jueves, 20 de junio de 2013


VÍCTOR MONTOYA EN EL PORTAL EDUCABOLIVIA

Los datos bio-bibliográficos del escritor paceño están registrados en la sección de Efemérides y Biografías del portal Educabolivia (www.educabolivia.bo); un espacio del Ministerio de Educación del Estado Plurinacional destinado a la información y formación de docentes, estudiantes y comunidad en general.

El portal Educabolivia, además de compartir y socializar con la comunidad educativa los sucesos trascendentales ocurridos en la historia en una fecha determinada, tanto a nivel nacional como internacional, incluye de manera breve la biografía de personajes notables en el ámbito cultural, político y literario. En este contexto es lógico dar a conocer la trayectoria de uno de los destacados escritores bolivianos, comprometido con la realidad social y los procesos de cambio.

Vida y obra del autor

En el portal se recogen datos generales de Víctor Montoya: “Escritor, periodista cultural y pedagogo nacido en La Paz el 21 de junio de 1958. Vivió desde 1960 en las poblaciones mineras de Siglo XX y Llallagua, al norte de Potosí. Fue testigo de la masacre de San Juan protagonizado por el gobierno de Barrientos en 1967.

Durante la dictadura militar de Banzer, fue una de las víctimas de la denominada Operación Cóndor. Estuvo preso en el Panóptico de San Pedro y en la cárcel de mayor seguridad de Viacha-Chonchocoro. En cautiverio escribió su libro de testimonio Huelga y represión.

En 1977, luego de una campaña de Amnistía Internacional, que reclamó por su libertad y lo adoptó como a uno de sus presos de conciencia, fue sacado de la prisión por un piquete de agentes del Ministerio del Interior y conducido rumbo al aeropuerto de El Alto, desde donde llegó exiliado a Suecia, como la mayoría de los refugiados latinoamericanos que fueron expulsados de sus países tras el advenimiento de las dictaduras militares.

En Estocolmo, donde fijó su residencia, trabajó en una biblioteca municipal coordinando proyectos culturales, impartió lecciones de idioma quechua y dirigió Talleres de Literatura. Cursó estudios de pedagogía en el Instituto Superior de Profesores de Estocolmo y ejerció la docencia durante varios años.

Respecto a su actividad literaria, participó en el Primer Encuentro Hispanoamericano de Jóvenes Creadores, Madrid, 1985.  Dictó conferencias sobre literatura boliviana en China, España, Alemania, Suecia, Francia, México, Venezuela, Perú, Estados Unidos y otros países. Su obra, que mereció premios y becas literarias, está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías internacionales. Está considerado por la crítica especializada como uno de los principales impulsores de la moderna literatura boliviana.

Obtuvo el primer Premio Nacional de Cuento, UTO, 1984; el Premio de Cuento Breve del Semanario Liberación, Suecia, 1988; el primer premio de Cuento de Escritores de la Escania, Suecia, 1993; fue ganador del Concurso Internacional Sexto Continente del Relato Erótico, convocado por Radio Exterior de España (2010). Escribe en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos.

En su extensa obra, que abarca el género de la novela, el cuento, el ensayo y la crónica periodística, destacan: Huelga y represión (1979), Días y noches de angustia (1982), Cuentos violentos (1991), El laberinto del pecado (1993), El eco de la conciencia (1994), Antología del cuento latinoamericano en Suecia (1995), Palabra encendida (1996), El niño en el cuento boliviano (1999), Cuentos de la mina (2000), Entre tumbas y pesadillas (2002), Fugas y socavones (2002), Literatura infantil: Lenguaje y fantasía (2003), Poesía boliviana en Suecia (2005). Retratos (2006) y Cuentos en el exilio (2008)”.

Fecha importante en la cosmovisión andina

Los datos bio-biográficos de Víctor Montoya están consignados en las efemérides correspondientes al 21 de junio, día de su nacimiento y fecha en la que se celebra el Nuevo Año Andino Amazónico, junto con el solsticio de invierno. En la región andina, según la cosmovisión de las culturas originarias y la lectura del tiempo-espacio, se celebra también el Willkakuti o retorno del sol e inicio del nuevo ciclo agrícola, en el que se festeja la fusión de la tierra y la energía cósmica que da paso a la procreación de la vida, que permite que se renueve la naturaleza y la convivencia equilibrada entre los individuos.

Este acontecimiento es motivo de rituales de siembra y de ofrendas a los dioses ancestrales en varias regiones del país, como una suerte de agradecimiento a la Pachamama (Madre Tierra) y al Inti Tata (Padre Sol). Asimismo, el 21 de junio es feriado nacional desde la promulgación del Decreto Supremo 173 en las ruinas del Tiwanaku, centro ceremonial y cuna de la civilización precolombina nacida diez siglos antes de Cristo y desaparecida poco antes de la llegada de los incas.

domingo, 16 de junio de 2013


CENTENARIO DE YOLANDA BEDREGAL

Este año, en la ciudad de La Paz, se han programado varias actividades literarias y culturas en conmemoración del centenario de la eximia escritora Yolanda Bedregal (1913 -2013). Su nombre ya brilló en la Segunda Feria del libro de Literatura Infantil y Juvenil patrocinada por la Cámara del Libro, en el Primer Concurso de Cuento y Poesía auspiciado por los Clubes del Libro y en el Boletín de la Academia Bolivia de Literatura Infantil y Juvenil, cuyos números desde el mes de junio estarán dedicados a su vida y obra. Asimismo, en los próximos meses se tiene previsto que su nombre, junto al Concurso Nacional de Poesía Yolanda Bedregal, instituida por el Estado boliviano en 2001, será el estandarte de otras actividades que dignificarán su invalorable aporte a la literatura y cultura nacionales.

jueves, 6 de junio de 2013

ENTREVISTA VIRTUAL A DOSTOIEVSKY


Todo estaba confirmado. Acordamos vernos en un casino central de San Petersburgo, una tarde en que las calles parecían flotar en medio de una lluvia intensa y menuda, mientras el cauce del Río Neva atravesaba como una flecha por el corazón de la ciudad.

Cuando ingresé en el local, que lucía espejos empotrados en las paredes, arañas de cristales esmerilados y alfombras uzbekistanas, lo divisé sentado al fondo, tomándose una humeante taza de té. Lo primero que me sorprendió es que no vestía como Máximo Gorki, con rubashka bordada a mano ni botas de cuero tosco hasta las rodillas, sino un traje occidental; camisa de algodón, zapatos de cuero lustroso y un chaquetón algo grande para su talla. En su aspecto, semejante al del terrible Rasputín, destacaba la barba ligeramente desgreñada, la frente amplia y la mirada penetrante.

Le tendí la mano y me presenté. Él se limitó a esbozar una sonrisa afable.

–Dostoievsky, Fiódor Mijáilovich Dostoievsky –dijo luego en un tono muy fuerte, como golpeándome a los oídos con cada acento prosódico. 

Nuestras miradas se cruzaron por un instante. Me invitó a tomar asiento y preguntó:

–¿Estamos listos para la entrevista?

–Sí –contesté dubitativo, mientras me servía una taza de té del samovar que relucía en la mesa de mármol alabastrino.

–Entonces te escucho.

