jueves, 10 de octubre de 2013


EL PREMIO DINAMITA DE LITERATURA

–En los pasados días concedieron el Premio Dinamita de Literatura –dijo el Tío, apenas entré en el cuarto, donde su mirada parecía un rayo de luz atravesando la oscuridad.

–Así es –asentí, mientras encendía la luz.

–Pero de seguro que tú ni conocías el nombre del galardonado ¿verdad?

Me detuve cerca de la puerta, agaché la cabeza y no contesté ni sí ni no. Mas el Tío, al término de leer mis pensamientos, se alzó un poco en su trono y dijo:

–A los miembros de la Academia Sueca, salvo raras excepciones, parece no interesarles la popularidad de un autor ni el prestigio que éste se ganó gracias a su puño y letra. Si no consideran las afinidades políticas del candidato, dependiendo de qué lado soplan los vientos, se guían por el grado de complejidad de su escritura; mientras más compleja, mejor todavía. Por suerte existen quienes, sin haber sido distinguidos con el Premio Dinamita, son queridos y requeridos por los lectores de todo el mundo. Un Franz Kafka y un Jorge Luis Borges, por citar a dos de los mastodontes de la literatura universal, no recibieron este prestigioso premio y, sin embargo, gozan de fama y sus libros corren, de mano en mano, como chispas en un polvorín.

–Que yo sepa –precisé–, a Kafka no se lo dieron porque gran parte de su obra permaneció inédita hasta después de su muerte y a Borges porque, siendo un genio en literatura, era un idiota en política, nada menos que querendón de los dictadores como Augusto Pinochet.

–A mí no me consta –repuso–, pero si no se lo dieron a Borges ni a muchos otros será porque los miembros de la Academia Sueca leen tanto que ya no saben lo que leen. Están como Sócrates, quien, de tanto saber tanto, decía: Yo sólo sé que nada sé.  

Cerré la boca, pues meterse en discusiones filosóficas con el Tío era como meterse en los laberintos de la mina, donde las galerías son profundas y entreveradas como las mismísimas catacumbas del infierno.

El Tío pensó un instante y, aun sabiendo que soy un aprendiz de escritor, un pichoncito de cóndor, lanzó una sonrisa afable, barrió mi rostro con su penetrante olor a tabaco y dijo:

–No tienes por qué envidiar a los escritores que primero se hacen de fama y luego se echan en cama, ni por qué pensar en el Premio Dinamita de Literatura. Para reconocer tu talento de escribano del diablo, nosotros los cornudos -no porque nos engaña la mujer, sino porque tenemos cuernos-, te daremos el premio que te mereces por ateo. Yo mismo, en mi condición de dios y diablo de los mineros, colgaré en tu cuello la medalla de los quintos infiernos y te entregaré el pergamino decorado con los fuegos fatuos de los Avernos. Y guarde que este premio es único e inapelable... y nadie lo pondrá en duda, ni Dios ni la Virgen del Socavón.

Le escuché perplejo, y él prosiguió:

–La única desventaja es que el premio lo recibirás después de la muerte, por cuanto no esperes en vida ni desesperes. Ten un cachito de paciencia, con paciencia y salivita hasta un elefante le hizo el amor a una hormiguita. Ah, eso sí, tampoco tengas muuucha paciencia, porque Cristo dijo: paciencia, y lo mataron... De otro lado, el premio del infierno es más importante que el Premio Dinamita, esa sustancia explosiva que, desde cuando Alfred Nobel inventó en su laboratorio, los mineros usan para atronar el vientre de la Pachamama. Por si no lo sabías, los mineros preparan el armado pasito a paso: primero meten la cápsula de la guía de pólvora en el cartucho de dinamita, después ajustan la dinamita en el orificio abierto por el taladro en la roca y, al cabo de chispear la pólvora, huyen a un paraje aledaño entre gritos: ¡Tiro!, ¡Tiro!, ¡Tiro! A los dos o tres minutos, ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!, se oye la descarga de la explosión maldita, provocando un traquido y una ventolera con olor a caldo de gallina...

–Sólo una preguntita, Tío –le interrumpí en lo mejor de su cháchara–. ¿De qué me va a servir un premio después de la muerte?

–¡Qué preguntita, carajo! Cómo no te vas a dar cuenta. Si no te lo damos antes, en plena vida y alegría, es para que no se te suban los humos ni te hagas el farsante. Es para evitar que los envidiosos te serruchen el piso con el mismo ímpetu con que tus admiradoras te ponen en el pedestal. Oye bien, dije tus admiradoras, sabiendo que las mujeres leen más que los hombres, aparte de que devoran los libros con la misma pasión con que devoran al amante. Y si todavía lo dudas, pregúntaselo a tu mujer, quien, junto a los versos de Amado Nervo -y no amado nervio, que es otra cosa-, lee con los cinco sentidos las burradas que escribes a diario.

–Pierde cuidado –le dije–. Con premios o sin premios, jamás se me subirán los humos ni me haré el farsante. Soy más terrenal que la serpiente del paraíso y más realista que el escudero de Don Quijote.

–¡Enhorabuena! Siente orgullo de ti mismo, de ser hijo de entrañas mineras y de venir del pobrerío, porque en la vida los cuentos mejor contados tratan de personajes que un día no tuvieron nada y que otro día llegan a tener todo. Piensa en El patito feo, de Hans Christian Andersen; y en la Cenicienta, de Charles Perrault, y te darás cuenta de que estos cuentos no serían igual de lindos contados a la inversa. Además, recuerda lo que Don Quijote le aconsejó a su escudero: Haz gala Sancho de la humildad de tu linaje y no desprecies decir que vienes de labradores, porque viendo que no te corres, nadie podrá correrte (...) Haz de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey.

Escuché atento las sabias palabras referidas por el Tío, quien, lejos de ser un simple diablo, es un cerebro prodigioso que parió la humanidad. Sus juicios son tan certeros como los de Don Quijote, quien, siendo un loco de remate, era el más cuerdo entre los cuerdos.

–Ya sabes –insistió–. Ten orgullo de tu linaje, cultura y raza. No te hagas el rico siendo pobre ni te hagas el gringo siendo indio. No seas como el sapo que quiere ser estrella, un presumido que, en lugar de brillar en las alturas, cae estrellado en el fango. Tampoco creas en el dicho que reza: Tanto vales cuanto tienes, porque no es cierto. De serlo, cualquier hijo de vecino, cualquier villano y cualquier malevo, se ganaría el respeto de los crédulos sin merecerlo. Tampoco te dejes llevar por las falsas adulaciones de quienes, fingiendo admirar tu obra, desean tu fracaso en el fondo de su alma...

–Gracias por tus consejos –agradecí con humildad y reverencia. Luego añadí–: Pero ahora dime, ¿cómo lo hacemos con los bolivianos que, siendo cabezas negras en Suecia, se hacen los suecos?

El Tío se agarró la cabeza, pensó un instante y dijo:   

–A ésos hay que tratarlos como a chuecos, porque no se dan cuenta de que el cabeza negra es cabeza negra, así tenga el apellido que tenga y así venga de donde venga. Por ejemplo, no importa de qué parte de Bolivia vengas, ni qué apellido tengas. Para los suecos, rubios y robustos como los vikingos, todos somos igual de indios y para los racistas unos inmigrantes de mierda.

