EL PODER Y LA CAÍDA DEL DICTADOR
El 11 de septiembre de
1973, en Chile, el país más largo y angosto de Suramérica, se produjo un
sangriento golpe de Estado, protagonizado por el general Augusto Pinochet,
quien, tras el asesinato del presidente constitucional Salvador Allende, se
autoproclamó jefe supremo de la nación. Desde entonces, el general de
ascendencia francesa, que de niño solía jugar con tambores y trompetas, que fue
pésimo estudiante en la escuela y un militar mediocre en el Ejército, se
convirtió en uno de los dictadores más abominables de la historia
contemporánea.
Pinochet, estando en la
cúspide del poder, usó todos los medios para acallar la protesta popular y
borrar la imagen de Salvador Allende, cuyo legado está más vivo que nunca entre
los desposeídos de esta tierra, donde la memoria colectiva, más poderosa que la
resignación y la amnesia, no conoce barrotes que la encierren ni balas que la
maten.
Todos recuerdan aún el
día en que fue bombardeada La Moneda y la actitud heroica del presidente
mártir, quien decidió no entregarse vivo a sus captores ni abandonar su puesto
de combate, hasta que una bala lo desplomó cerca de una de las ventanas del
palacio reducido a escombros, donde sus guardaespaldas lo encontraron tumbado
en un sillón, la parte derecha del cráneo roto, la masa encefálica
desparramada, el casco caído y la metralleta sobre las piernas. Pero nada pudo
contra esa muerte, y menos el general golpista, pues los hombres fieles a su
causa no sólo son glorificados por la historia, sino que permanecen vivos en el
corazón de la gente.
Pinochet, acostumbrado a
mandar al pueblo como en un cuartel, implantó una dictadura que, durante
diecisiete años, cometió atropellos de lesa humanidad. Se prohibió los derechos
civiles y los partidos políticos de izquierda, mientras el río Mapocho se
llenaba de cadáveres, las cárceles de presos y los terrenos baldíos de
desaparecidos.
Nadie que conociera al
dictador, de cerca o de lejos, podía dudar de su carácter volcánico y sus
instintos de criminal. Basta mirar el retrato donde aparece malencarado, con
gafas oscuras, bigotes cursis y brazos cruzados, en medio de un ruedo de
oficiales de estilo prusiano y miradas salvajes. Es fácil suponer que estos
oficiales, dotados de una mentalidad tan autoritaria como la del general,
aprendieron a la perfección la disciplina de la subordinación y constancia,
bajo los lemas: Lealtad al jefe. Lealtad a la institución. Lealtad a la
patria.
Cuando el dictador estaba
malhumorado, los oficiales andaban en puntas, las nalgas prietas y los dientes
apretados. La sola presencia del general les inspiraba silencio, respeto y
temor. No me llenen las cachimbas, les advertía al menor disgusto, enseñando
el puño y frunciendo el ceño. Entonces, los oficiales, teniéndolo por
implacable, hacían lo que ordenaba el general, quizás no tanto por el
cumplimiento del deber como por el agradecimiento de haber obtenido ventajas
que jamás tuvieron.
El pinochetismo no tiene
la simplicidad brutal y clásica del régimen del Tirano Banderas. Es un fenómeno
más complicado, más moderno, quizás más pavoroso, escribió Jorge Edwards. En
efecto, el pinochetismo no sólo fue la apología de dictadores y tiranuelos que,
enfundados en vistosos uniformes militares, usaron como pretexto de sus golpes
de Estado la lucha contra la subversión y el comunismo, sino también como un
móvil para amasar fortunas a costa del pueblo.
El exdictador, además
haber sido un devoto de la Virgen del Carmen y un sagitario que lucía un anillo
con su signo, creía que su buena suerte está ligada al número cinco: nació un
día terminado en cinco (1915) y en 1945 tuvo sus primeras visiones
antimarxistas, en el Ejército se lo destinó al regimiento de infantería número
cinco. Se casó con doña Lucía (cinco letras), quien le dio cinco hijos. El
general ascendió a mayor un día quince y ocupó la quinta planta del Ministerio
de Defensa cuando Allende lo designó Comandante en Jefe del Ejército. Cuando
llegó a ser dictador, fue proclamado Capitán General del Ejército y, desde
entonces, exhibía cinco estrellas en las charreteras, ostentaba el quinto dan
de kárate y la gorra más alta del ejército, exactamente cinco centímetros más
alta que la de sus subordinados.
Pinochet, quien afirmó en
1975: Me voy a morir y elecciones no habrán, no cumplió con su sueño de
perpetuarse como emperador, porque el pueblo chileno, consciente de que no hay
dictaduras que duren cien años, lo desalojó de La Moneda, donde entró a sangre
y fuego en septiembre de 1973 y de donde salió empujado por la voluntad popular
en 1990, convencido de que no hay dictadura que ponga una lápida sobre la
democracia ni balas que maten la libertad, pues todos los dictadores que un día
asumen el poder violentando los Derechos Humanos, otro día conocen su
estrepitosa caída.
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