jueves, 16 de diciembre de 2010


A PROPÓSITO DEL ÁRBOL DE NAVIDAD

Otra vez se acerca la Navidad, con su lujo y sus luces en medio de la oscuridad. Otra vez los regalos empaquetados en las vitrinas de los comercios de la ciudad. Otra vez el árbol navideño, cuya presencia es tan importante como la de Papá Noel, pues nos recuerda que ya es tiempo de consumir lo que los negociantes ofrecen a nombre de los Reyes Magos, quienes, guiados por la estrella del Oriente, acudieron hacia el establo de Belén, donde nació el Redentor por obra y gracia divina. Los Reyes Magos, según cuenta la tradición, llevaron obsequios para el hijo del Señor, a diferencia de los comerciantes de hoy, que aprendieron el arte de escurrirnos los bolsillos, con la misma destreza de los fariseos de hace más de 2000 años.

Pero en este espacio no tengo la intención de referirme a los mercaderes de la sociedad cada vez más globalizada y neoliberal, sino al árbol navideño y a los árboles que tienen cierta fama en la historia universal. Así, debajo de un árbol se ahorcó Judas después de vender a Cristo por treinta monedas y debajo de un árbol perdimos el Paraíso terrenal; debajo de un árbol descubrió Newton la ley de la gravedad y salió Buda del sobaco de su madre; debajo de un árbol aguardaba el vellocino de oro a los argonautas de la mitología griega y debajo de un árbol lloró Hernán Cortés su derrota después de la Noche Triste. Cuando Cortés volvió a Tenochtitlán, junto a la india Malinche, su intérprete y amante, se enfrentó a los guerreros de Cuauhtémoc, el último emperador azteca, quien, derrotado y hecho prisionero, se negó a revelar dónde se encontraba el tesoro real. Los conquistadores lo sometieron a torturas, pero él soportó el suplicio con increíble serenidad. Fue llevado a una lejana selva tropical, donde le quemaron los pies y lo colgaron de un árbol.

Otro árbol histórico es el de las hadas, vieja encina francesa, a cuya sombra jugaba de niña Juana de Arco, la heroína que luchó por salvar a su país del yugo inglés. Pero abandonada en Compiegne, tal vez traicionada por los suyos, cayó en poder de sus enemigos, quienes la declararon culpable de herejías y la condenaron a arder como antorcha en la plaza del mercado viejo de Ruán. El árbol de las hadas está situado en Domremy-la-Puelle, la aldea donde nació la famosa doncella de Orleáns, quien, a pesar del calvario que la tocó vivir, fue beatificada en 1909 y canonizada en 1920.

La higuera es muy buena para protegerse del sol, pero es peligroso quedarse dormido debajo de ella. Su sombra actúa sobre el sueño de un modo mágico y es capaz de trocar en loco al pensador más cuerdo. Esto le ocurrió a Maupassant cuando buscó refugio a la sombra de una higuera, con la intención de escribir un cuento corto, cortísimo. La escuelita donde fue asesinado el legendario Che Guevara, allá en el sudeste boliviano, se llama también La Higuera como el árbol que le dio nombre a esa región hoy convertida en atracción turística.

En la India, según cuenta la leyenda, el árbol cosmogónico es el dios Brahma, del cual salieron el cielo y la tierra, y los otros dioses a quienes se los considera ramas suyas. En ese mismo país, bajo el follaje de un árbol, que es el testigo mudo de los amores y desamores de los corazones violentamente apasionados, se enamoró Octavio Paz de su mujer de origen francés y corazón mexicano. Pero el árbol más mentado es el árbol genealógico, en cuyas ramificaciones, ordenadas cronológicamente, aparecen los miembros descendientes de la sagrada familia, un árbol simbólico que acuñó el refrán: de tal tronco, tal astilla, para aludir al hijo parecido a su progenitor en las virtudes y los defectos.

El manzano, según explica el Génesis bíblico, es el árbol del fruto prohibido y el árbol de la vida, el árbol de la ciencia del bien y el mal, el que, con propiedad natural o sobrenatural de prolongar la existencia humana, puso Dios en el Jardín del Edén. Empero, el árbol navideño es el más famoso de todos, incluso más famoso que el árbol de la cruz, donde fue crucificado Cristo, y más famoso que el árbol genealógico.

Se cree que el llamado árbol de Navidad existía ya como tradición mucho antes del nacimiento de Cristo. En algunos pueblo, para celebrar el solsticio de invierno, se talaban ramas verdes en las noches heladas como medios de protección y magia, y también para la evocación del verano. En todas las culturas y religiones, el árbol eternamente verde fue considerado la morada de los dioses y, a la vez, un símbolo de la vida, la fertilidad y el crecimiento.

La costumbre cristiana de poner un árbol navideño surgió en Alsacia y Selva Negra, aproximadamente el año 1509. Martín Lutero y los protestantes fueron los primeros en declararlo símbolo de la Navidad. Después se hizo presente en las iglesias católicas y viviendas hacia fines del siglo XIX. El árbol navideño simboliza el árbol del Paraíso, del cual cuelgan, de un modo figurativo, todos las frutos de la vida.

Con el transcurso del tiempo, el árbol navideño, que no es forestal, frutal ni medicinal, se convirtió en el símbolo de la sociedad de consumo, donde no faltan quienes lo usan como un amuleto de prosperidad, como si un abeto artificial, adornado con profusión de cintas, luces y regalos, fuese una garantía contra las calamidades que azotan a la humanidad; cuando en realidad, el árbol navideño es un simple objeto comercial que todos los años se debe armar, desarmar y guardar.

domingo, 12 de diciembre de 2010


SANTA LUCÍA

Ahora que Estocolmo se viste de novia, con su velo de nieve, las calles adornadas con motivos navideños y una espléndida naturaleza, que parece arrancada de los cuentos de hadas, me recuerda a ese 13 de diciembre en que escuché por vez primera las letanías en honor a Santa Lucía.

Aún dormía en el hotel de segunda categoría, cuando de repente me despertaron unas voces celestiales y unos ruidos que se arrastraban hasta las penumbras de la habitación. Me levanté para ver de qué demonios se trataba y, tras abrir la puerta, me enfrenté a una de las escenas más insólitas de mi vida. No me lo podía creer cómo un grupo de muchachas, vestidas con una suerte de bata blanca, cinta plateada alrededor de la cabeza y banda escarlata ceñida a la cintura, recorrían por los pasillos como fantasmas a media luz.

