miércoles, 12 de noviembre de 2014


EL TÍO CASTRADO EN EL MUSEO MINERO DEL SOCAVÓN

I

Arribar a la cuna de los urus, en plena meseta alta del altiplano, es siempre un motivo para reencontrase con las leyendas y los mitos creados y recreados por el ingenio popular desde antes de que Oruro se llamara Oruro.

En esta misma ciudad, hecha de arenales, mineros, socavones, diablos y carnavales, tenía previsto visitarle al Tío en su ya legendaria morada, ubicada en el subsuelo del cerro Pie de Gallo, en la parte derecha del Santuario de la Virgen del Socavón, donde lo admiran y veneran quienes ingresan a ese sui géneris museo que lo exhibe como a una criatura que, siendo mitad humano y mitad demonio, representa el sincretismo religioso de una ciudad en la que se funde lo real maravilloso con la tragedia social de los candorosos khoyarunas.

Lo insólito fue que para visitarlo, como si se tratase de un desconocido y no de un viejo amigo, primero tuve que comprar un ticket en la secretaría y luego aguardar mi turno en el templo del Santuario, en compañía de un grupo de turistas que, moviéndose de un lado para otro como saltimbanquis, sacaban fotografías hasta del espíritu de los santos; entretanto yo, plantado cual centinela de un palacio real, contemplaba en un muro de roca natural, que parecía el ornamento de la puerta de entrada al museo, la perfecta réplica de una veta mineralógica hecha con casiterita, vivianita y cuarzo.

En eso nomás, la delgada voz del guía irrumpió el silencio y los turistas se agruparon para iniciar el recorrido hacia el museo, que se encuentra aproximadamente a unos 75 metros bajo tierra. Sentí el golpe del olor a copajira* y el espeso aire a medida que descendía por los peldaños de una gradería que, más que tener el aspecto de una bocamina abierta en la época colonial, parece un pasadizo angosto y húmedo que conduce al infierno de Dante.

II

Al llegar al piso de la galería, sujetándome de una cuerda que facilita el descenso, lo primero que me llamó la atención fue una cueva horadada en la roca, donde yace, a los pies de la imagen de la Virgen del Socavón, un muñeco en reemplazo del Chiru Chiru; ese legendario personaje al que, además de considerarlo el Robin Hood de la Villa Imperial de San Felipe de Austria, se le atribuye el honor de ser el causante de la veneración a la Virgen de la Candelaria en la tierra de los urus, donde los mineros la tienen como a  su Patrona desde fines del siglo XVI; es decir, desde el día en que encontraron su imagen pintada en la guarida donde vivía y se escondía el Chiru Chiru.

Según cuenta la leyenda, transmitida de padres a hijos, este ladrón, de cabellera arremolinada y honda sensibilidad humana, guardaba y veneraba a la Virgen de la Candelaria en su ladronera. Los creyentes juran que la Virgencita le iluminó el alma con la luz de su candela, hiciera bien o hiciera mal, hasta la noche en que el ladronzuelo, en un intento por apoderarse de los bienes de un comerciante de escasos recursos, fue mortalmente herido con el frío metal de un cuchillo y arrojado a la calle como un perro andariego y sin dueño.

El Chiru Chiru, cubriéndose la herida con las manos, caminó moribundo hasta la altura de Khonchupata, donde se le apareció una mujer parecida a la ñusta Inti Wara, quien, a pesar de tener un niño aupado entre los brazos, le ofreció su ayuda y, con la bondad y la predisposición de un lazarillo, le concedió fuerzas con su aliento y lo guió a rastras hasta el cerro Pie de Gallo, donde lo dejó descansar hasta que entornó sus ojos por última vez. Días después, los lugareños encontraron su cadáver tendido en el fondo de la pedregosa guarida, donde la lumbre de una vela iluminaba la imagen de la Virgen de la Candelaria, pintada en tamaño casi natural sobre el friso de la roca.

–¡Es un milagro! –exclamaron al unísono, mientras se postraban delante de la imagen, echándose cruces y rezando las oraciones del Avemaría.

Así nació la leyenda del Chiru Chiru y la veneración católica a la santa madre de Dios en la Villa de San Felipe de Austria, que con el tiempo cambió su nombre por el de Oruro en homenaje a los urus, como la mina Pie de Gallo cambió su nombre por el de Socavón de la Virgen en honor a la inmaculada imagen de la Mamita K’achamoza.

III

En la galería del museo, dividida en cinco interesantes secciones e iluminada por la luz mortecina de los focos, se exhiben las herramientas y los implementos de trabajo usados desde la época de la explotación argentífera, en un ámbito en el que se aprecia el maderamen hecho con callapos para evitar los derrumbes, parajes trifurcados, buzones de descarga, chimeneas de ventilación, rajos con vetas de mineral y otros vestigios que dan una leve noción de cómo se realizaba la faena en el interior de la mina.

No cabe duda de que el museo, que en realidad forma parte de una antigua bocamina, posee piezas de indiscutible valor histórico en el contexto de la minería, sobre todo, en lo referente a los instrumentos de trabajo que se usaban para la excavación y recolección de minerales desde fines del siglo XIX.

En el recorrido se observan perforadoras, colección de planos, antiguas máquinas de calcular, diversos minerales expuestos en vitrinas, un carro metalero plantado sobre dos herrumbrosos rieles, equipamientos usados por los mineros en la Era del Estaño y, junto a una serie de artefactos curiosos como teodolitos y brújulas, también un explosor eléctrico y un reloj de péndulo de principios del siglo pasado (1920), que fue propiedad del magnate minero Mauricio Hochshild.

IV

Como es de suponer, en esta mi visita al museo, tenía ganas de sorprenderle con mi presencia al Tío, cuya estatuilla principal está en el fondo de la galería, en un paraje atestado de cigarrillos, hojas de coca, botellas de aguardiente, latas de cerveza y otras ofrendas que le dejaron los turistas, como cuando los mineros, sentados sobre los callapos de su paraje, en una suerte de acto ritual establecido por las creencias ancestrales, ch’allaban y pijchaban en su presencia, a manera de congraciarse con él, suplicándole que los ilumine para encontrar las vetas, que los proteja de los peligros y luego los deje salir con vida de los tenebrosos vericuetos de su reino.


Luego me alejé del grupo de turistas y me acerqué a paso seguro hasta donde está el Tío, sobre una suerte de plataforma y sentado en un falso trono de madera, luciendo una percudida indumentaria debajo de las serpentinas que rodean su cuerpo. Y, aunque no transluce el resplandor de su linaje, tiene la estatura normal, la mirada impertérrita y un fuerte hálito a tabaco y alcohol, un guardatojo calado hasta la punta de sus orejas, botas de caucho, bolsas de coca y cajetillas de cigarrillos en sus manos que parecen garras.

No se inmutó ni se sorprendió por mi presencia, hasta el instante en que le saludé con el mismo respeto de siempre.

–Cómo estás, querido Tío –le dije, con el rostro encendido por la alegría y el corazón ahíto de felicidad–. He venido a visitarte desde la ciudad de El Alto… 

–Te lo agradezco muchísimo, mi querido escribano –contestó con la ronca campana de su voz–. Ya sabía que estás por aquí desde antes de que cruzaras la puerta de rejas metálicas y forjadas a golpes de martillo. ¿O acaso piensas que estoy cojudo por estar metido en esta ratonera? ¿O que he perdido las facultades de atravesar las rocas y paredes con la mirada?

No le contesté nada, como cada vez que lo veía molesto por algo que no era de su entero agrado, porque contradecirle en sus cabales razonamientos, que casi siempre los expresa de manera rotunda y con los ojos chispeantes cual enjambres de luciérnagas, era como meterse en los mismísimos calderos del infierno. 

–No te molesta que haya venido, ¿verdad? –le pregunté con voz trémula, mientras paseaba la miraba entre las ofrendas esparcidas a su alrededor.

–Cómo me va a molestar pues, carajo; al contrario, estoy feliz de que hayas venido. Lo único que me preocupa es que para visitarme, primero tuviste que pagar y luego atravesar por un templo consagrado a la adoración de las imágenes sagradas de la Santa Iglesia. ¿Sí o sí? ¡Qué jodido! ¿Verdad?

