jueves, 2 de septiembre de 2010


VÍCTOR MONTOYA EN EL MAR NEGRO, RUMANIA

La mañana que desperté en un hotel de Mamai, el rumor del Mar Negro llegaba como una sinfonía de corales. Me puse de pie y descorrí las cortinas para que la luz penetrara a raudales, y, a poco de que el calor se hizo sofocante, abrí la puerta del balcón para que la brisa inundara la habitación. Después clavé la mirada en el horizonte y quedé deslumbrado al ver que los turistas estaban ya tendidos en la playa, bajo un sol que destellaba suspendido en las alturas.


Por un instante, ante la superficie de las aguas engalanadas con sus matices más inusuales y sus olas coronadas de espumas rompiéndose contra las rocas, como empujadas por los alisios más transparentes de este mundo, pensé en el porqué de su nombre, si sus aguas eran tan azules como las del Danubio. Sin embargo, sabía que este nombre le atribuyeron los viejos marineros que, en tiempos de tormenta, veían cómo los nubarrones se reflejaban en las aguas cristalinas. Otras creencias refieren que este nombre le pusieron las viudas de los navegantes que, en medio de gigantescas olas y aguas revueltas, desaparecían en sus tenebrosas profundidades.


A la mañana siguiente, luego de servirme el desayuno a base de chorizos de Sibiu -producto nacional rumano-, salí del hotel rumbo a Constanza, donde pasó su destierro el poeta latino Ovidio. Tenía el propósito de tomar el yate a motor y surcar las aguas del Mar Negro, cuya vastedad constituyó uno de los escenarios de Medea, la intrigante tragedia escrita por Eurípides en el año 431 a. de J.C.

La ciudad de Constanza se yergue sobre unos acantilados a un centenar de metros más allá del Puerto de Tomis, donde estaba el yate mecido por las olas y atestado de turistas que disparaban el flash de sus cámaras, mientras murmuraban en una suerte de idiomas confundidos en la Torre de Babel.


Cuando el yate zarpó arreando las espumas, salí a contemplar las olas y, arrimado en la cubierta de la popa, me imaginé a los héroes griegos tripulando la nave Argos, con las velas desplegadas al viento y la proa en dirección a Cólquida, donde Jasón, hijo del rey destronado de Yolco, tenía la misión de rescatar el vellocino de oro, que Aetes, rey de Colco y padre de Medea, consagró a Ares y lo guardó bajo la custodia de un temible dragón. A ratos, mirando la batalla de las olas como suicida falso, me imaginaba a los argonautas venciendo los obstáculos del mar, sobre todo, las Rocas Simplégades, escollos flotantes que entrechocaban y cuya travesía sólo podía vencerse esperando el momento propicio en que las rocas se separaban misteriosamente.


Según la mitología griega, apenas la nave Argos atracó en las costas de Cólquida y sus tripulantes desembarcaron espada en mano, Medea, la bella hija de Aetes y experta en artes ocultas, se enamoró de Jasón y, por medio de sus hechizos y sortilegios, hizo que éste saliera triunfante de todos los peligros. Primero le quito el temor como mala hierba y luego lo ayudó a uncir al yugo los toros que echaban fuego por las fauces, a sembrar el mortífero campo con sus brazos y, finalmente, le entregó un licor mágico para envenenar al dragón, que guardaba entre sus pliegues el vellocino de oro.


Aetes, enterado de ello, decidió aprehender a los culpables, pero Jasón y Medea huyeron con el vellocino en su poder y llevando a Apsirto en calidad de rehén. El furibundo rey Aetes acosó a los argonautas en el Mar Negro. Mas justo cuando iba a dar con ellos, Medea ejecutó el plan cruel que tenía tramado: decapitó a su hermano Apsirto y esparció sus restos en las aguas color vidrio azulado. Su padre, consternado por el crimen, detuvo su nave y juntó los restos de su heredero. Ancló en la costa oeste del Mar Negro, donde le dio sepultura y fundó la ciudad de Tomis.

