierba, 1958), en la que reafirma su progresión idiomática y su estilo barroco, cualquier lector paciente puede encontrar un laberinto de paréntesis, cortados, a su vez, por otros paréntesis, y todos ellos enmarcados dentro de un único paréntesis. Sus párrafos extensos, sin puntos ni comas, se parecen al lenguaje explayado en El otoño del patriarca, de García Márquez, y en Rayuela, de Julio Cortázar. Por lo tanto, este autor francés, como varios de los escritores hispanoamericanos, que experimentaron con la estructura del discurso narrativo, obliga a sus lectores a desperezarse y sentarse al escritorio, poco menos que para descubrir los secretos que encierran sus novelas

La Route des Flandres (La ruta de Flandes, 1960), que trata sobre la derrota militar francesa en 1940, mereció el premio Nouvelle Vague en 1961 y fue su primer libro traducido al español. La ruta, que no siempre es fácil de seguir, surge de sus vivencias en la guerra: la derrota, la muerte y el heroísmo absurdo. Está narrado en un ir y venir a través no sólo del tiempo, sino de personaje a personaje. En una misma frase cambia implícitamente el sujeto; es decir, lo que empieza sucediéndole a Raixach padre, continua sucediéndole a su hijo. Toda la novela transcurre en el recuerdo de Georges, durante algunas horas, una noche después de la guerra. Claude Simon, al igual que Proust, trabajó recreando estéticamente los recuerdos del pasado, un pasado con olor a sangre, pólvora y cadáveres, ya que para este  novelista, que fusionó en sus obras la creatividad del narrador y el pintor, los viajes por otros países y los conflictos bélicos tuvieron tanto significado como lo tuvieron para Ernest Hemingway y George Orwell; una experiencia que aflora en la literatura como un modo de recrear la memoria, sobre todo, esa memoria colectiva de lo que fue Europa antes y después de las dos Guerras Mundiales del siglo XX.


Alguna vez, al recordar los turbulentos años de su juventud, dijo: Yo soy ahora un hombre viejo, y como muchos habitantes de nuestra vieja Europa, la primera parte de mi vida ha sido bastante agitada: he sido testigo de una revolución, he hecho la guerra en condiciones particularmente penosas (pertenecí a uno de esos regimientos cuyos estados mayores sacrificaban fríamente a la avanzada), he sido hecho prisionero, he conocido el hambre, el trabajo físico hasta el agotamiento, me he fugado, he estado al borde de la muerte natural y violenta, he confraternizado con la gente más diversa, curas e incendiarios de iglesias, apacibles burgueses y anarquistas, filósofos y analfabetos, he conocido el mundo, y sin embargo, a los 72 años, no he podido todavía descubrir ningún sentido a todo ello si no es lo que creo que dijo Shakespeare: 'Si el mundo significa alguna cosa, es que no significa nada, salvo que es.

Los estudiosos de su obra coinciden en señalar que La ruta de Flandes sintetiza toda su creación literaria -Claude Simon es uno de esos autores al que no se le puede juzgar o premiar por un solo libro, sino por la totalidad de su obra-. En ella se aprecia la musicalidad casi sinfónica de su prosa y su dominio de las formas verbales del tiempo pasado, ante todo, el uso del presente participio que en francés está muy cerca del adjetivo.

En la novela Le Palace (El Palacio, 1962) no importa mucho que el texto prescinda de la puntuación o presente frases de más de mil palabras, tampoco que los adjetivos vayan de tres en tres o no se sepa con claridad a quién corresponde cada fragmento del diálogo, puesto que lo importante radicaba en rebuscar el instinto del lenguaje y procurar la estructuración de una prosa con afán de belleza, sin importar mucho la caracterización detallada de los personajes, que los monólogos interiores y las descripciones constituyen largos pasajes y que la trama carezca de argumento cronológico.

