EL PREMIO DINAMITA DE LITERATURA
–En los pasados días
concedieron el Premio Dinamita de Literatura –dijo el Tío, apenas entré en el
cuarto, donde su mirada parecía un rayo de luz atravesando la oscuridad.
–Así es –asentí, mientras
encendía la luz.
–Pero de seguro que tú ni
conocías el nombre del galardonado ¿verdad?
Me detuve cerca de la
puerta, agaché la cabeza y no contesté ni sí ni no. Mas el Tío, al término de
leer mis pensamientos, se alzó un poco en su trono y dijo:
–A los miembros de la Academia
Sueca, salvo raras excepciones, parece no interesarles la popularidad de un
autor ni el prestigio que éste se ganó gracias a su puño y letra. Si no
consideran las afinidades políticas del candidato, dependiendo de qué lado
soplan los vientos, se guían por el grado de complejidad de su escritura;
mientras más compleja, mejor todavía. Por suerte existen quienes, sin haber
sido distinguidos con el Premio Dinamita, son queridos y requeridos por los
lectores de todo el mundo. Un Franz Kafka y un Jorge Luis Borges, por citar a
dos de los mastodontes de la literatura universal, no recibieron este
prestigioso premio y, sin embargo, gozan de fama y sus libros corren, de mano
en mano, como chispas en un polvorín.
–Que yo sepa –precisé–, a
Kafka no se lo dieron porque gran parte de su obra permaneció inédita hasta
después de su muerte y a Borges porque, siendo un genio en literatura, era un
idiota en política, nada menos que querendón de los dictadores como Augusto
Pinochet.
–A mí no me consta
–repuso–, pero si no se lo dieron a Borges ni a muchos otros será porque los
miembros de la Academia Sueca leen tanto que ya no saben lo que leen. Están
como Sócrates, quien, de tanto saber tanto, decía: Yo sólo sé que nada sé.
Cerré la boca, pues
meterse en discusiones filosóficas con el Tío era como meterse en los
laberintos de la mina, donde las galerías son profundas y entreveradas como las
mismísimas catacumbas del infierno.
El Tío pensó un instante
y, aun sabiendo que soy un aprendiz de escritor, un pichoncito de cóndor, lanzó
una sonrisa afable, barrió mi rostro con su penetrante olor a tabaco y dijo:
–No tienes por qué
envidiar a los escritores que primero se hacen de fama y luego se echan en
cama, ni por qué pensar en el Premio Dinamita de Literatura. Para reconocer tu
talento de escribano del diablo, nosotros los cornudos -no porque nos engaña la
mujer, sino porque tenemos cuernos-, te daremos el premio que te mereces por
ateo. Yo mismo, en mi condición de dios y diablo de los mineros, colgaré en tu
cuello la medalla de los quintos infiernos y te entregaré el pergamino decorado
con los fuegos fatuos de los Avernos. Y guarde que este premio es único e
inapelable... y nadie lo pondrá en duda, ni Dios ni la Virgen del Socavón.
Le escuché perplejo, y él
prosiguió:
–La única desventaja es
que el premio lo recibirás después de la muerte, por cuanto no esperes en vida
ni desesperes. Ten un cachito de paciencia, con paciencia y salivita hasta un
elefante le hizo el amor a una hormiguita. Ah, eso sí, tampoco tengas muuucha
paciencia, porque Cristo dijo: paciencia,
y lo mataron... De otro lado, el premio del infierno es más importante que el
Premio Dinamita, esa sustancia explosiva que, desde cuando Alfred Nobel inventó
en su laboratorio, los mineros usan para atronar el vientre de la Pachamama.
Por si no lo sabías, los mineros preparan el armado pasito a paso: primero meten la cápsula de la guía de
pólvora en el cartucho de dinamita, después ajustan la dinamita en el orificio
abierto por el taladro en la roca y, al cabo de chispear la pólvora, huyen a un
paraje aledaño entre gritos: ¡Tiro!, ¡Tiro!, ¡Tiro! A los dos
o tres minutos, ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!, se oye la descarga de la explosión maldita,
provocando un traquido y una ventolera con olor a caldo de gallina...
–Sólo una preguntita, Tío
–le interrumpí en lo mejor de su cháchara–. ¿De qué me va a servir un premio
después de la muerte?
–¡Qué preguntita, carajo!
