EL TÍO DE HOJALATA
En la ciudad de El Alto, donde abunda el congestionamiento de vehículos, las basuras tiradas a su suerte,
los perros callejeros y las pandillas de delincuentes, abundan también los
mercados de alimentos, las casetas de comidas típicas y los thantakhatus de
ropas usadas y cachivaches diversos.
En la Feria de la Zona 16 de Julio, donde pululan turistas
y alteños todos los jueves y domingos, puede encontrarse desde un tornillo
oxidado hasta un automóvil último modelo. Los vecinos aseveran que se trata de la
Feria más grande de América Latina. Aquí se dan cita miles y miles de
comerciantes informales que, hacinados en las aceras de al menos diez calles y
avenidas extensas, ofrecen sus mercaderías, incluso las usadas y robadas, al
mejor postor y a plena luz del día.
Como todos los habitantes de El Alto, salí un domingo
dispuesto a conocer la Feria de la cual escuché hablar desde que me establecí
en Ciudad Satélite. Tomé un minibús hasta La Ceja y me bajé cerca de la
carretera de la Autopista, crucé la Avenida 6 de Marzo por una pasarela que, de
tanto soportar el peso de los peatones, daba la sensación de que se tambaleaba
como una mecedora.
Llegar hasta la Zona 16 de Julio no fue nada fácil,
tuve que avanzar abriéndome paso, casi a codazos, entre la gente que abarrotaba
las calles, cargando bultos como una caravana de hormigas que iban y venían en
un trajinar incesante.
En una de las calles, donde el comercio daba la
sensación de ser un caldero en ebullición y los vendedores actores de un teatro
de variedades, me topé con la tienda de un artesano hojalatero, en cuyas vitrinas
estaban expuestas una variedad de máscaras que lucen las fraternidades
folklóricas en la fastuosa Entrada del Gran Poder y la Entrada de la 16 de
Julio, que se realiza cada 15 de julio, en honor a la Virgen del Carmen.
Mi curiosidad fue tan grande que, como encandilado
por una luz extraña, me detuve para observar de cerca la impresionante máscara
de un Achachi Moreno, que pendía de la pared a manera de muestra. Y, claro
está, no dudé en entrar en la tienda para preguntar el precio de ese objeto que
atrapó mi interés por su elegancia y colorido.
El dueño me atendió con amabilidad, proporcionándome
el precio de varios de los objetos expuestos en las vitrinas. Al final, sólo
motivado por la curiosidad, le pregunté si acaso era él quien hacía las
máscaras.
–Sí –contestó.
–¡Ah! ¡Qué maravilla! –exclamé, enseñándole una
alegría espontánea. Luego me atreví a preguntarle si me lo podría hacer, con el
mismo material que usaba para las máscaras, la estatuilla de un Tío de la mina.
Miró la máscara del Achachi Moreno y dijo:
–Es posible. Sólo que ahora no tengo mucho tiempo,
estoy con unos trabajitos que me encargaron los morenos de la Señorial. Sin
embargo, en un par de semanas podría tenerlo listo.
–¡Perfecto! –acepté. Luego añadí–: No hay apuros,
pero quiero estar seguro de que me lo harás. Así que te dejaré un adelanto.
¿Qué te parece?
–No hay problemas –repuso.
Recibió el billete de cincuenta bolivianos y se lo
metió en el bolsillo de su chamarra salpicada de pinturas y ácidos.
–Entonces volveré en un par de semanas –dije, estrechándole
la mano a tiempo de despedirme.
Él esbozó una ligera sonrisa, dio media vuelta y
desapareció detrás de la puerta de su taller.
Por fin tendré un Tío de hojalata, me dije para
mis adentros, desandando por las mismas calles y avenidas atestadas de
comerciantes minoristas, automóviles y peatones.
Cuando volví a la tienda, dos semanas después, la
estatuilla estaba todavía a medio camino. El hojalatero me hizo pasar a su
taller para enseñarme su obra de arte, como un niño pícaro queriendo compartir
su juguete prohibido con otro niño.
–Te falta muy poco para terminar –le dije, con la
mirada puesta en la estatuilla que estaba sobre la mesa de trabajo, al lado de
un soldador de pistola.
–Así es –contestó–, sólo falta ponerle su último
detalle a este Tío travieso.
Efectivamente, le faltaba su falo tan grueso como su
brazo; uno de los atributos característicos de este ser mitológico, guardián de
las riquezas minerales en las entrañas de la Pachamama.
