PRECURSORES DE LA LITERATURA
INFANTOJUVENIL BOLIVIANA
En Bolivia no se tienen claros
antecedentes históricos de cuándo surgió el primer libro de literatura
infantojuvenil ni quién fue el primer escritor que se dedicó a cultivar este
género literario, consciente de que era necesaria la creación de una literatura
destinada exclusivamente a los niños y jóvenes.
Sin embargo, si rastreamos algunos
libros de principios del siglo XX, encontraremos algunas pautas que conducen
hacia ciertos autores que, motivados por su labor de educadores, escribieron
textos, tanto en verso como en prosa, destinados a los alumnos de escuelas y
colegios, en un intento por apartarlos de los libros didácticos y acercarlos al
puro placer estético de la recreación literaria.
Entre los pioneros de la literatura
infantojuvenil boliviana están Emilio Finot Franco, quien publicó en dos
volúmenes su Antología boliviana para escuelas y colegios, con textos que
expresan su sensibilidad didáctica y estética, y su interés por explorar el
mundo de los niños; no en vano su vocación por la enseñanza le llevó a
presentarse a un concurso para optar al profesorado de Gramática y
Literatura en la Escuela Normal de Sucre.
Otro pionero fue Ramón Fuentes
Bonífaz, un poeta poco conocido en el ámbito literario, pero que escribió un
libro didáctico para la enseñanza de la lectura y escritura inicial y una serie
de poesías infantiles reunidas en su libro Literatura infantil. Ahí tenemos
también a Benjamín Guzmán, quien, como todo profesor que se dedica con tesón a
la educación primaria, escribió más de quince textos escolares, pequeñas piezas
teatrales y el libro Poesías para el hogar y la escuela.
Estos escritores, con mayores o
menores aciertos, constituyen los precursores de la literatura infantojuvenil
boliviana, aunque sus obras, debido a factores extra literarios, no tuvieron la
repercusión que se merecían. De todos modos, se atrevieron a desafiar las
normas establecidas en una época en la cual la literatura infantil y juvenil tuvo
una consideración escasa y peyorativa entre los maestros y padres de familia,
ya que este tipo de literatura, según sus opiniones, no contribuía a la
formación intelectual de los niños y jóvenes, y que su lectura era una pérdida
de tiempo.
Por suerte, los tiempos han cambiado
y la concepción equívoca sobre la literatura infantojuvenil está
definitivamente superada. Ahora, gracias a los avances en las ciencias humanas
y el estudio integral de los niños, se sabe que la lectura de pasatiempo, a
la que corresponde gran parte de la literatura infantojuvenil, contribuye a la
formación y creatividad del individuo; es más, se convierte en un goce
espiritual y en un elemento potencial que estimula el hábito a la lectura, a
diferencia de la literatura en la que predomina la intención didáctica y se
caracteriza por una mínima dosis de creatividad, y en la que, por razones
obvias, está ausente la fantasía.
Uno de los autores nacionales más
destacados de principios del siglo pasado y que con mayor acierto dedicó una
parte de su creación literaria a los niños y jóvenes es, sin lugar a dudas,
Antonio Díaz Villamil, cuyos libros, por decreto ministerial, se leen y
estudian en escuelas y colegios, donde tienen una amplia recepción debido a su
carácter patrimonial. Valga este espacio para hacer una sucinta presentación de
la vida y obra de este hombre de letras que, acaso sin saberlo él mismo, pasó a
ser uno de los principales precursores de la literatura infantil y juvenil
boliviana.
Reseña biográfica
Antonio Díaz Villamil nació en La
Paz el 13 de junio de 1897 y falleció en la misma ciudad el 21 de mayo de 1948.
Cuentista, novelista, dramaturgo, tradicionista, historiador y educador. A muy
temprana edad quedó huérfano de padre y su infancia, algo triste, transcurrió
amparada sólo por el cariño de su madre. Estudió la primaria en el Colegio San
Calixto, donde aprendió a leer y escribir, y terminó la secundaria en el
Colegio Nacional Ayacucho. Después prosiguió sus estudios en el Instituto
Normal Superior de Maestros, de donde egresó, con excelentes calificaciones,
como profesor de Historia y Geografía.
Se cuenta que desde pequeño mostró
interés por los libros de aventuras, por el estudio de la historia universal y
la investigación, hasta que en un libro, empolvado por el tiempo y el olvido,
encontró su propia historia, que era la historia de su país. Desde entonces se
enorgulleció de ser boliviano y empezó a escribir lo que le dictaba el corazón
y la conciencia. Su obra, siempre expresiva y cuestionadora, revela el estilo
literario de un autor con ansias de manifestar las angustias e inquietudes que
le provocaban las tragedias que le tocó vivir al país desde su pasado
histórico.