Lo curioso es que las primeras 50 páginas del original de esta novela, inicialmente publicada por Editions de Minuit en 1962, cuando fue enviada bajo anonimato por un admirador del Premio Nobel de Literatura, el escritor y pintor Serge Volle, a modo de experimentar cuáles eran las normativas que regían a los comités de lectura para seleccionar obras en las editoriales, constató que diecinueve editoriales la rechazaron, sin saber que esta famosa obra le pertenecía a Claude Simon. Los resultados hablan por sí solos: siete no respondieron y otros doce se negaron; uno de ellos descartó el texto, de acuerdo a Volle, debido a que las frases no tienen final, haciendo que el lector pierda totalmente el hilo, además de que la historia no permite el desarrollo de una trama real y que le faltan personajes bien caracterizados. Es decir, Serge Volle, residente en una pequeña aldea en Ardèche,  pudo comprobar que las editoriales buscan, en primer lugar, creaciones del corte best sellers, un tipo de literatura de fácil lectura en el que la trama tenga mayor significado que la calidad estética de la escritura. Desde luego que Volle no entendía ¿cómo se puede juzgar un libro leyendo solo la primera y la última página? Y, para ilustrar las normativas que rigen a los comités de lectura, el instigador o provocador de esta pequeña trampa consideró oportuno parafrasear a Marcel Proust, quien alguna vez dijo: Antes de escribir, sean famosos.

Histoire (Historia, 1964) es una novela parcialmente autobiográfica, que cuenta un día cualquiera en la vida de un hombre joven. Fue galardonada con el premio nacional Médicis en 1967 y editada en español en 1971. Se trata de la secuencia de una historia, que comienza sin comenzar (una de ellas tocaba cerca de la casa, así, sin mayúsculas y con ellas de nuevo ambiguo), y que tampoco tiene un desenlace o fin. Es una historia que tiene algo en común con el realismo mágico; es decir, con esa clave que no precisa dónde comienza la fantasía y dónde termina la realidad. Es parte de la idea de Claude Simon y de su escuela: no importa la anécdota. El narrador es un espectador neutral, los objetivos adquieren gran importancia y la sociología ninguna.

Tras la publicación de Historia, han visto la luz sus libros La Bataille de Pharsale (La batalla de Farsalia, 1969), Les Corps conducteurs (Los cuerpos conductores, 1971), Triptyque (Tríptico, 1973) y la novela Les Géorgiques (Las Geórgicas, 1981), que recrea episodios de la guerra civil española, es un libro apasionante, una suerte de franela salpicada de múltiples colores, una poesía escrita en prosa. Las escenas están trazadas con la mirada de un pintor, más que con la visión de un dramaturgo acostumbrado a los diálogos precisos y a los contextos concretos. Mi sintaxis es libre y mis párrafos largos, reconoció Claude Simon, porque los periodos y las frases cortas suponen un corte que no existe en la realidad mental.

Las Geórgicas, novela compleja y completa, no sólo causó asombro entre los lectores, sino entre los traductores; por ejemplo, C.G. Bjurström manifestó que la traducción de Las Geórgicas le resultó más difícil que traducir al francés la obra poética del sueco Gunnar Ekelöf; más todavía, algunos críticos, refiriéndose a su compleja estructura novelística, manifestaron que la lectura de sus libros, por su naturaleza y vocabulario, era un trabajo laborioso, confuso y hasta artificial. No en vano, Claude Simon se describió a sí mismo como un autor difícil, aburrido, ilegible y confuso.

Claude Simon, que murió a los noventa y uno años y publicó alrededor de una veintena de títulos, confesó que tenía tres dificultades en el instante de escribir: empezar la oración, continuar y terminar lo empezado; lo demás, estaba claro como el cristal, ya que la literatura habla siempre de las mismas cosas: el amor, la muerte, el paso del tiempo, la esperanza, el sufrimiento y la desilusión; pero lo que importa es la manera de decirlo, porque eso es lo que cambia y lo que permite que las mismas cosas se conviertan en cosas diferentes.