Una llevaba corona de cirios encendidos, en tanto las otras, los pies descalzos y las manos sujetando una vela a la altura del pecho, entonaban cánticos cuyos textos no entendía, salvo las palabras: Santa Lucía, que en mis oídos sonaban a español o italiano. En el grupo habían dos muchachos que, disfrazados con túnica blanca, cucurucho en la cabeza y portando en la mano un palito con una estrella de cartulina dorada en la punta, se deslizaban sobre el piso alfombrado como duendecillos despistados, mientras repetían una y otra vez canciones dedicadas a un tal Staffan.

No sabía de qué tipo de espectáculo se trataba, hasta que alguien me informó que los muchachos representaban a los Stjärngossar (niños estrellas) y que las canciones que nombraban al tal Staffan no eran otras que las referidas a las proezas del primer mártir cristiano que respondía al nombre de Esteban. Asimismo, me enteré de que las muchachas, aun sin ser Santas ni Lucías, representaban una antigua tradición cristiana, con reminiscencias en Siracusa, la ciudad siciliana donde nació Lucía, de quien se dice que consagró su vida a Dios, hizo un voto de castidad y donó su fortuna a los pobres.

Santa Lucía significa la que porta luz, y nunca mejor dicho en un país exótico como Suecia, de invierno helado y noches largas, donde es necesario encender todas las luces, en medio del resplandor plateado del invierno, para romper con la monotonía de la oscuridad y el silencio.

Se dice también que Lucía renunció a contraer matrimonio con un joven de costumbres paganas, razón por la cual fue sometida a juicio por el emperador Diocleciano, quien le propuso abandonar la fe cristiana y adorar a los dioses paganos, pero Lucía no accedió y prefirió la muerte.

La leyenda cobró fuerza al saberse que cuando los guardias le sacaron los ojos, ella siguió viendo incluso en la oscuridad, y cuando le decapitaron, ella siguió con vida; por eso se hizo mártir y Santa a la vez. Es patrona no sólo de los ciegos, los pobres y las prostitutas, sino también de los escritores que necesitan de su luz para iluminar su mente a la hora de crear sus obras.

martes, 7 de diciembre de 2010


MARIO ROMERO ENTRE AMIGOS

A Mario Romero lo conocí en una tertulia literaria, cuando recién llegó a Estocolmo. Por entonces había publicado su poemario Pintura ciega (1982), que, en realidad, debía llamarse Pintura a ciegas, por eso de no haber tenido enfrente a la musa que lo inspiró. De cualquier modo, fue una buena ocasión para tomarnos unas cervezas y planificar la presentación conjunta de: Cuentos de ultratumba de William Peña y Manuel Vargas, Días y noches de angustia de quien escribe esta nota y el poemario arriba mencionado. Lanzamos un vistoso afiche con las tapas de los tres libros y nos pusimos de acuerdo para organizar la presentación en un restaurante de Gamla Stan, donde, por primera vez, le escuché leer su poema La mujer que gira, con una voz agitada que parecía rasgarle los pulmones y una emoción que le brotaba desde el fondo del alma:

La mujer que gira en la pista del circo,
asida de los cabellos, pendiente de una soga,
es una flor en cuyo vértigo
los pensamientos desaparecen.

La mujer que gira no existe mientras gira
como las aspas del cielo claro
en la carpa un poco sucia por el sol,
el aroma la distingue.

La mujer que gira tiene abismo
y en los recodos el sueño
y en el corazón el vacío brillante.

La mujer colgada de los pelos
es un círculo por donde
la tierra vuelve a su infinito.

Cuando le llamé por teléfono y le cité a la Casa de la Cultura para entrevistarlo sobre sus experiencias en Bolivia, me dijo: Me reconocerás por mi aspecto de latinoamericano, tirado a hindú. En efecto, Mario Romero era un argentino atípico en el verbo y el aspecto. El día que nos reunimos en la cafetería de la Casa de la Cultura, le estreché la mano húmeda y le pregunté: ¿Cómo te sentiste cuando en 1976 tuviste que abandonar Argentina y enfrentarte a Bolivia? Él me miró serio y, entre la duda y el recuerdo, contestó: Cuando crucé la frontera, que lo hice a pie, sentí como si me hubiese caído del caballo. Bolivia es muy diferente, en apariencia, a la Argentina y yo sufrí el cambio como un choque. Al poco tiempo, con la ayuda de algunos amigos, especialmente poetas, descubrí que lo que yo había sentido como un golpe no era nada más que el ingreso a una realidad fascinante, extraña y maravillosa. Así recordaba Romero su encuentro con Bolivia y los bolivianos. Después me contó que vivió casi cuatro años en Santa Cruz, donde trabajó como redactor de la página cultural del diario El Mundo. Asimismo, me sorprendió cuando me reveló, con un cierto halo de nostalgia y tiempos idos, que le gustaban los tamarindos y los versos de Jaime Saenz, a quien lo consideraba uno de los mejores exponentes de la poesía latinoamericana contemporánea.

Cierta tarde de verano, mientras caminábamos en dirección a Skansen, luego de cruzar el canal de Slussen, encontramos a nuestro paso un billete de cien coronas, con el que pagamos las cervezas que nos sirvieron en un restaurante ubicado cerca de Gröna Lund, donde hablamos de su compromiso con la causa de los oprimidos y sus exilios, pero también de su interés por el teatro infantil y de esa niña traviesa que, en el mundo de la ficción y las maravillas del teatro, intentaba matar su sombra con la luz de una linterna.

Mario Romero, como pocos poetas en estos pagos, estaba acostumbrado a contar sus sueños, sin agregar ni quitar detalles, y los amigos estábamos dispuestos a escucharlo, tal vez porque todos sabíamos que la voz del poeta correspondía al niño de su infancia, a ese muchacho que soñaba mirando los retratos de Evita Perón, y a ese otro niño auténtico, universal, que todos llevamos dentro. Por lo demás, donde quiera que esté, los amigos seguiremos compartiendo con él aquella frase estampada en una postal que le llegó desde Madrid: Que la poesía nos salve mientras pueda. Aunque él, claro está, no tenía por qué preocuparse, pues su poesía, cargada de emoción y fuerza expresiva, se encargó ya de salvarlo del olvido. Ahora sólo falta que sus versos sean dispersados como la hojarasca por el viento y lleguen a manos de quienes, además de proteger al niño que lo habitaba, estén dispuestos a defender a los hijos de su alma.