–Guarda tus palabras, Tío –le dije–. Ten pelos en la lengua...

–¡¿Cómo?! –arqueó las cejas y alzó el tono de la voz–. Desde cuándo está prohibido llamar las cosas por su nombre: al pan, pan, y al vino, vino.

–El problema no está en eso –aclaré con la mirada sombría–, sino en que las malas lenguas dicen que soy atrevido y grosero, porque mis textos, en afán de recrear tu lenguaje coloquial, están escritos con garabatos, ajos y pimientas.

–Si eso es lo que dicen, ¿qué esperas? ¡Mándalos al carajo y listo! –propuso con fuerza, procurando arrancarme el temor del cuerpo como mala hierba–. Ya te dije que la literatura se parece a la comida: para que sepa exquisita, necesita una buena porción de condimentos y una pizca de humor con sentimientos, así los sesudos de la Academia Sueca jamás barajen tu nombre entre los candidatos al Premio Dinamita, porque en ese premio, como en muchos otros, Dios puso sus milagrosas manos sin considerar la opinión de los diablos...

Apagué la luz y, sin recordar a qué entré en el cuarto, me despedí del Tío, cuyo cuerpo de Minotauro se trocó en oscuridad y silencio.

jueves, 3 de octubre de 2013


LISBOA, ENTRE FERNANDO PESSOA
Y LA REVOLUCIÓN DE LOS CLAVELES

El año que visité la ciudad, que parecía nacida del abrazo del río Tajo y el mar, desparramada por las siete colinas que dominan las aguas de la Paja, tenía las fachadas leprosas y los pavimentos agujereados. Esta capital, que antes olía a jazmín y canela, a sardinas asadas a la brasa y a café recién tostado, no olía más que a tubos de escape y gases de automóviles, y, por las tardes, cuando los cubos de basura salían a la calle, se observaba incluso a personas que buscaban su comida entre los desperdicios como aves de rapiña.

Todos los días, cuando el resplandor rosáceo de los rayos del sol anunciaba el ocaso, unas escalinatas y un laberinto de calles empinadas me conducían a los barrios típicos de Alfama, la Mauraria y el Barrio Alto; uno de los más pintorescos del casco antiguo de la ciudad, y hasta cuya cima se debía ascender por medio de un funicular en el que cabían pocas personas. Todo esfuerzo valía la pena si se quería degustar un buen plato de gambas con piri-piri cerca de la ventana de un restaurante que permitiera contemplar las aguas glaucas del mar y ver el aire salpicado de gaviotas.


 Por las noches, como todo visitante ansioso por vivir y revivir las emociones más vibrantes de la ciudad, recorría por las callejuelas estrechas de Alfama. De las ventanas salían jirones de música portuguesa o africana y de las puertas actores entrados en años. En medio de la calle habían hombres ataviados de negro, invitando a los transeúntes a pasar la noche en una especie de peña folklórica llamada fado, donde los portugueses ofrecían un espectáculo de su tragedia y tristeza, a través de una viola acompañada por un canto desgarrado y melancólico. Además, en este barrio de vida nocturna, al igual que en el centro comercial de Baixa, que está entre la plaza del Rocío y la del Comercio, daba la impresión de haberse instalado el lujo en medio de la pobreza y los monumentos emblemáticos de la ciudad.

Tras las huellas de Fernando Pessoa

Cualquiera que esté en Lisboa, como un visitante más entre la muchedumbre agolpada en las calles, se plantea la necesidad de conocer los barrios por donde caminó, a paso ligero y portafolio en la mano, uno de los escritores portugueses que revolucionó la poesía universal del siglo XX, sin más artilugios que la capacidad innata de captar el instante poético y transmitirlo por medio de seudónimos que escondían su verdadera identidad.

Estando en el área metropolitana, después de muchas idas y venidas, decidí ir tras las huellas de Fernando Pessoa, un hombre enigmático y de heterónimos diversos, que de día ejercía como traductor, más exactamente como corresponsal extranjero de casas comerciales, y de noche escribía poesía, una poesía que se desdoblaba en varios autores ficticios, como cuando un niño juega a su gusto y capricho con los personajes creados por las aventuras de la imaginación.


Aunque sus biógrafos coinciden en señalar que era partidario de un nacionalismo místico, del que debía ser abolida toda infiltración católica-romana, tenía divergencias con las ideas comunistas y simpatizaba con el orden monárquico de una nación. Consideraba que el sistema monárquico era el más apropiado para un país como Portugal, que por entonces tenía bajo su control a colonias allende los mares. Sin embargo, de haberse dado un plebiscito para elegir entre un régimen monárquico y un Estado republicano, él habría votado a favor de la República.

Seguir las huellas de Pessoa, es seguir los pasos de uno de los escritores más descollantes de la lengua portuguesa, a pesar de que él se despidió del mundo sin haber visto publicada la mayor parte de su obra literaria, que sigue siendo motivo de análisis y controversias. Murió a los 47 años de edad debido a afecciones hepáticas, asociadas a una cirrosis provocada por el excesivo consumo de Águia Real, un aguardiente que hoy se bebe tanto como la poesía de quien lo hizo famoso. Por eso los aficionados a su obra y al alcohol, están casi obligados a echarse unas copas de Águia Real a su paso por las calles donde estuvo el poeta como un fantasma enfundado en un traje oscuro, abrigo, sombrero y gafas.


Caminar por las calles de Chiado, que es una de las zonas más tradicionales de la ciudad, entre el Barrio Alto y la Baixa, es respirar y escuchar los versos de los poetas que frecuentaron los bares y restaurantes de este barrio a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. De todos ellos, Fernando Pessoa es quien más huellas ha dejado en las aceras. Por eso no es casual que, con el transcurso del tiempo, se le haya erigido una estatua de bronce situada en la calle Garrett, cerca del Largo do Chiado, donde sus admiradores y admiradoras pueden verlo sentado en su silla preferida, luciendo su figura espigada, con la pierna cruzada y la mano apoyada sobre la mesa, como quien espera con insoportable paciencia la copa que solicitó alejado de los quitasoles y consciente de que ser poeta o escritor no constituye una profesión, sino una vocación, al menos así como debe entenderse el oficio de cazar palabras para luego ensartarlas en ideas concebidas por la lucidez mental y la pasión del alma.

Y, por si fuera poco, Pessoa, con la sabiduría de quien conoce las leyes de la vida, intuía, desde antes de cerrar los ojos como un niño para dormir su muerte, que su voz quedaría para siempre entre nosotros y que su biografía, la más fecunda en lengua portuguesa, sería mucho más de lo que él afirmó cuando le nacieron unos versos llenos de meditación y alegoría: Si después de yo morir quisieran escribir mi biografía/ no hay nada más sencillo./ Tiene sólo dos fechas/ la de mi nacimiento y la de mi muerte./ Entre una y otra todos los días son míos./ Soy fácil de describir./ He vivido como un loco...