Con todo, este autor longevo, que publicó su última novela Le tramway (El tranvía, 2001), a los 88 años de edad, se esforzó por legarnos una obra autobiográfica y antibélica, como el testimonio de un hombre que, con la fuerza de la memoria y la pasión por la literatura, intentó rescatar la historia contemporánea de un continente devastado por las acciones genocidas del nazismo y las ideologías totalitarias del fascismo.   

sábado, 10 de febrero de 2018


UNA LITERATURA CON ALIENTO ALCOHÓLICO

Se entiende que hay una relación conflictiva entre borrachera y actividad creativa, como conflictiva es la relación amorosa entre un hombre y una mujer. De ahí que menudean las críticas que juzgan al músico más por los litros de alcohol que consume, que por su virtuosismo y la magnitud de sus composiciones; lo mismo que a un artista plástico se le juzga más por sus inclinaciones políticas o sus preferencias sexuales, que por la profunda calidad estética plasmada en sus creaciones pictóricas. 

Ni qué decir de los escritores que, en la visión pacata de algunos críticos ocasionales, son juzgados más por sus borracheras que por la trascendencia de su literatura, aun sabiendo que sus escritos, aparte de reflejar la autodestrucción emocional e intelectual de una personalidad sensible, es la auténtica expresión de una realidad social hecha de hipocresía y doble moral, que suele premiar a los ciudadanos ejemplares y castigar a las ovejas descarriadas del Señor

Sin embargo, para quienes tenemos una visión más tolerante y humana en torno a las adicciones de los creadores de la palabra escrita, la borrachera no es vano y mucho menos una absurda pérdida de tiempo, ya que la borrachera puede ser una fuente de inspiración y creación. No es casual que algún poeta, después de vencer las angustias de la resaca, haya creado lo siguiente: Copete nuestro que estás envasado,/ santificado sea tu grado,/ venga a nosotros tu alcohol,/ hágase tu voluntad,/ así en caja como en botella./ Danos hoy la chela de cada día,/ perdona a los que no toman/ como nosotros perdonamos/ a los que no convidan./ No nos dejes caer al suelo/ y líbranos del yogurt...

Quizás uno de los casos más emblemáticos de los escritores que combinaron su creatividad literaria con las botellas de aguardiente sea Charles Bukowski, nacido en Alemania en 1920 y fallecido en Estados Unidos en 1994, francotirador de las letras y mito underground, Hijo de un severo soldado yanqui y de una alemana de carácter frío, que radiografió con saña la vil mentira del sueño americano.

La leyenda cuenta que Bukowski entró en contacto con el olor del alcohol a través del aliento de su abuelo de ojos azules y brillantes, que lo levantaba en sus brazos para acariciarlo con la ternura que les hacía falta a sus padres. Algunos años más tarde, cuando alcanzó la pubertad, él mismo se llevó a la boca el gollete de la botella de whisky; una mamadera que le servía como sustituto del amor de sus padres y de la que nunca más se separaría por el resto de su vida.

Ya de joven, ganado por el hechizo de las palabras, sus noches eran de alcohol y sus días de biblioteca, donde descubrió las obras de Saroyan, Sinclair, Hemingway, Miller y muchos otros que le aportaron sapiencia y técnicas para aglutinar las palabras en una prosa afectiva y efectiva.

Después empezó su travesía por la ruta de la literatura redactando sus primeros relatos fantásticos en una máquina Remington negra, que los enviaba, una y otra vez, a algunas publicaciones donde no siempre eran bienvenidos, mientras él trabajaba en una oficina de correos transportando sacos de cartas; una experiencia que le sirvió como base para escribir su novela Cartero en 1971.

Su vida transcurrió en sombríos cuartuchos de California, Nueva York, Filadelfia y en un barriobajero de alcantarillas de Los Ángeles, donde aprendió a convivir con sus propios fantasmas, entre botellas de aguardiente y escándalos protagonizados durante sus apoteósicas borracheras, pero sin dejar de crear, en verso y en prosa, decenas de obras que escupió su máquina de escribir; el único instrumento al que se aferraba cuando estaba sobrio y tenía ganas de blasfemar contra todo y todos.