Este poeta argentino, de contextura robusta y pelo ceniciento, sabía interpretar el ritmo de sus versos y reavivar la llama de la amistad con su calor humano; más humano todavía cuando la sencillez era una de las virtudes más transparentes de su personalidad. Mario Romero era amigo de los amigos y quienes lo conocieron tienen la sensación de que se trataba de un ser magnífico. No era mezquino con los elogios y siempre estuvo dispuesto a cooperar con quienes se lo pedían. Ahí está el ejemplo, sin otro interés que su amor por los libros, publicó a varios escritores amigos en la editorial Saltomortal y organizó talleres de literatura para incentivar a los iniciados en el arte de la poesía.

Con Mario compartimos varios recitales desde 1982 hasta febrero de 1994, fecha en la que fuimos invitados por el Marionetteater a un acto de solidaridad con el poeta peruano Luis Bárcena Giménez, cuya solicitud de asilo político fue rechazada por la Oficina de Inmigración. En esa oportunidad hablamos muy poco, pero fue suficiente mirarle los ojos para intuir que algo lo inquietaba o que alguien lo llamaba desde el más allá. No le dije nada ni insistí en molestarlo, mas cuando leí la nota Apoyo a Mario Romero, publicada en el semanario Liberación, comprendí el porqué de su cansancio y su silencio.


Luego de abandonar el Marionetteater, bajo un cielo congelado y sin estrellas, caminamos en dirección al metro de Östermalmstorg, oportunidad que aproveché para retomar la conversación. Me comentó que estaba preparando las maletas para marcharse definitivamente de estas tierras frígidas. Los escritores latinoamericanos nos movemos en la periferia de esta sociedad, me dijo. Levantó las cejas y prosiguió: Nadie nos conoce aquí... Lo escuché atentamente, pensando en que este poeta, que añoraba y soñaba con la tierra que lo vio nacer, había llegado a la conclusión de alejarse rumbo al noreste argentino, quizá hacia ese pueblo ventoso y polvoriento de la provincia de Tucumán, donde, según confesó en un artículo: Corría viento todos los días, sobre todo a la siesta. Se levantaba tanto polvo que uno quedaba como en medio de una nube caliente, enceguecido y respirando con dificultad. Al final, qué importaba que Las Cejas se pareciera a un infierno, si la llamada de la patria era más fuerte que la del paraíso.

Nuestro silencio se hizo mutuo, aunque siempre conservamos un respeto recíproco, en parte, debido a que nuestras afinidades eran muchas más que nuestras diferencias. No pude asistir a la presentación de su último poemario: Rött bläck på svart bläck (Tinta roja sobre tinta negra, editorial Orions, 1997), cuya organización estuvo a cargo de sus colegas del Teatro Popular Latinoamericano (alias Teatern) y la presentación a cargo de Sun Axelsson. Según me enteré después, la presentación de la antología de su obra poética, traducida al sueco por Hans Bergqvist, fue todo un éxito. No era para menos. Mario Romero era -y será- una de las figuras centrales de la poesía latinoamericana en Suecia y un amigo que sabía ganarse el aprecio de los amigos.

OBRA COMPLETA DE MARIO ROMERO

Mario Romero nació en Las Cejas, provincia de Tucumán, Argentina, el 15 de febrero de 1943.
Su obra poética está compuesta por los siguientes libros: Las señales (Editorial Monopolo, Tucumán, 1973), Pintura ciega (Editorial Estaciones, Madrid, 1982), La otra lanza (Editorial Siesta, Estocolmo, 1983), La última mejilla (Editorial Tierra Firme, Buenos Aires, 1988), Tinta roja sobre tinta negra (Editorial Orions, Estocolmo, 1997) y Vieja pared (Florida Blanca, Buenos Aires, 1998).
Traducciones del sueco al castellano: Detrás de las máscaras, de Eva Stenvång, libro que recoge la experiencia del teatro latinoamericano en Suecia; La nueva poesía sueca, en colaboración con Roberto Mascaró; Cuando despunta el alba, obra de teatro de Birgitta Edberg; Francisco, querido, ¿dónde te has metido?, obra para niños de Staffan Westerberg.
Textos de teatro: La luna llena y el sol vacío, en colaboración con Christian Kupchilk; Versión libre del lazarillo de Tormes, en colaboración con Manuel Martínez Novillo; y Por la huella, compadre.
Sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, finlandés, italiano, portugués y sueco , y han sido recogidos en las antologías: Nueva poesía argentina, de Leopoldo Castilla, Editorial Hiperión, Madrid, 1987; A palabra nomade, de Santiago Kovadloff, Editorial Iluminarias, San Pablo, Brasil; L’arbre á peroles, Bruselas, 1985; y Världen i Sverige (El mundo en Suecia), de Madelaine Grive y Mehmed Uzun, Editorial En Bok för Alla, Estocolmo, 1995.
Tiene inédita la novela Alias Minotauro .

Fotografías:

1. Mario Romero.

2. De izq. a der. William Peña, Sergio Infante, Orieta Alveal, Carlos Alberto Muñoz, Mario Romero y Víctor Montoya (sentado), Biblioteca de Tyresö, Estocolmo, 1983

martes, 23 de noviembre de 2010



El autor del volumen de Cuentos violentos, a través de un impactante testimonio personal y colectivo, revela los métodos de tortura que las dictaduras militares usaron contra sus opositores políticos durante la Operación Cóndor. El vídeoclip fue realizado por Miro Coca Lora en junio de 2009.

lunes, 22 de noviembre de 2010


EL ENCAPUCHADO

Cuando Aquiles entró en la cámara de torturas, donde estaba el preso colgado de una viga, un oficial cerró la puerta de un puntapié y dijo:

–¡Torturar es un oficio y un deber!

Aquiles, consciente de que su oficio estaba en contra de su voluntad, no sabía si empezar hablando o golpeando como otras veces. Se acercó a las gavetas de la mesa, se quitó el cinturón ribeteado de balas y bebió varios sorbos de agua en una calabaza. Limpió el gollete con una mano, mientras con la otra acariciaba la cacha de su revólver.

Paseó alrededor del encapuchado, mirándolo sin mirarlo. A medida que se desabrochaba la camisa, recordaba el día en que fue sorprendido forcejeando con una muchacha en el sótano del colegio, la mirada inquisidora del profesor y esos pechos similares a cántaros de miel.

–¡Está expulsado! –le increpó el profesor.

Aquiles, al cabo de aflojarse la camisa a la altura del tórax, fijó los ojos en el encapuchado, quien pendía con las manos esposadas, las ropas desgarradas y empapadas por el agua.

–¿Dónde están los otros? –inquirió, respirándole muy cerca.

El encapuchado, consternado por la voz que le parecía conocida, se limitó a negar con la cabeza, poco antes de que un puñetazo retumbara en su pecho y reventara sus huesos.