Fernando Antonio Nogueira Pessoa (Lisboa, 1888 – 1935). Escribió tanto en verso como en prosa. Parte de su extensa producción literaria, traducida al español, consta de los siguientes títulos: El regreso de los dioses (2006), Cantares (2006), La educación del estoico (2005), Crítica: ensayos, artículos y entrevistas (2003), Libro del desasosiego (2002), La hora del diablo (2003), Mensaje (1997), Un corazón de nadie. Antología poética, 1913-1935 (2001), Odas de Ricardo Reis (1995), Noventa poemas últimos, 1930-1935 (1993), Antología poética. El poeta es un fingidor (1982), Poemas de Alberto Caeiro (1980), Oda marítima (1963), Antología (1962), entre otros.

Los capitanes de la Revolución de los Claveles

En abril de 1974, bajo la luz pálida de un amanecer, se derrumbó a la dictadura fascista más vieja del Viejo Mundo, en menos de 24 horas y bajo la dirección de 200 capitanes, marcados por la experiencia de la guerra colonial.


Era de esperarse, pues ya a finales de la década de los años 60, el régimen dictatorial se aisló y anquilosó, en un mundo occidental en plena efervescencia social e intelectual. Entretanto sus colonias, como Mozambique y Angola, arrastradas por los movimientos de descolonización, habían estallado en revueltas desde principios de la década y obligaban a Portugal a mantener por la fuerza de las armas el imperio portugués que estaba instalado en el imaginario de los ideólogos del régimen. De ahí que el país se vio abocado a invertir grandes esfuerzos en una guerra colonial de pacificación, actitud que contrastaba con el resto de potencias coloniales que trataban de asegurarse la salida del continente africano de la mejor manera posible.

Mientras esto sucedía en las colonias, en la capital portuguesa se abrían las alamedas para el triunfo de la revolución de abril; una sublevación armada en la cual no corrió sangre y que fue bautizada casi inmediatamente como la Revolución de los Claveles, gracias a una mujer anónima que, pertrechada de la flor de temporada, regaló un ramo de claveles a los soldados que tomaban posición en las calles de Lisboa. Horas más tarde, los millones de claves, que llegaron de los huertos y campos aledaños a la ciudad, fueron puestos en el cañón de los fusiles, en los ojales de las camisas, en los jarrones, cubos y latas. Así, la revolución de abril encontró su bandera en las manos de una mujer que, besando y abrazando a los soldados, distribuyó claveles en lugar de pitillos y cerillas.

En la madrugada del 26 de abril, la Junta de Salvación Nacional aparece en las pantallas de la televisión. En su primer mensaje, la Junta habla de la creación de una Asamblea Constituyente, la celebración de elecciones y devolución del poder a los civiles. El pueblo festejó tres días y tres noches el fin de la dictadura y el desplome de un imperio de siglos en África. La alegría popular no cesó en las calles y la marcha del Primero de mayo, autorizada por primera vez, fue el punto culminante de la revolución esperada. Los dirigentes políticos de la oposición retornaron del exilio y los aliados del Dictador Oliveira Salazar abandonaron el país, seguidos por los empresarios privados.


Durante veinte meses, los portugueses vivieron la borrachera revolucionaria. Los campesinos tomaron las tierras y los obreros ocuparon las fábricas. Los grandes capitalistas huyeron con el dinero a cuestas y los esbirros de la dictadura fueron juzgados. La banca y las empresas transnacionales cayeron a golpes de nacionalización; en otras palabras, se liquidó en poco tiempo el latifundio y el capitalismo monopolista de Estado. Con todo, el Portugal, que producía vagones para el Metro de Chicago, grúas para el puerto de Nueva York y equipaba los teléfonos de Bahreim, seguía siendo un país subdesarrollado como cualquiera de África o América Latina.

Portugal nunca fue una potencia, ni antes ni después de la revolución de abril. Siempre mantuvo a una enorme burocracia parásita que vivía a costa del Estado, y a una clase media que se modernizaba por fuera pero no por dentro. Portugal era un país que importaba la mitad de los alimentos que consumía, aunque uno de cada cuatro habitantes trabajaba en la agricultura. 
  
Sin embargo, nadie duda de que este país crecido a orillas del mar, desde donde un puñado de aventureros se lanzaron a conquistar África y América, haya sido en otrora un poderoso imperio, pero al mismo tiempo una colonia; primero de los ingleses y después de las transnacionales. Como es de suponer, lo extraño no estriba en que Portugal siga siendo un país capitalista atrasado y dependiente, sino en que ese movimiento militar iniciado por los capitanes rebeldes, al son de una canción popular prohibida por el régimen dictatorial, haya desembocado en un proceso contrarrevolucionario. Primero, porque eliminó del escenario político al carismático teniente coronel Otelo Saraiva de Carvalho; y, segundo, porque el pueblo se volvió a dividir en dos bloques que representan dos modelos distintos de sociedad: la socialista y la capitalista.


Salir a las calles de Lisboa en julio de 1987, entre una turba vociferando a cielo abierto, era como salir a experimentar una confusa convulsión social, donde nadie entendía a nadie. En las plazas miles de personas organizaban mítines para respaldar a sus respectivos candidatos; claro está, en medio de una agitación nacionalista y vocinglera. La caravana que acompañaba el coche del candidato socialdemócrata, Aníbal Cavaco Silva, iba rodeado de jóvenes embanderados en una ola de color naranja, mientras el candidato del Partido Socialista (PS), Víctor Constancio, caminaba seguido por una camioneta, desde la cual coreaban sus partidarios: ¡Constancio va a pie y no en un coche blindado! Cuando el líder socialista ingresó a la plaza, abriéndose paso entre la multitud, algunas de sus admiradoras se le abalanzaron queriendo besarle en la mejilla, mientras otros intentaban mirarle de cerca y estrecharle la mano. Y, entre vozarrones que ensordecían a cualquiera, Constancio levantó el puño y prometió: No nos aliaremos con el Partido Socialdemócrata ni negociaremos con el Partido Comunista.

En medio de este alboroto organizado, el Partido Comunista, dirigido por Álvaro Cunhal desde 1961, fue la única fuerza de izquierda capaz de retener un poco el vendaval de la derecha, con una actitud militante y eficaz. Al cierre de las urnas, se conocía ya la irresistible ascensión al poder de los socialdemócratas, con más del cincuenta por ciento de los votos. Este triunfo histórico de la derecha, que por primera vez obtuvo la mayoría desde la conquista de la democracia en 1974, implicaba el entierro definitivo de la Revolución de los Claveles, la estrepitosa derrota del Partido Renovador Democrático (PRD), del general Antonio Ramalho Eanes, y un jaque peligroso para la oposición de izquierda, dividida entre socialistas y comunistas.


Años después de aquel bullicio electoral, donde los partidarios de Cavaco Silva apoyaron el modelo de modernización marcado por el liberalismo económico, los portugueses han vuelto a su silenciosa rutina, las contradicciones de clase se han polarizado, las empresas capitalistas han vuelto a retomar el control de la economía nacional y, lo que es lamentable, la Revolución de los Claveles no es más que un viejo recuerdo, como tantas otras que se marchitaron antes de alcanzar su florecimiento total.