–Sé que eres el segundo de siete hijos, pero me gustaría saber algo más sobre tu familia –dije, aún sin salir del asombro de tener frente a mí a uno de los escritores más célebres del siglo XIX, cuyas obras, además de haber influido en los existencialistas como Sartre y Camus, inspiraron las teorías filosóficas de Kierkegaard, Nietzsche y La metamorfosis de Kafka.

–Provengo de un hogar de clase media, donde la actitud omnipresente de mi padre era decisiva en la educación de los hijos. Claro que su autoritarismo era compensado con el amor y la protección de mi madre, quien, por desgracias, murió de tuberculosis cuando cumplí dieciséis años. Tras la muerte de ella, mi padre, que ejercía como médico de pobres, se sumió en la depresión y el alcoholismo, y, para deshacerse de mí y de mi hermano Mijaíl, nos mandó a estudiar en la Academia de Ingeniería Militar de esta ciudad, donde aprendí a vivir con cinco rublos al mes, de los cuales me los gastaba cuatro y medio apostando al parchís; pero también aquí nació mi interés por la literatura, estimulado por las obras de Shakespeare, Pascal, Víctor Hugo, Hoffmann y Friedrich Schiller, entre otros.

–¿Y cómo murió tu padre, el hidalgo de Darovóye?

–Murió ahogado en vodka. Sus propios siervos mancomunados, en un intento de apaciguarlo en uno de sus arranques de violencia provocados por el trago y furiosos porque les negó la paga extraordinaria de Navidad, lo inmovilizaron de pies y manos, le metieron el gollete de la botella en la boca y lo dejaron morir como a un perro degollado. A mí me dolió mucho su muerte, aunque a veces, preso de mis instintos de venganza, le deseé la muerte por déspota y testarudo; con todo, desde ese luctuoso suceso, me sentí acosado por sentimientos de culpabilidad y viví arrepentido como el detestable Dimitri, el parricida que asesina a su padre en Los hermanos Karamásov.

Al cabo de estas palabras, pronunciadas con un dejo de autocompasión, lo noté algo nervioso; crispó las manos, cruzó los pies y cerró los ojos. Fue entonces cuando aproveché para preguntarle sobre la epilepsia que padecía desde los nueve años de edad. Él se acarició la barba, suspiró hondo y contestó:

–Esa enfermedad de mierda, que cada vez se hacía más convulsiva y frecuente, me sirvió al menos para describir la epilepsia vivida y sufrida por el príncipe Myshkin en El idiota y la de Smerdyakov en Los hermanos Karamázov.

No quise entrar en detalles y pasé a la siguiente pregunta:

–Después de culminar tus estudios de ingeniería, con el grado militar de subteniente, ¿dónde conseguiste trabajo?

–En la Dirección General de Ingenieros de San Petersburgo. Compaginé mi trabajo de ingeniero con la de jugador de póquer. Tiempo después, como despreciaba las matemáticas con la misma fuerza con que amaba la literatura, abandoné el tedioso trabajo con los números para dedicarme al oficio de las letras, aun sabiendo que de la literatura no se podía vivir holgadamente, y mucho menos en una época en que existían más pobres que ricos y más analfabetos que letrados.

–¿De nada sirvió que muy joven te hayas convertido en una celebridad literaria luego del rotundo éxito de tu novela epistolar Pobres gentes?

–La celebridad de un autor se desvanece con la misma facilidad con que se apaga una estrella fugaz, no sólo porque mis posteriores obras, desde El doble hasta La mujer del otro fueron acribilladas por la crítica, sino también porque nunca pude comer de la literatura; es más, la literatura me convirtió en un deudor moroso de cuantos tenderos e hijos de vecinos se cruzaron en mi camino. A veces no tenía con que pagar el piso, no disponía de fondos para invertirlos en el casino ni en los tratamientos de mi enfermedad. Fue en esas circunstancias, de gran necesidad tanto material como espiritual, que escribí el autoflagelante monólogo de un funcionario frustrado, un antihéroe enfermizo y vengativo, que constituye Memorias del subsuelo, y el primer borrador de Crimen y castigo, que es la obra en la cual desahogué algunos de mis trastornos emocionales producidos por el fallecimiento de dos de mis seres más allegados.

–A propósito de Crimen y castigo –irrumpí cortándole la palabra–, me puedes explicar, ¿por qué se le ocurrió al protagonista de la novela, el pobre estudiante de derecho Raskolnikov, la cruel idea de asesinar a la anciana Aliona Ivanovna?

Porque padecía de delirios de grandeza. Él se sentía, en el plano moral y humano, un ser supremo a ella, quien, siendo una prestamista próspera, era una vieja usurera; por eso la mató a sangre fría, porque quería robarle el dinero y porque la consideraba una escoria social, una cucaracha que sólo merecía el desprecio y la muerte...

Al poco rato, me miró a los ojos y preguntó:

–¿Tú no hubieras hecho lo mismo que Raskolnikov?

No le contesté ni sí ni no. Y proseguí con la entrevista:

–¿No será que las acciones de Raskolnikov estaban determinadas por las teorías socialdarwinistas, cuyos principios más aberrantes sostienen que sólo los más jóvenes y fuertes tienen derecho a la vida?

–No eran esas ideas las que movían las acciones de Raskolnikov, sino las necesidades existenciales que lo obligaron a obrar de forma irracional. De ahí que, cuando volvía a su estado racional, se sentía atormentado por la culpa y, a manera de redimirse espiritualmente, buscó el castigo por el crimen cometido, entregándose voluntariamente a las autoridades.

–¡Ah! –dije–. Hablando de castigos y condenas, querría saber, sólo por curiosidad, ¿cómo experimentaste tu destierro a Siberia en 1849?

Dostoievsky se sirvió otra taza de té, miró en derredor y, entre sorbo y sorbo, replicó:

De eso prefiero no hablar. Me acusaron de pertenecer a una organización clandestina y de conspirar contra el zar Nicolás I; un personaje que, en honor a la verdad, nunca me interesó por el poder autocrático que ostentaba ni por la hermosa mujer que tenía a mano; más todavía, podría afirmar que en esa época tenía más diferencias con los nihilistas y socialista ateos, que con las ideas aristocráticas del zar.

–Lo peor es que casi pagas con la vida una falsa acusación.

–Así es. Me condujeron a un lugar en que debía ser fusilado junto a otros prisioneros. Me pusieron frente a un pelotón, maniatado y con los ojos vendados. Escuché los disparos al aire, pero, por alguna razón hasta hoy desconocida, mi pena máxima fue conmutada por cinco años de trabajos forzados en Siberia, donde pasé rodeado de pulgas, cucarachas y silenciado dentro de un ataúd. La prisión en Siberia era un sitio endemoniado; en verano, encierro intolerable; en invierno, frío insoportable. Todos los pisos estaban podridos. La suciedad en los pisos tenía una pulgada de grosor; uno podía resbalar y caer. Éramos apilados como anillos de un barril. Ni siquiera había lugar para dar la vuelta. Era imposible no comportarse como cerdos, desde el amanecer hasta el atardecer. Ahora bien, si quieres saber más detalles sobre la compleja conducta de los humanos en tales circunstancias, te recomiendo leer Memorias de la casa muerta, donde analizo el sadismo de los carceleros y las condiciones infrahumanas de los prisioneros condenados a trabajos forzados en lugares donde el diablo perdió los cuernos.   

