MARIO ROMERO ENTRE AMIGOS
A Mario Romero lo conocí en una tertulia literaria, cuando recién llegó a Estocolmo. Por entonces había publicado su poemario Pintura ciega (1982), que, en realidad, debía llamarse Pintura a ciegas, por eso de no haber tenido enfrente a la musa que lo inspiró. De cualquier modo, fue una buena ocasión para tomarnos unas cervezas y planificar la presentación conjunta de: Cuentos de ultratumba de William Peña y Manuel Vargas, Días y noches de angustia de quien escribe esta nota y el poemario arriba mencionado. Lanzamos un vistoso afiche con las tapas de los tres libros y nos pusimos de acuerdo para organizar la presentación en un restaurante de Gamla Stan, donde, por primera vez, le escuché leer su poema La mujer que gira, con una voz agitada que parecía rasgarle los pulmones y una emoción que le brotaba desde el fondo del alma:
La mujer que gira en la pista del circo,
asida de los cabellos, pendiente de una soga,
es una flor en cuyo vértigo
los pensamientos desaparecen.
La mujer que gira no existe mientras gira
como las aspas del cielo claro
en la carpa un poco sucia por el sol,
el aroma la distingue.
La mujer que gira tiene abismo
y en los recodos el sueño
y en el corazón el vacío brillante.
La mujer colgada de los pelos
es un círculo por donde
la tierra vuelve a su infinito.
Cuando le llamé por teléfono y le cité a la Casa de la Cultura para entrevistarlo sobre sus experiencias en Bolivia, me dijo: Me reconocerás por mi aspecto de latinoamericano, tirado a hindú. En efecto, Mario Romero era un argentino atípico en el verbo y el aspecto. El día que nos reunimos en la cafetería de la Casa de la Cultura, le estreché la mano húmeda y le pregunté: ¿Cómo te sentiste cuando en 1976 tuviste que abandonar Argentina y enfrentarte a Bolivia? Él me miró serio y, entre la duda y el recuerdo, contestó: Cuando crucé la frontera, que lo hice a pie, sentí como si me hubiese caído del caballo. Bolivia es muy diferente, en apariencia, a la Argentina y yo sufrí el cambio como un choque. Al poco tiempo, con la ayuda de algunos amigos, especialmente poetas, descubrí que lo que yo había sentido como un golpe no era nada más que el ingreso a una realidad fascinante, extraña y maravillosa. Así recordaba Romero su encuentro con Bolivia y los bolivianos. Después me contó que vivió casi cuatro años en Santa Cruz, donde trabajó como redactor de la página cultural del diario El Mundo. Asimismo, me sorprendió cuando me reveló, con un cierto halo de nostalgia y tiempos idos, que le gustaban los tamarindos y los versos de Jaime Saenz, a quien lo consideraba uno de los mejores exponentes de la poesía latinoamericana contemporánea.
Cierta tarde de verano, mientras caminábamos en dirección a Skansen, luego de cruzar el canal de Slussen, encontramos a nuestro paso un billete de cien coronas, con el que pagamos las cervezas que nos sirvieron en un restaurante ubicado cerca de Gröna Lund, donde hablamos de su compromiso con la causa de los oprimidos y sus exilios, pero también de su interés por el teatro infantil y de esa niña traviesa que, en el mundo de la ficción y las maravillas del teatro, intentaba matar su sombra con la luz de una linterna.
Mario Romero, como pocos poetas en estos pagos, estaba acostumbrado a contar sus sueños, sin agregar ni quitar detalles, y los amigos estábamos dispuestos a escucharlo, tal vez porque todos sabíamos que la voz del poeta correspondía al niño de su infancia, a ese muchacho que soñaba mirando los retratos de Evita Perón, y a ese otro niño auténtico, universal, que todos llevamos dentro. Por lo demás, donde quiera que esté, los amigos seguiremos compartiendo con él aquella frase estampada en una postal que le llegó desde Madrid: Que la poesía nos salve mientras pueda. Aunque él, claro está, no tenía por qué preocuparse, pues su poesía, cargada de emoción y fuerza expresiva, se encargó ya de salvarlo del olvido. Ahora sólo falta que sus versos sean dispersados como la hojarasca por el viento y lleguen a manos de quienes, además de proteger al niño que lo habitaba, estén dispuestos a defender a los hijos de su alma.
Este poeta argentino, de contextura robusta y pelo ceniciento, sabía interpretar el ritmo de sus versos y reavivar la llama de la amistad con su calor humano; más humano todavía cuando la sencillez era una de las virtudes más transparentes de su personalidad. Mario Romero era amigo de los amigos y quienes lo conocieron tienen la sensación de que se trataba de un ser magnífico. No era mezquino con los elogios y siempre estuvo dispuesto a cooperar con quienes se lo pedían. Ahí está el ejemplo, sin otro interés que su amor por los libros, publicó a varios escritores amigos en la editorial Saltomortal y organizó talleres de literatura para incentivar a los iniciados en el arte de la poesía.