Noticias vienen, noticias van

En noviembre de 1987, a tres meses de mi retorno a Estocolmo, el teniente coronel Otelo Saraiva de Carvalho, símbolo de la Revolución de los Claveles, fue condenado a 15 años de prisión, por un tribunal que lo declaró culpable de sedición contra las instituciones del Estado.

En las fotografías de la prensa se lo veía sentado dentro de una jaula de cristal y hierro, en tanto el tribunal declaraba que la organización clandestina denominada Fuerza Revolucionaria, fundada y comandada por él, se dedicó a realizar actos voluntarios y violencia armada en Lisboa, como atentados con explosivos, atracos y atentados personales contra empresarios y agentes de las fuerzas de seguridad del Estado. El tribunal también consideró que la organización defendía el uso de la violencia para impedir un eventual golpe fascista e instaurar el poder popular por el camino de la insurrección armada.


El encarcelamiento de este militar carismático, que devolvió la democracia en Portugal y la independencia en Mozambique (colonia donde nació en 1936), dividió a los portugueses en partidarios y adversarios de la tesis de culpabilidad o inocencia. Los que estaban a favor dijeron que el proceso judicial contra él era un proceso político contra la Revolución de los Claveles, en tanto los más reaccionarios e institucionalistas dijeron que había que condenarlo a cadena perpetua por terrorista de extrema izquierda; cuando en realidad, este hombre que fue el estratega del golpe de Estado que volteó a la dictadura fascista, debía haber sido considerado un héroe nacional. No en vano Saraiva de Carvalho fue homenajeado por Fidel Castro en persona, el 26 de julio de 1975; ocasión en la cual el mandatario cubano consideró al carismático líder militar un héroe de la revolución portuguesa contra el fascismo, el imperialismo y la reacción.

De todos modos, Saravia de Carvalho pasó varios años haciendo rayitas en las paredes de su celda, como quien ha perdido toda esperanza de transformarse en el Fidel Castro portugués y en el protagonista de un proceso histórico que empezó con él y que acabó arrojándolo a la cárcel, como si hubiese sido estrangulado por la misma criatura que él vio nacer. Por suerte, como todo tiene solución en esta vida, gracias a su condición de líder de la revolución del 25 de abril, se formó un amplio movimiento popular en demanda de su indulto, a consecuencia de lo cual se abrevió notoriamente su condena y el presidente Mário Soares le otorgó la amnistía en 1996, aun sabiendo que Saraiva de Carvalho seguiría siendo un puntal de referencia para la izquierda alternativa en Portugal, porque quien nació un día para vocear las aspiraciones populares, voceando muere otro día.

lunes, 30 de septiembre de 2013


VÍCTOR MONTOYA CONDECORADO CON LA MEDALLA JUANA AZURDUY DE PADILLA

En una ceremonia especial celebrada en el Teatro de Cámara de la Alcaldía Quemada de la ciudad de El Alto, la concejal Bertha Acarapi, en representación del Honorable Concejo Municipal y en uso a sus atribuciones, le confirió la Condecoración prócer ‘Juana Azurduy de Padilla’, con la Orden al Mérito Cultural, al Sr. Víctor Montoya, escritor y periodista cultural, por su destacada trayectoria y apoyo a la cultura de la ciudad de El Alto.

El autor se mostró notablemente emocionado ante una vasta audiencia, que colmó el Teatro de Cámara, y agradeció a las autoridades ediles por el reconocimiento a su labor literaria y cultural, que viene desarrollando desde más de tres décadas tanto el exterior como en el interior del país.

Desde que retorné a Bolivia y me establecí en la zona de Ciudad Satélite, me siento un alteño más, manifestó Montoya en su exposición. Elegí está ciudad no sólo porque es la más joven y la segunda más poblada de Bolivia, sino también porque es una ciudad revolucionaria. Aquí se marcó un hito histórico desde la Guerra del Gas, en octubre de 2003, y aquí se decidió el nuevo rumbo que debía tomar el país en provecho de la soberanía nacional, la libertad, la justicia social y la democracia participativa.

La ciudad de El Alto, en opinión del escritor paceño, es una urbe que tiene mucho que ofrecer a Bolivia y al mundo. Cuenta con una composición demográfica atravesada por diferentes culturas e idiomas nacionales y es cuna de una juventud con ganas de visibilizar las diversas manifestaciones culturales que, debido a la falta de atención de parte de las instituciones y autoridades pertinentes, se han movido desde hace varias décadas en el silencio y la marginalidad.


Víctor Montoya, autor recientemente condecorado por el Gobierno Autónomo Municipal, en su afán de rescatar los valores literarios de la ciudad, dijo que está trabajando en la elaboración de una antología de poetas y otra de narradores alteños, con la intención de dar a conocer, en una versión completa y actualizada, la producción literaria que hasta la fecha se encuentra dispersa en diferentes medios.

Adelantó que está escribiendo una serie de crónicas alteñas, motivado por la historia y la multifacética cultura de esta ciudad, que despertó su interés desde que retornó de Europa. Dicta conferencias en establecimientos educativos y dirige talleres de literatura destinados a los jóvenes creadores, quienes están intentando rescatar, por medio de la palabra escrita, el acervo de sus ancestros, los contextos socio-lingüísticos e interculturales de una ciudad compleja y contradictoria como es El alto, donde el escritor Víctor Montoya estableció su residencia desde el año 2011.

viernes, 27 de septiembre de 2013


VÍCTOR MONTOYA SERÁ CONDECORADO
EN LA CIUDAD DE EL ALTO  
  
El lunes 30 de septiembre, a Hrs. 10:00 am., el escritor boliviano Víctor Montoya será distinguido por el Honorable Concejo Municipal con la Medalla Juana Azurduy de Padilla, con la orden al mérito cultural personal por su destacada trayectoria y su apoyo a la cultura de la ciudad de El Alto. El solemne acto, que contará con la presencia de distinguidas personalidades del ámbito cultural y político, se realizará en el Teatro de Cámara de la Alcaldía Quemada.

Víctor Montoya, quien decidió alteñizarse voluntariamente desde su retorno a Bolivia el 2011, tiene en su haber una serie de obras literarias que reflejan la realidad política y social de un país en constante superación. Su trayectoria está marcada por sus años de exilio durante las dictaduras militares y su labor al servició de las luchas revolucionarias que pugnaron por reconquistar la democracia y la libertad en el marco de un sistema social más justo para todos los bolivianos.

Entre las organizaciones que impulsaron el reconocimiento del autor, ante el Honorable Concejo Municipal del Gobierno Autónomo de El Alto, se encuentran la Central Obrera Regional, la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional, la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil, la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de La Paz, la Organización Internacional para el Libro Juvenil (IBBY-filial Bolivia), el Centro de Arte y Cultura ALBOR, el Círculo Literario de El Alto, la Defensoría del Pueblo y la Institución Eco Jóvenes de Bolivia.