–Siguiendo tus afirmaciones, debo suponer que es menos dolorosa una muerte instantánea que una condena perpetua, ¿no es así?
  
–En efecto, es preferible una muerte instantánea que el sufrimiento de la tortura y el destierro –afirmó seguro de sí mismo. Luego prosiguió–: No es casual que en El idiota diga que la guillotina se ha inventado para evitar el sufrimiento del reo. Es menos dolorosa que la tortura y el destierro. Claro que cuando te anuncian que irás al patíbulo, te invade una enorme angustia, se te derrumba el mundo y el corazón se te acelera como un caballo al galope. Aun así, es preferible la muerte en la guillotina, donde lo terrible se concentra en un solo instante, mientras tienes la cabeza expuesta a la cuchilla y oyes como ésta se desliza hacia tu cuello...

La frialdad con que describió una decapitación, me provocó un acceso de tos, seguido por un estremecimiento inevitable. Acto seguido, en procura de cambiar el tema, le formulé otra pregunta:

–Cuando recobraste la libertad, se sabe que te reincorporaste al ejército como soldado raso y que fuiste destinado a una fortaleza en Kazajistán, donde conociste al primer amor de tu vida. ¿Verdad?

–Ni más ni menos –corroboró con la mirada puesta en una de las mesas de casino del local–. Allí comenzó mi relación con María Dmítrievna Isáyeva, quien, antes de meterse en la cama conmigo, fue la esposa y viuda de un compañero que conocí en Siberia. Con ella contraje matrimonio en febrero de 1857, pero, hablando en pepas, confieso que nunca fui un marido feliz con ella.

–Quizás no sólo porque la llama del amor se apagó entre ustedes, sino también porque volviste a caer en el embrujo de los juegos de azar.

–No voy a negar que soy un ser depresivo y un jugador empedernido de la ruleta, donde he despilfarrado mis rublos entre copas de vodka y camareras de vida alegre, hasta verme sumergido en graves problemas financieros, acorralado por las deudas y por una angustia que no lograba superar ni siquiera con la ayuda de mi esposa.

–¿Y qué hacías para evitar el acoso de tus acreedores?

–Huía al extranjero. Recorrí por varios países de Europa occidental, donde derroché mucho dinero en los casinos; incluso conocí, en uno de esos viajes, a la crupier y joven estudiante Paulina Súslova, con quien mantuve un romance efímero pero apasionado, hasta el día en que ella decidió abandonarme, según me dijo, debido a mi adicción a los juegos de azar y mis ideas conservadoras que no eran de su agrado.

–¿Se puede decir que los juegos y las mujeres han sido dos de los problemas que más atormentaron tu vida?

–No los únicos, pero sí los que más me enseñaron a comprender que la dicha y la desdicha son hermanas gemelas, que se atraviesan en nuestras vidas cogidas de la mano. A todo esto hay que añadirle la muerte de un ser querido. Por ejemplo, cuando mi esposa María Dmítrievna Isáyeva murió en 1864, seguida poco después por la de mi hermano Mijaíl, quien, además de su viuda, me dejó un montón de deudas y cuatro sobrinos a quienes dar de comer, me hundí en una profunda depresión y me dedique obsesivamente a jugar en los casinos. Perdí lo poco que tenía y quedé en la ruina. Para recobrar la dignidad y saldar mis cuentas, me vi obligado a recurrir al préstamo de un editor poco escrupuloso, bajo el compromiso de entregarle una nueva novela completa en el plazo de un año. De modo que contraté los servicios de la mecanógrafa Anna Grigórievna Snítkina, la misma que me ayudó a transcribir, en el lapso de sólo veintiséis días, la novela El jugador, basada en mi pasión por la ruleta.

–¿En esos días nació tu romance con Anna, a poco de apostar con un amigo que, a pesar de tu edad, eras todavía capaz de conquistar a una jovencita?

–Así es, era una muchacha tierna y encantadora. Con ella me casé el 15 de febrero de 1867 y alcancé la felicidad plena. Juntos viajamos a Ginebra, donde nació y murió mi primogénita, como si Dios, que siempre fue muy cruel conmigo, me la hubiese arrebatado a poco de haber nacido...

Los ojos se le inundaron de lágrimas, la voz se le aflojó y se sonó la nariz con un pañuelo a rayas.

No supe qué hacer, me puse incómodo y hasta me sentí culpable de su repentino malestar. No obstante, a manera de reconfortarlo, se me ocurrió la idea de que podía proponerle otras preguntas ajenas a su vida. Y dije:

–Ahora que ya hablamos de tu vida, quizás sea oportuno profundizar sobre el hilo argumental de algunas de tus obras.

–¡Ahora no! –dijo poniéndose de pie–. Ahora se me hizo tarde y tengo otros compromisos.

Asentí con resignación, disponiéndome a pagar la cuenta del té.

Dostoievsky hizo chasquear la lengua contra los dientes, meneó la cabeza y dijo:  

–Esta vez invito yo...  

Sacó monedas del bolsillo de su chaquetón y los puso sobre la mesa, con el típico ademán de quien está acostumbrado a apostar y jugar a la ruleta.

Abandonamos el local justo cuando la lluvia se precipitaba como por un caño roto. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos, cual viejos amigos que se reencontraron para revivir tiempos idos. Él se perdió en la esquina oscura y fría de la ciudad que odiaba y amaba a la vez, mientras yo me encaminé rumbo al hotel, sin dejar de pensar en que los humanos, aun estando protegidos por un aura de celebridad, somos simples mortales ante Dios y el Diablo.   

sábado, 1 de junio de 2013


EL BERLÍN DE ROSA LUXEMBURGO

La tarde que me encontré con la escritora argentina Esther Andradi, quien reside en Berlín desde hace muchísimos años, lo primero que se nos ocurrió, entre la emoción de conocernos en persona y compartir opiniones, fue visitar el lugar donde fue victimada Rosa Luxemburgo, la revolucionaria marxista que nació en Polonia en 1871 y murió en Alemania en 1919. Tenía mucho interés por saber algo más sobre ella, que es una de las mujeres emblemáticas del movimiento obrero internacional, cuyo compromiso político la enfrentó tanto al machismo patriarcal como al sistema capitalista.

Rosa Luxemburgo era hija de un comerciante maderero judío en un pequeño poblado de Polonia. Creció en Varsovia, egresó del  colegio secundario a los 18 años de edad y asumió las posturas de la izquierda radical, que amenazaban con lanzarla a la cárcel. Entonces emigró a Suiza, donde prosiguió sus estudios universitarios. Su capacidad intelectual era tan prodigiosa que cursó simultáneamente filosofía, historia, derecho, política, economía y matemáticas en la Universidad de Zúrich.