Cómo no te vas a dar cuenta. Si no te lo damos antes, en plena vida y alegría,
es para que no se te suban los humos ni te hagas el farsante. Es para evitar
que los envidiosos te serruchen el piso con el mismo ímpetu con que tus
admiradoras te ponen en el pedestal. Oye bien, dije tus admiradoras, sabiendo que las mujeres leen más que los hombres,
aparte de que devoran los libros con la misma pasión con que devoran al amante.
Y si todavía lo dudas, pregúntaselo a tu mujer, quien, junto a los versos de
Amado Nervo -y no amado nervio, que
es otra cosa-, lee con los cinco sentidos las burradas que escribes a diario.
–Pierde cuidado –le
dije–. Con premios o sin premios, jamás se me subirán los humos ni me haré el
farsante. Soy más terrenal que la serpiente del paraíso y más realista que el
escudero de Don Quijote.
–¡Enhorabuena! Siente
orgullo de ti mismo, de ser hijo de entrañas mineras y de venir del pobrerío,
porque en la vida los cuentos mejor contados tratan de personajes que un día no
tuvieron nada y que otro día llegan a tener todo. Piensa en El patito feo, de Hans Christian
Andersen; y en la Cenicienta, de Charles
Perrault, y te darás cuenta de que estos cuentos no serían igual de lindos
contados a la inversa. Además, recuerda lo que Don Quijote le aconsejó a su
escudero: Haz gala Sancho de la humildad
de tu linaje y no desprecies decir que vienes de labradores, porque viendo que
no te corres, nadie podrá correrte (...) Haz de poner los ojos en quien eres,
procurando conocerte a ti mismo, del conocerte saldrá el no hincharte como la
rana que quiso igualarse con el buey.
Escuché atento las sabias
palabras referidas por el Tío, quien, lejos de ser un simple diablo, es un
cerebro prodigioso que parió la humanidad. Sus juicios son tan certeros como
los de Don Quijote, quien, siendo un loco de remate, era el más cuerdo entre
los cuerdos.
–Ya sabes –insistió–. Ten
orgullo de tu linaje, cultura y raza. No te hagas el rico siendo pobre ni te
hagas el gringo siendo indio. No seas como el sapo que quiere ser estrella, un
presumido que, en lugar de brillar en las alturas, cae estrellado en el fango.
Tampoco creas en el dicho que reza: Tanto
vales cuanto tienes, porque no es cierto. De serlo, cualquier hijo de
vecino, cualquier villano y cualquier malevo, se ganaría el respeto de los
crédulos sin merecerlo. Tampoco te dejes llevar por las falsas adulaciones de
quienes, fingiendo admirar tu obra, desean tu fracaso en el fondo de su alma...
–Gracias por tus consejos
–agradecí con humildad y reverencia. Luego añadí–: Pero ahora dime, ¿cómo lo
hacemos con los bolivianos que, siendo cabezas
negras en Suecia, se hacen los suecos?
El Tío se agarró la
cabeza, pensó un instante y dijo:
–A ésos hay que tratarlos
como a chuecos, porque no se dan cuenta de que el cabeza negra es cabeza negra,
así tenga el apellido que tenga y así venga de donde venga. Por ejemplo, no
importa de qué parte de Bolivia vengas, ni qué apellido tengas. Para los
suecos, rubios y robustos como los vikingos, todos somos igual de indios y para
los racistas unos inmigrantes de mierda.
–Guarda tus palabras, Tío
–le dije–. Ten pelos en la lengua...
–¡¿Cómo?! –arqueó las
cejas y alzó el tono de la voz–. Desde cuándo está prohibido llamar las cosas
por su nombre: al pan, pan, y al vino, vino.
–El problema no está en
eso –aclaré con la mirada sombría–, sino en que las malas lenguas dicen que soy
atrevido y grosero, porque mis textos, en afán de recrear tu lenguaje
coloquial, están escritos con garabatos, ajos y pimientas.
–Si eso es lo que dicen,
¿qué esperas? ¡Mándalos al carajo y listo! –propuso con fuerza, procurando
arrancarme el temor del cuerpo como mala hierba–. Ya te dije que la literatura
se parece a la comida: para que sepa exquisita, necesita una buena porción de
condimentos y una pizca de humor con sentimientos, así los sesudos de la
Academia Sueca jamás barajen tu nombre entre los candidatos al Premio Dinamita,
porque en ese premio, como en muchos otros, Dios puso sus milagrosas manos sin
considerar la opinión de los diablos...
Apagué la luz y, sin
recordar a qué entré en el cuarto, me despedí del Tío, cuyo cuerpo de Minotauro
se trocó en oscuridad y silencio.
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