Una vez que los argonautas arribaron a Yolco, Jasón depositó el vellocino de oro en manos del ilegítimo rey Pelias. Pero Medea, inconforme con el hecho, causó la muerte de Pelias, persuadiendo a sus hijas hervirlo en un caldero so pretexto de rejuvenecerlo. Consumado el crimen, Medea y Jasón se refugiaron en Corinto, donde tuvieron dos hijos y vivieron a lo largo de diez años, hasta que Jasón, asumiendo todo su poder gracias a los sortilegios e influencias de Medea, anunció segundas nupcias con la hija de Creonte, rey de Corinto.


Medea, herida en lo más íntimo de su ser y desgarrada por la pasión de los celos, decidió vengarse de la infidelidad de su esposo. Incendió el palacio de Creonte y dio muerte a los frutos de su vientre. Jasón, al entrar corriendo en la casa donde estaba la parricida, se enfrentó al amargo desenlace de su boda y, sin concebir que los impulsos salvajes de los celos pueden trocarse en mortíferas armas, miró aterrado la marcha triunfal de Medea, quien, llevándose el cadáver de sus hijos degollados, huyó en una carroza tirada por dragones.

Cuando el yate retornó al puerto de Tomis, yo seguía pensando en Medea, en esa tragedia griega que Eurípides, el poeta desafortunado en el amor, la hizo inmortal y la convirtió en una de las más bellas creaciones del arte dramático de todos los tiempos.


Recorrer por las callejuelas de Constanza, cuyo casco antiguo se alza en una colina, desparramándose hacia el mar, es como torcer el curso del tiempo y volver a experimentar la grandeza de otras épocas. Esta ciudad, según los cronistas, fue construida por los colonizadores jónicos y conquistada por los romanos poco después del nacimiento de Cristo. Fueron ellos quienes hicieron del puerto uno de los centros comerciales más importantes de la costa oeste del Mar Negro, y quienes levantaron obras públicas cuyos mosaicos y columnas pueden apreciarse todavía en todo su esplendor.


La caminata por la ciudad, desde cualquier punto donde se empiece, conduce inevitablemente hacia el afamado Puerto de Tomis, donde destaca, a orillas del mar, el imponente Casino, construido en 1910, y donde tanto los más diestros jugadores de poker como los comensales de paladares exigentes se disponen a disfrutar del esparcimiento y de lo mejor de la cocina rumana. Verlo por fuera, con su arquitectura singular, que recuerda más a los templos que a los salones de juegos de azar, es tan impresionante como verlo por dentro. A ratos, uno se pregunta cómo pueden existir este tipo de casinos, donde sólo algunos tienen acceso, mientras otros apenas cruzan por la puerta, contemplándolos a prudente distancia.


No pude resistir a la tentación de ingresar en sus interiores y ocupar una mesa llena de copas y platos, listo para saciar la sed y mitigar el hambre. Y, como es natural, tras una suculenta comida y un cansacio que venía arrastando desde el mediodía, fue necesario una siesta en el mismísimo comedor, donde los demás comensales, mirándome por el rabillo del ojo, pasaban y repasaban susurrándose en el oído palabras que reprochaban mi conducta indecorosa y poco elegante.

La ciudad, en el período bizantino, cambió el nombre de Tomis por el de Constanza y, años después, fue conquistada por los turcos, quienes dejaron también huellas a su paso, más allá del simple látigo de punta metálica, los baños envueltos en vapor y el kebab. Ahí tenemos la mezquita, cuyo interior luce alfombras orientales y desde cuya cúpula esférica, como desde el minerate, puede verse el panorama de la ciudad y las olas espumosas del mar.


En el centro de la ciudad, mezcla de estilo bizantino y romano, se levanta majestuosa la estatua del poeta latino Ovidio, quien fue desterrado por el emperador Augusto, a causa de un delito jamás revelado en la historia. No obstante, en estas tierras bárbaras de Tracia, cerca de las montañas del Danubio y país extremo del Imperio Romano, cuyo idioma no entendía Ovidio y cuyo clima se le hizo insoportable, vivió y escribió el poeta en la soledad, yendo y viniendo por las aguas azules del Danubio, y frecuentando una pequeña isla del Mar Negro, que hoy lleva su nombre y conserva su gloria.

