LISBOA, ENTRE FERNANDO PESSOA
Y LA REVOLUCIÓN DE LOS CLAVELES
El año que visité la
ciudad, que parecía nacida del abrazo del río Tajo y el mar, desparramada por
las siete colinas que dominan las aguas de la Paja, tenía las fachadas leprosas
y los pavimentos agujereados. Esta capital, que antes olía a jazmín y canela, a
sardinas asadas a la brasa y a café recién tostado, no olía más que a tubos de
escape y gases de automóviles, y, por las tardes, cuando los cubos de basura
salían a la calle, se observaba incluso a personas que buscaban su comida entre
los desperdicios como aves de rapiña.
Todos los días, cuando el
resplandor rosáceo de los rayos del sol anunciaba el ocaso, unas escalinatas y
un laberinto de calles empinadas me conducían a los barrios típicos de Alfama,
la Mauraria y el Barrio Alto; uno de los más pintorescos del casco antiguo de
la ciudad, y hasta cuya cima se debía ascender por medio de un funicular en el
que cabían pocas personas. Todo esfuerzo valía la pena si se quería degustar un
buen plato de gambas con piri-piri cerca de la ventana de un restaurante que
permitiera contemplar las aguas glaucas del mar y ver el aire salpicado de
gaviotas.
Tras las huellas de Fernando Pessoa
Cualquiera que esté en
Lisboa, como un visitante más entre la muchedumbre agolpada en las calles, se
plantea la necesidad de conocer los barrios por donde caminó, a paso ligero y portafolio
en la mano, uno de los escritores portugueses que revolucionó la poesía
universal del siglo XX, sin más artilugios que la capacidad innata de captar el
instante poético y transmitirlo por medio de seudónimos que escondían su
verdadera identidad.
Estando en el área
metropolitana, después de muchas idas
y venidas, decidí ir tras las huellas de Fernando Pessoa, un hombre enigmático
y de heterónimos diversos, que de día ejercía como traductor, más exactamente
como corresponsal extranjero de casas comerciales, y de noche escribía
poesía, una poesía que se desdoblaba en varios autores ficticios, como cuando
un niño juega a su gusto y capricho con los personajes creados por las
aventuras de la imaginación.
Aunque sus biógrafos
coinciden en señalar que era partidario de un nacionalismo místico, del que
debía ser abolida toda infiltración católica-romana, tenía divergencias con las
ideas comunistas y simpatizaba con el orden monárquico de una nación.
Consideraba que el sistema monárquico era el más apropiado para un país como
Portugal, que por entonces tenía bajo su control a colonias allende los mares.
Sin embargo, de haberse dado un plebiscito para elegir entre un régimen
monárquico y un Estado republicano, él habría votado a favor de la República.
Seguir las huellas de
Pessoa, es seguir los pasos de uno de los escritores más descollantes de la
lengua portuguesa, a pesar de que él se despidió del mundo sin haber visto
publicada la mayor parte de su obra literaria, que sigue siendo motivo de
análisis y controversias. Murió a los 47 años de edad debido a afecciones
hepáticas, asociadas a una cirrosis provocada por el excesivo consumo de Águia
Real, un aguardiente que hoy se bebe tanto como la poesía de quien lo hizo
famoso. Por eso los aficionados a su obra y al alcohol, están casi obligados a
echarse unas copas de Águia Real a su paso por las calles donde estuvo el
poeta como un fantasma enfundado en un traje oscuro, abrigo, sombrero y gafas.
Caminar por las calles de
Chiado, que es una de las zonas más tradicionales de la ciudad, entre el Barrio
Alto y la Baixa, es respirar y escuchar los versos de los poetas que
frecuentaron los bares y restaurantes de este barrio a finales del siglo XIX y
principios del siglo XX. De todos ellos, Fernando Pessoa es quien más huellas
ha dejado en las aceras. Por eso no es casual que, con el transcurso del
tiempo, se le haya erigido una estatua de bronce situada en la calle Garrett,
cerca del Largo do Chiado, donde
sus admiradores y admiradoras pueden verlo sentado en su silla preferida,
luciendo su figura espigada, con la pierna cruzada y la mano apoyada sobre la
mesa, como quien espera con insoportable paciencia la copa que solicitó alejado
de los quitasoles y consciente de que ser poeta o escritor no constituye una
profesión, sino una vocación, al menos así como debe entenderse el oficio de cazar
palabras para luego ensartarlas en ideas concebidas por la lucidez mental y la
pasión del alma.
Y, por si fuera poco,
Pessoa, con la sabiduría de quien conoce las leyes de la vida, intuía, desde
antes de cerrar los ojos como un niño para dormir su muerte, que su voz
quedaría para siempre entre nosotros y que su biografía, la más fecunda en
lengua portuguesa, sería mucho más de lo que él afirmó cuando le nacieron unos
versos llenos de meditación y alegoría: Si después de yo morir quisieran
escribir mi biografía/ no hay nada más sencillo./ Tiene sólo dos fechas/ la de
mi nacimiento y la de mi muerte./ Entre una y otra todos los días son míos./
Soy fácil de describir./ He vivido como un loco...