Participó
en la Guerra del Chaco, en cuya zona de operaciones dirigió La Trinchera, el
único medio de comunicación que distraía y estimulaba el valor de los soldados
bolivianos. Trabajó en varias instituciones educativas, llegó a
ser Director General de
Instrucción Secundaria y desempeñó la función de vicepresidente del Consejo
Nacional de Educación, fue fundador de la Sociedad Boliviana de Autores
Teatrales y Director de la Escuela Nacional de Artes. Asistió como delegado al
Primer Congreso Indigenista Interamericano, que se llevó a cabo en México, en
1940. Aunque viajó por Europa, becado por su labor educacional, jamás pensó
abandonar Bolivia y buscar residencia en otro país. Lo que hace suponer que
siempre se sintió un hombre de esta tierra a la que tanto amó a lo largo de su
vida.
Como dramaturgo ha tenido una amplia
resonancia, motivado por el interés de darnos a conocer algunos de los
episodios dramáticos de nuestra historia. Ahí tenemos su primera obra
teatral, La hoguera, ambientada en la Guerra del Pacífico, que le valió
el primer premio en el Concurso Nacional de Teatro, lo mismo que Plácido
Yáñez, que, además de haber sido muy aplaudida y comentada en la prensa, le
hizo merecedor de un premio importante en La Paz. Sin embargo, una de sus obras
más difundidas, que le procuró el reconocimiento del público en general, es la
novela La niña de sus ojos, cuyo tema, donde las virtudes y los vicios del
mestizaje aparecen encarnados en su protagonista, conmueve los sentimientos más
profundos del lector.
En enero de 1947 es designado por el
Comité Pro IV Centenario de la Fundación de La Paz como coordinador de
las Monografías de La Paz en su IV Centenario 1548 – 1948, una gran obra
que no llegó a verla publicada, porque la muerte se le anticipó. El gobierno
declaró duelo departamental y el país se vistió de luto. Su cuerpo fue velado
en el Colegio Ayacucho y, posteriormente, exhumado en el Mausoleo de Notables
del Cementerio General de La Paz.
Este fecundo escritor, que vivía
para cultivar las letras y educar a los estudiantes, se ganó el respeto de
todos quienes se acercaron a leer sus obras con curiosidad y cariño. Nadie ha
quedado indiferente ante sus temas que expresan el espíritu más genuino de la
nación boliviana, donde la diversidad cultural forma un mosaico de riquezas
humanas y naturales que la hacen única ante los ojos del mundo.
A pesar de que no fue un escritor
dedicado exclusivamente a la literatura infantojuvenil, es natural deducir que
en su condición de educador, se vio impulsado a escribir algunos libros
destinados a los niños y jóvenes, no sólo como una forma de contribuir a la
cultura nacional y promover el sentimiento patrio, sino también con el fin de
estimular en ellos el hábito a la lectura. Así nació el Nuevo teatro
escolar boliviano, declarado texto oficial para su uso en las escuelas y
los colegios de Bolivia.
Antonio Díaz Villamil supo recoger
la memoria viva de su pueblo, con la que compuso gran parte de sus relatos,
novelas, leyendas y obras de teatro, así escribió su libro de cuentos Khantutas, en los cuales se funden la realidad y la fantasía concediéndoles
un toque sobrenatural a los temas tratados, ya que la intención del autor era
despertar la atención de los pequeños lectores en torno a los mitos y creencias
que caracterizan a los pueblos originarios, con los que se sintió identificado
desde siempre. No en vano escribió su conocida obra Leyendas de mi tierra,
que es un puñado de relatos arrancados del acervo cultural boliviano, como La
leyenda de la coca, en la que se critica la violencia de los conquistadores
españoles contra los habientes del imperio incaico y en cuya parte final se
lanza una advertencia que convoca a la reflexión de propios y extraños. Este
libro, debido a la fuerza telúrica y la magia atrapadas en sus páginas, sigue
siendo un texto de lectura obligatoria para los estudiantes de escuelas y
colegios.
Datos bibliográficos
Novela: El tesoro de los Chullpas (1930); Plebe (1943); La niña de sus
ojos (1948). Cuento: Khantutas (1922); Tres relatos paceños (1945). Tradición: Leyendas de mi tierra (1929); El Ekheko (1945). Teatro: La herencia de Caín (1921); La voz de la quena (1922); El nieto de Túpac Katari (1923); La hoguera (1924); La Rosita (1928); El traje del señor diputado (1930); Cuando vuelva mi hijo… (1942); El hoyo (1942); Plácido Yañez (1945); El vals del recuerdo (1947); Gualaychos (1947); Nuevo teatro escolar boliviano (1947); Las dos multas (1989); El tirano Melgarejo y los estudiantes (1989).
Historia: Curso elemental de historia de Bolivia (4 v., 1936-1944).