Al final, cuando los académicos tildaron su más de medio centenar de libros como obras de un borracho, él se rió sarcásticamente en sus narices y, sin titubear una pisca, confesó: Mi vida no ha cambiado, me limito a beber cosas distintas.

Otros poetas malditos, más por provocación que por presumir, lucían trajes al mejor estilo de los escritores dandis y suicidas, como lo fueron Lord Byron y Oscar Wilde. En estas lindes, donde la genialidad y la bohemia se dan la mano en armonía, no faltaron los escritores que se refugiaron en el alcohol y se entregaron a la alquimia para encontrar la piedra filosofal, como el eximio escritor sueco August Strindberg, de quien se decía que odiaba a las mujeres cada vez que sufría una crisis emocional o un irresistible ataque de celos.

Los escritores más pobres, que se ganaban el pan (y el vino) ejerciendo trabajos extraliterarios, mantenían una mejor relación con el vaso que con sus seres queridos. A veces perdían la compostura con la misma facilidad con que perdían el trabajo y la familia. Los escritores con prestigio, como Ernest Hemingway, incluso podían quitarse la vida pegándose un tiro en la cabeza, sin importarles la opinión de los críticos de pacotilla ni los prestigiosos premios que obtuvieron en vida.    

Entre los bolivianos abundaron los autores que bebieron hasta terminar tirados en la intemperie, al amparo de la noche y en algún callejón de la ciudad, como Jaime Saenz que se adentró en el submundo de la ciudad bebiendo como maldito y en compañía de los aparapitas, o como Víctor Hugo Visacarra, quien transitaba por los sórdidos recovecos de la ciudad maravilla en busca de bodegas a media luz, donde pudiera saciar su sed de alcohol o curar su ch’aki fulero, con sorbitos de alcohol aguado y junto a los recluidos en el submundo de una sociedad hecha a golpes de apariencias y doble moral, donde el alcohólico está -y siempre estuvo- condenado a la exclusión social tanto por leyes humanas como divinas.

A lo largo de la historia de la humanidad, muchos autores han tenido una relación estrecha con el alcohol, algunos incluso han hecho de su adición una forma de vida artística y han creado obras literarias con un cigarrillo en los labios y una copa en la mano, como Baudelaire, Rulfo, Dario, Onetti, Allan Poe, Faulkner, Dostoievski, Dylan Thomas y un lago etcétera.

No cabe duda de que estos adorables escritores, que vivieron sus infiernos bajo los efectos de la bebida y luego los contaron en las páginas de sus libros, estaban conscientes de que lo más importante era, después de haberse precipitado en los toneles de aguardiente, volver a trepar por sus empinadas paredes, alcanzar el borde, salir con vida a la superficie y transmitir una sabiduría que sólo se aprende tras haber tocado fondo o haberse zambullido en las bebidas espirituosas, donde dicen que se encuentra el cofre de luces y sombras que un día perdió el diablo.

lunes, 8 de enero de 2018


ALGO MÁS SOBRE EL CUENTO

Está claro que el cuento presenta varias características que lo diferencian de otros géneros narrativos, a pesar de que muchos lo confunden con el relato, que es la narración de un determinado acontecimiento, sin trama ni mayores aspiraciones estéticas, ya que el narrador relata algo que ha visto u oído casi siempre en primera persona, como si él mismo fuese el personaje principal del acontecimiento que narra al mejor estilo de los cronista del periodismo escrito.
 
El cuento, habiendo sido una de las formas más antiguas de la narración oral, se ha convertido en uno de los géneros literarios más modernos, que estimula la vena creativa de innumerables cultores y cautiva a millones de lectores de todas las latitudes y edades.

Los estudiosos consideran que el nombre del género cuento apareció a principios de 1300 para denominar a las narraciones cortas, como es el caso de El Decamerón, compuesto de varias narraciones breves que, en principio, se los conoció como novelas. En El Decamerón, dividido en diez episodios, se relatan las aventuras de cinco damas y cinco caballeros que huyeron de Florencia tras la peste que asoló la ciudad, y que, refugiándose en una casona de campo y a manera de pasar el tiempo, cada uno de ellos cuenta diez historias por turno.