–Lo importante es que estás en manos de los custodios de la congregación de Los Siervos de María.

–¡Bahhh! –refunfuñó con aire malhumorado. Después, ordenándome que le encienda un cigarrillo, añadió–: La verdad es que hubiera preferido estar en mi paraje de origen a que me exhiban como a una inaudita pieza en este museo, nada menos que con dos de mis replicas, una pequeña y otra mediana, que están expuestas también en esta misma galería, donde todos los días debo soportar las cojudas preguntas de los turistas y las embusteras explicaciones de los guías que les maman con teorías que ellos mismos inventan sobre el porqué de mi existencia y sobre el porqué me tienen en las catacumbas de este Santuario católico, donde más que ser un santo patrono, soy un triste convidado de piedra.

Guardé silencio más por temor a él que por respeto al Creador, pero sin dejar de mirarle de arriba a abajo, mientras guardaba el encendedor en el bolsillo de mi saco.

El Tío me atravesó con los candentes dardos de su mirada y, aspirando el humo del cigarrillo, dijo:

–Estoy harto de que los guías y turistas tengan una idea errada de mi existencia. Nadie sabe con exactitud quién soy y de dónde vengo. Los guías, haciéndose los pendejos, les cuentan a los turistas una sarta de suposiciones que no tienen nada que ver conmigo. Unas veces les dicen que soy la representación de Wari, aquel dios cruel y vengativo que, al sentirse traicionado por los urus, a quienes los había creado cerca del lago Poopó, quiso exterminarlos desatando las cuatro plagas que tenían la misión de devorarlos, pero los gigantescos animales no lograron su cometido, debido a que fueron petrificados por la ñusta Inti Wara, la misma que, según cuenta la leyenda, me obligó a refugiarme para salvar mi pellejo en el vientre de la montaña, donde más tarde me encontraron los mitayos. Ellos, al constatar que había sufrido una suerte de metamorfosis, porque tenía un aspecto más de diablo que de vicuña, me llamaron Tiw y empezaron a tratarme como su benefactor y a rendirme culto y tributo para que les conceda las riquezas minerales. Otras veces les dicen que personifico al Supay de los quechuas y aymaras, a esa deidad precolombina que no sólo reinaba en el ukhupacha, sino que también era idolatrado por los nativos, hasta que llegaron los conquistadores ibéricos, quienes, al enterarse de que el Supay encarnaba a un espíritu maligno y que su morada estaba en el vientre de la Pachachama, lo confundieron con el Satanás del mundo bíblico, con el impenitente Lucifer, con ese hermoso ángel que, tras rebelarse contra la sagrada voluntad del Creador, fue condenado a purgar su osadía entre las llamas del infierno.

–Entonces, ¿cuál es la verdad sobre tu origen?

–Eso no te lo puedo decir, ni siquiera de manera confidencial. Estoy seguro que lo divulgarías a través de tus escritos, como lo hacen los periodistas de la prensa rosa, que no respetan la dignidad ni intimidad de los famosos y faranduleros.

–Quizás por eso mismo, por guardar ese secreto en un insondable silencio, todos se dan el lujo de inventar hipótesis sobre tu nombre y tu origen.

–¡Así es, pues! –dijo con tanta rabia, que sus ojos se le pusieron al rojo vivo–. Eso sí, aunque mi imagen es similar a la de los demonios, no soy el diablo, sino el Tío. ¡Soy el Tío, carajo!...

–¿Y por qué no les explicas esto a los guías, para que de una vez por todas se dejen de inventar tu origen y a la madre que te parió?

–No es tan fácil ni tan difícil, pero sí imposible.

–Entonces, al menos puedes sugerirles que lean mis libros para despejar sus dudas.

–No, eso no les puedo sugerir por la sencilla razón de que los responsables del museo han prohibido difundir tus irreverentes teorías entre los turistas del exterior y los turistas de tierra adentro….

Lo escuché atento, como cuando conversábamos en el cuarto oscuro de mi casa, donde lo tenía como a huésped especial, siempre atendido como un soberano y siempre apapachado con infinito cariño.

Sin embargo, cuando terminó de hablar, yo mismo, como cualquier turista que tiene más dudas que certezas sobre su presencia en el museo, le pregunté: 
  
–Si los curas te consideran diablo, ¿por qué te tienen aquí, tan cerca de sus narices?

–Eso pregúntaselos a ellos –contestó–. Supongo que me toleran porque creen que soy una de las deidades de la cosmovisión andina o porque saben que un diablo castrado es menos peligroso que un diablo armado de lujuria y tridente. Y, como te decía hablando en pepas, aunque mi apariencia es similar a la de los demonios imaginados por los padres de la Iglesia, a los devotos de la Virgen no les importa un rábano mi rabo ni mis cuernos. 

Al cabo de un tiempo, mientras observaba con detenimiento el guardatojo que coronaba su testuz, advertí que le faltaban sus cuernos. No supe qué decir, pero me cargué de valor y le disparé una pregunta a quemarropa:

–¿Y tus cuernos? ¿Qué ha pasado con esas protuberancias óseas, gachas y puntiagudas que tenías en la parte frontal, como los símbolos de traición que lucen los maridos cornudos?

–Ya, ya, ya… ¡No te pases, carajo! ¡Cómo te atreves a faltarme el respeto! –gruñó con el rostro bermejo y los ojos desorbitados–. No es lo mismo tener cuernos por ser diablo que por ser marido cornudo…

–Pero volverán a crecerte, ¿no es así?

–Eso no lo sé, porque los siervos del Señor parece que, al cortármelos con una cierra de calar, me han destrozado incluso la queratina, esa proteína rica en azufre, que les daba resistencia y dureza a mis cuernos que, en lugar de caerse como las astas de los ciervos, se hacían cada vez más fuertes y no dejan de crecer.


La mutilación de sus cuernos, me hizo suponer lo peor; por eso volví a mirarlo de punta a punta, para constatar si acaso le faltaba algo más en su cuerpo, mitad de humano y mitad de bestia. Y, en efecto, me llevé una sorpresa del tamaño del Santuario al ver que entre sus piernas le faltaba su reverendo órgano masculino, que le servía no sólo como bastón de mando, sino también para copular con la Chinasupay y la Pachamama.

–¿Con qué las fecundarás ahora? –le pregunté al tiro–. Te han cercenado el nervio que, debido a sus poderosas dimensiones, te convertía en la envidia de los curitas y en el ensueño de las monjitas.
 
–¡De eso ni hablar! –repuso quitándose la colilla de los labios. Después Iluminó su vientre con el fulgor de su mirada y, con un dejo de tristeza que se le escapó desde el fondo del alma, añadió–: Si bien es cierto que no me han reducido la fortaleza física al cortarme con un cuchillo de mueve pulgadas para matar cerdos, como cuando Dalila le cortó la cabellera a Sansón para arrebatarle sus fuerzas divinas, es cierto también que me han condenado al celibato mientras viva en esta ratonera, donde me visitan los turistas nacionales y extranjeros para sacarse fotos conmigo, como si yo fuese una reliquia religiosa y no el dios y diablo de la mitología minera. Además, antes de que uno de los custodios de Los Siervos de María me castrara, como Zeus hizo con Cronos, para redimirse de su propio complejo, las gringuitas se tomaban fotos conmigo, asomando su dulce cara contra mi cara y apoyando su suave mano en la parte más noble y erecta de mi humanidad. Ahora las cosas han cambiado, los hombres ya no me admiran por mi potencia viril ni las mujeres se sienten atraídas por mi mutilado cuerpo; así que estoy jodido, jodido y re-que-te-jodido, como un pobre inválido que no truena ni suena, como un macho que, después de desgraciar a muchas mujeres, está condenado a pagar sus culpas entre abrojos y martirios.

En ese instante escuché la voz del guía que, después de haber llevado a los turistas de un lado para otro, enseñándoles los detalles del museo, anunció que era hora de salir. Entonces no tuve más remedio que despedirle del Tío, no sin antes dejarle una botella de aguardiente para que aplacara su sed y prometiéndole volver otro día para seguir con nuestra conversa en esta misma galería, donde los colonizadores y mitayos creían que las riquezas de la montaña brotaban apenas se arañaban las rocas. La fiebre por los metales preciosos fue tan grande, que algunos confundieron incluso la pirita con el oro, como si no supiera que no todo lo que brilla es oro. 
  