Fernando Antonio Nogueira
Pessoa (Lisboa, 1888 – 1935). Escribió tanto en verso como en prosa. Parte de
su extensa producción literaria, traducida al español, consta de los siguientes
títulos: El regreso de los dioses (2006), Cantares (2006),
La educación del estoico (2005), Crítica: ensayos, artículos y entrevistas
(2003), Libro del desasosiego (2002), La hora del diablo (2003),
Mensaje (1997), Un corazón de
nadie. Antología poética, 1913-1935 (2001), Odas
de Ricardo Reis (1995), Noventa poemas últimos,
1930-1935 (1993), Antología poética. El poeta es un fingidor (1982),
Poemas de Alberto Caeiro (1980), Oda marítima
(1963), Antología (1962), entre otros.
Los capitanes de la Revolución de los Claveles
En abril de 1974, bajo la
luz pálida de un amanecer, se derrumbó a la dictadura fascista más vieja del
Viejo Mundo, en menos de 24 horas y bajo la dirección de 200 capitanes,
marcados por la experiencia de la guerra colonial.
Era de esperarse, pues ya
a finales de la década de los años 60, el régimen dictatorial se aisló y
anquilosó, en un mundo occidental en plena efervescencia social e intelectual.
Entretanto sus colonias, como Mozambique y Angola, arrastradas por los
movimientos de descolonización, habían estallado en revueltas desde principios
de la década y obligaban a Portugal a mantener por la fuerza de las armas el
imperio portugués que estaba instalado en el imaginario de los ideólogos del
régimen. De ahí que el país se vio abocado a invertir grandes esfuerzos en una
guerra colonial de pacificación, actitud que contrastaba con el resto de
potencias coloniales que trataban de asegurarse la salida del continente
africano de la mejor manera posible.
Mientras esto sucedía en
las colonias, en la capital portuguesa se abrían las alamedas para el triunfo
de la revolución de abril; una sublevación armada en la cual no corrió sangre y
que fue bautizada casi inmediatamente como la Revolución de los Claveles,
gracias a una mujer anónima que, pertrechada de la flor de temporada, regaló un
ramo de claveles a los soldados que tomaban posición en las calles de Lisboa. Horas
más tarde, los millones de claves, que llegaron de los huertos y campos
aledaños a la ciudad, fueron puestos en el cañón de los fusiles, en los ojales
de las camisas, en los jarrones, cubos y latas. Así, la revolución de abril
encontró su bandera en las manos de una mujer que, besando y abrazando a los
soldados, distribuyó claveles en lugar de pitillos y cerillas.
En la madrugada del 26 de
abril, la Junta de Salvación Nacional aparece en las pantallas de la
televisión. En su primer mensaje, la Junta habla de la creación de una Asamblea
Constituyente, la celebración de elecciones y devolución del poder a los
civiles. El pueblo festejó tres días y tres noches el fin de la dictadura y el
desplome de un imperio de siglos en África. La alegría popular no cesó en las
calles y la marcha del Primero de mayo, autorizada por primera vez, fue el
punto culminante de la revolución esperada. Los dirigentes políticos de la
oposición retornaron del exilio y los aliados del Dictador Oliveira Salazar
abandonaron el país, seguidos por los empresarios privados.
Durante veinte meses, los
portugueses vivieron la borrachera revolucionaria. Los campesinos tomaron las
tierras y los obreros ocuparon las fábricas. Los grandes capitalistas huyeron
con el dinero a cuestas y los esbirros de la dictadura fueron juzgados. La
banca y las empresas transnacionales cayeron a golpes de nacionalización; en
otras palabras, se liquidó en poco tiempo el latifundio y el capitalismo
monopolista de Estado. Con todo, el Portugal, que producía vagones para el
Metro de Chicago, grúas para el puerto de Nueva York y equipaba los teléfonos
de Bahreim, seguía siendo un país subdesarrollado como cualquiera de África o
América Latina.
Portugal nunca fue una
potencia, ni antes ni después de la revolución de abril. Siempre mantuvo a una
enorme burocracia parásita que vivía a costa del Estado, y a una clase media
que se modernizaba por fuera pero no por dentro. Portugal era un país que
importaba la mitad de los alimentos que consumía, aunque uno de cada cuatro
habitantes trabajaba en la agricultura.
Sin embargo, nadie duda
de que este país crecido a orillas del mar, desde donde un puñado de
aventureros se lanzaron a conquistar África y América, haya sido en otrora un
poderoso imperio, pero al mismo tiempo una colonia; primero de los ingleses y
después de las transnacionales. Como es de suponer, lo extraño no estriba en
que Portugal siga siendo un país capitalista atrasado y dependiente, sino en
que ese movimiento militar iniciado por los capitanes rebeldes, al son de una
canción popular prohibida por el régimen dictatorial, haya desembocado en un
proceso contrarrevolucionario. Primero, porque eliminó del escenario político
al carismático teniente coronel Otelo Saraiva de Carvalho; y, segundo, porque
el pueblo se volvió a dividir en dos bloques que representan dos modelos
distintos de sociedad: la socialista y la capitalista.