–¡Hijo de puta! ¿Dónde están los otros? –insistió Aquiles, exhalando suspiros profundos, justo cuando sus energías comenzaban a languidecer.

Más tarde dejó errar la mirada por doquier, hasta que gotas escarlata le cruzaron por los ojos. Levantó la cabeza hacia el torturado y le sacó la capucha, despavorido por la muerte que se cargaba toda la información, sólo por la maldita suerte de haber empuñado la mano en un momento de furor.

Cuando la capucha cayó al agua, la víctima se había ido ya en un vómito de sangre, y, en su rostro pálido como la luz de la luna, Aquiles no encontró más que los ojos desorbitados de su mejor amigo de infancia.

jueves, 18 de noviembre de 2010


VÍCTOR MONTOYA EN EL SUR DE FRANCIA

Mi viaje por el sur de Francia estuvo hecho de amistad y buena compañía. Retorné a Suecia con una montaña de impresiones y sensaciones fabulosas, como quien come y bebe demasiado, y demasiado tiempo necesita para digerir todo lo visto, oído y hablado. Quizás por eso, recién ahora, con la serenidad que devuelve el tiempo y la objetividad que requiere el caso, me propuse rememorar algunos de los instantes que mejor se grabaron en el crisol de mi memoria.

Las montañas de Gap recuerdan a los Andes

El viaje en auto desde el aeropuerto de Marsella hasta los Altos Alpes de Gap, fundada por los galos y establecida el año 14 a. C. por el emperador romano Augusto, fue una forma de retornar al altiplano boliviano. Su caprichosa topografía, con sus ríos, quebradas y montañas, me recordaron a Llallagua, esa población minera enclavada en la cordillera de los Andes.


Mayor fue mi sorpresa al saber que la Association Kausasun, compuesta por un grupo de franceses querendones de la música y la cultura bolivianas, me cursó la invitación para hablar sobre mi literatura en el marco de las actividades que venía promoviendo desde hace varios años bajo el lema: Bolivie indomptable (Bolivia indomable), que, aparte de diversas charlas, incluía una exposión de fotografías que podía apreciarse en el pabellón de un hospital, donde se dieron cita los interesados en el pasado, presente y futuro de los pueblos originarios.


Desde el hotel pude movilizarme de un lado para otro, en mi afán por conocer la ciudad, que presentaba un aspecto limpio y sereno, y se respiraba un aire fresco de primavera. Desde sus calles pude divisar los cerros cuyas cumbres estaban todavía cubiertas por un manto de nieve. Era cuestión de suspirar y repetir: ¡Qué lindo lugar! ¡Aquí cualquiera quisiera vivir!


No era para menos, en una de las callecitas centrales del casco antiguo de la ciudad se estableció Manuel, el hijo andariego del escritor chilote Francisco Coloane, quien, con amabilidad y ganas de conversar, nos invitó a pasar a su casa, cuya planta baja fue en otrora una librería de antigüedades. Ahora estaba retirado a una vida sosegada después de sus periplos por África, Europa y Ásia. Ahí nomás, cuando le comenté que en alguna ocasión escribí un artículo sobre su padre, comentando su novela El último grumete de la Baquedano, me miró con ojos inquietos y reveló: Mi padre se inspiró en mí, cuando yo era niño, para caracterizar al personaje principal de esa novela.


Los amigos de la Association Kausasun se portaron de maravillas. Tenían interés por conocer todo lo concerniente a la cultura boliviana y a los cambios que se están sucitando tras la llegada al poder de un gobierno que, después de más de quinientos años de expoliación y coloniaje, representa a una nación pluricultural y mutilingüe. No paraban de preguntar ni yo paraba de contestar, ya sea mientras caminábamos o nos deteníamos a comer o beber en uno de los tantos café-bistró, cuyas mesas, como expuestas a la luz y el aire libre, se prolongaban hasta la acera de la calle.


La segunda y tercera noche de mi permanencia en Gap, asistí a dos conferencias que tuvieron lugar en el salón mayor de uno de los hoteles de la ciudad, donde primero hablé sobre los alcances de mi obra en el contexto de la literatura boliviana contemporánea y luego leí algunos de los cuentos de mi libro Anthologie Minime, que acababa de ser publicada en versión bilingüe en Francia por Arcoiris Ediciones.


Este libro es una suerte de antología mínima que reúne los cuentos breves de tres de mis libros: Cuentos violentos (1991), Cuentos de la mina (2000) y Cuentos en el exilio (2008).


Los dos actos se desarrollaron como se tenían previstos, con un público que no dejó de manifestar su interés por el destino del país andino y escuchó atento la lectura de los cuentos. La traducción estuvo a cargo de Diomenia Carvajal y la lectura de los cuentos en francés a cargo del actor Jean-Jecques Lorazo, quien leyó por primera vez en público la obra de un autor boliviano traducido a la lengua de Molière y Victor Hugo.


La despedida, que se cerró con una cena à la france en un típico restaurante de Gap, fue emotiva y se vertieron palabras de sincera amistad, sin dejar de sellar el compromiso de mantener el contacto, así se interponga entre nosotros el obstáculo del tiempo y la distancia. Al día siguiente, sin dejar de contemplar los picos nevados de las montañas, tomamos el camino de Montpellier por una carretera llena de ríos y pueblitos pintorescos, dejando atrás, pero muy atrás, una ciudad capaz de atrapar al visitante fugaz con sus secretos y encantos.

Poesía y primavera en Montpellier

Cualquiera que haga un recorrido en auto entre los Altos Alpes y la costa mediterránea de Montpellier, puede constatar que el panorama geográfico del sur de Francia se diferencia como el anverso y el reverso de la mano, porque allí donde hay montañas no hay mar y allí donde está el mar no hay montañas.


La actividad literaria programada en Montpellier estuvo a cargo de un grupo de escritores que, desde hace años y bajo el impulso entusiasta de la poeta panameña Olga Pinilla, quien se dedica a promover el patrimonio cultural de un continente tan complejo y contradictorio, donde todas las manifestaciones del arte se amalgaman en un mosaico rico en matices culturales.


En Montpellier, bombardeada varias veces durante la Segunda Guerra Mundial, es más fácil notar la presencia de los inmigrantes magrebís que el terreno ondulado sobre el cual está cimentada la ciudad. Llama la atención la moderna arquitectura de los hoteles de lujo construidos a lo largo de la costa, sus canales surcados por pequeñas embarcaciones y los restaurantes adornados con luces de neón.

