MOSEBACKE
Cuando salgo a la calle,
sin otro propósito que llegar a Mosebacke, primero abordó el autobús hasta
Gullmarsplan y luego el metro que me deja en Slussen, estación por la cual
transitan casi todos los peatones de la ciudad.
Me apeó en el andén y
subo por las gradas que conducen hacia una plaza atestada de gente y de
comerciantes vendiendo flores y frutas. A un lado de la plaza está el Museo de
Estocolmo y, al otro, la magnífica construcción de Katarina Hissen, cuya
silueta, recortada contra las aguas y el cielo, me provoca una sensación de
vértigo, sobre todo, cuando entro en el ascensor que, en fracción de segundos,
me deja en la plataforma más alta de Slussen.
A unos cien metros más
adelante, cruzando por un puente metálico y venciendo una empinada gradería, me
interno en la plaza de Mosebacke, donde, sentado a la sombra de los árboles,
contemplo la cabina de teléfono antiguo y la estatua de las dos mujeres
desnudas que, puestas en medio de una pileta de aguas cristalinas, parecen
sirenas en una tarde ardiente de verano.
Al lado izquierdo, junto
al Teatro del Sur, está el famoso restaurante de Mosebacke, cuya terraza,
expuesta bajo la franela añil del cielo, permite tender la mirada sobre gran
parte de Gamla Stan, como hizo una tarde de mayo Arvid Falk, el protagonista
principal de la novela El salón rojo, de August Strindberg.
Desde mi asiento
preferido, donde la brisa sopla en la cara, contemplo, entre revoloteos de
palomas y graznidos de gaviotas, los puentes y barcos que decoran el canal y, a
mis pies, una parte de Gamla Stan, donde las cúpulas y ventanas reflejan un
pedazo de sol al declinar la tarde con su rosado resplandor.
El simple hecho de estar
en el corazón de Estocolmo, fundado en 1352, es un acto de por sí inolvidable;
primero, porque permite relajarse del estrés y el ajetreo cotidiano; y,
segundo, porque ofrece un paisaje similar al de los cuentos de encanto, pues
estar en la terraza de Mosebacke, rodeado de frondas verdes y azulinas aguas,
es un modo de experimentar la belleza de la isla sobre la cual se erige la
ciudad antigua, con sus casas apiñadas, calles angostas, arquitectura de
reminiscencias medievales y canales cambiando de matices a la hora del
poniente.
Al costado izquierdo, y a
vuelo de pájaro, se distingue la cúpula de la Iglesia Mayor, desde la cual
pueden dominarse los cuatro puntos cardinales de la ciudad y el laberinto de
casas, con paredes de ladrillo, techos de latón y chimeneas alzándose hacia la
concavidad del cielo. En este mismo lugar está emplazado el edificio del
Parlamento, las oficinas gubernamentales y el Palacio Real.
Junto a la ribera del
lago, y mirando hacia la ciudad antigua, se sobrepone el Ayuntamiento, donde
todos los años tiene lugar la cena ofrecida a los galardonados con el Premio
Nobel. La construcción, que demoró 12 años y requirió más de 19 millones de
mosaicos, tiene una torre de oscuros ladrillos rojos, una bóveda de verde
cobre, rematada con tres coronas doradas y un panorama que no conoce lengua
capaz de describir su belleza.
Delante de Mosebacke, en
la otra orilla del canal y en medio de un aire que huele a bosques, se divisa
una hilera de museos y hoteles y, al costado derecho, el parque de
distracciones oculto entre pinos y desniveles, y decorado por unos barcos que
boyan en los muelles y otros que surcan las aguas del Mälaren. Más al fondo se
pierde la vista y se hunde el horizonte que, en un día de verano, es una línea
curva donde confluyen el cielo y la tierra.
Al desfallecer la tarde,
los edificios caen en las aguas quebrando su simetría y dando la impresión de
ser una ciudad anfibia, con una parte en la tierra y la otra en el canal. De
pronto, al precipitarse la noche, se encienden las calles y los puentes en un
alucinante juego de luces, como si la misma ciudad se hubiese sumergido en el
agua con una transparencia y luminosidad inusuales. Al cabo de experimentar
esta sensación, bajo un cielo constelado de estrellas, no queda más que
retornar a mi casa, con la misma ilusión de siempre: volver a Mosebacke apenas le
quite tiempo al tiempo y me invadan las ganas de sentarme junto al busto de
August Strindberg y delante de un paisaje que, si bien no es comparable a las
siete maravillas, tiene la magia de encandilar el corazón de los amantes fieles
de la Venecia del Norte.
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