–Te prometo que volveré antes del Carnaval –le dije, dándole un cariñoso abrazo de despedida y sintiendo que, más que desprender un olor a azufre, como ocurre con los diablos de los avernos, desprendía un fuerte olor a tabaco, coca y alcohol.

El Tío bajó la mirada y exhaló un inevitable suspiro. Me apretó entre sus robustos brazos y, con lágrimas que anegaron el fuego de sus ojos, me dijo que estaría esperándome para revelarme un secreto que tenía celosamente guardado desde el día de su nacimiento.

Lo miré por última vez y caminé en dirección a la quinta sección del museo, donde está la gradería que conduce directamente hacia el atrio del Santuario, que es una de las metas de peregrinación de los fieles durante los días del Carnaval.

V

Apenas alcancé el último peldaño, aspiré el cálido aire de la Plaza del Folklore, donde el sol reverberaba encima del monumento al minero y donde todos los años, a tiempo de ch’allar en agradecimiento a las bondades dispensadas por la Pachamama y el Tío, los danzarines de la diablada bailan con devoción en honor a la Virgen de la Candelaria, quien hizo su aparición misteriosa en el cerro Pie de Gallo; más todavía, la alegoría coreográfica de la diablada está inspirada en la lucha del Bien contra el Mal, entre el Tío y el arcángel San Miguel, quienes, en un momento en que el fastuoso Carnaval se hace plegaria y danza, bailan hasta caer rendidos a los pies la Patrona de los mineros.

El mismo Tío, disfrazado con su suntuoso traje de luces, baila como Lucifer en la fastuosa fiesta pagano-religiosa, representando la fusión entre la deidad subterránea de la cosmovisión andina y el diablo de la cultura occidental, desde que los mineros, reunidos al conjuro del descubrimiento de la imagen de la Virgen, a fines de 1789, resolvieron reverenciarla durante tres días al año, desde el sábado de Carnaval, usando disfraces a semejanza del Tío, para luego brincotear al ritmo de una cautivante música, que nadie sabe quién compuso, como nadie sabe quién pintó el fresco de la Virgen en la guarida del Chiru Chiru.


Antes de abandonar la Plaza del Folklore, con un montón de ideas atravesadas en la mente, me quedé con la sospecha de que el Tío, a quien lo visité en la galería del Museo Minero del Socavón de Oruro, no quiere bailar en el Carnaval, porque carece de los atributos que debe tener un Lucifer, no sólo para batirse en un reto a muerte con el arcángel San Miguel, sino también la fuerza volcánica para enamorar a las Chinasupay, acostumbradas a gozar con la potencia viril y las caricias infernales del amo y señor de las riquezas minerales.

GLOSARIO

Copajira: Agua mezclada con residuos minerales, de color amarillo y plomizo, proveniente de los relaves.
Ch’allar: Celebrar un acontecimiento rociando al suelo con alcohol, chicha o cerveza.
Chinasupay: Diablesa. Deidad y esposa del Tío.
K’achamoza: Mujer hermosa y elegante.
Pijchar: Mascar hojas de coca.
khoyaruna: Minero (khoya = mina, Runa = persona).
Supay: Diablo, Satanás. Personaje que representa la simbiosis entre la región andina y de la religión católica.
Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas.
Ukhupacha: Infierno. Mundo subterráneo por cuyos caminos se creía que peregrinaban los difuntos. Ukhupacha fue convertido en el infierno católico por el clero del coloniaje.

viernes, 7 de noviembre de 2014


EL SANGRIENTO GOLPE DE TODOS SANTOS

En la madrugada del 1 de noviembre de 1979, el coronel Alberto Natusch Busch comenzó a escribir uno de los episodios más cruentos de la historia nacional, con cientos de muertos y medio millar de heridos, que pasaron a formar parte de una larga lista de héroes anónimos desde antes y después de la fundación de la república.
 
El sangriento golpe de Estado, destinado a tumbar al gobierno constitucional de Wáter Guevara Arze, fue protagonizado con el apoyo de miembros de las Fuerzas Armadas, correspondientes al sector denominado constitucionalista, donde participaban personajes siniestros como David Padilla, Raúl López Leytón y Gary Prado. Asimismo, el golpe fue respaldo por los militantes del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), como Guillermo Bedregal, José Fellman Velarde, Edil Sandóval y otros.

El golpe de Natusch Busch pretendía ser la tabla de salvación de la mala administración de los recursos naturales y económicos que, durante los gobiernos dictatoriales que le antecedieron, provocó una profunda crisis económica y un descontento popular en todo el país.

No se descarta que otro de los motivos para tramar el golpe de Estado fue evitar, a como dé lugar, el juicio de responsabilidades contra la reciente dictadura de Hugo Banzer Suárez, que había comenzado a fines de agosto de ese mismo año con el Pliego Acusatorio leído en el Congreso por el diputado Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien, durante el golpes militar del 17 de julio de 1980, fue asesinado y desaparecido en un asalto a la sede de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), protagonizado por un piquete de paramilitares al mando del megalómano Luis García Meza y el Malavida Luis Arce Gómez.

El golpe de Estado se realizó horas después de haber finalizado la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), celebrada en la ciudad La Paz, donde Bolivia logró un éxito diplomático en torno al tema marítimo, porque todos los cancilleres -excepto el de Chile- aceptaron que la demanda marítima se discuta multilateralmente; un propósito que quedó trunco, debido a que sobrevino el golpe al día siguiente y las delegaciones diplomáticas tuvieron que abandonar el país, nada menos que custodiadas por tanquetas hasta el aeropuerto de El Alto.

El nuevo régimen golpista, que no contó con el beneplácito del pueblo ni de sus organizaciones representativas, en vano intentó mostrarse ante la opinión pública como un gobierno de izquierda y con un discurso basado en la Doctrina de Seguridad Nacional, que el imperialismo norteamericano impartía a sus mercenarios en la Escuela de las Américas.

Los autores de este nefasto asalto al poder, mientras con una mano firmaban los decretos a favor de las organizaciones sindicales, el respeto al parlamento y la autonomía universitaria, con la otra firmaban las órdenes para imponer el terror institucionalizado, la clausura de los medios de comunicación y el fichaje de los elementos más peligros de la ultra izquierda.

Los días de noviembre se marcaron con sangre en la memoria histórica de un país asolado por las dictaduras, no sólo porque el golpe cívico-militar se produjo en vísperas de Todos Santos (Día de los Muertos), sino también porque se demostró, una vez más, que un pueblo es capaz de ponerse en pie de lucha para defender sus derechos más elementales, enfrentándose sin más armas que el coraje contra las avionetas, los carros blindados y las tropas militares fuertemente pertrechadas.

Desde luego que nadie podía concebir que justo cuando el pueblo se alistaba para recibir a sus difuntos, se precipitaría una nueva asonada del gorilismo en la palestra política. Los difuntos llegaron igual, pero no desde el más allá, convertidos en almas, sino desde las calles de la ciudad y con los cuerpos ensangrentados por las armas fratricidas de quienes creyeron ser desde siempre los dueños del poder y la razón.

Inmediatamente consumado el objetivo de los militares golpistas, las principales arterías de la ciudad de La Paz se llenaron de manifestantes, que organizaron mítines y levantaron barricadas con adoquines sacados de las plazas San Francisco y Pérez Velasco, para resistir a las tropas de los regimientos Tarapacá e Ingavi, que tomaron la Plaza Murillo y calles adyacentes, el frontis del Parlamento y el Palacio de Gobierno.

La Central Obrera Bolivia (COB)  convocó a la huelga general y al bloqueo de caminos. Los mineros entraron en huelga indefinida bajo el lema: ¡Hasta que se vaya Natusch Busch! A la convocatoria se sumaron estudiantes, maestros, vecinos, intelectuales y otros sectores populares, que se congregaron en diversas zonas paceñas, como el Cementerio General, Munaypata, Villa Victoria y en la Zona Ballivián de El Alto.