Una condecoración reviste un enorme significado para cualquier escritor que necesita del estímulo no sólo de sus lectores, sino también del reconocimiento público de la colectividad, a la cual dedica su vida y su obra como comunicador social y trabajador de la cultura. Me siento muy honrado de ser distinguido con la Medalla Juana Azurduy de Padilla, manifestó Montoya. Se trata de una heroína nacional que, enarbolando las banderas libertarias en los campos de batalla, ofrendó su vida a la causa de los patriotas que combatieron contra la opresión colonial, concluyó.  

jueves, 19 de septiembre de 2013


A BORDO DE UN BUQUE CON FRANCISCO COLOANE

El último Grumete de la Baquedano, de Francisco Coloane (Quemchi, Chile, 1910-2002), es una obra que cayó en mis manos con el peso misterioso de un libro bitácora, que se salvó de un naufragio después de haber navegado por alta mar, bajo el brazo de un marino ansioso por narrar las aventuras que le tocó vivir a bordo de un buque de guerra.

La obra está dividida en catorce capítulos y presenta, a lo largo del tratamiento del tema, valores morales y estéticos que, probablemente, lo convierten en uno de los relatos más hermosos de la vida de los marinos que navegan viento en popa por los canales australes de Chile, pues, a ratos, gracias a la magia y la intensidad del relato, el lector tiene la sensación de estar a bordo de la corbeta La Baquedano, sujeto al timón y mecido por las olas que se rompen contra la proa.

De este modo, Francisco Coloane, escritor sencillo, pero sensible, como solía considerarse, nos invita a dar un paseo imaginario por la vasta geografía chilena, llevándonos a bordo de La Baquedano, que zarpa del puerto y navega por una geografía que él frecuentó desde su infancia, conviviendo con pobladores humildes y trabajadores que forjaron su ser y estimularon su vocación literaria.

Para cualquiera que haya incursionado en el mundo narrativo de Coloane, no será sorprendente descubrir en El último grumete de la Baquedano, a ese viejo marino acostumbrado a contarnos, una y otra vez, historias cuyos cabos sueltos están también presentes en sus novelas Cabo de Hornos, La tierra del fuego y en su libro de memorias Los pasos del hombre, donde el autor relata sus viajes y aventuras transcurridos en la región austral de uno de los países más largos y angostos de América Latina.

El último grumete de la Baquedano, escrito con pasión y conocimiento de causa, es un libro que bien podría servir como excelente manual de navegación para quienes se embarcan en un puerto, con las esperanzas de saciar su sed de aventuras y curiosidad con los secretos escondidos en la vastedad del mar. El autor hace gala de un estilo depurado y elegante, y desarrolla un argumento que fluye con soltura a lo largo del relato, desde la caracterización de los personajes, hasta el registro de giros idiomáticos y expresiones propias de la jerga marina: ¡Veinte grados a babor!, ¡Cierra la tarasca!, ¡Cazar las escotas de estribor!, ¡Atrinca para la mar!, ¡Prepararse para vivar por avante!...

Francisco Coloane, en esta obra de profunda trascendencia humana, sorprende con la sencillez y sensibilidad de los grandes narradores de la literatura universal. No pocas veces, más por su temática que por su estilo, fue comparado con Jack London y Joseph Conrad, aunque a él no le agradaban ni desagradaban las comparaciones con otros autores, cuyos temas también abordan las aventuras de piratas y marinos. Coloane sabía, de algún modo, que el mar no sólo es una inmensidad azul que se pierde en el horizonte, sino un personaje con vida propia, una suerte de amante que respira en sus flujos y reflujos. Tal vez por eso recordaba la tarde en que doña Eliana Rojas le dijo: “El rumor del mar es como los pasos de alguien que se acerca pero que nunca llega”, una imagen metafórica que lo llevó a sentir nostalgia por el mar, y que fue confirmado por las palabras que su padre le susurró antes de morir: Volvamos al mar.  

Leer El último grumete de la Baquedano implica, sin lugar a dudas, hacerse cómplice del hilo argumental, sobretodo si alguna vez se estuvo a bordo de un barco que zarpa rumbo al Sur, donde las ráfagas del viento ululan en las noches y los témpanos de hielo flotan como osos polares en Tierra del Fuego.

El protagonista principal de la obra, Alejandro Silva Cáceres, era el segundo hijo de una madre viuda que, para solventar las necesidades de su humilde hogar, lavaba y planchaba las ropas de dril y paño de los marinos, cuyos oficiales lucían uniformes blancos y camisas de cuello almidonado los días domingos.

Alejandro, hasta antes de embarcarse clandestinamente en La Baquedano, era alumno aplicado en la escuela primaria y el liceo. Estudió con la obsesión de ingresar algún día a la Escuela de Grumetes de la Armada. Quería ser marino a cualquier costa, aun sabiendo que su padre murió en un naufragio y que su hermano mayor, Manuel, desapareció en Magallanes, adonde se marchó con la ilusión de que en los mares del Sur se ganaba mucho dinero cazando nutrias, lobos, zorros y otros animales de piel fina.

De los trescientos y un hombres que estaban a bordo de La Baquedano, el último tripulante era Alejandro Silva Cáceres, oriundo de Talcahuano, quien, escondido en el peñol de la proa, inició la mayor aventura de su vida, luego de haber tomado la decisión de despedirse, por medio de una carta, de su madre y sus profesores de liceo. Aunque tenía apenas quince años, como el capitán de una de las novelas célebres de Julio Verne, poseía el espíritu valiente y sagaz de un marino dispuesto a enfrentar los avatares del destino. Al fin y al cabo, estaba consciente de que éste era el último viaje de la corbeta Baquedano y la única oportunidad que tenía para convertirse en uno más de los grumetes del glorioso buque de guerra, que levantó los velámenes y zarpó hacia los canales del Sur, llevando a bordo a trescientos y un hombres que se internaron en la inmensidad del mar, con la proa en dirección al viento.

Alejandro, al cabo de ser descubierto en su escondite por el guadiamarina, fue presentado al capitán y luego al comandante, quien, al escuchar las explicaciones del muchacho, decidió que lo consideraran el último grumete. A partir de entonces, Alejandro aprendió a armar un coy con el colchón y las dos mantas de reglamento, a levantarse al toque de la corneta y a subordinarse al mando de sus superiores. Aprendió, asimismo, el nombre de los instrumentos y compartimientos de una corbeta de guerra, y posteriormente las maniobras de una navegación a vela.

Así, poco a poco, empezó a amar a La Baquedano como a su propia madre, pues era una nave en la cual, además de impartir las instrucciones correspondientes a la Escuela de la Armada, se contaban historias de aparecidos y buques fantasmas, como ese cuento de El fantasma del Leonora, referido por un viejo sargento que pasó su vida a bordo de La Baquedano. En realidad, el fantasma del Leonora, velero rescatado de las rocas del Estrecho de Magallanes, no era más que un mascarón de proa; tenía aspecto de sirena, los brazos abiertos como queriendo abrazar al mar y las aletas plegadas a los bordes, igual que una aparición, blanca como el mármol. El sargento contó que, mientras los tripulantes dormían en el camarote, se les aparecía esta figura femenina, de cara hermosa y túnica blanca. Los tomaba del brazo y los conducía a través del velero, con la intención de arrojarlos por la borda y desaparecerlos sin dejar rastro alguno.