Desde luego que este género literario tuvo otros precursores desde mucho antes de que se escribiera El Decamerón, como son las sagas islandesas o escandinavas, que cuentan, en episodios cortos, los mitos de creación del reino de Odín. Otro ejemplo lo tenemos en Las mil y una noches, donde se abordan temas fantásticos del mundo árabe, con personajes que protagonizan aventuras en la que se yuxtaponen los elementos de la realidad y la ficción.

En prosa, en opinión de la mayoría de los escritores, no hay género literario más perfecto que el cuento, no sólo porque sus atributos más importantes son la brevedad e intensidad, sino también porque es un medio eficaz para narrar historias reales o ficticias, con un lenguaje intenso que puede parecerse a un poema escrito con gran economía de palabras.

El cuento, por su extensión y el manejo de las modernas técnicas literarias, está escrito para ser leído de principio a fin, en pocas páginas y en poco tiempo; quizás por eso, en opinión de García Márquez: El esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como el de empezar una novela. Además, según recomendaciones del maestro: el cuento no tiene principio ni fin: fragua o no fragua. Y si no fragua, la experiencia propia y la ajena enseñan que en la mayoría de las veces es más saludable empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a la basura.

Esta necesidad de concentración, que obliga al narrador a elegir sólo aspectos fundamentales e imprescindibles para estructurar un cuento, hace, a su vez, que el lector se vea obligado a mantener un estado de máxima atención, para no perder el hilo de la narración y comprender mejor los recursos literarios que manejó el autor para condensar una historia en pocas páginas.

En un buen cuento todo es importante y cada palabra tiene su propio valor, y el lector tiene derecho a someterla a un análisis exigente, incluso microscópico. En el cuento, a diferencia de la novela, la intensidad en la narración es por sí misma uno de sus valores más peculiares. No en vano Julio Cortázar afirmó: Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige.

Si el cuento del siglo XIX solía elegir como tema un momento decisivo en la vida del personaje, el cuento del siglo XX elige, frecuentemente, un momento cualquiera, incluso un suceso sin importancia. Tampoco existe un personaje específico o un final en el que todo queda definitivamente sentado y resuelto para el protagonista, ya que lo importante no radica sobre qué o quién se escribe, sino la forma cómo se escribe; pero, sobre todo, que el autor que cultiva el género literario del cuento esté consciente de que su oficio, de corto pero intenso aliento, consiste en narrar una buena historia, que se parezca a la poesía en su brevedad y a la novela en su estructura.

Ahora bien, si algún lector se pegunta: ¿Cuándo sabe el escritor que un cuento es bueno? La respuesta sería la que dio el maestro García Márquez: Es un secreto del oficio que no obedece a las leyes de la inteligencia sino a la magia de los instintos, como sabe la cocinera cuando está bien la sopa.

lunes, 1 de enero de 2018


CATAVI, GLORIA Y OLVIDO

Llegar a Catavi después de tres décadas de ausencia es como retornar de un largo viaje por tierra y por mar, sobre todo, cuando se tiene la sensación de que uno vuelve al sitio donde tiene anclado una parte de su vida y su pasado. No está por demás referirles que la primera idea que me asaltó a la mente fue la de recorrer por el mismo tramo que había frecuentado en mi infancia y adolescencia, algunas veces bajo los azotes de la lluvia, otras veces bajo el abrasante sol del mediodía y, si recuerdo bien, también entre las corrientes de viento helado, que levantaban nubes de polvo y zarandeaban el follaje de los árboles.

La empresa minera de Simón I. Patiño
 
La población de Catavi, centro administrativo de la empresa minera de Simón I. Patiño en el pasado y submunicipio del gobierno municipal de Llallagua en la actualidad, tiene su propia historia desde mucho antes de que en esta región se construyeran las oficinas administrativas del principal industrial boliviano, quien trajo al país la más avanzada tecnología de explotación minera y contrató a los mejores ingenieros, geólogos y técnicos extranjeros para convertir a su empresa en el centro neurálgico de la producción mundial de estaño.