Camino del hotel, después de haber recorrido por el mismo trayecto donde estuvo Medea, me preguntaba qué más se podía esperar de Rumania, aparte de conocer el Mar Negro y visitar el castillo del conde Drácula en Transilvania.


Al clarear el nuevo día, de una vacación intensa pero maravillosa, tenía previsto encontrarme con el pintor Florín Brojbâ, quien, al enterarse que me dedicaba a la literatura y el periodismo, se propuso hacerme un retrato en acuarela. Le acepté encantado y sin pensar dos veces, consciente de que él era un pintor joven que prometía un porvenir brillante en el mundo del arte y, asimismo, convencido de que sólo un retrato puede detener el tiempo en la vida de un hombre.

Por la tarde, tenía planificado pasear por el delta del Danubio, venciendo los charcos pantanosos, separando los cañaverales con las manos y deleitándome con el vuelo rasante de los pelícanos, hasta que se desdibujaran los últimos destellos del ocaso. Toda una experiencia que se funde en el crisol de la memoria.

Ese mismo año, acaso sin proponérmelo, observé un malestar generalizado entre los rumanos, quienes estaban hartos de la corrupción y burocratización de los líderes del partido gobernante, que acumularon riquezas a costa de la pobreza del pueblo. Seis meses después de mi retorno a Suecia, y sin sospechar que el Partido Comunista estaba al borde de un colapso definitivo, estalló la revolución en Timişoara y, más tarde, en Bucarest, en diciembre de 1989.


Las masas enardecidas ganaron las calles, atacaron el palacio de gobierno, ganaron el apoyo del ejército y capturaron al dictador Nicolae Ceauşescu junto a su esposa y consejera Elena Ceauşescu. Los sometieron a un juicio precipitado y contundente, que más parecía una parodia que un hecho real, y los fusilaron sin contemplaciones el día de Navidad, con las esperanzas de poner fin a una Era y dar inicio a otra que les garantizara mayor libertad, pan y democracia. Así nació la nueva nación rumana, como si se tratara de un drama de Ovidio, donde los buenos son siempre buenos y los malos están condenados a purgar sus penas y sucumbir en el polvo del olvido.

Fotografías:

1. En el Puerto de Tomis
2. Frente al Mar Negro
3. Entre los pescadores de mármol, en Constanza
4. Los argonautas entre las Rocas Simplégades
5. Jasón y Medea. Óleo de J. W. Waterhouse, 1907
6. Jasón con el vellocino de oro
7. Medea. Óleo de Eugène Delacroix, 1838
8. El casco antiguo de la ciudad de Constanza
9. El Casino
10. Siesta en el restaurante del Casino
11. Al pie del Monumento de Ovidio
12. Víctor Montoya retratado por Florín Brojbâ
13. La revolución en diciembre de 1989

UN CUENTO MINERO DE BALDOMERO LILLO

Desde siempre, en mis aficiones a la lectura, me sentí seducido por las novelas y los cuentos de ambiente minero, que en Bolivia conforman todo un género literario, debido a que ese sector del proletariado fue durante decenios la columna vertebral de la economía nacional y la vanguardia indiscutible de las luchas sociales, y, por consiguiente, una fuente de inspiración para pintores y escritores.

Otra de las razones que determinó mi preferencia por la narrativa minera, al margen de toda consideración ideológica, se debe al hecho de haber vivido en Llallagua y Siglo XX, entre familias cuyas vidas estaban marcadas por la vorágine de la mina. Por lo tanto, para quienes compartimos de cerca las tragedias y grandezas de esos gigantes de las montañas, es natural que las novelas y los cuentos mineros, como es el caso de Socavones de angustia de Fernando Ramírez Velarde y El Tunsteno de César Vallejo, sean obras con las cuales nos identificamos plenamente, quizás, porque al leerlas nos sentimos tocados en las fibras más íntimas.

En este contexto, la lectura de El Chiflón del Diablo de Baldomero Lillo, cuya existencia desconocía aproximadamente hasta mediados de los años ‘80, fue una experiencia que me devolvió hacia mis orígenes y un buen motivo para compartir con ustedes el drama de los obreros del subsuelo a través de esta breve reseña, que espero eche algunas luces sobre este autor poco conocido en nuestro medio.