Una caminata por las avenidas y los parques principales, nada menos que bajo un sol radiante, se parece a un regalo de los dioses, porque se disfruta de los jardínes en plenitud, la muchedumbre que va y viene, el ruido de los tranvías y hasta el gusto de los helados que saben a pasión y néctar. Caminar por el centro de la ciudad es llegar, tarde o temprano, a la Plaza de la Comedie, donde está la Fuente de las Trois Grâces y el edificio de la Ópera, un sitio que no debe perderse el visitante, por mucho que la premura se resienta y la cámara fotográfica se resista a captar la imagen deseada.


No está demás decir que en esta ciudad, cuna de celebridades como el sociólogo Auguste Comte, el poeta Francis Ponge y el fiilósofo Charles Bernard Renouvier, se respira la fragancia de las flores y el aire de la poesía por doquier. No en vano, aprovechando el segundo festival, que corresponde al mes del llamado Printemps de Poètes (La Primavera de los Poetas), participé en una tertulia literaria junto a la escritora y editora Diomenia Carvajal, quien presentó la Revue de Création Littéraire Bilingue, N°27, cuya edición especial, dedicada a las lenguas nativas de América Latina, compendia los trabajos de 51 poetas y narradores franceses e hispanoamericanos.


En esta edición antológica, de 327 páginas, se publicaron mis cuentos breves en francés, quechua y aymara. De modo que en plena tertulia, donde se leyeron también poesías en mapudungun y guaraní, no me quedó más remedio que leer en quechua las poesías de Juan Wallparrimachi y un par de poemas anónimos recopilados por Jesús Lara, que fueron simultáneamente traducidos al francés y español.


En esta misma tertulia, en la cual cantó Recuerdos de Ipacaraí la joven soprano Alejandra, como si gorjeara una pajarita recién liberada de su jaula, conocí también al cantante y compositor argentino Yamari Cumpa, afincado en Francia desde tiempos de la dictadura militar. Hicimos buenas migas desde un principio. Comimos tacos y bebimos Tequila en un restaurante mexicano. Yo le pasé mis libros y el me pasó sus CDs, los cuales escuché a mi retorno a Estocolmo, desde donde le escribí: Apenas llegué a casa, abrí un buen trago y me puse a escuchar atentamente los CDs, que suenan maravillosos en tu maravillosa voz. Hay canciones y letras que me gustaron un montón. Ya habrá tiempo para hacerles escuchar a los amigos. No cabe duda que te irán descubriendo poquito a poco. Lo demás, como bien sabes, lo dirá el tiempo, que es un genio para poner cada cosa en su lugar.


En la basílica de Notre-Dame de la Garde

El viaje de Montpellier a la ciudad portuaria de Marsella fue igual de apasionante, porque se trataba de llegar a tiempo, como bordeando las aguas del Mediterráneo, hacia una de las urbes más cosmopolitas y la segunda más poblada de Francia.


Esta ciudad, visitada ampliamente por los turistas tanto nacionales como extranjeros, es digna de ser novela porque es dueña de un pasado histórico anclado en las reminiscencias romanas, los legados de la Edad Media y el nacimiento de la sociedad moderna, que hoy se expresa en su desarrollo industrial. Aquí mismo, según cuenta la tradición, tuvo origen el himno nacional de Francia, pues durante la revolución 500 voluntarios se sumaron a la causa libertaria emprendida en la capital en 1789. En su marcha de Marsella a París entonaron una canción marcial que, sumando voces a las voces, pasó a ser conocida como La Marsellesa, convertida tiempo después en el himno nacional de Francia.

El territorio de Marsella forma una especie de anfiteatro, encerrado por el mar al oeste, por les calanques (calas) al sur con Marseilleveyre, por la Costa Azul al norte con l´Estaque (inmortalizado por el pintor Cézanne) y por las cadenas montañosas de l'Étoile y Garlaban al noreste.

El simple hecho de recorrer por sus calles es pasar y repasar por una infinidad de cafés, bares y hoteles, y subir por las gradas hasta la basílica de Notre-Dame de la Garde es una experiencia que se debe vivir al menos una vez en la vida, ya que desde su mirador puede contemplarse el panorama de la ciudad y, al fondo, en la bahía situada enfrente, unas pequeñas islas, entre las que se encuentra la isla de If, cuyo castillo, del siglo XVI, describió brillantemente Alexandre Dumas en su novela El Conde de Montecristo.

Aunque me faltó tiempo para pasear ampliamente por esta bella ciudad del sur de Francia, me prometí a mí mismo retornar algún día, si no es para hablar sobre literatura, al menos para disfrutar de sus gentes, sus barrios, su diversidad cultural, sus castillos, catedrales y museos emblemáticos, cargados de un importante patrimonio histórico y un largo etcétera.

Fotografías:

1. En Marsella, basílica de Notre-Dame de la Garde
2. Las montañas nevadas de Gap
3. En la exposición fotográfica de Albert Robillard y Yves Simon
4. En casa de Manuel Coloane
5.Yolande, Víctor Montoya, Diomenia Carvajal, Jean-Pierre Marino y Jean-Jacques Lorazo
6. Afiches
7. Conferencia y lectura de cuentos
8. Diomenia Carvajal presenta al autor
9. Portada del libro Anthologie Minime
10. El autor con un grupo de lectores y miembros de la Association Kausasun
11. Con el actor Jean-Jacques Lorazo
12. Tertulia literaria en Motpellier
13. Un descanso necesario
14. Los jardines bajo el sol primaveral
15. Delante de las Trois Gràces, en la Plaza de la Comedie de Montpellier
16. Portada de la Revue de Création Littéraire Bilingue, N° 27
17. Durante la lectura de poesía quechua
18. El cantautor Yamari Cumpa
19. Un público encantado
20. La ciudad de Marsella
21. En la basílica de Notre-Dame de la Garde

viernes, 12 de noviembre de 2010


¡LOS MACHOS NO DEBEN LLORAR!

Hablar del macho llorón es un tema escabroso en determinadas culturas, donde prevalece el mito de que el acto de llorar es un atributo propio de las mujeres y no de los hombres. En tal sentido, me temo que estas líneas sean una franca provocación contra quienes, sujetos al chauvinismo masculino, se sientan tocados en sus fibras más íntimas. De ser así, celebro que sea enhorabuena, pues considero que éste es un tema vinculados a quienes vivimos en una sociedad donde se enseña a los varones, desde la cuna hasta la tumba, a dominar los sentimientos y aguantar el dolor físico sin quejarse ni llorar.

Yo mismo aprendí a retener las lágrimas como un nudo en la garganta. Apenas abría la boca para quejarme con un ¡Ay!, mi abuelo, un hombre que hasta muy entrado en años conservó los bríos de su azarosa vida de cateador de minas y hacendado implacable, me miraba con un gesto de reprobación, como retándome, y decía: ¡Cobarde, los machos no deben lloran! Desde entonces aprendí a soportar el dolor físico y a tragarme las lágrimas con los ojos cerrados y los puños apretados.