Sus biógrafos aseveran que nació con un defecto congénito que marcó toda su vida. A la edad de cinco años, después de permanecer postrada en la cama por una dolencia en la cadera, quedó con una cojera permanente. Sin embargo, gracias a su fuerza de voluntad y temple de acero, se convirtió en una de esas niñas que, a pesar de las dificultades, se esfuerzan por sacarle ventajas a su inteligencia y sus garras de luchadora indomable. Y, aunque era delgada y menuda, con apenas un metro y medio de estatura, inspiraba natural  admiración entre sus partidarios y adversarios políticos, de quienes se burlaba increíblemente, poniéndolos en ridículo con su rapidez verbal, su sentido del humor y su ironía a toda prueba. Por lo tanto, es fácil suponer que una discusión con ella era como enfrentarse a un temible torbellino de palabras e ideas capaces de desarmar a cualquiera.

Cuando salimos de la estación del metro, a un costado de la espléndida Potsdamer Platz, caminamos hacia donde está el monumento a la memoria de Rosa Luxemburgo, que se erige a orillas de un canal del distrito de Tiergarten (sur de Berlín). En el trayecto, Esther Andradi aprovechó para enseñarme el Hotel Edén, en las cercanías del Jardín Zoológico y el Parque Tiergarten, donde Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht permanecieron arrestados por un tiempo, luego de haber sido capturados la noche del 15 de enero de 1919 por un grupo de soldados de la tropa de asalto, quienes, en lugar de llevarlos a la prisión, decidieron acabar con sus vidas. Los torturaron hasta la inconciencia y los condujeron a rastras hasta un automóvil, me contó Andradi. Después prosiguió: Cuando llegaron a las orillas del Landwehrkanal, les descerrajaron un tiro a quemarropa y se deshicieron de los cuerpos. Un zapato de Rosa quedó en el camino como símbolo de esa barbarie…

Estando ya en lugar donde se perpetró el crimen, donde parece haber quedado el olor a pólvora y los quejidos de dolor, no cuesta mucho imaginar cómo los cuerpos, tras haber sido  flagelados y perforados con un tiro en la nuca, fueron arrojados a las aguas congeladas del canal, rompiendo la capa de hielo de la superficie bajo un cielo sin luna ni estrellas. Cuando los restos de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron recuperados varios meses más tarde, en mayo de 1919, una multitud los acompañó hasta su sepultura y así nació el culto, dijo Andradi. Desde entonces, cada año, un domingo a mediados de enero, tanto en el Este como en el Oeste de Berlín, son miles y miles sus incondicionales seguidores que, con  un clavel rojo en la mano y plegarias en los labios, rinden homenaje a estos dos luchadores comunistas, quienes, lejos de haber desaparecido del escenario político, pasaron a constituirse en símbolos del marxismo internacional.


El monumento a la memoria de Rosa Luxemburgo, donde no faltan flores ni mensajes escritos a mano, es una portentosa barra de fierro, mitad sumergida en el agua y mitad erguida en el aire, como si el artista, consciente de la grandeza humana e ideológica de una de las mujeres más significativas del siglo XX, hubiera querido perpetuarla como una alegoría del futuro. A unos pasos más allá del monumento, luce una placa conmemorativa empotrada en una pared, que parece haber sido construida sólo con el fin de dejar constancia de que allí se halló el cadáver de la revolucionaria marxista.

A poco de visitar el sitio, que convoca a la reflexión y conmociona el alma, cruzamos por el puente de hierro macizo que lleva su nombre y, amparados por una noche nublada y corrientes de aire frío, nos endilgamos a paso lento hacia un restaurante ubicado cerca del canal, en medio de un paisaje boscoso y silencioso. Nos sentamos cerca de la ventana, que daba hacia un jardín con pileta y vegetación exuberante. Esther Andradi se sirvió una taza de café humeante y yo un café al coñac, mientras miraba en una pantalla gigantesca el rotativo de la película Casablanca, con Ingrid Bergman y Humphrey Bogard, y escuchábamos la música de fondo compuesta por el vienés Max Steiner, que parecía provenir desde un misterioso territorio sólo habitado por los enamorados platónicos que saben combinar a las mil maravillas los impactos de la música, la política, la imagen y la literatura. Sin embargo, no está por demás decir que yo, en ese mismo ambiente romántico, lleno de candelabros, cuadros alegóricos, bebidas y comidas ligeras, hubiera preferido ver la película que rodó Margareth von Trotta, con Barbara Sukowa en el papel estelar, sobre la historia de Rosa Luxemburgo, o escuchar el musical Rosa, que el elenco teatral Grips puso en escena, con proletarios ataviados con  tweed  bajo el leit motiv Soy un ser humano, no soy un símbolo

El tiempo que disfrutamos de una charla amena, nos sirvió para conocernos mejor y seguir intercambiando opiniones sobre temas de interés común. Le hablé de Domitila Chungara, entre otras lcuchadoras sociales bolivianas, y ella retomó la conversación sobre Rosa Luxemburgo, a quien la considera la más democrática de las revolucionarias, antimilitarista y feminista, aparte de que compartía con Karl Marx su origen judío y sus teorías sobre la necesaria revolución proletaria para liberar a los oprimidos de la explotación capitalista.

En 1898, a los 27 años de edad, contrajo matrimonio por primera vez con el socialista Gustav Lübeck, obtuvo la ciudadanía alemana y se mudó a Berlín, donde enseñó marxismo y economía política en el centro de formación del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD). Allí militó activamente con la fracción más izquierdista de este partido, hasta que en 1914 se opuso radicalmente a la participación de los socialdemócratas en la Primera Guerra Mundial, por considerarla un enfrentamiento entre imperialistas, pero los representantes socialdemócratas, a quienes no dudó en tildarlos de nacionalistas y contrarrevolucionarios, votaron a favor de la intervención armada; una decisión que le afectó emocionalmente a Rosa Luxemburgo, quien incluso llegó a considerar la posibilidad del suicidio, pues el revisionismo, al cual se había opuesto desde 1899, había triunfado y la guerra estaba en marcha.


Poco después, Rosa Luxemburgo y su compañero Karl Liebknecht fundaron el grupo Espartaco -emulando al gladiador tracio que intentó liberar a los esclavos y puso en jaque al imperio romano entre los años 71 y 73 a.C- y editaron el periódico La Bandera Roja, que aglutinó a un grupo marxista revolucionario que dio origen al Partido Comunista de Alemania (KPD), el 1 de enero de 1919, dispuesto a instaurar el socialismo en el país tan pronto como fuera posible. Estaba convencida de que el partido era la avanzadilla del proletariado, una pequeña pieza del total de la masa trabajadora; sangre de su sangre, carne de su carne”. Asimismo, consideraba que “el deber del partido consiste solamente en educar a las masas no desarrolladas para llevarlas a su independencia, haciéndolas capaces de tomar el poder por sí mismas.

Rosa Luxemburgo, acusada de extremista por sus arengas antimilitaristas y antibelicistas, fue condenada nuevamente a la prisión. Esta vez por dos años y medio, desde julio de 1916 hasta el 8 noviembre de 1918. Durante el tiempo de su cautiverio no dejó de leer ni escribir en su celda; es más, se dio modos de hacer llegar cartas clandestinas y mensajes cifrados, por intermedio de su fiel amiga y secretaria Mathilde Jakob, a su compañero y segundo esposo Leo Jogisches.