Con Mario compartimos varios recitales desde 1982 hasta febrero de 1994, fecha en la que fuimos invitados por el Marionetteater a un acto de solidaridad con el poeta peruano Luis Bárcena Giménez, cuya solicitud de asilo político fue rechazada por la Oficina de Inmigración. En esa oportunidad hablamos muy poco, pero fue suficiente mirarle los ojos para intuir que algo lo inquietaba o que alguien lo llamaba desde el más allá. No le dije nada ni insistí en molestarlo, mas cuando leí la nota Apoyo a Mario Romero, publicada en el semanario Liberación, comprendí el porqué de su cansancio y su silencio.
Luego de abandonar el Marionetteater, bajo un cielo congelado y sin estrellas, caminamos en dirección al metro de Östermalmstorg, oportunidad que aproveché para retomar la conversación. Me comentó que estaba preparando las maletas para marcharse definitivamente de estas tierras frígidas. Los escritores latinoamericanos nos movemos en la periferia de esta sociedad, me dijo. Levantó las cejas y prosiguió: Nadie nos conoce aquí... Lo escuché atentamente, pensando en que este poeta, que añoraba y soñaba con la tierra que lo vio nacer, había llegado a la conclusión de alejarse rumbo al noreste argentino, quizá hacia ese pueblo ventoso y polvoriento de la provincia de Tucumán, donde, según confesó en un artículo: Corría viento todos los días, sobre todo a la siesta. Se levantaba tanto polvo que uno quedaba como en medio de una nube caliente, enceguecido y respirando con dificultad. Al final, qué importaba que Las Cejas se pareciera a un infierno, si la llamada de la patria era más fuerte que la del paraíso.
Nuestro silencio se hizo mutuo, aunque siempre conservamos un respeto recíproco, en parte, debido a que nuestras afinidades eran muchas más que nuestras diferencias. No pude asistir a la presentación de su último poemario: Rött bläck på svart bläck (Tinta roja sobre tinta negra, editorial Orions, 1997), cuya organización estuvo a cargo de sus colegas del Teatro Popular Latinoamericano (alias Teatern) y la presentación a cargo de Sun Axelsson. Según me enteré después, la presentación de la antología de su obra poética, traducida al sueco por Hans Bergqvist, fue todo un éxito. No era para menos. Mario Romero era -y será- una de las figuras centrales de la poesía latinoamericana en Suecia y un amigo que sabía ganarse el aprecio de los amigos.
OBRA COMPLETA DE MARIO ROMERO
Mario Romero nació en Las Cejas, provincia de Tucumán, Argentina, el 15 de febrero de 1943.
Su obra poética está compuesta por los siguientes libros: Las señales (Editorial Monopolo, Tucumán, 1973), Pintura ciega (Editorial Estaciones, Madrid, 1982), La otra lanza (Editorial Siesta, Estocolmo, 1983), La última mejilla (Editorial Tierra Firme, Buenos Aires, 1988), Tinta roja sobre tinta negra (Editorial Orions, Estocolmo, 1997) y Vieja pared (Florida Blanca, Buenos Aires, 1998).
Traducciones del sueco al castellano: Detrás de las máscaras, de Eva Stenvång, libro que recoge la experiencia del teatro latinoamericano en Suecia; La nueva poesía sueca, en colaboración con Roberto Mascaró; Cuando despunta el alba, obra de teatro de Birgitta Edberg; Francisco, querido, ¿dónde te has metido?, obra para niños de Staffan Westerberg.
Textos de teatro: La luna llena y el sol vacío, en colaboración con Christian Kupchilk; Versión libre del lazarillo de Tormes, en colaboración con Manuel Martínez Novillo; y Por la huella, compadre.
Sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, finlandés, italiano, portugués y sueco , y han sido recogidos en las antologías: Nueva poesía argentina, de Leopoldo Castilla, Editorial Hiperión, Madrid, 1987; A palabra nomade, de Santiago Kovadloff, Editorial Iluminarias, San Pablo, Brasil; L’arbre á peroles, Bruselas, 1985; y Världen i Sverige (El mundo en Suecia), de Madelaine Grive y Mehmed Uzun, Editorial En Bok för Alla, Estocolmo, 1995.
Tiene inédita la novela Alias Minotauro .
Fotografías:
1. Mario Romero.
2. De izq. a der. William Peña, Sergio Infante, Orieta Alveal, Carlos Alberto Muñoz, Mario Romero y Víctor Montoya (sentado), Biblioteca de Tyresö, Estocolmo, 1983
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