Francisco Coloane, aferrado a su pluma de narrador innato, cuenta las peripecias de su joven protagonista, con la experiencia de quien ha recorrido muchos mares y ha visto muchos sitios. Está claro que el autor, por su ascendencia natural, revivía su niñez en medio de la naturaleza agreste y accidentada de Chiloé. Además, se debe recordar que Coloane navegó desde su infancia por los canales del Sur, que vivió desde su adolescencia en Puerto Montt y Punta Arenas, que era hijo de un capitán de barco ballenero que hacía su travesía hacia el Estrecho de Magallanes, y, para entender mejor sus vivencias y experiencias como hombre y escritor, se puede afirmar que Coloane no sólo fue navegante en los canales australes, sino también cazador de lobos, ovejero y diestro domador de potros en las estancias de Tierra del Fuego.

Todo ese caudal de vivencias le permitieron contar, con la destreza narrativa de un Jack London o un Robert Louis Stevenson, las maravillosas aventuras de un grupo de marinos cuyo único escenario de acciones era el espacio abierto entre la popa y la proa. Coloane, sin titubeos ni circunloquios, sabía transmitir las sensaciones del alma ante una naturaleza salvaje que, a veces, se sobreponía a las fuerzas humanas en medio de los vaivenes del mar.


De hecho, los tripulantes de La Baquedano, junto al joven protagonista, estaban destinados a resistir las embestidas del mar, con sus olas que se elevaban por encima de la cubierta, y los vientos que zarandeaban los velámenes, mientras la corbeta se mecía cual una cáscara de nuez en medio de la tempestad que enseñaba que el marino, para sobrevivir a la travesía, debía mirarle a la muerte cara a cara, enfrentándose a los peligros con la serenidad en los nervios y la tenacidad en los músculos.

Francisco Coloane, eximio narrador de los sentimientos humanos y las fuerzas indómitas de la naturaleza, permite imaginar, en el libro que comentamos, la violencia implacable de las aguas embravecidas: El mar aumentaba sus furias; ya no parecía océano, sino un mundo de montañas enloquecidas que bailaban estrellándose unas contra otras. El viento aullaba y bramaba a ratos, el aguacero caía como si otro mar se descargara encima. De vez en cuando, algo como unos gritos lacerantes, plañideros, estentóreos, salían de las bocanadas de agua y viento: era la voz de la tempestad.

De otro lado, Francisco Coloane, al estilo de Selma Lagerlöf, quien escribió El maravilloso viaje de Nils Holgersson, para darnos una lección de geografía sueca desde el lomo de un ganso, nos pasea a bordo de La Baquedano -la formidable Chancha-, realizando una descripción magistral de la zona austral de Chile. Coloane, como todo marino convertido en narrador, tenía la facultad de guiar al lector por un itinerario geográfico que compendia fiordos, cabos, penínsulas, archipiélagos, islas y bahías.

Bien podría decirse que El último grumete de la Baquedano es un pretexto o un medio del cual se valió el autor para enseñarnos el paisaje accidentado y exuberante de lugares como Talcahuano, Puerto Montt, Golfo de Penas, Punta Arenas y Magallanes, donde los bosques, contemplados a lo lejos, se levantan como montañas recortadas contra el cielo. No es menos maravilloso imaginar el paisaje de la bahía de Puerto Refugio que, aparte de ser un sitio ideal para salir a mar abierto y cazar ballenas, está rodeado de grandes cordilleras cuya única vegetación son los robles y musgos, o el encanto especial que ofrece el canal que conduce a Puerto Edén, cuyo espléndido paisaje, además de hacer honor a su nombre, es la tierra de los indios alacalufes, que viven de los productos que les concede la tierra y el mar.

La Baquedano, como cualquier buque de guerra que sigue la ruta del Sur, atraviesa por sitios mentados por los marinos más viejos, como es La Tumba del Diablo en Punta Arenas, población ganadera de la Patagonia, situada en las márgenes del Estrecho de Magallanes y frente a la legendaria Tierra del Fuego. Se dice que aquí fue amarrado y fondeado el Diablo, con tres toneladas de grilletes y cadenas, y que: ¡En las noches de tempestad arrastra sus cadenas debajo del mar, y los pocos marinos que lo han oído y están vivos dicen que es un ruido terrible, que queda en los oídos para siempre! ¡Más horrible que el de la tempestad!

Cabe recordar que la obra de Coloane no sólo trata de rescatar la fauna y flora del Sur de Chile, sino también sus mitos y leyendas, cuyos personajes respiran a través de la pluma de este narrador que, aparte de haber sabido anudar coherentemente los cabos sueltos de sus historias, constituye uno de los escritores tradicionales más fecundos de la literatura chilena contemporánea.

Si en su novela Guanaco blanco retrata personajes míticos como son Timaukel, el más poderos de todos, y Quenos, constructor de praderas y canales, en El último grumete de la Baquedano cuenta la leyenda de tres familias que se salvan del diluvio al estilo bíblico del Arca de Noé. Se tratan de tradiciones orales que el autor recogió de primera mano en los lugares de origen. De ahí que cada uno de sus libros, al margen de ser leídos como simples cuentos o novelas, contienen textos de carácter antropológico y etnológico, que rescatan mitos y leyendas de las culturas ancestrales, con héroes y epopeyas que, tras haber sobrevivido al avasallamiento de la colonización occidental, se conservan en la memoria colectiva, transmitiéndose de boca en boca y de generación en generación.

El último grumete de la Baquedano, por intermedio de los pensamientos y sentimientos de su joven protagonista, nos pone en contacto con personas cuyos valores culturales y códigos de vida son diferentes a los de Occidente. Es decir, nos permite comprender mejor las razones fundamentales de la diversidad cultural, no desde la perspectiva del discurso demagógico del poder, sino desde la visión consciente de un escritor que se sumó a la causa de los pueblos originarios, exigiendo respeto a sus derechos más elementales.

Con todo, casi al final del relato, cuando La Baquedano arribó al Cabo de Hornos, donde se cruzan las aguas del Pacífico y el Atlántico, el último grumete, Alejandro silva Cáceres, encuentra a su hermano mayor, Manuel, quien, vestido a la usanza de los indios yáganse, vivía en calidad de cacique con una india de buen parecer y tres hijos menores. Manuel, más que representar el mestizaje cultural, asumió como suyas las costumbres ancestrales de los yáganse. Quizá por eso, mientras contemplaba las aguas gélidas del mar, se le acercó a Alejandro y le dijo: ¡Los hombres somos como los témpanos, la vida nos da vueltas a veces y cambiamos!

En esta región inhóspita y agreste, conocida como El Paraíso de la Nutria, los indios váganse sobreviven aislados del mundanal ruido de las urbes, llevando una vida sedentaria en medio de la nieve y el viento helado. Se alimentan casi exclusivamente de la caza de nutrias, lobos, pingüinos y otras aves, debido a que, a diferencia de los primeros occidentales que llegaron atraídos por la fiebre del oro, los habitantes ancestrales no conciben la propiedad privada y prefieren llevar una vida en simbiosis con la naturaleza, tomando los alimentos que les provee el mar, y, algunas veces, del trueque que realizan con los tripulantes de los barcos mercantes que atraviesan por ese frío confín del mundo.