En concepto de sus biógrafos, sus cartas desde la cárcel son literatura y documentos históricos que marcaron una época vital en su actividad política. A esa época pertenecen varios de los artículos que escribió y publicó bajo el seudónimo de Junius, y el ensayo La revolución rusa (1916 -1918), en el cual criticaba, con lucidez y criterio constructivo, el modelo de dictadura proletaria instaurado en Rusia, porque consideraba que esta revolución no podía exportarse a otros países, aunque no admitía la teoría del socialismo en un solo país,  y que el verticalismo de su organización representaba un peligro para la democracia del partido. Sus palabras fueron tan certeras que, tras la muerte de Lenin, el estalinismo burocratizó el partido y desató una persecución contra los mismos artífices de la revolución de octubre.

El último año de su vida, enfrentándose a sus enemigos con el mismo coraje de siempre,  participó en la frustrada revolución de 1919 en Berlín, aun cuando este levantamiento tuvo lugar en contra de sus consejos. La revuelta fue sofocada por el ejército y por miembros de los Freikorps (grupos de mercenarios nacionalistas de derecha); ocasión en la que cientos de personas, entre ellas Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, fueron encarceladas, torturadas y asesinadas. Nunca se llegaron a esclarecer los hechos en su totalidad, y Waldemar Pabst, el entonces joven oficial de guardia de caballería prusiana, quien dio la orden de arresto, murió en su cama a los 90 años en Düsseldorf, después de haber ejercido con éxito el comercio de armas, haber colaborado con el régimen nazi, y sin haber sido acusado jamás por el asesinato de Rosa Luxemburgo y los demás revolucionarios que ofrendaron sus vidas a la causa del socialismo.

Desde su trágica muerte no faltaron hombres y mujeres que retomaron su antorcha de lucha, aunque su legado teórico fue motivo de controversias; Lenin refutó sus críticas comparándola con un águila con vuelo de gallina, Stalin la acusó de centrista, en tanto Trotsky, quizás el que mejor interpretó sus críticas contra la organización burocrática del partido y sus ideas de una revolución internacionalista, la reivindicó como la inspiradora de la revolución permanente.

Es verdad que la desaparición de Rosa Luxemburgo privó al socialismo internacional de una de sus más brillantes exponentes, pero es verdad también que su pensamiento ha logrado sobrevivir a su muerte y que su cruel asesinato la convirtió en una figura emblemática en el ámbito de quienes, además de seguir leyendo sus libros más conocidos, como Reforma o Revolución, Huelga de masas, partido y sindicato, La acumulación del capital y La revolución rusa, hicieron carne de su carne la famosa frase que escribió desde la prisión en junio de 1916: La libertad siempre ha sido y es la libertad para aquellos que piensan diferente.


Muy entrada ya la noche, y luego de haber intercambiado opiniones con Esther Andradi, abandonamos el restaurante y caminamos rumbo a la estación de  Potsdamer Platz, en cuyo laberinto hecho de comercios, pilares, luces, afiches, gradas mecánicas y rieles, descendimos hasta el andén por donde pasaría el metro en dirección al centro de Berlín. Nos metimos en uno de los vagones y avanzamos un par de estaciones, hasta que Andradi se alistó para apearse antes que yo. Nos miramos fijamente por un instante, casi sin cruzar palabras y, convencidos de que compartíamos varias inquietudes en lo político y literario, nos fundimos en un caluroso abrazo de compañeros, poco antes de despedirnos con la misma emoción que afloró al conocernos por primera vez en el Berlín de Rosa Luxemburgo.

lunes, 27 de mayo de 2013


TESTIMONIO DE LAS TORTURAS

Todo comenzó a mediados de 1976, el día en que me detuvieron los agentes del Ministerio del Interior en la ciudad de Oruro, donde estaba clandestino junto a un grupo de dirigentes mineros de Siglo XX y Llallagua.

Me torturaron varios días y varias noches. Fui sometido a casi todos los métodos de suplicio que, en los años 70 y 80, utilizaron las dictaduras militares en su denominada “lucha contra la subversión comunista”.

Los mismos métodos se aplicaron en otros países del cono sur de América Latina: la represión sistemática, las amenazas y torturas, que tenían la brutal consecuencia de marcar de por vida al prisionero y llevar el martirio al límite de las pesadillas.

En ese contexto, los suramericanos fuimos perseguidos y torturados por el simple delito de haber simpatizado con las ideas libertarias, la democracia popular y habernos opuesto a la brutalidad de los regímenes totalitarios.

Durante las sesiones de tortura, me desnudaron y encapucharon para que no viera ni reconociera a mis torturadores. Me hicieron la percha del loro, amarrándome con una cuerda de pies y manos en una barra colocada de manera horizontal sobre el respaldo de dos sillas, y, mientras me interrogaban entre gritos e improperios, me golpeaban por doquier.

Algunas veces me pasaron por el submarino, que consistía en sumergir al preso, encapuchado y las manos atadas a la espalda, en un recipiente o turril de aguas servidas, a manera de intimidarlo y provocarle náuseas.

Mis verdugos, no conformes con esto, me sujetaron bocarriba en un somier, sobre cuyo lecho de frías láminas, y luego de echarme agua, me aplicaron la picana eléctrica o maquinita de picar carne humana en las zonas más sensibles del cuerpo: la lengua, las orejas, los testículos y el ano. La maquinita de picar carne humana era una magneto que generaba electricidad de alta potencia. Y, como es de suponer, a tiempo de torturarme una y otra vez, subían el volumen de una radio para que no se oyeran mis gritos ni lamentos.
   
Me dejaron con el rostro y el cuerpo lleno de hematomas, tras propinarme patadas y puñetes, y golpearme con la culata de un fusil y otros objetos contundentes. La tortura, aun no teniendo nombre ni rostro, era ejecutada por individuos que asumían la función de verdugos, como si dentro de ellos cargaran una bestia o un asesino potencial.

Los métodos de tortura, que iban desde el simulacro de fusilamiento hasta el encierro en celdas solitarias y malolientes, tenían la intención de doblegar la voluntad más firme del prisionero. Sólo quien haya sufrido el tormento en carne propia, soportando los utensilios diversos que formaban parte de los métodos de tortura, sabe que este acto inhumano y despiadado es más doloroso que la muerte y el olvido.

Las torturas comenzaron en el Departamento de Orden Político (DOP) de Oruro, prosiguieron en los sótanos del Ministerio del Interior y culminaron en el Departamento de Orden Político (DOP) de La Paz.

Concluidas las torturas y los interrogatorios, me encarcelaron en el Panóptico de San Pedro y en otras prisiones de alta seguridad, hasta que Amnistía Internacional, que hizo una campaña a mi favor y me adoptó como a uno de sus presos de conciencia, me ofreció asilo político en Suecia. Así llegué a Estocolmo, directamente de la cárcel en febrero de 1977.

Por todo lo relatado, es justo que me considere una víctima más del terrorismo de Estado, que las dictaduras militares aplicaron sistemáticamente contra sus opositores políticos durante la tristemente famosa Operación Cóndor o Plan Cóndor.


Por fortuna, quienes sobrevivimos a las mazmorras de las dictaduras, hemos denunciado las atrocidades que nos tocó vivir en carne propia, con el único propósito de dejar un testimonio vivo a las generaciones del presente y del futuro, que deben aprender a decir: ¡Nunca más a las torturas ni dictaduras! Por eso mismo, todos los testimonios, y en todas las manifestaciones del arte, son necesarios para esclarecer uno de los acontecimientos más sombríos de la historia contemporánea.