Por suerte hoy, después de muchos años de haber vivido atrapado por las garras de un falso machismo, he llegado a aceptar mi sensibilidad -o tal vez hipersensibilidad-, con la misma naturalidad con que se acepta la serenidad del remanso. No estoy dispuesto a someterme a ordalías para poner a prueba mi resistencia física. No quiero sentir el dolor que produce el fuego, el hierro candente o el combate cuerpo a cuerpo. No soy un guerrero invulnerable, revestido con una armadura de hierro y un casco de protección. Tampoco quiero que me confundan con el gaucho que sujeta el cuchillo entre los dientes o con el charro que lleva dos pistolas al cinto y una botella de Tequila en la mano. No quiero que me confundan con el galán que baila el tango bajo la luz mortecina de un farol o con el latinlover que, además de dominar los misterios del amor, luce una pinta loca y un destello en la mirada. No, no quiero que me confundan con el macho de pelo en pecho, cuya fuerza está en sus músculos y no en su cerebro; más todavía, no quiero ser otra cosa que un ser de carne y hueso, un hombre que llora, hace compras, cocina, cuida a los hijos y aspira las alfombras.

Hace tiempo que he perdido la ilusión de parecerme a Superman, de tener el cuerpo de Hércules y la belleza irresistible de Rodolfo Valentino, ese prototipo del seductor latino que rompió tantos corazones y que tanto les encantaba a las mujeres en Hollywood. Además, desde cuando descubrí que era imposible alcanzar la perfección total, debido a nuestra esencia hecha de un puñado de virtudes y defectos, he llegado a reconciliarme conmigo mismo, con mis ángeles y mis demonios, con mis lados fuertes y mis lados débiles.

Hace tiempo que dejé de creer en los seres que se sumergen en el agua sin mojarse y se meten en el fuego sin quemarse, pues sé de sobra que nadie fue ni será inmortal en la historia, ni siquiera Aquiles, a quien su madre, según refiere la leyenda griega, lo sumergió en la laguna Estigia para darle coraje y hacerlo invulnerable ante el dolor y la muerte. Pero como todo lo que tiene un principio está condenado a tener un final -incluso las historias heroicas-, Aquiles no fue sumergido por completo en la laguna, sino asido por el talón. Ésta sería la única parte de su cuerpo en la cual podía ser herido por el enemigo. Y así ocurrió en el sitio de Troya, donde Paris le atravesó una flecha envenenada en el talón, provocándole la muerte instantánea. Esto enseña que nadie es invulnerable ante el dolor y la muerte.

Según estudios recientes se sabe que el acto de llorar era también propio del género masculino hasta mediados del siglo XIX. Incluso los héroes de las tragedias griegas vertieron lágrimas en los campos de batalla. El acto de llorar se convirtió en un atributo sólo de las mujeres al irrumpir el ideal del hombre moderno, cuya actitud estoica debería diferenciarlo de la mujer sensiblera y llorona. De modo que el hombre, por el temor a perder el respeto y la dignidad, se vio obligado a dominar sus sentimientos de manera racional y poseer una fortaleza física templada como el acero, así la costumbre de no llorar no obedezca a factores genéticos ni biológicos, sino a una conducta adquirida en el contexto socio-cultural en el cual se forma y desarrolla el individuo.

En la mayoría de los casos, irónicamente, son las madres quienes inician al infante en la tradición machista. A las niñas les permiten las lágrimas como expresión de desahogo de emociones dolorosas, sentimentales y conflictivas. A los niños, en cambio, les advierten y repiten: ¡Los machos no deben llorar!. De ahí que el hombre, educado desde su más tierna edad en una cultura machista, no llora ni manifiesta sentimientos de ternura, inseguridad, miedo o compasión, por temor a que se dude de su masculinidad.

Asimismo, la educación autoritaria, que empieza en la casa y se extiende hasta la escuela, contribuyó a forjar el mito de que los machos no deben llorar, como si llorar fuese un pecado y no una necesidad vital. ¿Cuántos niños no han aprendido que, a pesar del plantón y los palmetazos, el tirón de orejas y las amenazas, lo más importante era resistir el suplicio sin quejarse ni llorar?

Del autoritarismo escolar, que enseña el respeto y el sometimiento a la autoridad, la mayoría de los varones pasaron a experimentar el penalismo del Servicio Militar, una institución donde se quebranta la personalidad de los más débiles y se exalta las facultades de los más fuertes, so pretexto de que al cuartel se entra con faldas y se sale con pantalones. Algunos militares, como la mayoría de los educadores, parecen seguir a pie juntillas los legados de una sociedad medieval, donde los guerreros, enfundados en armaduras de hierro, eran incapaces de expresar el dolor por fuera, aunque por dentro les devoraba el corazón.

Lo más extraño de esta enseñanza del destino es el caso de ese prisionero político que fue torturado delante de mis ojos. Los sicarios del gobierno le golpearon con la culata del fusil, le hicieron el submarino y le aplicaron los cables de la picana en las zonas más sensibles del cuerpo. Mas el prisionero, sin quejarse ni derramar lágrimas, soportó el suplicio con los dientes apretados. Yo le seguí el ejemplo, me armé de coraje y me mantuve firme, hasta que los torturadores, rendidos por el cansancio y sin lograr la información requerida, se retiraron de la celda, cerrando la puerta a sus espaldas. Tiempo después, intentando recordar esos días aciagos de mi adolescencia, sentí que por dentro me bullía la sangre y que las lágrimas asomaban a mis ojos con una furia acumulada durante años.

Por suerte, desde cuando me liberé del prejuicio de que los machos no deben llorar, me sentí más íntegro y menos sujeto a la educación machista que se me impartió en la infancia. Pero algo más, he aprendido que el acto de llorar fortalece la salud física y mental, pues las lágrimas producidas por emoción ayudan al cuerpo a liberarse del estrés, deshacerse de las sustancias tóxicas, recuperar el balance emocional y alivianar las enfermedades psicosomáticas. Es decir, he aprendido a llorar no sólo para ventilar lo que llevo adentro, sino también para evitar que un ataque cardiaco me voltee a temprana edad.

EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE

Un compañero latinoamericano, al retornar a su país después de diez años en el exilio, se encontró con la enorme sorpresa de que su perro era el único ser que no lo había olvidado, pues el perro, según le contaron los inquilinos, no dejó de ladrar ni batir su rabo desde cuando lo sintió llegar a la plaza del pueblo.