En inmediaciones de la sede de la COB se congregaron piquetes de obreros y estudiantes, tratando de levantar barricadas para defenderla de cualquier ataque. Apenas las descargas de las ametralladoras zumbaban en el aire, se tiraban al suelo, pero luego se volvían a levantar, con los puños en alto y la mirada encendida, para seguir gritando: ¡Asesinos! ¡A las fronteras!... Todos permanecieron en sus sitios con la firme decisión de morir antes que esclavos vivir.

La resistencia popular, que se organizó espontáneamente, no tenía el objetivo de defender al derrotado presidente constitucional Wálter Guevara Arze -ni al gobierno civil interino inestable, que no duró ni tres meses-, sino la democracia que hacía poco se había recuperado de manos de la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez; es decir, en la memoria colectiva estaban frescas las luchas libradas durante siete años contra la dictadura y el pueblo boliviano no estaba predispuesto a soportar un nuevo zarpazo contra la incipiente democracia que renacía como el Ave Fénix de sus propias cenizas.

Los luchadores sociales, que durante dos semanas se movilizaron en las principales calles de Paz, Cochabamba y centros mineros, pusieron en jaque al efímero gobierno del coronel Natusch Busch, como una muestra de que contra la voluntad de lucha de un pueblo no pueden las tanquetas de guerra, las ráfagas de las avionetas ni las balas de un ejército dispuesto a matar a mansalva.


En algunas imágenes registradas por la prensa se ven a los uniformados portando armas, a los manifestantes atisbando por las esquinas entre el espanto y la zozobra, a jóvenes que se enfrentan a las tanquetas con el pecho descubierto, a heridos que son cargados por sus compañeros y los cuerpos de los caídos en medio del dolor y el llanto.

No faltan las imágenes donde aparecen hombres y mujeres armados con lo que tenían a mano o encontraban a su paso; piedras, palos, cables y otros objetos contundentes, que les pudiera servir para defenderse de los uniformados, quienes tenían la orden terminante de mantenerse en sus posiciones a sangre y fuego.

La huelga general declarada por la COB, que pronto fue secundada por otras organizaciones sociales, se convirtió en un movimiento de masas que, al grito de ¡asesinos!, logró poner fin a los 16 días de gobierno de Natusch Busch, quien, por su actitud sanguinaria, pasó a ser conocido en la historia como el Mariscal de la Muerte.

Natusch Busch, ante la presión de un pueblo enardecido, anunció su capitulación y prometió levantar la Ley Marcial y el Toque de Queda, dictados el primer día del golpe de Estado. Sin embargo, antes de alejarse del poder en medio del estado de sitio, pidió al Congreso que eligiera un nuevo presidente a cambio de mantener el Alto Mando nombrado por él y que no se tomaran represalias contra los golpistas ni se devolviera el mando presidencial a Wálter Guevara Arze.

Los congresistas, aunque consideraron ese planteamiento como una manipulación de los golpistas, prosiguieron con la elección del nuevo mandatario constitucional, eligiendo a Lydia Gueiler Tejada como a la primera presidenta de Bolivia, pero se dejó intacta las bases golpistas que, ocho meses después, volverían al ataque; un hecho que hace suponer que el golpe del Mariscal de la Muerte fue sólo un ensayo para consumar el golpe de Estado del 17 de julio de 1980, que llevó al poder a García Meza y Arce Gómez, dos militares financiados por los narco-dólares que, a su paso por el Palacio Quemado, cometieron nuevos crímenes de lesa humanidad.

Durante la Masacre de Todos Santos, en el que se sembró el pánico y el terror institucionalizado durante 16 días, los militares golpistas se mancharon las manos con la sangre del pueblo, pero no pudieron acallar las voces de protesta que se alzaron como símbolos de protesta ni pudieron aplastar la indomable fuerza de resistencia de un pueblo dispuesto a defender a cualquier precio la democracia y la justicia social.

La Masacre de Todos Santos cobró la vida de al menos 300 personas y dejó el saldo de alrededor de 500 heridos, quienes, con la mente y el cuerpo todavía marcados por una contienda desigual, cuentan los horrores que les tocó vivir en carne propia. No es menos escalofriante la suerte que corrieron los desaparecidos. Algunos testimonios aseveran que, durante las dos semanas teñidas de sangre, los militares se dedicaron a hacer desaparecer los cadáveres fondeándolos desde las avionetas al lago Titicaca o arrojándolos en las regiones inhóspitas de los Yungas. Se creía, asimismo, que los desaparecidos fueron enterrados en fosas comunes o cremados en el Cementerio General. No se sabe la verdad a ciencia cierta, salvo que los desaparecidos fueron también víctimas del sangriento golpe militar.

Está claro que la Masacre de Todos Santos, aparte de los traumas psicológicos que afectó a la ciudadanía, dejó también centenares de viudas y huérfanos, que no fueron recompensados por su dolor ni conocen la justicia hasta nuestros días, puesto que los responsables de la masacre permanecen en la más absoluta impunidad. Sobre ellos no ha caído la condena ni todo el peso de la ley.

La sangre derramada por las víctimas no ha sido reparada, como si el Estado boliviano no tuviera la ineludible obligación de determinar responsabilidades por las muertes, desapariciones y traumas de las familias afectadas. Si el Estado, por desidia o falta de voluntad política, no puede cumplir con esta “tarea pendiente”, es natural que las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos exijan la creación de una Comisión Nacional de la Verdad, para recuperar la memoria histórica, esclarecer los hechos que quedaron pendientes debido a varias razones y proceder a sentarlos en el banquillo de los acusados a los autores materiales e intelectuales de la masacre de noviembre de 1979.

Ya se sabe que la justicia, a veces, llega tarde, pero llega. Ahora sólo se espera que en el caso de la Masacre de Todos Santos no llegue demasiado tarde, porque se nos morirán los responsables antes de que sean juzgados, como pasó con el golpista Alberto Natusch Busch, quien murió tranquilo en su casa, en noviembre de 1994.

¿Quién era, en realidad, este personaje con grado de coronel? Era el representante del sector más reaccionario de las Fuerzas Armadas, un militar de carácter temperamental y bebedor empedernido. Alberto Natusch Busch, como ex ministro de Agricultura y Asuntos Campesinos de la dictadura de Hugo Banzer Suárez, fue responsable de la masacre de Tolata y acusado, en repetidas ocasiones, de organizar conatos subversivos contra el gobierno constitucional de Wálter Guevara Arze; acusaciones que él desmentía categóricamente, hasta que en la Masacre de Todos Santos saltó la liebre y dejó al descubierto el verdadero rostro del carnicero de noviembre, del Mariscal de la Muerte.

domingo, 2 de noviembre de 2014


ALICIA EN EL  MUNDO IMAGINARIO
DE LEWIS CARROLL

Alicia en el país de las maravillas, sin lugar a dudas, es una de las obras fantásticas del siglo XIX, no sólo por su brillante prosa análoga a la poesía, sino también porque echó por tierra la literatura didáctica y moralista de su época, para dar paso a la imaginación y la alegría sobre la  base de una lógica que no es una realidad sino un sueño dirigido. En esta obra, como en las historias de brujas, hechiceros, fantasmas o hadas, se ensamblan la realidad y la fantasía con todo el fulgor de su belleza.

Lewis Carroll contó una historia cuyo personaje vive aventuras fantásticas a partir de la realidad. Alicia, la protagonista, es una niña semejante a las niñas reales, pero que en la historia, narrada por el autor, vive situaciones absolutamente fantásticas. Es conocido también que Carroll, cuyo verdadero nombre era Charles Lutwidge Dodgson (Daresbury 1832-Guildford 1898), en el proceso de elaboración de su obra se inspiró en la niña Alicia Pleasarce Liddell, segunda hija del Dr. Henry Liddell, rector del Christ Church College de Oxford, donde Carroll desempeñó la cátedra de matemáticas y lógica.

Cuando los niños comprobaron que el joven profesor tenía una gran sensibilidad humana y un real interés por ellos, acabaron aceptándolo como un compañero más en sus juegos, mientras sus detractores, años más tarde, dirían que Carroll era un domesticador de serpientes y sapos; prestidigitador; editor, siendo niño, de revistas manuscritas para niños; zurdo (según algunos testimonios), tartamudo, bello, sordo de un oído; inventor de cajas de sorpresas, de rompecabezas, de aparatos inútiles; insomne; entusiasta de las bicicletas en su juventud y de los triciclos en su madurez; creador de juegos de palabras incluso en idiomas que no conocía, como cuando dijo ‘I am fond of Children (except boys)’, que en inglés no es un juego de palabras, pero sí en castellano: ‘Me gustan los niños, a excepción de los niños (Deaño, A., 1984, p. 8).