Simón I. Patiño, como todo hombre de negocios de talla internacional, a medida que fue adquiriendo acciones en las minas de Malasia y Canadá; a medida que invertía en las fundiciones de Inglaterra y Alemania; a medida que creaba oficinas en Nueva York y París, mandó construir, tanto en las márgenes del río como en las laderas de los cerros de Catavi, todo un complejo de edificaciones al servicio de su empresa, donde no faltaban los chalets modernos para sus asesores y empleados, una sede social para el esparcimiento y la vida nocturna, un baño turco con aguas termales, que brotaban de las rocas con propiedades curativas, campos deportivos y el primer y más lujoso teatro de la zona, que todavía lleva su nombre en alto relieve y en la parte superior del frontis.

La compañía Patiño Mines & Enterpreses Consolidated. Inc, ubicada en una llanura polvorienta y pedregosa, fue en la primera mitad de la centuria pasada el bastión de la economía nacional y Simón I. Patiño, que formó parte del superestado minero-feudal, con gobiernos que le servían como perros falderos, amasó fortunas a costa de los trabajadores, quienes sacrificaban sus pulmones para extraer el metal del diablo desde las entrañas de la montaña.


Desde la Gerencia de la Empresa Minera Catavi, rodeada por la pobreza de los campamentos mineros y las comunidades indígenas dispersas, se administró una de las diez empresas más grandes del planeta y se decidió el destino político del país hasta el estallido de la revolución nacionalista de 1952.

En las pampas de Catavi, más conocidas con el nombre de Campos de María Barzola, se ejecutó una masacre minera el 21 de diciembre de 1942, cuando las tropas del ejército, por órdenes expresas del gobierno al servicio de la oligarquía minero-feudal, dispararon sus armas contra una masa de manifestantes que, con las banderas desplegadas y un pliego petitorio en las manos, marchaban rumbo a la Gerencia de Catavi, sin otro propósito que pedir la atención a sus justas demandas.

Las principales calles de la población

Caminar por las calles de Catavi, desde la Plaza Triangular que, los días viernes y a espaldas de los deteriorados campos deportivos, se llena de vecinos y comerciantes minoristas, es volver a revivir la grandeza de un glorioso pasado, pero también una de las peores maldiciones que le tocó vivir a esta población minera: el olvido.

Ya nada es lo mismo desde el DS 21060, que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro dictó en 1985, ocasionando que miles de familias abandonaran los campamentos y se marcharan rumbo a otros derroteros, para sobrevivir a la crisis económica que sacudió los cimientos de la nación, tras el descenso de los precios del estaño en el mercado internacional y el inicio de un ciclo de gobiernos neoliberales.

A más de tres décadas de aquel infausto Decreto Supremo, que provocó la muerte estatal de la minería nacionalizada y puso fin al sindicalismo revolucionario, los habitantes que decidieron permanecer en Catavi, contra todo pronóstico y a pesar de todo, viven en algunas casas que, como melladas por el paso inexorable del tiempo, parecen desmoronarse poco a poco. Desde luego que este panorama desolador es diferente al de ese Catavi de antaño que, a diferencia de las poblaciones aledañas, parecía un verdadero vergel, con un clima benigno que permitió el desarrollo de especies forestales, que los técnicos gringos, expertos en minería, se dedicaron a cultivar en un terreno yermo, con la intención de hacer más llevadera y saludable su estadía entre los abruptos cerros del altiplano.


Los chalets y las lujosas viviendas, como la Casa Gerencia, tenían sus propios jardines, ornamentados con una diversidad de flores, como rosas, gladiolos, tulipanes, girasoles y otros. No faltaban los campamentos que contaban con amplios huertos, donde incluso se producían tubérculos, legumbres y hortalizas. Tampoco faltaban las calles donde los transeúntes podían descansar bajo la sombra de los eucaliptos, pinos, abetos y árboles de sauce llorón.