El último grumete de la Baquedano, como todos los relatos clásicos bien contados, es una obra que no podía dejar de tener un desenlace feliz, ya que el joven protagonista, Alejandro Silva Cáceres, a su retorno a Talcahuano, lleva el uniforme de marino, y, para la alegría de su madre, las pieles y el oro que le entregó su hermano Manuel, como prueba de que el amor de un hijo por una madre es inmutable a pesar del tiempo y la distancia.

Así pues, este hermoso libro de Francisco Coloane, que fue escrito en recuerdo de la nave que formó a tantas generaciones de marinos chilenos, es un texto de lectura obligatoria para quienes desean conocer algo más sobre la legendaria historia de La Baquedano, ese buque-escuela de la Armada que, tras haber realizado el último crucero hacia el Cabo de Hornos, echó para siempre sus anclas en un puerto, como cualquier corbeta de guerra que envejeció en sus innumerables batallas y periplos.

jueves, 12 de septiembre de 2013


EL PODER Y LA CAÍDA DEL DICTADOR

El 11 de septiembre de 1973, en Chile, el país más largo y angosto de Suramérica, se produjo un sangriento golpe de Estado, protagonizado por el general Augusto Pinochet, quien, tras el asesinato del presidente constitucional Salvador Allende, se autoproclamó jefe supremo de la nación. Desde entonces, el general de ascendencia francesa, que de niño solía jugar con tambores y trompetas, que fue pésimo estudiante en la escuela y un militar mediocre en el Ejército, se convirtió en uno de los dictadores más abominables de la historia contemporánea.

Pinochet, estando en la cúspide del poder, usó todos los medios para acallar la protesta popular y borrar la imagen de Salvador Allende, cuyo legado está más vivo que nunca entre los desposeídos de esta tierra, donde la memoria colectiva, más poderosa que la resignación y la amnesia, no conoce barrotes que la encierren ni balas que la maten.

Todos recuerdan aún el día en que fue bombardeada La Moneda y la actitud heroica del presidente mártir, quien decidió no entregarse vivo a sus captores ni abandonar su puesto de combate, hasta que una bala lo desplomó cerca de una de las ventanas del palacio reducido a escombros, donde sus guardaespaldas lo encontraron tumbado en un sillón, la parte derecha del cráneo roto, la masa encefálica desparramada, el casco caído y la metralleta sobre las piernas. Pero nada pudo contra esa muerte, y menos el general golpista, pues los hombres fieles a su causa no sólo son glorificados por la historia, sino que permanecen vivos en el corazón de la gente.

Pinochet, acostumbrado a mandar al pueblo como en un cuartel, implantó una dictadura que, durante diecisiete años, cometió atropellos de lesa humanidad. Se prohibió los derechos civiles y los partidos políticos de izquierda, mientras el río Mapocho se llenaba de cadáveres, las cárceles de presos y los terrenos baldíos de desaparecidos.

Nadie que conociera al dictador, de cerca o de lejos, podía dudar de su carácter volcánico y sus instintos de criminal. Basta mirar el retrato donde aparece malencarado, con gafas oscuras, bigotes cursis y brazos cruzados, en medio de un ruedo de oficiales de estilo prusiano y miradas salvajes. Es fácil suponer que estos oficiales, dotados de una mentalidad tan autoritaria como la del general, aprendieron a la perfección la disciplina de la subordinación y constancia, bajo los lemas: Lealtad al jefe. Lealtad a la institución. Lealtad a la patria.

Cuando el dictador estaba malhumorado, los oficiales andaban en puntas, las nalgas prietas y los dientes apretados. La sola presencia del general les inspiraba silencio, respeto y temor. No me llenen las cachimbas, les advertía al menor disgusto, enseñando el puño y frunciendo el ceño. Entonces, los oficiales, teniéndolo por implacable, hacían lo que ordenaba el general, quizás no tanto por el cumplimiento del deber como por el agradecimiento de haber obtenido ventajas que jamás tuvieron.

El pinochetismo no tiene la simplicidad brutal y clásica del régimen del Tirano Banderas. Es un fenómeno más complicado, más moderno, quizás más pavoroso, escribió Jorge Edwards. En efecto, el pinochetismo no sólo fue la apología de dictadores y tiranuelos que, enfundados en vistosos uniformes militares, usaron como pretexto de sus golpes de Estado la lucha contra la subversión y el comunismo, sino también como un móvil para amasar fortunas a costa del pueblo.

El exdictador, además haber sido un devoto de la Virgen del Carmen y un sagitario que lucía un anillo con su signo, creía que su buena suerte está ligada al número cinco: nació un día terminado en cinco (1915) y en 1945 tuvo sus primeras visiones antimarxistas, en el Ejército se lo destinó al regimiento de infantería número cinco. Se casó con doña Lucía (cinco letras), quien le dio cinco hijos. El general ascendió a mayor un día quince y ocupó la quinta planta del Ministerio de Defensa cuando Allende lo designó Comandante en Jefe del Ejército. Cuando llegó a ser dictador, fue proclamado Capitán General del Ejército y, desde entonces, exhibía cinco estrellas en las charreteras, ostentaba el quinto dan de kárate y la gorra más alta del ejército, exactamente cinco centímetros más alta que la de sus subordinados.

Pinochet, quien afirmó en 1975: Me voy a morir y elecciones no habrán, no cumplió con su sueño de perpetuarse como emperador, porque el pueblo chileno, consciente de que no hay dictaduras que duren cien años, lo desalojó de La Moneda, donde entró a sangre y fuego en septiembre de 1973 y de donde salió empujado por la voluntad popular en 1990, convencido de que no hay dictadura que ponga una lápida sobre la democracia ni balas que maten la libertad, pues todos los dictadores que un día asumen el poder violentando los Derechos Humanos, otro día conocen su estrepitosa caída.

lunes, 9 de septiembre de 2013


EL TÍO DE HOJALATA

En la ciudad de El Alto, donde abunda el congestionamiento de vehículos, las basuras tiradas a su suerte, los perros callejeros y las pandillas de delincuentes, abundan también los mercados de alimentos, las casetas de comidas típicas y los thantakhatus de ropas usadas y cachivaches diversos.

En la Feria de la Zona 16 de Julio, donde pululan turistas y alteños todos los jueves y domingos, puede encontrarse desde un tornillo oxidado hasta un automóvil último modelo. Los vecinos aseveran que se trata de la Feria más grande de América Latina. Aquí se dan cita miles y miles de comerciantes informales que, hacinados en las aceras de al menos diez calles y avenidas extensas, ofrecen sus mercaderías, incluso las usadas y robadas, al mejor postor y a plena luz del día.  

Como todos los habitantes de El Alto, salí un domingo dispuesto a conocer la Feria de la cual escuché hablar desde que me establecí en Ciudad Satélite. Tomé un minibús hasta La Ceja y me bajé cerca de la carretera de la Autopista, crucé la Avenida 6 de Marzo por una pasarela que, de tanto soportar el peso de los peatones, daba la sensación de que se tambaleaba como una mecedora.

Llegar hasta la Zona 16 de Julio no fue nada fácil, tuve que avanzar abriéndome paso, casi a codazos, entre la gente que abarrotaba las calles, cargando bultos como una caravana de hormigas que iban y venían en un trajinar incesante.