Carroll se dedicó a las tiras cómicas desde muy joven. Colaboró en la revista The Train y The Cómic Times, cuyo redactor sólo publicaba colaboraciones firmadas por el autor. De modo que Charles Lutwidge Dodgson, jugando con las letras de su nombre, llegó a la conclusión de adoptar el seudónimo de Lewis Carroll (Lutwidge = Ludonic = Luuis = Lewis y Charles = Carolus = Carroll), para así evitar que su producción enteramente científica se minimizara con su producción enteramente literaria. 

Este ser solitario, quien jamás se atrevió al amor en serio, se dedicó a los niños desde el día en que le tendieron un cerco en uno de los corredores de la escuela y no lo dejaron pasar, hasta arrancarle una sonrisa y una tierna amistad que perduraría para siempre. A partir de entonces, cuando le solicitaban un cuento, él les complacía mientras trazaba figuras y siluetas sobre un papel.

Nadie sabe si su talento de narrador se hubiese plasmado en letras de no haber sido aquella tarde soleada y gloriosa (según los meteorólogos fría y lluviosa), de un 4 de julio de 1862, en que salió a dar un paseo en barca por el río Isis, acompañado de Alicia Liddell y sus hermanas. Fue allí donde nació espontáneamente Alicia en el país de las maravillas, de la libertad de la fantasía que desbordaba toda lógica y de una narración improvisada ante la exigencia de las niñas ávidas de cuentos. Anécdota a la que se refirió en el poema-prólogo del libro:

En la cálida tarde de este día
la barca se desliza lentamente,
y es muy grato dejar vagar la mente
por el reino de la fantasía.
Un cuento que pedís, niños amados,
y os voy a complacer. Quedad callados
y oiréis de mis labios el relato.
Largo será, mas, ¿no es cierto que el rato
en que vagáis por mundos de quimera
es cuando más felices os sentís?
Y yo me vuelvo niño al atenderos
huyendo de la vida verdadera.
Un hermoso país desconocido
os voy a presentar.
Nada de cuanto explico ha sucedido,
pero os hará gozar (Carroll, L., 1978, p. 1).

Muy pronto, el cuento narrado por Carroll en el bote tomó forma de manuscrito, con ilustraciones nacidas de su puño, entre julio de 1862 y febrero de 1865, convencido de que un libro sin diálogos ni imágenes era un mamotreto que pesaba demasiado en las manos de un niño, o como bien dice la protagonista en el primer capítulo: ¿De qué sirve un libro que no tenga diálogos ni grabados?... (Carroll, L., 1978, p. 3)

En noviembre de 1864, el manuscrito llegó a manos de Alicia Liddell, como regalo de Navidad y en memoria al día de verano en que pasearon felices en el bote, surcando las aguas del río Isis. Carroll, por su parte, siguió corrigiendo el manuscrito hasta darle una forma definitiva y publicarlo en 1865, con el título de Alicia Adventurs in Wonderland (Alicia en el país de las maravillas), junto con las ilustraciones de John Tenniel, quien se basó en los dibujos originales de Carroll. A partir de entonces, y sin que lo sospechara el autor, Alicia en el país de las maravillas se perpetuó como una de las obras inmortales de la literatura universal.

Alicia en el país de las maravillas es una puerta abierta a la libertad y la fantasía, cuya importancia estriba en divertir y entretener a los niños. Toda la obra es un acto onírico del cual se vale Carroll para criticar los textos pedagógicos de su época, como lo hizo Rousseau a través de su Emilio. Carroll ironizó a la monarquía y aristocracia, tal vez: Al igual que en el Quijote, Cervantes nos muestra a su inolvidable hidalgo supuestamente loco, lo cual le permite poner en sus palabras y sus acciones grandes verdades que ni la conciencia puritana católica ni la censura de la época podían condenar (Elizagaray, M-O., 1976, p. 79). Claro está, sin que por esto se justifique su desinterés absoluto por los problemas de las clases desposeídas, ya que según su propio criterio: primero era inglés y después conservador.

El cuento se inicia cuando Alicia está a punto de quedarse dormida, sin que consiguiera agradarle el libro que leía, junto a su hermana y debajo de la copa de un árbol. De súbito, oye una voz: ¡Oh!, señor!, voy a llegar tarde! Alicia abre los ojos y ve un conejo blanco llevando un reloj en el chaleco, guantes de cabritilla en una mano y un abanico grande en la otra. Alicia, que jamás había visto a un conejo que habla y viste como los humanos, le sigue hasta su madriguera, donde se hunde tan bruscamente que va a dar sobre un montón de ramas y hojas secas. Sumergida en aquel mundo subterráneo y alucinante, sólo concebido por el sueño o la fantasía, se dice a sí misma: Cuando yo leía cuentos de hadas, estaba segura de que aquellas cosas no sucedían nunca en la vida real y, por el contrario, aquí estoy, como si fuera la protagonista de un cuento. Cuando sea mayor, yo misma lo escribiré (Carroll, L., 1978, p. 30).

La madriguera estaba hecha de magia, pues mientras Alicia bebía el contenido de una botellita, cuya etiqueta tenía la palabra: bébeme, decrecía tanto que podía desaparecer como la llama de una vela. Cuando comía un pastel, cuya etiqueta tenía la palabra: cómeme, podía crecer hasta alargarse como el mayor telescopio del mundo. Si lloraba se formaba un estanque que llegaba hasta la mitad del salón, y si de pronto se empequeñecía, podía ahogarse en su propio llanto. En ese mundo lleno de animales y naipes dotados de voz humana, cuando Alicia probó un hongo, el hongo le hizo crecer el cuello hasta que una ave, empollando en su nido, la confundió con una víbora.

Carroll descargaba su tensión en el mundo de los sueños y jugaba con las dimensiones de sus figuras, inspirado en sus conocimientos de matemáticas y lógica, lo que no impedía que fuesen una magia para los niños. Otro elemento lúdico manejado con maestría es el lenguaje, un lenguaje que relativiza incluso los aspectos más sólidos de la realidad, escamoteados por medio de sinónimos, homónimos, seudónimos, curiosidades y paradojas científicas; un juego lingüístico que lo sitúa entre los precursores del dadaísmo y el surrealismo.

A pesar de todo, el gran valor de Carroll estriba en que de este cuento no quiso hacer un manual de historia ni zoología, sino, simple y llanamente, un juego para recrear y divertir a los niños. En concreto, quiso construir un mundo imaginario con palabras, donde se confundieran la realidad y la fantasía, y donde se diera un contraste entre la verdad del lector y la de Alicia.


En el segundo cuento, Alicia a través del espejo (1871), Carroll inventó un país imaginario, en el que todo se ve al revés. Después soñó con Alicia Linddell, su pequeña musa y amiga, quien le cautivó el corazón y lo inspiró a crear ese mundo mágico lejos de la lógica y la razón, pero ya no en verano, sino en invierno: Alicia, la niña de sonrisa dulce y mirada inocente, quien jugaba con sus gatas entre madejas de lana, se sumerge súbitamente en un sueño maravilloso, en tanto los copos de nieve caían en una danza monótona y las brasas crepitaban en el fogón. En eso, un problema  imprevisto requiere solución. Ella se incorpora del sillón, salta al patio a través del espejo y se interna en un bosque, donde corre por un senderillo cubierto de flores hasta llegar a un monte, desde cuya cima contempla a sus pies una extensa pampa, cruzada por arroyos que, en el mundo fantástico del cuento, son los escaques de un gigante tablero de ajedrez.