A lo largo de la Avenida Bolívar

Llegar a la calle principal de Catavi, luego de bajar por un caminito serpenteante y asfaltado, es recobrar las esperanzas perdidas, porque se ve mayor movimiento de gente, que da la impresión de que en la población todavía se respira vida, gracias al funcionamiento de algunas de las carreras de la Universidad Nacional Siglo XX, que tiene en marcha la construcción de nuevos edificios, con salones amplios y equipos de última generación, destinados a mejorar las condiciones de trabajo de los docentes y la calidad educativa de los estudiantes.

Sin embargo, en la Avenida principal, bautizada con el nombre del libertador Simón Bolívar, no pueden disimularse, enfrente de las colinas artificiales de lama, levantadas durante décadas con los residuos del concentrado de mineral en el Ingenio Victoria, las desoladas dependencias del antiguo Hospital Minero y el Hospital del Niño Albina Patiño que, en sus épocas de oro, fueron las más grandes y mejor equipadas del país, como lo fue la Escuela de Enfermería. ¡Todo un orgullo de los cataveños!


En la Casa Gerencia, actualmente destinada a albergar los documentos del Archivo Histórico Minero, destacan los pinos y abetos decorando la entrada principal. Ya no es la misma mansión donde vivían, a cuerpo de rey, los gerentes de la compañía Patiño Mines & Enterpreses Consolidated. Inc, a pesar de las restauraciones que se la hicieron con miras a convertirla en el futuro Museo Minero de Catavi.

Al lado de esta mansión, con habitaciones de techos altos, jardín interior y vastos salones, están las deterioradas oficinas de la Gerencia, que desde la nacionalización de las minas en octubre de 1952, sirven a la estatal Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL). En sus locales, tantas veces saqueados y desmantelados, se conserva todavía el escritorio y los principales muebles que usaron los jerarcas de la administración del magnate minero, junto a un antiguo teléfono de cableado, que les permitía comunicarse con La Paz y el puerto de Arica.

El afamado Club Social, que hoy tiene las ventanas con vidrios rotos y las paredes agrietadas, fue uno de los recintos más apreciados de la Empresa Minera Catavi, porque aquí se daba cita la crema y nata de la empresa y se realizaban las fiestas sociales; los hombres asistían ataviados con frac y las mujeres con prendas de lujosa costura. El ingreso de los obreros y empleados de bajo rango estaba terminantemente prohibido por órdenes de los capos. En el exclusivo ambiente del Club Social, que contrastaba con la miserable forma de vida de las familias mineras, desfilaban garzones que servían platillos para los gustos más refinados y un trencito de destilados importados desde Europa, mientras una orquesta contratada para la ocasión amenizaba la fiesta hasta el amanecer.

El Teatro y el Ingenio Victoria

En pleno centro de la Avenida Bolívar, como en un lugar de preferencia, se yergue el portentoso Teatro Simón I. Patiño, que fue construido en piedra labrada, como para que perdurara toda una eternidad. Aunque ahora está descuidada y rodeada de basura, donde merodean los perros hambrientos y pastan las ovejas a su regalado gusto, sigue siendo el monumento que testimonia la grandeza de la Era del Estaño.


A unos pasos más allá, como expuesto sobre una plataforma de mampuesto y argamasa, está el establecimiento del colegio Junín, que antes funcionaba en el primer edificio que se construyó en la pampa María Barzola. Enfrente, donde estaban las instalaciones del Ingenio de tratamiento de minerales Victoria (bautizado con este nombre en honor a una de las reinas de Inglaterra), se lee un letrero que dice: Al infierno no le temo porque sé que en ese infierno se encuentra el anhelo que tanto quiero y por mi patria Bolivia ofrendaré… ¡¡¡Mierda!!! ¡¡¡Carajo!!! En efecto, aquí está acantonada una de las tropas del Regimiento de Infantería Illimani de la población de Uncía, cuyos soldados, que entran y salen por un enorme portón, parecen centinelas custodiando los pocos bienes que quedaron en la Empresa Minera Catavi después del DS 21060; una medida draconiana que provocó el inminente cierre de las minas y una forzosa relocalización, que por poco no dejó a Catavi reducida a una población fantasma cubierta de polvo y arenisca.

