¡LOS MACHOS NO DEBEN LLORAR!
Hablar del macho llorón es un tema escabroso en determinadas culturas, donde prevalece el mito de que el acto de llorar es un atributo propio de las mujeres y no de los hombres. En tal sentido, me temo que estas líneas sean una franca provocación contra quienes, sujetos al chauvinismo masculino, se sientan tocados en sus fibras más íntimas. De ser así, celebro que sea enhorabuena, pues considero que éste es un tema vinculados a quienes vivimos en una sociedad donde se enseña a los varones, desde la cuna hasta la tumba, a dominar los sentimientos y aguantar el dolor físico sin quejarse ni llorar.
Yo mismo aprendí a retener las lágrimas como un nudo en la garganta. Apenas abría la boca para quejarme con un ¡Ay!, mi abuelo, un hombre que hasta muy entrado en años conservó los bríos de su azarosa vida de cateador de minas y hacendado implacable, me miraba con un gesto de reprobación, como retándome, y decía: ¡Cobarde, los machos no deben lloran! Desde entonces aprendí a soportar el dolor físico y a tragarme las lágrimas con los ojos cerrados y los puños apretados.
Por suerte hoy, después de muchos años de haber vivido atrapado por las garras de un falso machismo, he llegado a aceptar mi sensibilidad -o tal vez hipersensibilidad-, con la misma naturalidad con que se acepta la serenidad del remanso. No estoy dispuesto a someterme a ordalías para poner a prueba mi resistencia física. No quiero sentir el dolor que produce el fuego, el hierro candente o el combate cuerpo a cuerpo. No soy un guerrero invulnerable, revestido con una armadura de hierro y un casco de protección. Tampoco quiero que me confundan con el gaucho que sujeta el cuchillo entre los dientes o con el charro que lleva dos pistolas al cinto y una botella de Tequila en la mano. No quiero que me confundan con el galán que baila el tango bajo la luz mortecina de un farol o con el latinlover que, además de dominar los misterios del amor, luce una pinta loca y un destello en la mirada. No, no quiero que me confundan con el macho de pelo en pecho, cuya fuerza está en sus músculos y no en su cerebro; más todavía, no quiero ser otra cosa que un ser de carne y hueso, un hombre que llora, hace compras, cocina, cuida a los hijos y aspira las alfombras.
Hace tiempo que he perdido la ilusión de parecerme a Superman, de tener el cuerpo de Hércules y la belleza irresistible de Rodolfo Valentino, ese prototipo del seductor latino que rompió tantos corazones y que tanto les encantaba a las mujeres en Hollywood. Además, desde cuando descubrí que era imposible alcanzar la perfección total, debido a nuestra esencia hecha de un puñado de virtudes y defectos, he llegado a reconciliarme conmigo mismo, con mis ángeles y mis demonios, con mis lados fuertes y mis lados débiles.
Hace tiempo que dejé de creer en los seres que se sumergen en el agua sin mojarse y se meten en el fuego sin quemarse, pues sé de sobra que nadie fue ni será inmortal en la historia, ni siquiera Aquiles, a quien su madre, según refiere la leyenda griega, lo sumergió en la laguna Estigia para darle coraje y hacerlo invulnerable ante el dolor y la muerte. Pero como todo lo que tiene un principio está condenado a tener un final -incluso las historias heroicas-, Aquiles no fue sumergido por completo en la laguna, sino asido por el talón. Ésta sería la única parte de su cuerpo en la cual podía ser herido por el enemigo. Y así ocurrió en el sitio de Troya, donde Paris le atravesó una flecha envenenada en el talón, provocándole la muerte instantánea. Esto enseña que nadie es invulnerable ante el dolor y la muerte.
Según estudios recientes se sabe que el acto de llorar era también propio del género masculino hasta mediados del siglo XIX. Incluso los héroes de las tragedias griegas vertieron lágrimas en los campos de batalla. El acto de llorar se convirtió en un atributo sólo de las mujeres al irrumpir el ideal del hombre moderno, cuya actitud estoica debería diferenciarlo de la mujer sensiblera y llorona. De modo que el hombre, por el temor a perder el respeto y la dignidad, se vio obligado a dominar sus sentimientos de manera racional y poseer una fortaleza física templada como el acero, así la costumbre de no llorar no obedezca a factores genéticos ni biológicos, sino a una conducta adquirida en el contexto socio-cultural en el cual se forma y desarrolla el individuo.
En la mayoría de los casos, irónicamente, son las madres quienes inician al infante en la tradición machista. A las niñas les permiten las lágrimas como expresión de desahogo de emociones dolorosas, sentimentales y conflictivas. A los niños, en cambio, les advierten y repiten: ¡Los machos no deben llorar!. De ahí que el hombre, educado desde su más tierna edad en una cultura machista, no llora ni manifiesta sentimientos de ternura, inseguridad, miedo o compasión, por temor a que se dude de su masculinidad.
Asimismo, la educación autoritaria, que empieza en la casa y se extiende hasta la escuela, contribuyó a forjar el mito de que los machos no deben llorar, como si llorar fuese un pecado y no una necesidad vital. ¿Cuántos niños no han aprendido que, a pesar del plantón y los palmetazos, el tirón de orejas y las amenazas, lo más importante era resistir el suplicio sin quejarse ni llorar?
Del autoritarismo escolar, que enseña el respeto y el sometimiento a la autoridad, la mayoría de los varones pasaron a experimentar el penalismo del Servicio Militar, una institución donde se quebranta la personalidad de los más débiles y se exalta las facultades de los más fuertes, so pretexto de que al cuartel se entra con faldas y se sale con pantalones. Algunos militares, como la mayoría de los educadores, parecen seguir a pie juntillas los legados de una sociedad medieval, donde los guerreros, enfundados en armaduras de hierro, eran incapaces de expresar el dolor por fuera, aunque por dentro les devoraba el corazón.
Lo más extraño de esta enseñanza del destino es el caso de ese prisionero político que fue torturado delante de mis ojos. Los sicarios del gobierno le golpearon con la culata del fusil, le hicieron el submarino y le aplicaron los cables de la picana en las zonas más sensibles del cuerpo. Mas el prisionero, sin quejarse ni derramar lágrimas, soportó el suplicio con los dientes apretados. Yo le seguí el ejemplo, me armé de coraje y me mantuve firme, hasta que los torturadores, rendidos por el cansancio y sin lograr la información requerida, se retiraron de la celda, cerrando la puerta a sus espaldas. Tiempo después, intentando recordar esos días aciagos de mi adolescencia, sentí que por dentro me bullía la sangre y que las lágrimas asomaban a mis ojos con una furia acumulada durante años.
Por suerte, desde cuando me liberé del prejuicio de que los machos no deben llorar, me sentí más íntegro y menos sujeto a la educación machista que se me impartió en la infancia. Pero algo más, he aprendido que el acto de llorar fortalece la salud física y mental, pues las lágrimas producidas por emoción ayudan al cuerpo a liberarse del estrés, deshacerse de las sustancias tóxicas, recuperar el balance emocional y alivianar las enfermedades psicosomáticas. Es decir, he aprendido a llorar no sólo para ventilar lo que llevo adentro, sino también para evitar que un ataque cardiaco me voltee a temprana edad.
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