Carroll, en el primer cuento, introduce un juego de naipes, donde las figuras principales son la dama, el rey y el peón; mientras en el segundo, la estructura gira en torno a un juego de ajedrez y Alicia es una de las piezas claves. Como dijo Jorge Luis Borges: Alicia sueña con el rey rojo, que está soñándola y alguien le advierte que si el rey se despierta ella se apagará como una vela, porque no es más que un sueño el rey que ella está soñando, los dos sueños de Alicia bordean la pesadilla (...) A primera vista, las aventuras de Alicia parecen irresponsables o casi arbitrarias; luego comprobamos que encierra el secreto rigor del ajedrez y de la baraja, el más inolvidable es el adiós del caballero blanco, quizá el caballo está conmovido, porque no ignora que él también es un sueño de Alicia, como Alicia fue el sueño del rey rojo, que está a punto de esfumarse. El caballero es el propio Carroll que se despierta de los queridos sueños que poblaron su soledad (Borges, J-L., 1986, p. 11).

En ambos libros, el estilo es ágil, breve y exento de redundancia y ripio. Su lenguaje es poético y bello, y como todo buen escritor para niños, coloca al lector rápidamente en contacto con los personajes y las situaciones, hasta que Alicia -su personaje y amiga- despierta de sus sueños que la tienen transportada en el país de las maravillas, creadas por la chispeante imaginación de quien, además de haber escrito el libro más fantástico de la literatura infantil, rompió formalmente con la literatura convencional, con la moraleja de las fábulas y el realismo puro del romanticismo.

Bibliografía

-Borgues, Jorge Luis: El sueño de Lewis Carroll, Ed. El País, Madrid, 19 de febrero 1986.
-Carroll, Lewis: Alicia en el país de las maravillas, Ed. Bruguera, Barcelona, 1978.
-Deaño, Alfredo: Prólogo a Lewis Carroll: El juego de la lógica, Ed. Alianza, Madrid, 1984.
-Elizagaray, Marina Alga: El poder de la literatura infantil para niños y jóvenes, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1976.  

domingo, 19 de octubre de 2014


ARTE Y REVOLUCIÓN EN LAS PINTURAS
DE MIGUEL ALANDIA PANTOJA

La exposición retrospectiva de las magníficas obras de Miguel Alandia Pantoja, en homenaje al centenario de este pintor llallagueño, inaugurado en los pasados días en el Museo Nacional de Arte, es una muestra fehaciente de que el arte y la revolución son las dos caras de una misma moneda, así como lo concibió desde sus inicios este gran muralista boliviano.

No cabe duda de que Miguel Alandia Pantoja, que tuvo una formación autodidacta y una militancia revolucionara, plasmó en sus cuadros y murales lo que le dictaba la conciencia. De ahí que sus paisajes y personajes, que emergen con vehemencia en medio de un torbellino de colores, reflejan la honda sensibilidad del artista, quien supo captar la turbulenta realidad de su época, tanto en el campo como en minas del norte de Potosí, donde se forjaron los ideales socialistas del movimiento obrero boliviano, que protagonizó las luchas anticapitalista y antiimperialista más trascendentales del siglo XX.

Miguel Alandia Pantoja asumió su compromiso político con la izquierda de la izquierda, consciente de que el trabajador de la cultura no puede quedar indiferente ante las injusticias sociales y que, en el mejor de los casos, su arte debía ser un instrumento de concientización y estar al servicio de la liberación nacional; una noble causa que anidó en su corazón desde que se hizo militante del Partido Obrero Revolucionario y que no la abandonó hasta el día de su muerte.

Cualquiera que contemple sus cuadros y murales, ya sea en los museos o edificios públicos, se dará cuenta que este artista, digno representante de la corriente pictórica del llamado realismo social, usó los andamios y brochazos, la paleta y el pincel, para registrar gráficamente la historia de Bolivia y los bolivianos; una historia marcada por los triunfos y las derrotas del movimiento popular.

En sus impactantes murales, pintados sin que nadie lo apremiara y destilando lo mejor de su talento, están retratadas las masacres mineras y campesinas perpetradas por la bota militar, la usurpación de los recursos naturales por parte de la rosca minero-feudal y las conquistas de la revolución del 1952,  como fueron la nacionalización de las minas, la reforma agraria, la reforma educativa y el voto universal.

En sus lienzos pintados de caballete, en los que se muestra el artista de cuerpo entero, trazó con indiscutible maestría sus ideas más sensibles y personales. Ahí tenemos los cuadros de ambiente telúrico y compromiso social, donde los mineros se yerguen como gigantes de las montañas, empujando los carros metaleros hacia el exterior de la mina y protagonizando una realidad dantesca, en la que las luces y sombras tienen un lenguaje épico y trágico a la vez.


No es menos impresionante, al menos para quienes conocemos la historia personal de Miguel Alandia Pantoja, el cuadro que les dedicó a sus camaradas César Lora e Isaac Camacho, donde aparecen las imágenes de los caudillos obreros, como emergiendo de las tinieblas y teniendo a los cerros como único telón de fondo. El cuadro, titulado Testimonio, fue realizado después de que el artista se anotició de que César Lora fue asesinado con un tiro en la frente por los sicarios del dictador René Barrientos Ortuño y por órdenes expresas de la CIA, en la confluencia de los ríos Toracarí y Ventilla de Sacana (San Pedro de Buena Vista), al norte del departamento de Potosí, el 29 de julio de 1965.

Las emblemáticas pinturas de Miguel Alandia Pantoja, lejos de la crítica de sus detractores, son el grito de denuncia y protesta del pueblo, un ejemplo a seguir para las nuevas generaciones de artistas que necesitan de un maestro que los guíe por los senderos del compromiso social, donde se funden con pasión creadora ética y estética, arte y revolución. 

viernes, 10 de octubre de 2014


UN RAMO DE RAZAS

Caminando por las calles de Estocolmo, haga frío o haga calor, veo a personas que no sólo se parecen al muchachito rubio que nos sonríe desde el tubo del Kalles Kaviar, sino a una multitud semejante a las flores que se venden en la plaza de Hötorget. Esta explosión de colores y aspectos me recuerda que estoy en una sociedad multirracial, donde lo rubio es sólo uno más de los colores que conforman la paleta de un pintor.

¡Y qué bueno que así sea! Esta variedad humana me permite considerarme cosmopolita y comprender que todos somos iguales indistintamente del color de la piel, como somos iguales a la hora de la muerte. Las razas se han mezclado desde siempre. Sólo en América, a partir de la colonia, se mezclaron tanto que dieron origen a otras nuevas, así el mestizo es el resultado de india y blanco, el mulato de blanca y negro, el zambo de indio y negra..., aparte de que la realidad luce más bella con todos los colores que nos deparó la naturaleza.

A pesar de estas consideraciones, el racismo latente en algunos suecos nos recuerda a ese cuento cínico que dice: Había una vez un padre blanco que no era racista contra los negros, hasta el día en que su hija llegó a casa con uno de ellos. Hablo de ésos que desconocen su propia historia, de ésos que se ufanan de pertenecer a una raza superior, olvidándose que Suecia, desde la Edad Media, es una nación de inmigrantes.

Cuando llegué a Estocolmo, a finales de los años ‘70, había un solo idioma predominante y dos canales de televisión. Después, con la presencia cada vez mayor de inmigrantes y refugiados, se fueron multiplicando los idiomas y los canales de televisión. De modo que este país exótico dejó de ser una nación monolítica y en su seno aprendieron a convivir culturas cuya diversidad ha modificado no sólo la fisonomía de su población, sino también algunos valores que se consideraban inmutables.

La historia contemporánea de Suecia es irreversible, por mucho que los enemigos de la integración se nieguen a aceptarlo; más todavía, estamos en la obligación de recordarles que la inmigración, lejos de ser una carga económica para el país, es un recurso positivo desde todo punto de vista, aparte de que la diversidad cultural nos enriquece a todos, siempre y cuando resguardemos los principios elementales de la democracia y la convivencia ciudadana, conscientes de que tolerancia es el mejor antídoto contra la discriminación, la segregación social y la xenofobia contra el extranjero.

Los políticos conservadores, desde un principio, exigieron que los inmigrantes se asimilen a la sociedad sueca, antes de gozar de los mismos derechos que les corresponde a los ciudadanos nativos; en tanto los políticos más tolerantes pidieron que los inmigrantes se integren al nuevo país, conscientes de que la diversidad cultural es como un recipiente de ensalada en el cual se mezclan las verduras, pero sin que ninguna pierda sus peculiaridades.