Salir a las calles de
Lisboa en julio de 1987, entre una turba vociferando a cielo abierto, era como
salir a experimentar una confusa convulsión social, donde nadie entendía a
nadie. En las plazas miles de personas organizaban mítines para respaldar a sus
respectivos candidatos; claro está, en medio de una agitación nacionalista y vocinglera.
La caravana que acompañaba el coche del candidato socialdemócrata, Aníbal
Cavaco Silva, iba rodeado de jóvenes embanderados en una ola de color naranja,
mientras el candidato del Partido Socialista (PS), Víctor Constancio, caminaba
seguido por una camioneta, desde la cual coreaban sus partidarios: ¡Constancio
va a pie y no en un coche blindado! Cuando el líder socialista ingresó a la
plaza, abriéndose paso entre la multitud, algunas de sus admiradoras se le
abalanzaron queriendo besarle en la mejilla, mientras otros intentaban mirarle
de cerca y estrecharle la mano. Y, entre vozarrones que ensordecían a
cualquiera, Constancio levantó el puño y prometió: No nos aliaremos con el
Partido Socialdemócrata ni negociaremos con el Partido Comunista.
En medio de este alboroto
organizado, el Partido Comunista, dirigido por Álvaro Cunhal desde 1961, fue la
única fuerza de izquierda capaz de retener un poco el vendaval de la derecha,
con una actitud militante y eficaz. Al cierre de las urnas, se conocía ya la
irresistible ascensión al poder de los socialdemócratas, con más del cincuenta
por ciento de los votos. Este triunfo histórico de la derecha, que por primera
vez obtuvo la mayoría desde la conquista de la democracia en 1974, implicaba el
entierro definitivo de la Revolución de los Claveles, la estrepitosa derrota
del Partido Renovador Democrático (PRD), del general Antonio Ramalho Eanes, y
un jaque peligroso para la oposición de izquierda, dividida entre socialistas y
comunistas.
Años después de aquel
bullicio electoral, donde los partidarios de Cavaco Silva apoyaron el modelo de
modernización marcado por el liberalismo económico, los portugueses han vuelto
a su silenciosa rutina, las contradicciones de clase se han polarizado, las
empresas capitalistas han vuelto a retomar el control de la economía nacional
y, lo que es lamentable, la Revolución de los Claveles no es más que un viejo
recuerdo, como tantas otras que se marchitaron antes de alcanzar su
florecimiento total.
Noticias vienen,
noticias van
En noviembre de 1987, a
tres meses de mi retorno a Estocolmo, el teniente coronel Otelo Saraiva de
Carvalho, símbolo de la Revolución de los Claveles, fue condenado a 15 años
de prisión, por un tribunal que lo declaró culpable de sedición contra las
instituciones del Estado.
En las fotografías de la
prensa se lo veía sentado dentro de una jaula de cristal y hierro, en tanto el
tribunal declaraba que la organización clandestina denominada Fuerza Revolucionaria,
fundada y comandada por él, se dedicó a realizar actos voluntarios y violencia
armada en Lisboa, como atentados con explosivos, atracos y atentados
personales contra empresarios y agentes de las fuerzas de seguridad del Estado.
El tribunal también consideró que la organización defendía el uso de la
violencia para impedir un eventual golpe fascista e instaurar el poder popular
por el camino de la insurrección armada.
El encarcelamiento de
este militar carismático, que devolvió la democracia en Portugal y la
independencia en Mozambique (colonia donde nació en 1936), dividió a los
portugueses en partidarios y adversarios de la tesis de culpabilidad o
inocencia. Los que estaban a favor dijeron que el proceso judicial contra él
era un proceso político contra la Revolución de los Claveles, en tanto los
más reaccionarios e institucionalistas dijeron que había que condenarlo a
cadena perpetua por terrorista de extrema izquierda; cuando en realidad, este
hombre que fue el estratega del golpe de Estado que volteó a la dictadura
fascista, debía haber sido considerado un héroe nacional. No en vano Saraiva de
Carvalho fue homenajeado por Fidel Castro en persona, el 26 de julio de 1975;
ocasión en la cual el mandatario cubano consideró al carismático líder militar un héroe de la revolución portuguesa contra el fascismo, el imperialismo
y la reacción.
De todos modos, Saravia
de Carvalho pasó varios años haciendo rayitas en las paredes de su celda, como
quien ha perdido toda esperanza de transformarse en el Fidel Castro portugués y
en el protagonista de un proceso histórico que empezó con él y que acabó arrojándolo
a la cárcel, como si hubiese sido estrangulado por la misma criatura que él vio
nacer. Por suerte, como todo tiene solución en esta vida, gracias a su
condición de líder de la revolución del 25 de abril, se formó un amplio
movimiento popular en demanda de su indulto, a consecuencia de lo cual se
abrevió notoriamente su condena y el presidente Mário Soares le otorgó la
amnistía en 1996, aun sabiendo que Saraiva de Carvalho seguiría siendo un
puntal de referencia para la izquierda alternativa en Portugal, porque quien
nació un día para vocear las aspiraciones populares, voceando muere otro día.
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