Esta anécdota, que él me la refirió en una de sus cartas, me recordó a Ulises, el héroe de la “Odisea” y rey de Ítaca, en la que el viejo perro Argos, agobiado por una misteriosa enfermedad y abandonado sobre un montón de boñiga, murió de felicidad al ver por última vez a su amo.

La anécdota me recordó también a mi perro, que murió atropellado por un auto que le partió el espinazo. Se llamaba Laika en homenaje al primer can lanzado al espacio en calidad de astronauta; era pelado como los perros de la puna, veloz como el perro Argos de Ulises, flaco como el perro galgo de don Quijote y bravo como el perro Buck de Jack London. Lo cuidé desde cuando era apenas un cachorro, desde cuando me lo regalaron envuelto en un aguayo. Él creció lamiéndome la cara y yo contemplándole sus brillantes ojos de azabache.

Con el paso del tiempo nos hicimos amigos inseparables, tan inseparables que mi madre nos servía la comida juntos y juntos nos bañaba en la batea. Lo apreciaba como a un hermano; era un perro obediente, hecho de instintos y reflejos condicionados. Nunca desoyó mi voz de mando ni desacató las instrucciones. Yo levantaba la mano y él agitaba el rabo, le disparaba con el índice y él se tiraba con las patas en alto. Así nos la pasábamos todo el rato, jugando como dos niños que se divertían hasta el cansancio.

Por las mañanas me acompañaba a la escuela y por las tardes me esperaba sentado junto a la puerta, dispuesto a jugar con la pelota de trapo, que él escondía detrás de una tapia habida en el fondo del patio. Jugábamos hasta que la luna se mostraba en las alturas y mi madre nos llamaba a cenar. Después me ponía a hacer los deberes y él iba a recostarse en su caseta, desde cuya puerta vigilaba la casa con un ojo cerrado y el otro abierto.

Aunque era de regular tamaño, lucía una recia musculatura y unos colmillos afilados que infundían miedo y respeto. Lo pude comprobar el día en que nos atacó un bóxer de pelo corto y hocico chato, que tenía fama de ser depredador de peatones y jefe de una manada de perros sin dueño. El hecho ocurrió de un modo insólito. El bóxer, al vernos cruzar por la calle, se desprendió de la cadena corrediza que lo sujetaba de la collera y se lanzó al ataque, estremecido de furor y echando espuma por el hocico. Yo me quedé helado de pavor, pero mi perro, los ojos ardientes como ascuas y el pecho resollándole más de lo habitual, se le enfrentó con una valentía admirable.

Por un instante, no muy lejos de mis ojos, se mordisquearon sin piedad, hasta que mi perro le hincó sus afilados colmillos en el pescuezo y lo revolcó en el suelo, como quien pone a prueba sus instintos salvajes. Pasado el incidente, en medio de un fino polvo que se disipaba en el aire, el perro bóxer se retiró con el rabo entre las patas y relamiéndose las heridas, mientras mi perro, dispuesto a defenderme y salvar su propio pellejo, se me acercó jadeante y con una mirada que parecía decirme: “Soy el mejor amigo del hombre”. Después corrió haciendo cabriolas y yo lo seguí a pasitrote, pensando que un perro valiente es más temible que el can de tres cabezas que guarda las puertas del infierno.

Desde entonces se acrecentó nuestro afecto mutuo y se prolongó hasta el día en que murió en mis brazos, tras ser atropellado por un auto que le partió el espinazo. Su muerte me causó un dolor inmenso, lloré y lo enterré en el fondo de una quebrada, donde no llegaba la corriente del río ni el silbido del viento.

Años después, cuando le conté esta historia a un amigo sueco, éste me miró con una chispa de ironía y preguntó:

–¿Es verdad que los perros de tu pueblo duermen en el patio?

–Sí –contesté–. Los perros no son objetos de adorno sino los candados de la casa, los guardianes de los bienes de sus dueños. Los perros, como los humanos, tienen sus derechos y sus deberes, y, aunque se los cuida y ama demasiado, no se les cepilla los dientes ni se les atusa el pelo. Los perros de mi pueblo no están acostumbrados a consumir alimentos envasados sino a comer lo que sobra en la olla o en la mano. Los perros de mi pueblo se crían a cielo abierto y no como pájaros enjaulados. No necesitan que nadie los sobreproteja ni les cambie el paño, pues son perros que responden a su propia naturaleza, sin que por esto dejen de ser los animales más nobles y los mejores amigos del hombre.

–Lo que es en Suecia –dijo resignado–, el perro ha dejado de ser perro para convertirse en amo y señor de la casa. Por si fuera poco, los perros ya no ladran ni muerden, son perros modernos en una sociedad moderna.

–Así es –le dije–. Los perros son como los humanos, mientras más tienen, menos ladran.

LAS MONJITAS DEL TÍO

Cuando el Tío* vio en mis manos el libro de Giovanni Boccaccio, lanzó un suspiro hondo y asistió:

–¿Leíste ya el cuento de Alibech narrado en la tercera noche?

Me quedé como alma suspendida en el vacío. No sabía que el Tío conocía el Decamerón, obra medieval censurada por los padres de la Iglesia debido a sus blasfemias y su desmesurado erotismo.

–Y tú, sin ser ratón de biblioteca, ¿cuándo leíste a Boccaccio? –le pregunté a modo de despejar mi duda.

–No hace falta que lo lea –replicó–. Si conozco al dedillo las obras clásicas es porque algunas de ellas están inspiradas en mi existencia y en mi libre albedrío. Soy el protagonista de esas aventuras y de muchas otras que aún no se han escrito. Si gustas, y dispones de tiempo, puedo contarte algunas para que tú, como buen escribano del diablo, les des forma y les pongas color.

No dije nada, pero me quedé pensando en que, efectivamente, el décimo cuento del Decamerón, narrado en la tercera noche, trataba la historia de Alibech, la hermosa muchacha berberisca que, conducida por una inspiración divina, se marchó en busca del monje Rústico para convertirse al cristianismo. Pero el monje Rústico, quien de religión y de amores sabía más que ninguno, se quedó encantado con la belleza de Alibech y, a modo de satisfacer sus deseos carnales, le enseñó que la mejor manera de servir a Dios y alcanzar el reino de los cielos era metiendo al diablito del hombre en el infiernito de la mujer. Así es cómo el monje Rústico, retirado a una vida de eremita en los desiertos de Tebaida, la poseyó de una y mil maneras, hasta hacerla sentir una satisfacción que sólo el Tío es capaz de procurarle a una mujer atrapada en su reino.

