El día que llegué
a casa antes de lo acostumbrado, me enfrente a una realidad que no le desearía
ni a mi peor enemigo. Lo sorprendí al Tío mirando a mi mujer a través de las
paredes, relamiéndose los labios y presto a hacerla suya de un zarpazo.
Mientras mi mujer, como afectada por un mal de zambito, bailaba en la cocina al
ritmo de salsa, haciendo piruetas sobre la punta de los pies y arrojando las
ollas por los aires. La música marcaba el compás y ella agitaba los senos, los
hombros y las caderas. A ratos, acaso sin percatarse de las miradas lujuriosas
del Tío, cimbreaba la cintura y movía la colita con toda su gracia.
En eso nomás,
atrapado en un torbellino de celos, lo aborde por la espalda, le puse la mano
sobre el hombro y, con el corazón latiéndome salvajemente, le increpé con
aplomo:
–¡Qué estás
mirando, Tío pendejo!
Él volteó la
cabeza, me miró con increíble ingenuidad y nada me contestó.
Yo no sabía por
dónde empezar. Estaba atufado y una espiral de furia crecía en mi interior
devorándome las entrañas. Aunque tenía ganas de ajustarle un puntapié entre las
piernas, me detuve justo en el instante en que pensé que meterse en peleas con
el Tío era meterse con la muerte, no sólo porque es más fuerte que un toro, sino
también porque no tiene escrúpulos a la hora de castigar a su rival, como quien
está acostumbrado a hacer mal por amor al mal. No obstante, impulsado por mis
celos, que me estrujaban el corazón y me perturbaban la mente, obré
desatinadamente, lanzándole sapos y culebras por la boca.
El Tío, no
acostumbrado a aguantar moscas y mucho menos cuando está malhumorado, se tragó
por primera vez mis injurias y no dijo nada.
Entonces,
aprovechándome de la situación, decidí vaciar todo cuanto acumulé por mucho
tiempo en mis adentros:
–¡Ya te estás
pasando de la raya! –le grité encendido por la cólera–. Tienes la mirada puesta
en mi mujer y, ante la falta de hojas de coca, has empezado a usar el snus* de mi hijo. Además, por mucho que
seas mi huésped, acogido en mi casa por el respeto y el cariño que te tengo,
tengo también todo el derecho de reprochar tu conducta cuando tus deseos
ardientes van contra mis intereses, como cuando miras a mi mujer queriendo
tragártela entera. No soporto que nadie me meta cuernos en mi propia casa ni en
propia cama, ya que el adulterio es la rebelión de nuestros instintos bajos
contra el espíritu y una transgresión de la ley divina. Así advierte uno de los
Diez Mandamientos: No desear a la mujer del prójimo, pues quien mira a una mujer
deseándola, comete adulterio con ella en su corazón y su mente. El adulterio,
como los malos placeres, es nocivo para el alma y para el cuerpo; por eso, el
fuerte se hace débil, el sano enfermo, el ligero pesado, el hermoso deforme
y...
–¡No me vengas
con cuentos! –replicó el Tío–. Los humanos se han puesto cuernos desde la noche
de los tiempos. Al macho, cuya esencia es ser polígamo por naturaleza, no hay
nada que le guste más que la fruta prohibida aloja entre las piernas de una
hembra. Ahí tienes a Adán y Eva, quienes, contraviniendo la voluntad de su
Creador, demostraron que por un lado van las leyes divinas y por el otro los
deseos carnales.
No satisfecho con
su explicación, y con los nervios todavía de punta, lo miré fijamente a los
ojos y, sin perder más tiempo, le eché en cara:
–Deja de ser
embustero. Dime que sientes más celos que yo por ella, que la deseas y que
todas las tardes esperas que vuelva del trabajo a la misma hora. Miras las
agujas del reloj, inquieto, preguntándome cuándo va a llegar, como si fuera tu
mujer y no la mía. Lo peor es que cualquier de estos días, de tanto controlar
la hora, romperás el vidrio del reloj con la mirada.
–¡Eso no es
cierto!
–¡Sí, que lo es!
–afirmé acalorado, como quien aprendió en la vida a no confiar ni en su propia
sombra. Luego añadí–: Por eso la otra noche, cuando llegué de una tertulia
literaria, cansado y subido en tragos, te encontré transformado en un hombre
bello y gastándote una pinta de galán enamorado; lucías sombrero de jipijapa,
camisa almidonada, botas charoladas y cachimba en los labios...
–¡¿Cuándo?!
–exclamó, las manos y los hombros suspendidos.
–Aquella noche en
que, apenas la viste salir del dormitorio en paños menores, la recorriste con
la mirada por los cuatro lados, mientras tu lujuría de macho insaciable,
reflejándose en tu sonrisa diabólica, hicieron destellar tus ojos y tus
dientes.
–Eso no es cierto
–repitió. Después, acomodándose en su trono, refunfuñó–: ¡No permito que me
hablas en ese tono, carajo!
Me eché para
atrás, como empujado por su aliento, pero atiné a decir a regañadientes:
–No ves cómo me
duelen los celos. Tengo envidia de sólo pensar que ella, al ver tu quinta pata
de burro, pueda decirte con admiración y cariño lo mismo que una gitana le dijo
a José Arcadio en la novela de García Márquez: Que Dios te la conserve...
El Tío no supo
disimular su sonrisa, carraspeó como cuando estaba alegre e hinchó el pecho con
orgullo. Mas al ver que bajé la mirada avergonzado, como un niño que espera que
su padre le devuelva la autoestima, me habló con todo el peso de su autoridad:
–Déjate de
complejos y asume tu condición de hombre. Recuerda que algunos, teniendo apenas
un botón entre las piernas, son capaces de hacerlas navegar entre las estrellas
del cielo...