 Yo escribí un libro de cuentos que revela los crímenes cometidos por el régimen dictatorial de Hugo Banzer Suárez. El libro, publicado en 1991, bajo el título de “Cuentos violentos”, describe en sus páginas, impregnadas de realismo descarnado y hechos insólitos, los sótanos dantescos de las cámaras de tortura a partir de una experiencia personal y colectiva, con la única preocupación de rescatar la voz anónima de las víctimas y dejar un testimonio vivo de la flagrante violación a los Derechos Humanos.

Cuentos violentos, a más de dos décadas de su publicación, cuenta con lectores en varios países y forma parte de esas obras que rescatan la memoria histórica. Los cuentos, de un modo implícito y explícito, denuncian los atropellos a la dignidad humana, que las dictaduras cometieron antes, durante y después de que se firmara el documento de creación del Plan Cóndor en Santiago de Chile, en noviembre de 1975.

En Cuentos violentos, aparte de reflejar la tragedia de un país asolado por una dictadura, he logrado escribir la experiencia vivida y sufrida por un grupo de luchadores sociales, sin otro afán que el de recuperar los eslabones perdidos de la memoria. No en vano estos cuentos, tras una apariencia de literatura de ficción, hoy constituyen un testimonio y una clara denuncia contra la represión política que los sistemas de poder institucionalizaron en el cono sur de América Latina.

En síntesis, cumpliendo con mi deber de comunicador social, debo manifestar que he logrado forjar, sin más recurso que la memoria honesta y modesta, una literatura de conciencia crítica, desde el Tablero de la muerte, que recrea la captura y muerte del Inca Atahuallpa, hasta Días y noches de angustia que, además de desvelar las atrocidades cometidas por la dictadura militar, obtuvo el Primer Premio Nacional de Cuento en la Universidad Técnica de Oruro, en 1984, seguido por la crítica especializada, que no dudó en señalar que con Cuentos violentos se estableció el tema de la tortura en la literatura boliviana del siglo XX.

jueves, 23 de mayo de 2013


MOSEBACKE

Cuando salgo a la calle, sin otro propósito que llegar a Mosebacke, primero abordó el autobús hasta Gullmarsplan y luego el metro que me deja en Slussen, estación por la cual transitan casi todos los peatones de la ciudad.

Me apeó en el andén y subo por las gradas que conducen hacia una plaza atestada de gente y de comerciantes vendiendo flores y frutas. A un lado de la plaza está el Museo de Estocolmo y, al otro, la magnífica construcción de Katarina Hissen, cuya silueta, recortada contra las aguas y el cielo, me provoca una sensación de vértigo, sobre todo, cuando entro en el ascensor que, en fracción de segundos, me deja en la plataforma más alta de Slussen.

A unos cien metros más adelante, cruzando por un puente metálico y venciendo una empinada gradería, me interno en la plaza de Mosebacke, donde, sentado a la sombra de los árboles, contemplo la cabina de teléfono antiguo y la estatua de las dos mujeres desnudas que, puestas en medio de una pileta de aguas cristalinas, parecen sirenas en una tarde ardiente de verano.

Al lado izquierdo, junto al Teatro del Sur, está el famoso restaurante de Mosebacke, cuya terraza, expuesta bajo la franela añil del cielo, permite tender la mirada sobre gran parte de Gamla Stan, como hizo una tarde de mayo Arvid Falk, el protagonista principal de la novela El salón rojo, de August Strindberg.

Desde mi asiento preferido, donde la brisa sopla en la cara, contemplo, entre revoloteos de palomas y graznidos de gaviotas, los puentes y barcos que decoran el canal y, a mis pies, una parte de Gamla Stan, donde las cúpulas y ventanas reflejan un pedazo de sol al declinar la tarde con su rosado resplandor.

El simple hecho de estar en el corazón de Estocolmo, fundado en 1352, es un acto de por sí inolvidable; primero, porque permite relajarse del estrés y el ajetreo cotidiano; y, segundo, porque ofrece un paisaje similar al de los cuentos de encanto, pues estar en la terraza de Mosebacke, rodeado de frondas verdes y azulinas aguas, es un modo de experimentar la belleza de la isla sobre la cual se erige la ciudad antigua, con sus casas apiñadas, calles angostas, arquitectura de reminiscencias medievales y canales cambiando de matices a la hora del poniente.

Al costado izquierdo, y a vuelo de pájaro, se distingue la cúpula de la Iglesia Mayor, desde la cual pueden dominarse los cuatro puntos cardinales de la ciudad y el laberinto de casas, con paredes de ladrillo, techos de latón y chimeneas alzándose hacia la concavidad del cielo. En este mismo lugar está emplazado el edificio del Parlamento, las oficinas gubernamentales y el Palacio Real.


Junto a la ribera del lago, y mirando hacia la ciudad antigua, se sobrepone el Ayuntamiento, donde todos los años tiene lugar la cena ofrecida a los galardonados con el Premio Nobel. La construcción, que demoró 12 años y requirió más de 19 millones de mosaicos, tiene una torre de oscuros ladrillos rojos, una bóveda de verde cobre, rematada con tres coronas doradas y un panorama que no conoce lengua capaz de describir su belleza.

Delante de Mosebacke, en la otra orilla del canal y en medio de un aire que huele a bosques, se divisa una hilera de museos y hoteles y, al costado derecho, el parque de distracciones oculto entre pinos y desniveles, y decorado por unos barcos que boyan en los muelles y otros que surcan las aguas del Mälaren. Más al fondo se pierde la vista y se hunde el horizonte que, en un día de verano, es una línea curva donde confluyen el cielo y la tierra.

Al desfallecer la tarde, los edificios caen en las aguas quebrando su simetría y dando la impresión de ser una ciudad anfibia, con una parte en la tierra y la otra en el canal. De pronto, al precipitarse la noche, se encienden las calles y los puentes en un alucinante juego de luces, como si la misma ciudad se hubiese sumergido en el agua con una transparencia y luminosidad inusuales. Al cabo de experimentar esta sensación, bajo un cielo constelado de estrellas, no queda más que retornar a mi casa, con la misma ilusión de siempre: volver a Mosebacke apenas le quite tiempo al tiempo y me invadan las ganas de sentarme junto al busto de August Strindberg y delante de un paisaje que, si bien no es comparable a las siete maravillas, tiene la magia de encandilar el corazón de los amantes fieles de la Venecia del Norte.    

lunes, 20 de mayo de 2013


EUGÈNE POTTIER, 
AUTOR DEL HIMNO DEL PROLETARIADO MUNDIAL

La Internacional, interpretada en las diversas manifestaciones políticas y culturales, es uno de los himnos más emblemáticos del movimiento obrero internacional. El texto fue escrito por Eugène Pottier (París, 1816 -1887), un tallista de madera que, desde sus 13 años de edad, empezó a ganarse el pan embalando cajones en la ciudad de Lille, al norte de Francia y cerca de la frontera con Bélgica.