Queda claro que nadie tiene el porqué asimilarse a una nueva sociedad a costa de perder los valores culturales que le pertenecen desde la cuna hasta la tumba; nadie tiene el porqué teñirse el pelo de color rubio ni usar lentes de contacto de color azul para hacerse el gringo siendo indio, como tampoco nadie tiene el porqué cambiarse el nombre para conseguir un mejor empleo ni hacerse el sueco para dejar de ser svartskalle (cabeza negra).

Nadie tiene el porqué parecerse a mí ni yo tengo el porqué parecerme a nadie. Así como respeto la cultura del país que me acoge, exijo también que éste respete el bagaje cultural que llegó conmigo desde mi país de origen, porque mi cultura forma parte de mi identidad, de mi pasado, presente y futuro, y porque no estoy dispuesto a perderla ni por todo el oro del mundo.

Con la política de integración se permite que el chileno siga comiendo empanadas con vino tinto, el argentino siga bailando tango y el boliviano siga rindiéndole culto a la Pachamama. No se trata de olvidarnos de nuestros ancestros ni del cargamento cultural que llevamos a cuestas, sino de estar dispuesto a integrarnos en el nuevo país que, a su vez, tiene mucho que aprender y compartir con nosotros.

En algunas zonas de Estocolmo, donde los inmigrantes hacen de esta ciudad anfibia algo más que una simple tarjeta postal aislada en el techo del mundo, se ven a mujeres que visten con los indumentos típicos de sus países de origen, a niños que juegan sin importarles la religión ni la raza del amigo, a hombres que se comunican con las manos y los gestos. En ninguna parte como en la zona de Tensta, por citar un ejemplo, se ve tanta maravilla concentrada en una misma plaza; no al menos a esas hermosas mujeres que andan barriendo el aire con la cadencia de sus caderas, como las bailarinas que aprendieron a usar el cuerpo al compás de la música.

Estocolmo es -y será- un enorme mosaico multicultural, cuyos habitantes de origen extranjero, más que constituir una simple decoración exótica en calles y plazas, son un valioso recurso para el progreso socioeconómico de esta ciudad que, definitivamente y desde hace tiempo, dejó de ser una pequeña provincia para convertirse en una metrópoli digna de ser comparada con cualquier capital europea.

Por otro lado, el invandrare (inmigrante) no sólo es aquél que habla el sueco con una fonética extranjera o es pelinegro, sino también aquél que, a pesar de haber nacido en Suecia y pronunciar el idioma sueco con fluidez, tiene padres de origen extranjero, aunque éstos no tengan necesariamente la cabeza negra ni las costumbres de una cultura extraña. Entonces surge la pregunta: ¿Quién es más extranjero entre los extranjeros y quién es más sueco entre los suecos? La respuesta, por su propia naturaleza, es motivo de controversias y nos remite al análisis de las relaciones genéticas o consanguíneas entre los individuos que conviven en un mismo territorio.

La combinación de orígenes étnicos es cada vez más frecuente y evidente. No es raro encontrar a familias en cuyo seno confluyen todas las razas y culturas, lejos de los prejuicios y los conceptos preconcebidos. La Suecia multirracial es una realidad inminente, por mucho de que los enemigos de la inmigración e integración se nieguen a aceptarla, aduciendo que debe conservarse Suecia para los suecos.

Lo que yo quiero, como la inmensa mayoría de los ciudadanos, es que este país exótico, donde encontré la solidaridad y la tolerancia, siga siendo un paradigma de la convivencia social, con hombres que tienen el espíritu inclinado hacía el respeto por la naturaleza y con mujeres que durante el invierno se cierran como capullos y durante el verano se abren como flores. Y, sobre todo, quiero que sea una nación donde todos podamos conformar un hermoso ramo de razas.

martes, 7 de octubre de 2014


EL COLONIALISMO EN TINTÍN

La edición de Tintín en el Congo es un excelente motivo para abordar el tema del racismo en los llamados cómics, donde los negros representan el subdesarrollo y los blancos la expansión imperialista, una imagen que nos persigue como fantasma en el subconsciente colectivo. Si anudamos los cabos sueltos de la historia universal, advertiremos que el racismo tiene sus primeros antecedentes en el pasado colonial de las culturas no occidentales, donde los conquistadores europeos, a diferencia de los asiáticos, negros o indios, impusieron su voluntad a sangre y fuego.

En este contexto, la serie creada por Georges Rémy, quien usó el seudónimo de Hergé desde 1929, cuenta la versión oficial de los vencedores, con una fuerte dosis de racismo y una visión retorcida de la realidad del llamado Tercer Mundo. Y, sin embargo, su personaje principal, aparecido por primera vez en el suplemento juvenil de un periódico belga, es una de las figuras más aclamadas por los lectores desprevenidos y el personaje de ficción más cotizado en el reino de los cómics.

Los periplos de Tintín, traducido a medio centenar de idiomas, se han publicado en más de 100 países y el número de ejemplares vendidos ha superado los 150 millones en todo el mundo; lo suficiente como para difundir masivamente una ideología que atenta contra las razas y culturas, que hace tiempo ya se independizaron de los colonizadores europeos.

Desde su primera aventura, Tintín en el país de los soviets, hasta la muerte de su creador, en 1983, este periodista intrépido y curioso, de inamovible tupé y acompañado por su fiel fox terrier Milú, ha llegado a la Luna y ha recorrido un largo itinerario en la Tierra, desde Rusia hasta África colonial. Tintín es el Superman belga, pues ha cruzado los mares para pelear con los indios en las praderas norteamericanas, ha escalado las cimas de los Andes y el Himalaya, ha luchado contra las fieras salvajes de la jungla en la India y Suramérica, y, al mejor estilo de Indiana Jones, ha presenciado los acontecimientos de la historia contemporánea, como fue la guerra chino-japonesa, la revolución bolchevique y los diversos golpes de Estado en las más exóticas repúblicas bananeras, cuyos habitantes son sinónimos de incivilización y barbarie. 

Ahí tenemos el caso de Tintín en el Congo, donde el protagonista blanco, sentado en una litera, es llevado a cuestas por cuatro figuras grotescas, que tienen los ojos saltones, los labios desproporcionados y la piel negra como el ébano. La imagen parece inspirada en la clasificación racial hecha por el naturalista sueco Carl von Linné (1707-78), quien caracterizó a los africanos en los siguientes términos: negro, flemático, de cabellos negros y crespos, laxo, nariz roma, labios abultados, astuto, negligente, perezoso, y se rige por el arbitrio. En cambio el de raza aria es: blanco, musculoso, sanguíneo, ojos azules, cabellos rubios y ondulados, agudo, industrioso, versátil, y se rige por leyes.


Esta imagen, enraizada en la mentalidad colonialista de Occidente, induce a pensar que los angoleños son una suerte de esclavos postrados ante los pies del hombre blanco, al cual adoran y convierten en jefe supremo de sus tribus, dando lugar, de este modo, al sentido de dominación de un pueblo sobre otro, de una cultura sobre otra, de una raza sobre otra.

No se debe olvidar que este país del oeste  africano, que primero fue colonia portuguesa y después belga, sufrió el desprecio y la expoliación de Occidente. Así, entre el siglo XVI y XIX, fue uno de los centros principales del comercio de esclavos, quienes fueron vendidos y transportados al continente americano, mientras en el siglo XX, a consecuencia de la expansión y el saqueo imperialista, las empresas transnacionales intensificaron la explotación de sus recursos naturales, que hizo florecer el comercio de diamantes, cobre, oro, plata, cinc y otros.

Tintín, visto desde esta perspectiva, es el representante de una cultura y, por lo tanto, de una mentalidad que, desde la época del colonialismo europeo, ha intentado perpetuar la supremacía del hombre blanco. En las series basadas en las teorías del social-darwinismo, que legitiman la existencia de razas superiores y razas inferiores, los negros, asiáticos e indios, representan a los malhechores oscuros de la sociedad, en tanto los blancos, buenos, bellos e inteligentes, son los héroes de las historietas, donde se cumplen los sueños de quienes defienden la supremacía del hombre blanco, así el racismo sea una utopía como la especulación del social-darwinismo. Basta revisar la historia de las diversas culturas para comprobar que las razas y los pueblos se han turnado en la vanguardia de la civilización, siendo así que pueblos que conocieron antes un deslumbrante esplendor, aparecen en la actualidad postergados en relación a otros que sufrieron un vertiginoso desarrollo en los últimos tiempos.