No me bastaron
sus palabras para menguar mi inquietud. Así que, mirándole su respetable
anatomía viril, insistí:
–¿Entonces no
estás enamorado de mi mujer?
El Tío se
hizo el sueco, pero al percibir que yo estaba más celoso que Otelo en el
drama de Shakespeare, intentó devolverme la calma con otra explicación:
–Lo que pasa es
que los humanos padecen de la debilidad del alma. Son vulnerables a los celos y
se atormentan ante la traición de quien más aman. A propósito, debo confesarte
que esos sentimientos insondables, que a veces conducen a la locura y la
muerte, compartimos los demonios con los humanos. Lo pude comprobar en uno de los carnavales de Oruro, cuando la
chinasupay, mujer hermosa y perversa, quiso volver sus ojos hacia el arcángel
San Miguel, abandonándome a mi suerte y dispuesta a ponerme más cuernos de los
que ya tengo, no por cornudo sino por Tío. Su actitud me dolió en el alma y,
acechado por los pensamientos más sombríos, de un modo repentino e indomable,
sentí una explosión de celos y una furia diabólica que, a ratos, me dio ganas
de hundirle mis pezuñas en su pecho y arrancarle el corazón para luego,
dejándola caer al suelo bañada en sangre, reírme a carcajadas de su traición,
como un demente que ha perdido la razón y los estribos. Pero como la amo más
que a mi vida, me resigné a aceptar sus coqueteos con mi peor enemigo y a
repetirme en voz baja a mí mismo: ¡Oh, desdichado de mí! ¡Ah, mujer zorra,
perversa y traicionera!...
Como
comprenderás, amigo lector, a mí no me importaban un pito sus disputas del Tío
con la chinasupay, sino sus coqueteos con mi mujer, a quien la miraba
deseándola en mi propia casa, imaginándola desnuda en mi propia cama. De modo
que, en procura de frenar su verborrea, con la cual podía envolver y
desenvolver a cualquiera, le lancé otra vez la pregunta obligada:
–Entonces no
andas detrás de mi mujer, ¿verdad?
El Tío, que de
adulterio sabía más que ninguno en este mundo, esbozó una sonrisa afable, me
echó la mano sobre el hombro y, a manera de despejar mis dudas, dijo:
–No te preocupes.
Tienes una mujer más fiel que un perro caniche y no creo que te ponga cuernos
con el primero que se cruce en su camino. Y, aunque nació en la tierra de los
quirquinchos, donde los diablos bailan, ¡Arrr, Arrr!, en el Carnaval, es menos
tentadora que la chinasupay, quizás porque sus fantasías eróticas se le van en
la poesía; de lo contrario, éste sería el instante en que estarías clamando a
Dios para que te la devuelvan antes de perderte en la borrachera o entregarte a
los brazos de la muerte. Más todavía, como eres mi socio y tuviste el coraje de
traerme a Suecia, no estoy dispuesto a hacerle el favor a tu doña así me lo
pidiera ella. No puedo negar que me gusta, tanto por fuera como por dentro,
pero tendré nomás que conformarme leyendo su poesía. Qué te parecen, por
ejemplo, estos versos: ...Dolor matador de fuegos/ Tentador de vinos/ Quita
tus manos/ De mi cuerpo/ Sin cuerpo/ Quita tus sueños/ De mis sueños/ Sin
sueño/ Quita tus males/ Que devoran mi cerebro... De seguro que estos versos no están dedicados a ti, que eres un
simple mortal y un escritor que se ríe de sí mismo, sino a mí que soy el Tío de
mina, no sólo un matador de fuegos y tentador de vinos, sino también alguien
que, aparte de haberle iluminado la mente y haberle ayudado a poner, como
anillo al dedo, el alo de la inspiración en cada verso, soy el Lucifer de las
tinieblas, el dueño de las riquezas minerales y el amo de los mineros.
No me lo podía
creer que el Tío hubiese aprendido a declamar los versos de mi mujer, más aún cuando
me dijo que quitarle a ella su amor por la poesía era como quitarle a Neruda
sus Veinte poemas de amor y dejarlo jodido sólo con La canción desesperada.
Fue entonces cuando comprendí que el Tío no estaba enamorado de mi mujer, sino
de sus versos.
Al término de
nuestra disputa, apeló a sus poderes mágicos y cambió el dial de la radio de
cercanía. De pronto calló la salsa y mi mujer dejó de mover la colita. Pero ahí
no terminó todo, puesto que ella, tarareando todavía el son del Caribe, asomó
la cabeza a la puerta y, dirigiéndose al Tío con voz manantial, dijo:
–Por qué eres
así, Tiíto. Justo cuando mi esqueleto empezó a moverse al ritmo de la música
cambiaste el dial de la radio.
Él la bañó con su
mirada de fuego y quedó mudo; en tanto yo, medio sonrojado por ese trato
cariñoso entre los dos, pensé que si hasta ahora no me pusieron los cuernos es
porque Dios, grande en su misericordia, no lo ha permitido.
Acto seguido, mi
mujer, delantal limpio y cuchillo en mano, se volvió y trancó la puerta de un
golpe.
–Nos ha encerrado
a los dos –dije.
–No, sólo a uno
–repuso el Tío y apareció al otro lado de la puerta.
* Snus: Tabaco sueco semihúmedo que se coloca debajo
del labio superior. No se fuma ni mastica. Se consume suelto o en sobrecitos.