Se cuenta que Pottier, que era hijo de una familia pobre, como pobre fue él a lo largo de su vida, escribió el texto de La Internacional en junio de 1871, tras la caída de la Comuna de París, en la cual participó activamente contra los monárquicos franceses, y que Pierre Degeyter, músico y obrero dependiente en una papelería, luego de encontrar los versos de La Internacional entre los papeles de su autor, compuso la melodía en 1888, consciente de que la música no sólo debe suscitar una experiencia estética en el oyente, sino también trasmitir un mensaje que convoque a la reflexión y la comprensión de una realidad social indeseada. 

Este canto, traducido a casi todos los idiomas por su connotación ideológica e importancia histórica, fue creado por dos trabajadores franceses, quienes depositaron lo mejor de sí en La Internacional, cuyos primeros versos, acompañados coherentemente por una composición de melodías, armonías y ritmos, retumban en el aire, al son de los instrumentos de viento y percusión, y entre voces que se alzan desde el fondo del alma, con una fuerza que estalla en el corazón: ¡Arriba, los pobres del mundo./ De pie, los esclavos sin pan!/ Atruena la razón en marcha,/ Es el fin de la opresión...

La internacional, desde que se la cantó públicamente en el congreso de la Segunda Internacional Socialista fundada en 1889, se ha convertido en el himno del proletariado mundial, en una obra musical que se entona a viva voz no sólo en los acontecimientos más significativos de las organizaciones sindicales, sino también en cada Primero de Mayo, al conmemorarse el Día Internacional de los Trabajadores. Este mismo canto, con diferentes modificaciones de la letra, ha sido interpretado en la Tercera y la Cuarta Internacionales; es más, llegó a ser himno oficial de la Unión Soviética entre 1918 y 1943.

Asimismo, no es extraño que los revolucionarios, que entonan este himno con el brazo izquierdo en alto y el puño cerrado, hagan suyo este texto que, en cada verso y estrofa, expresa sentimientos, circunstancias y pensamientos, como un llamado vehemente a la solidaridad entre los pobres, a la necesidad de lucha contra la opresión capitalista y al deseo de construir una sociedad con más libertad y justicia en un mundo que sea el paraíso de toda la humanidad.

Eugène Pottier, aparte de haber sido escritor, dibujante y revolucionario, fue un ser sensible capaz de trocar en versos sus pensamientos ideológicos más profundos. Sus biógrafos aseveran que poseía el don de la palabra y que a los catorce años de edad escribió su primera poesía, titulada: ¡Viva la Libertad! Desde entonces, no dejó de registrar con su puño y letra todos los acontecimientos políticos en Francia. Sus versos, que después de su muerte fueron musicalizados por diversos compositores, tenían la intención de despertar la conciencia de clase de los trabajadores y fustigar a la burguesía que estaba ingresando a su fase de descomposición imperialista.

Este militante obrero, fiel a su instinto de clase y credo revolucionario, estuvo presente en los diferentes acontecimientos del movimiento obrero suscitados en Europa a finales del siglo XIX. Fundó la Cámara Sindical de Talleres de Dibujantes y se afilió a la Primera Internacional. Durante el sitio de París, fue nombrado brigada de un batallón de la Guardia Nacional y delegado ante el Comité Central. Asimismo, en 1871, fue elegido por unanimidad para formar parte del consejo de la Comuna de París. Luchó en las barricadas en defensa de la Comuna y, tras la derrota de este movimiento insurreccional de los trabajadores, huyó de la represión de la Semana Sangrienta y de la ejecución, refugiándose en Inglaterra y Estados Unidos, donde trabajó como dibujante y maestro.

Durante su exilio, y asumiendo con dignidad su condición de inmigrante en tierras lejanas, escribió el poema Los obreros de los EE. UU. a los obreros de Francia, en el cual refleja la vida de los trabajadores bajo el yugo del sistema capitalista, dando cuenta de su miseria, su trabajo inhumano y su firme decisión de acabar con la explotación del hombre por el hombre. Estaba convencido de que los trabajadores de todas las latitudes, por encima de las fronteras nacionales, tenían las mismas necesidades y el mismo interés de lucha por hacer posible la revolución proletaria mundial, cuya vanguardia indiscutible es la clase obrera.

Años más tarde, cuando el gobierno francés concedió amnistía general y restableció el orden constitucional, Pottier retornó del exilio y reanudó sus actividades políticas en París, donde participó en la formación del Partido Obrero Francés y colaboró en el periódico El Socialista, junto con Paul Lafargue, quien, además de médico y periodista revolucionario, fue el yerno de Karl Marx y uno de los teóricos marxistas más connotados de su época.

Eugène Pottier se mantuvo activo en la vida política y en su quehacer literario, hasta que la muerte lo alcanzó el 8 de noviembre de 1887. El cortejo fúnebre, al que acudieron miles de trabajadores, se convirtió en una manifestación popular, donde no faltaron los gritos de: ¡Viva Pottier! El coche fúnebre llevaba la orla roja de los miembros de la Comuna, ante los ojos de la policía reaccionaria que, en medio de disparos y disturbios, intentaba arrebatar las banderas rojas que flameaban en la procesión. Muchos fueron los discursos a su memoria y muchos los artistas que musicalizaron sus versos. Sus restos descansan en el cementerio de Peré Lachaise, donde también están enterrados los revolucionarios que fueron fusilados tras la derrota de la Comuna de París.

V.I. Lenin, impactado por la muerte de este magnífico autor del himno del proletariado mundial, escribió en el No. 2 del periódico Pravda, del 3 de enero de 1913, palabras de hondo sentimiento y admiración: Pottier murió en la miseria, mas dejó levantado a su memoria un monumento imperecedero. Fue uno de los más grandes propagandistas por medio de la canción. En efecto, sus Cantos Revolucionarios, entre los que destacan La Internacional, El Terror Blanco, El Muro de los Federados y El Rebelde, fueron tan efectivos en la lucha anticapitalista como los discursos incendiarios de los líderes políticos y sindicales.
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Eugène Pottier murió sin ver el triunfo de la revolución proletaria, pero su poesía, convertida en himno y arma de protesta, lo mantiene más vivo que nunca. Sus textos parecen fantasmas que recorren el mundo y la letra de La Internacional, que se canta en coro y al unísono, es su mejor legado a la humanidad. No en vano los trabajadores, que se alzan con valor y solidaridad inquebrantable, repiten el estribillo: …¡Agrupémonos todos,/ en la lucha final!/ El género humano/ es la internacional.

Este himno revolucionario, debido a la fuerza en su melodía y el mensaje inherente en sus versos, parece haber nacido desde las mismas entrañas del proletariado internacional que hoy, como siempre, enarbola las banderas de lucha contra el sistema capitalista y honra la memoria de Eugène Pottier, cuyo talento y compromiso social quedaron plasmados en el ritmo marcial de La Internacional, que desde hace más de un siglo entonan millones de trabajadores a lo largo y ancho de este planeta, donde todavía no se han perdido las esperanzas de que otro mundo es posible.

jueves, 16 de mayo de 2013


ÓSCAR ALFARO, POETA Y REVOLUCIONARIO

Este imprescindible poeta boliviano fue una de las figuras cimeras de la poesía infantil y juvenil del siglo XX. Nació en Tarija en 1921 y falleció en La Paz en 1963. Estudió la primaria y secundaria en su ciudad natal, y prosiguió con sus estudios de Derecho en la Universidad San Simón de Cochabamba. Desde muy joven se distinguió como un excelente poeta y cuentista. A los 17 años publicó su libro Bajo el sol de Tarija. Trabajó como profesor de lenguaje y literatura en la Escuela Superior de Formación de Maestros Juan Misael Saracho en San Lorenzo y en varios colegios e institutos de Villamontes y La Paz, donde fue, además, productor del programa La república de los niños en la estatal Radio Illimani, mientras su producción literaria ocupaba las columnas de los periódicos nacionales y extranjeros.