–Sólo falta que le pongas su enorme animal entre las
piernas –le insinué entre chiste y chiste.
–Sí, pues –corroboró, como siguiéndome la onda–. Es
tan largo y grueso que a cualquiera le da miedo.
–Es increíble cómo has sido capaz de hacer esta estatuilla
–le comenté, mientras miraba sus ojos lacrimosos por el thinner y enrojecidos
por el ácido muriático.
–Todo esto forma parte de mi oficio. Corté la lámina de
hojalata con tijeras, arrancando las formas y los tamaños que precisaba para
darle forma a la cabeza, el cuerpo y las extremidades. Después el
trabajo se hizo con la ayuda del compás tijera, la escuadra, los mazos, el
soldador, la trancha, el yunque, la bigornia y el torno universal.
Me quedé asombrado ante su erudición, pues, como
toda persona ajena a estos menesteres, pensaba que este oficio antiguo sólo
servía para hacer utensilios de cocina y juguetes para niños, pero caí en la
cuenta de que estaba completamente equivocado.
El oficio del hojalatero, si bien es de carácter
artesanal, requiere extrema habilidad, precisión milimétrica y conocimientos;
virtudes que se consiguen tras años de aprendizaje y práctica cotidiana. Con el
maestro artesano aprendí que cortar la hojalata no es lo mismo que cortar una
hoja de papel, pues el simple hecho de cortar, plegar, soldar y moldear
finísimas láminas de hojalata con golpes exactos de mazo, es un proceso en el
que se conjugan la firmeza y la exactitud del gesto manual.
Al cabo de una lección clara y concisa, me retiré
del taller y avancé hasta la puerta principal, seguido por el hojalatero, quien
parecía arrear con su cuerpo todo el aire de la tienda.
–Entonces volveré la próxima semana –le dije,
estrechándole su mano callosa y teñida por el color negro de las finas partículas
de hojalata.
Me alejé del lugar, sin dejar de imaginarme cómo
sería el resultado final de la estatuilla. Tampoco podía dejar de pensar en el hojalatero,
quien me confesó que desde niño aprendió este oficio en el taller de un
pariente suyo. Por su forma de hablar, con los dejos propios del idioma aymara,
daba la impresión de que ni siquiera terminó la escuela, pero que los años de
trabajo esforzado le dieron una experiencia que no se adquiere en los libros ni
en las instituciones académicas.
No cabía duda de que era un gran maestro en su
oficio, con conocimientos empíricos en el manejo de la geometría y el dibujo
técnico, que le permitían fabricar un sinnúmero de objetos a pedido de los
miembros de las fraternidades folklóricas no sólo de La Paz, sino también de
otras ciudades del interior; más todavía, me contó incluso que uno que otro
turista le encargaba en exclusiva un trabajito para llevárselo a su país en
calidad de souvenir.
Transcurrieron los días y, como tenía previsto,
volví al taller para recoger la estatuilla del Tío, hecha de hojalata por un
maestro artesano dotado de una imaginación prodigiosa y unas manos que
adquirieron la destreza de moldear la hojalata con precisión de joyero.
El Tío, con el rostro decorado con colores vivos, ojos
saltones, nariz encorvada, barbilla mefistofélica y un rechoncho sapo entre sus
cuernos, era una pieza digna de ser exhibida en un museo de arte.
–¡Es una maravilla! ¡Una verdadera maravilla! –le
comenté, sin dejar de escrutar la estatuilla por todos sus costados.
El hojalatero no dijo nada, se limitó a sonreír y a bajar
la mirada. Al fin y al cabo, el encargo estaba cumplido y el trabajo acabado.
–Aquí lo tienes –dijo, entregándomelo en las manos–,
listo para ch´allarle cuando quieras.
No quedaba más que pagar por los servicios. La
estatuilla se cotizó, como es lógico, en función al material y el tiempo
empleado por el hojalatero, quien no admitió regateo alguno, consciente del
valor que tenían sus trabajos hechos a pulso y sudor.
El precio fue lo de menos, lo importante es que este Tío, en el cual el
hojalatero puso todo su empeño y fantasía, como quien crea nuevos
objetos, ricos en detalles atractivos que despiertan la súbita fascinación de
los curiosos, estaba hecho con un material que resistiría al tiempo y la corrosión, y,
como si fuera poco, llevaba la impronta de un taller de artesanías de hojalata
de la Zona 16 de Julio de la ciudad de El alto.
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