En una de las calles, donde el comercio daba la sensación de ser un caldero en ebullición y los vendedores actores de un teatro de variedades, me topé con la tienda de un artesano hojalatero, en cuyas vitrinas estaban expuestas una variedad de máscaras que lucen las fraternidades folklóricas en la fastuosa Entrada del Gran Poder y la Entrada de la 16 de Julio, que se realiza cada 15 de julio, en honor a la Virgen del Carmen.

Mi curiosidad fue tan grande que, como encandilado por una luz extraña, me detuve para observar de cerca la impresionante máscara de un Achachi Moreno, que pendía de la pared a manera de muestra. Y, claro está, no dudé en entrar en la tienda para preguntar el precio de ese objeto que atrapó mi interés por su elegancia y colorido.

El dueño me atendió con amabilidad, proporcionándome el precio de varios de los objetos expuestos en las vitrinas. Al final, sólo motivado por la curiosidad, le pregunté si acaso era él quien hacía las máscaras.

–Sí –contestó.

–¡Ah! ¡Qué maravilla! –exclamé, enseñándole una alegría espontánea. Luego me atreví a preguntarle si me lo podría hacer, con el mismo material que usaba para las máscaras, la estatuilla de un Tío de la mina.

Miró la máscara del Achachi Moreno y dijo:

–Es posible. Sólo que ahora no tengo mucho tiempo, estoy con unos trabajitos que me encargaron los morenos de la Señorial. Sin embargo, en un par de semanas podría tenerlo listo.

–¡Perfecto! –acepté. Luego añadí–: No hay apuros, pero quiero estar seguro de que me lo harás. Así que te dejaré un adelanto. ¿Qué te parece?

–No hay problemas –repuso.

Recibió el billete de cincuenta bolivianos y se lo metió en el bolsillo de su chamarra salpicada de pinturas y ácidos.

–Entonces volveré en un par de semanas –dije, estrechándole la mano a tiempo de despedirme.

Él esbozó una ligera sonrisa, dio media vuelta y desapareció detrás de la puerta de su taller.
Por fin tendré un Tío de hojalata, me dije para mis adentros, desandando por las mismas calles y avenidas atestadas de comerciantes minoristas, automóviles y peatones.

Cuando volví a la tienda, dos semanas después, la estatuilla estaba todavía a medio camino. El hojalatero me hizo pasar a su taller para enseñarme su obra de arte, como un niño pícaro queriendo compartir su juguete prohibido con otro niño.

–Te falta muy poco para terminar –le dije, con la mirada puesta en la estatuilla que estaba sobre la mesa de trabajo, al lado de un soldador de pistola.

–Así es –contestó–, sólo falta ponerle su último detalle a este Tío travieso.

Efectivamente, le faltaba su falo tan grueso como su brazo; uno de los atributos característicos de este ser mitológico, guardián de las riquezas minerales en las entrañas de la Pachamama.

–Sólo falta que le pongas su enorme animal entre las piernas –le insinué entre chiste y chiste.

–Sí, pues –corroboró, como siguiéndome la onda–. Es tan largo y grueso que a cualquiera le da miedo.

–Es increíble cómo has sido capaz de hacer esta estatuilla –le comenté, mientras miraba sus ojos lacrimosos por el thinner y enrojecidos por el ácido muriático.

Todo esto forma parte de mi oficio. Corté la lámina de hojalata con tijeras, arrancando las formas y los tamaños que precisaba para darle forma a la cabeza, el cuerpo y las extremidades. Después el trabajo se hizo con la ayuda del compás tijera, la escuadra, los mazos, el soldador, la trancha, el yunque, la bigornia y el torno universal.

Me quedé asombrado ante su erudición, pues, como toda persona ajena a estos menesteres, pensaba que este oficio antiguo sólo servía para hacer utensilios de cocina y juguetes para niños, pero caí en la cuenta de que estaba completamente equivocado.

El oficio del hojalatero, si bien es de carácter artesanal, requiere extrema habilidad, precisión milimétrica y conocimientos; virtudes que se consiguen tras años de aprendizaje y práctica cotidiana. Con el maestro artesano aprendí que cortar la hojalata no es lo mismo que cortar una hoja de papel, pues el simple hecho de cortar, plegar, soldar y moldear finísimas láminas de hojalata con golpes exactos de mazo, es un proceso en el que se conjugan la firmeza y la exactitud del gesto manual.

Al cabo de una lección clara y concisa, me retiré del taller y avancé hasta la puerta principal, seguido por el hojalatero, quien parecía arrear con su cuerpo todo el aire de la tienda.
–Entonces volveré la próxima semana –le dije, estrechándole su mano callosa y teñida por el color negro de las finas partículas de hojalata.

Me alejé del lugar, sin dejar de imaginarme cómo sería el resultado final de la estatuilla. Tampoco podía dejar de pensar en el hojalatero, quien me confesó que desde niño aprendió este oficio en el taller de un pariente suyo. Por su forma de hablar, con los dejos propios del idioma aymara, daba la impresión de que ni siquiera terminó la escuela, pero que los años de trabajo esforzado le dieron una experiencia que no se adquiere en los libros ni en las instituciones académicas.

No cabía duda de que era un gran maestro en su oficio, con conocimientos empíricos en el manejo de la geometría y el dibujo técnico, que le permitían fabricar un sinnúmero de objetos a pedido de los miembros de las fraternidades folklóricas no sólo de La Paz, sino también de otras ciudades del interior; más todavía, me contó incluso que uno que otro turista le encargaba en exclusiva un trabajito para llevárselo a su país en calidad de souvenir.

Transcurrieron los días y, como tenía previsto, volví al taller para recoger la estatuilla del Tío, hecha de hojalata por un maestro artesano dotado de una imaginación prodigiosa y unas manos que adquirieron la destreza de moldear la hojalata con precisión de joyero.  


El Tío, con el rostro decorado con colores vivos, ojos saltones, nariz encorvada, barbilla mefistofélica y un rechoncho sapo entre sus cuernos, era una pieza digna de ser exhibida en un museo de arte.

–¡Es una maravilla! ¡Una verdadera maravilla! –le comenté, sin dejar de escrutar la estatuilla por todos sus costados.

El hojalatero no dijo nada, se limitó a sonreír y a bajar la mirada. Al fin y al cabo, el encargo estaba cumplido y el trabajo acabado.

–Aquí lo tienes –dijo, entregándomelo en las manos–, listo para ch´allarle cuando quieras.

No quedaba más que pagar por los servicios. La estatuilla se cotizó, como es lógico, en función al material y el tiempo empleado por el hojalatero, quien no admitió regateo alguno, consciente del valor que tenían sus trabajos hechos a pulso y sudor.


El precio fue lo de menos, lo importante es que este Tío, en el cual el hojalatero puso todo su empeño y fantasía, como quien crea nuevos objetos, ricos en detalles atractivos que despiertan la súbita fascinación de los curiosos, estaba hecho con un material que resistiría al tiempo y la corrosión, y, como si fuera poco, llevaba la impronta de un taller de artesanías de hojalata de la Zona 16 de Julio de la ciudad de El alto.