Es por demás conocido que este poeta chapaco, de inconfundible perilla y honda sensibilidad humana, se hizo miembro del Partido Comunista de Bolivia e incursionó en la lucha política escribiendo versos que reflejaban las injusticias sociales, las necesidades económicas y las esperanzas de los ciudadanos más humildes del campo y las ciudades. Su poesía franca y combativa fue una fuente de inspiración de la cual bebieron poetas y cantautores como Nilo Soruco, a quien lo unía una sincera amistad y los ideales enarbolados por los portadores de la Bandera Roja. De esa afinidad artística, en la que se dan la mano la poesía y la música, nacieron decenas de canciones compartidas como la emblemática Moto Méndez, en homenaje al guerrillero Eustaquio Moto Méndez, caudillo de las luchas independentistas durante la colonia en la ciudad de Tarija.

Los estudios y los comentarios sobre su obra son abundantes, y todos coinciden en señalar que Óscar Alfaro es el poeta de los niños por excelencia. La escritora uruguaya Juana de Ibarbouru, refiriéndose a la calidad de su poesía, dijo: Su hermoso poemario ‘Bajo el sol de Tarija’ es rico de colorido y de folklore, de lirismo y de sentido poético y humano... Asimismo, Franz Tamayo, otro de nuestros grandes poetas, escribió lo siguiente: … Agradezco al delicado poeta don Óscar Alfaro, por el regalo de su precioso libro ‘Alfabeto de Estrellas’, muy digno del genio poético de nuestras juventudes... Tampoco está por demás citar las palabras de apreciación vertidas por Yolanda Bedregal, quien expresó en su debido momento: Nuestro Óscar Alfaro encarna la figura ideal del poeta, a quien imaginamos un ser elegido, en quien la persona humana y la obra están acordes sin ruptura entre conducta y expresión literaria…”

Este príncipe de la poesía para niños era dueño de una gran sensibilidad, que lo acercaba a los temas más sublimes de la infancia. En realidad, se puede decir que él no escribió sobre los niños sino para los niños. Su obra literaria, hilvanada con musicalidad y temas universales, lo convierten en un ser excepcional y en ese niño que él siempre quiso ser, enfrentado a las injusticias sociales como Peter Pan enfrentaba los ataques del Capitán Garfio.

Óscar Alfaro vivía y experimentaba su realidad con los ojos de poeta-niño, consciente de que incluso las personas mayores cargan a un niño en su interior desde la cuna hasta la tumba. No en vano dice en Viaje al pasado, poema dedicado a su madre: Desde adentro, desde adentro,/ desde el fondo de un abismo,/ viene corriendo a mi encuentro/ un niño que soy yo mismo.

En su extensa creación literaria destacan: Canciones de lluvia y tierra (1948); Bajo el sol de Tarija (1949); Canciones de la lluvia y tierra (1948); Cajita de música (1949); Alfabeto de estrellas (1950); Cien poemas para niños (1955); La escuela de Fiesta (1963); La copla vivida (1964); Poemas chapacos (1966); El circo de papel (1970); Caricaturas (1976); Sueño de azúcar (1985); Cuentos infantiles (1962); Cuentos chapacos (1963); El sapo que quería ser estrella (1980); El pájaro de fuego y otros cuentos (1990). Su obra póstuma, tanto en verso como en prosa, siguió siendo editada por sus hijos y su esposa, doña Fanny Mendizábal de Alfaro.

Si consideramos que este poeta, que empeñaba el cristal de su corazón con el llanto de los niños pobres, falleció a los 42, es natural que no haya visto editada toda su obra en vida. De seguro que quedaron muchos cuentos y poemas inconclusos y en manuscrito, que actualmente atesoran sus legítimos herederos; mas tratándose de un autor de reconocida trayectoria y talento inusual, es imprescindible hacer una selección de todo el material inédito para publicarlo junto a sus libros que ya se conocen a nivel nacional e internacional; es más,  es necesario preparar la obra completa de Óscar Alfaro y publicarla con la ayuda económica del Ministerio de Educación y Cultura o con fondos de alguna institución privada dedicada a fomentar el desarrollo de la cultural nacional. Ojalá esta obra completa, tan esperada por los lectores de todas las edades, sea una realidad antes de que se cumpla el centenario de su nacimiento en 2021.

Durante años, como la mayoría de los escritores de su época, perteneció a la segunda generación del grupo literario Gesta Bárbara. Obtuvo el Primer premio en el Concurso Nacional de Cuentos para Niños (1956); el Premio Nacional de Cultura con Cuentos Chapacos (1963) y sus Cuentos para niños fue incluido en la Lista de Honor de IBBY (1992). Sus libros, considerados ya clásicos en la literatura infantil boliviana, han sido reeditados innumerables veces y traducidos a otros idiomas.

No cabe duda de que Óscar Alfaro, quien supo combinar con maestría la imaginación infantil y el juego de palabras, seguirá siendo el mejor escritor para niños; más todavía, en su condición de hombre comprometido con la realidad social, cultivó una poesía revolucionaria y de reflexión, porque tenía el corazón al lado de la causa de los marginados y desposeídos; una constante ideológica que se aprecia con nitidez en su obra escrita con coraje, sencillez y belleza.

La obra de Óscar Alfaro sigue vigente, a pesar de los cambios históricos que se han suscitado en las últimas décadas en Oriente y Occidente, pues en el mundo sigue primando la injusticia y la depredación de la naturaleza, mientras los ideales de libertad siguen buscando un asidero en los versos de los poetas enamorados de la paz, la libertad y la justicia social.

Un buen ejemplo de lo que se afirma es su poema El pájaro revolucionario”, cuyos versos exclaman: “Ordena el cerdo granjero:/ ¡Fusilen a todo pájaro!/ Suelta por los trigales/ Su policía de gatos…/ Al poco rato le traen/ Un pajarillo aterrado/ Que aún tiene dentro del pico/ Un grano que no ha tragado./ ¡Vas a morir por ratero...!/ ¡Si soy un pájaro honrado./ De profesión carpintero./ Que vivo de mi trabajo!/ ¿Y por qué robas mi trigo?/ Lo cobro por mi salario/ Que usted se negó a pagarme/ Aún me debe muchos granos./ Lo mismo está debiendo/ A los sapos hortelanos,/ Al minero escarabajo,/ A las abejas obreras/ ¡Y a todos los que ha estafado!/ Usted hizo su riqueza/ Robando a los proletarios.../ ¡Qué peligro!... ¡Un socialista!/ ¡A fusilarlo!... ¡Apunten!.. . ¡¡¡Fuego!!!/ Demonio… si hasta los pájaros/ En la América Latina/ Se hacen revolucionarios…