Las aventuras de Tintín, al menos en su viaje al Congo (ahora República de Zaire), tienen una clara intención racista, que es preciso aclarar para que no se siga creyendo en el mito de que el negro nació para ser esclavo y el blanco para dominarlo por mandato divino.

domingo, 28 de septiembre de 2014


 GUILLERMO LORA,
IDEÓLOGO DEL PROLETARIADO BOLIVIANO

No lo conocí en mi infancia, a pesar del vínculo familiar que nos une. Sin embargo, por los elogiosos comentarios que escuché sobre su vida y obra, siempre lo imaginé como a un hombre excepcional, quizás porque inspiraba un profundo respeto entre los suyos o, quizás, porque entonces era ya un personaje que formaba parte de la historia nacional y universal; destacó como una de las mentes más lúcidas de la intelectualidad latinoamericana y como el líder indiscutible de una de las organizaciones políticas más influyentes en el seno del movimiento obrero del siglo XX.

A mediados de 1975, tras la escisión del Partido Obrero Revolucionario (P.O.R.) y en vísperas de la realización del XXIII Congreso en la ciudad de La Paz, me enfrenté por primera vez a ese personaje legendario, cuyo nombre me pesaba en la mente y que de sólo mirarlo a los ojos me provocó una sensación de inferioridad, a tal extremo que, ante su mirada fija y penetrante, se me desordenaron las ideas y las palabras. Estaba sugestionado por su personalidad que se imponía de manera natural y no salía de mi asombro luego de haberle estrechado la mano y habernos fundido en un abrazo silencioso pero afectivo.

Clausurado el Congreso, aquella frígida mañana de junio, aguardamos el alba para ganar la calle y desaparecer de la vigilancia policial. Todos tomaron su rumbo y yo el rumbo que tomó Guillermo. Mientras recorrimos por las calles empinadas de la ciudad, hacia la casa donde estaba clandestino, no volví a mirarle a los ojos, me limité a escuchar su voz que desprendía vahos al salir de su boca. No recuerdo con exactitud lo que me dijo, pero sí el instante en que un peso descomunal se me instaló en el cuerpo y descendió vertiginosamente hacia mis pies, como si por primera vez estuviese experimentando la ley de la gravedad.

Desde ese momento, que para mí se hizo eterno, caminé con pies de plomo, no por el cansancio ni el desvelo, sino porque estaba al lado de un hombre en el que uno podía hallar toda la seguridad del mundo; esa seguridad que viene acompañada por las convicciones ideológicas, los avatares de la vida y la experiencia de quien aprendió a foguearse en los períodos más álgidos de los regímenes dictatoriales y la represión política.

Cuando llegamos a la casa, luego de trepar por una calle angosta desde donde se podía dominar una parte de la ciudad, ascendimos por unas gradas hacia un patio en el que había un cuartucho del tamaño de una celda, y por cuya puerta, de algo más de un metro de alto, se deslizó Guillermo agachando la cabeza. En el interior no había más que lo indispensable: una cama, una máquina de escribir y una caja sobre la cual estaba la estufa para cocinar. No podían faltar los libros, folletos, periódicos y, debajo de la cama, un orificio donde se escondía el mimeógrafo cubierto por un cartón camuflado con una capa de tierra escarbada del mismo piso. 

En ese cuartucho donde apenas cabíamos los dos, pero que en mi imaginación se tornaba en un maravilloso castillo de sólo pensar que estaba al lado de una biblioteca viva y un analista político de primera línea, aprendí a conocer el mundo fascinante del panfletista. Allí pasé varios días como en estado de levitación y dormí varias noches acurrucado a los pies de Guillermo, observando de soslayo todo lo que hacía y escuchando con atención todo lo que decía. Tanto sus acciones como sus palabras dignificaban una vida dedicada a la investigación, la polémica y la crítica implacable contra los gobiernos oligárquicos, nacionalistas, dictatoriales, neoliberales y pro-imperialistas. 

No es exagerado afirmar que su persona, desde la alborada hasta el ocaso, encarnaba una disciplina admirable y era un ejemplo del revolucionario que no escatima esfuerzos en el cumplimiento de su deber, a pesar de las privaciones impuestas por la dura vida clandestina. Escribía desde las primeras horas de la mañana y leía hasta muy entrada la noche, casi siempre con un bolígrafo al alcance de la mano.

De aquello días que pasé con ese hombre que hizo de la pasión revolucionaria el eje de su vida y obra, recuerdo dos anécdotas: la primera, la tarde en que olvidé comprárselo el periódico, sin sospechar que para él era como el pan de cada día y, la segunda, aquella mañana en que, sentado en el borde de la cama y con la máquina de escribir sobre las rodillas, redactaba un artículo directamente en el esténcil mientras conversaba conmigo.

A tiempo de despedirnos, me prometí a mí mismo que, de repetirse la experiencia de pasar unos días junto al máximo exponente del marxismo boliviano, se lo compraría el periódico sin falta y no volvería a incurrir en el error de discutirle con argumentos propios de la estupidez humana.

Dos años más tarde, a principios de junio de 1977, cuando ya me encontraba en el exilio, nos vimos en una conferencia organizada por el CORCI en París, donde asistí con la firme decisión de plantearle mi retorno a Bolivia; más todavía, quería retornar junto con él, quien tenía pensado ingresar clandestinamente por la frontera del Perú. Mi sueño no se concretizó; por el contrario, un cruce de palabras y un malentendido nos distanció de una manera por demás extraña.

Desde entonces no volví a conversar a solas con Guillermo, pero su imagen, de hombre pulcro e inteligente, permaneció viva e intacta en mi memoria. Cuando me llegó la fatal noticia de su deceso, sentí que se nos fue el mejor bolchevique boliviano. No obstante, así sus enemigos batan palmas y se regocijen por su partida, tengo la certeza de que su obra, reunida en casi setenta volúmenes, le sobrevivirá en el tiempo y el espacio, debido a que constituye un invalorable legado en manos de los revolucionarios y estudiosos de la historia del movimiento obrero boliviano. 

A mí me tocará leer y releer sus escritos relacionados con el arte y la literatura; una temática que conocía a fondo y a la cual dedicó buena parte de su talento y energía, consciente de que la realidad social se refleja en las distintas facetas de la creación humana; una tesis que no dudó en sostener a lo largo de su vida, desde cuando fue cautivado en su juventud por el libro “Literatura y revolución”, de León Trotsky.

No sé si algún día, siguiendo al pie de la letra sus consejos, me anime a escribir eso que él denominaba la gran novela minera, pero de una cosa sí estoy seguro: jamás aprenderé a escribir mientras converso, porque esa destreza natural de hablar y escribir al mismo tiempo, era un don que sólo tenía Guillermo, un hombre que definió su conciencia y vocación revolucionaria desde el día en que su padre, que ocasionalmente se encontraba en Oruro, le enseñó una fotografía en el taller de peluquería de Gumercindo Rivera, sobreviviente de la masacre de Uncía.

Allí -recuerda Guillermo-, su padre, don Enrique Lora, puso la fotografía ante sus ojos azorados y preguntó: ¿Dónde estoy? Ahí, casi al centro, estaba Enrique Lora, lleno de carnes, de mediana estatura, en plena juventud y ostentando espesos bigotes y sombrero embarquillado; es más, en la fotografía “se veía el suelo cubierto de toscas frazadas tejidas por manos indias, que cubrían varios cadáveres, rodeados por un grupo de personas de aire desafiante, aunque melancólico y que sostenían un estandarte que llevaba la inscripción de 'Federación Obrera.' La escena trasudaba tragedia.

Las palabras citadas, que forman parte del prólogo de La historia del movimiento obrero, su obra cumbre recogida en varios tomos, nos dan la pauta para entender mejor el porqué Guillermo Lora se hizo revolucionario profesional y dedicó su vida a la causa de la dirección política del proletariado; una causa sustentada por sólidos principios ideológicos que no abandonó hasta la hora de su muerte, acaecida en la ciudad de La Paz, el 17 de mayo de 2009.