De la Cooperativa Multiactiva a la Plaza 6 de Agosto

Caminando en dirección a la Plaza 6 de Agosto, es inevitable no advertir, al costado derecho, la infraestructura de la Cooperativa Multiactiva, antecedida por una caseta de serenería y una valla metálica como puerta de acceso hacia un terreno de producción compartida, donde cientos de trabajadores desarrollan una febril actividad para ganarse el pan del día; al costado izquierdo, sobre una pendiente terrosa y exenta de vegetación, permanece mudas las paredes de la panadería, con sus ventanillas desvencijadas y sus puertas trancadas por dentro y por fuera. De la pulpería, que hasta hace treinta años atrás estaba atestada de gente que acudía a sus almacenes para proveerse de los alimentos de primera necesidad, no queda más que el recuerdo de los tiempos en que Catavi era una población envidiada por otros centros mineros del país.


En la curva cerrada del camino, frente a la puerta de acceso a la Cooperativa Multiactiva, funciona un Garaje de Reparación, donde el visitante es sorprendido por el estridente ruido de los fierros, combos y martillos, que los trabajadores matizan con risas y voces altisonantes. Desde allí es posible divisar el local de Radio 21 de Diciembre, que no dejó de transmitir programas musicales e informativos desde el día de su inauguración, y la plaza principal de Catavi, encuadrada por casitas con paredes de adobe y techos de calaminas de zinc, habitadas por las familias que decidieron permanecer en el lugar, a pesar del cierre de las minas y la relocalización de los trabajadores, que dejó casi en ruinas esta histórica población minera, que constituyó el centro motor de la industria estañífera más sólida y vibrante de América Latina y el mundo.

La piscina y los baños termales

En la parte baja de la Plaza 6 de Agosto, lejos del verdor del parque y venciendo un campamento en ruinas y un edificio destinado a las personas de la tercera edad, están los baños termales de Catavi, al pie de una montaña con formas antropomórficas y antecedidos por la célebre piscina Primero de Mayo, que otrora cobijó a los campeones de la natación nacional e internacional. No son pocos los cataveños que, suspirando con profunda nostalgia y un cierto halo de orgullo, recuerdan a sus mejores nadadores con nombres y señas, como si fueran los héroes de una gloriosa época en la que se defendió con dientes y garras el nombre de esta población minera, situándola con letras de molde en el mapa de Bolivia.


No muy lejos de la piscina, al otro lado de un río que discurre por debajo de un puente, están los balnearios de aguas termales y curativas, que brotan de las rocas volcánicas entre burbujas y soplos de vapor. En los predios de este populoso lugar, concurrido por propios y extraños, y cuyas aguas son aprovechadas al máximo, se ve una hilera de movilidades que transportan a los bañistas que requieren de sus servicios a cualquier hora del día y de la noche.

Aquí, en estos balnearios abrazados por el cauce de dos ríos de aguas turbias, termina el recorrido de cualquier visitante que tiene la curiosidad de conocer las grandezas y miserias de una población minera que, si las autoridades municipales se empeñan en sacarle provecho a su memoria histórica, su multifacética cultura y su singular topografía, puede convertirse en una redituable región turística, junto a las poblaciones vecinas de Uncía, Llallagua, Cancañiri y Siglo XX, donde existen muchas reliquias que ver y un caudal de lecciones que aprender tanto dentro como fuera de los socavones, donde se explotaron las vetas de estaño más ricas del planeta.

Para quien escribe estas líneas, al final de la jornada, un ligero recorrido por Catavi fue suficiente para volver a sentir, como en los tiempos idos, el deseo de quedarse a vivir en estas legendarias tierras del norte de Potosí, donde no todo lo que brilla es plata y mucho menos oro.