–¿Por qué estás mudo? –indagó el Tío, arrancándome de mis cavilaciones.

–Porque estaba pensando en la patraña del monje Rústico. ¡Qué pendejo!

–Eso pasa. La tentación de la carne es un pecado inevitable, un pecado que nos persigue hasta en los sueños.

–¿Cómo así?

–Fácil –contestó el Tío–. Todos tenemos sueños húmedos, y en el sueño, como en las películas de Hollywood, todo es posible, incluso lo imposible. Por ejemplo, el día en que me enamoré en el sueño de la monjita más bella y joven del monasterio, salí de mi guarida y pasé por los dientes del molino, haciendo chispear el herrumbroso metal a modo de comprobar que no había perdido mis facultades de Satanás a pesar de estar disfrazado de cura; sotana de rigor, sombrero alón y camisa clerical, con cuello cerrado y banda blanca puesta en su lugar...


...En la puerta del monasterio, burlé la vigilancia de la ama de llaves, atravesé el pórtico y gané el pasillo rumbo a la puerta del dormitorio, donde estaba la monjita, apenas cubierta por una sábana que dibujaba la curvatura de sus senos y su vientre. La contemplé por un instante, intentando rehuir el crucifijo pendiente sobre la cama. La monjita, al sentir mi presencia, abrió los ojos con parsimonia y, al verme plantado a su lado, se incorporó restregándose los ojos. Yo me quité el sombrero, levanté la sotana y ordené:

–Tócame, hija

La monjita, de rostro angelical, me bañó con una mirada celestial y se negó con la cabeza.

–No tengas miedo –la serené–. Estás bajo mi divina protección...

La pobre no supo resistir la tentación y cayó como pajarito en mi trampa. Le quité su única prenda y, ¡zas!, me metí en la cama, acariciándole la bendita protuberancia que Dios le puso allí donde termina el casto nombre de la espalda. Su cuerpo, lozano y suave, se abrió como flor al contacto de mis manos, mientras sus labios pronunciaban palabras santas y su piel gemía entre espasmos de dolor y de placer. Me la hice vivir enterita, hasta que el amanecer despuntó en el horizonte. Me puse la sotana y abandoné el monasterio antes de que la ama de llaves abriera los ojos...


El Tío, tal cual se lo imaginan ustedes, contó su sueño como en estado de transe, los ojos chispeantes y la mirada perdida quién sabe dónde. Ni modo, me limité a mirarlo con seriedad, como reprochándole su conducta. Y, mientras el cuento de Alibech revoloteaba en mi mente, le increpé:

–¿Y por qué te aprovechaste de la monjita, sabiendo que existe tanta María Magdalena entre las mujeres de cuerpo ardiente y espíritu rebelde?

–Porque la monjita, en el remanso del sueño, se me apareció como Dios la trajo al mundo; tenía los ojos color verde limón y la boquita..., ni para qué te cuento; lucía un cuerpo de diosa y unas..., ni para qué te cuento; impactaba la redondez de sus caderas y el volumen de..., ni para qué te cuento...

–Está bien –le paré–. Pero en qué se parece tu sueño al cuento de Alibech, a quien engañó el monje Rústico diciéndole que el diablo lo atormentaba y que para librarse del dolor era necesario que ella lo metiera en el infierno.

El Tío me miró confundido. Se acomodó en su trono, se refregó las manos, esbozó una sonrisa pícara y, haciendo gala de su ingenio, habló con tono de regocijo:

–Tal como me sucedió en el sueño te lo cuento: hace mucho tiempo, también vestido de cura, me metí en otro monasterio, donde una monjita de apretadas carnes, educada en la misión de ayudar a su superior con reverencia y sin pudor, me aplicaba los masajes después de cada baño, hasta que un día le conté la historia de que la salvación divina venía por medio del pecado carnal. En principio no me lo quiso creer, pero muy pronto, cuando descubrió la satisfacción y hasta el gustito de meter al diablo en el infierno, me rogó que no la cambiara por otra hermana. Así lo hice, hasta que una noche, la madre superiora, al verla chiflada de alegría y coqueta como si esperara a alguien, le preguntó:

–¿A qué se debe esa alegría y esa sonrisa a flor de labios?

–A que alcancé la salvación –contestó la monjita

–Pero, ¿cómo sucedió el milagro, hija mía?

–Todo comenzó con el reverendo padre –confesó la monjita, sintiendo un leve rubor en la cara–. Una noche, mientras le aplicaba los masajes después de su baño diario, me tomó de la mano, la llevó hasta su entrepierna y me hizo tocar su respetable. Después me dijo que era la llave del cielo y que sería necesario probarla en mi cerradura para ver si se abrían las puertas del paraíso. Al principio me dolió un poco, como debe doler el tránsito hacia la salvación eterna, pero después entró justito y hasta sentí un placer que me hizo alcanzar el cielo...

La madre superiora, irrumpiendo el relato, remontó en cólera y pegó un grito en el monasterio:

–¡Diablo inmundo! ¡Nos tiene engañadas! A ti te contó que su respetable es la llave del paraíso y a mí me hizo creer que es la trompeta del arcángel Gabriel, y se la estoy soplando desde hace tiempo...

Como comprenderán, me reí del atrevimiento y el desparpajo del Tío. Cómo no me iba reír de las diabluras del diablo. ¡Qué jodido!, diría Boccaccio, si se levantara de la tumba y lo viera con el látigo de vergajazo en la mano y el respetable listo para la primera embestida. De seguro que Boccaccio volvería a morirse de espanto y de encanto, pues el Tío, al igual que el escritor italiano, es también un maestro en el arte de narrar historias eróticas, como las que se leen en el Decamerón, exactamente iguales, ni más ni menos.

–¿Y qué pasó después? –le pregunté curioso por saber qué hizo cuando se dieron cuenta de que no era un cura sino el Tío.

–No volví a pisar el monasterio y, lo que es peor, desperté del sueño –dijo con el rostro risueño. Luego acotó–: Pero gracias a mis aventuras oníricas, te puedo asegura que no hay cosa más santa ni más prodigiosa que las nalgas de una monjita.

Abrí un silencio repentino. No quise entrar en detalles y me retiré con el libro de Boccaccio en la mano.

–Que lo disfrutes –dijo el Tío, mientras yo salía del cuarto cerrando la puerta a mis espaldas.

* Deidad de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

Imágenes:

1. El Tío, foto de Jean-Claude Wicky
2. Instinto básico en el monasterio, pintura de Martin van Meytens (1695-1770)
3. El trasero de la monja, pintura de Martin van Meytens (1695-1770)