Baldomero Lillo (Chile, 1867-1923), trabajó en la pulpería del centro minero de Lota, donde conoció muy de cerca la trágica realidad de su gente. En 1898 se trasladó a la capital en busca de mejores condiciones de vida y, tras ser galardonado en algunos certámenes literarios, publicó sus volúmenes de cuentos más conocidos: Sub-Terra (1904) y Sub-Sole (1907). Colaboró en varias revistas y en los diarios santiaguinos Las Últimas Noticias y El Mercurio.

El Chiflón del Diablo, que integra el volumen de cuentos Sub-Sole, está ambientado en las minas de carbón, probablemente en la región de Lota, Coronel o Lebu. La tragedia que narra el autor transcurre entre los años 1890-1900 y durante un crudo invierno, justo cuando las lluvias eran más intensas y las puertas y ventanas se abrían y cerraban con estrépito impulsadas por el viento.

Cabe destacar que Baldomero Lillo está considerado como uno de los impulsores del realismo proletario en la literatura latinoamericana, ya que sus relatos, más que simples reportajes de la realidad de su época, son verdaderas joyas de la narrativa chilena. En su obra se nota una mano maestra que dispone los temas dándoles una organización que mantiene vivo el interés del lector y, lo que es más importante, porque exaltan valores universales de inconfundible humanismo.

Baldomero Lillo nos plantea desde un principio, con patética y brutal objetividad, el problema de la explotación y el maltrato al cual es sometido el obrero por parte de una compañía imperialista. Asimismo, el autor asume una actitud de crítica social, a modo de solidarizarse con las familias mineras que pugnan por conquista una sociedad más equitativa para todos.

EL Chiflón del Diablo es una clara denuncia de las injusticias sociales que sufre el obrero en el interior de la mina, destacando no sólo la desigual distribución de las riquezas, sino también la visión que el empresario tiene del minero, quien, en los momentos de mayor pesimismo, acepta con resignación su fatal destino. Es decir, El Chiflón del Diablo muestra la vida del minero como una galería oscura o un túnel sin salida, en una etapa histórica en que el proletariado chileno estaba recién estructurándose como clase en sí y clase para sí dentro del sistema de producción capitalista.

El cuento es de carácter colectivo, pues no se narra el problema de uno o dos hombres, sino el crimen perpetrado contra toda una clase social. El joven protagonista, Cabeza de Cobre, representa a todos sus compañeros, y su madre, María de los Ángeles, simboliza a todas las mujeres de las minas, a esas amas de casa que dignifican la lucha de emancipación desde el instante en que ellas, a diferencia de los hombres que contemplan silenciosos y taciturnos su tragedia, levantan los brazos por encima de sus cabezas y, enseñando los puños ebrias de coraje, claman: ¡Asesinos, asesinos!, ante la presencia, en el caso de este cuento, del ingeniero inglés, típico representante de la compañía imperialista, insensible ante el dolor humano.

En el desenlace del cuento, la madre del Cabeza de Cobre, que jamás dejó de cavilar en aquellas odiosas desigualdades humanas y en el peligro que implica el trabajo en el interior de la mina, se suicida lanzándose a un abismo, poco después de contemplar el cadáver de su hijo, quien es rescatado de un derrumbe acaecido en la galería de El Chiflón del Diablo; un final trágico que, sin duda, constituye una de las características que identifican a las novelas y los cuentos de ambiente minero.

Baldomero Lillo, haciendo gala de un estilo depurado, concede también a la naturaleza un papel principal en el cuento, consciente de que el contexto minero es un poderoso auxiliar literario, que da mayor realce a la miseria o tragedia humanas, aun a riesgo de contrastar con el conflicto que preocupa a los personajes; más todavía, la descripción de la naturaleza andina, en el estilo directo y sencillo de Lillo, se presenta como el implacable enemigo de los desamparados y, consiguientemente, como un protagonista inevitable del cuento.

REFLEXIONES DE UN ESCRITOR

1. El autor y la obra

El autor es su obra. A través de ella refleja su vida, lo que piensa y lo que siente. Cada uno de sus personajes es un fantasma que le brota desde el fondo del alma. El escritor, además de esconderse detrás de lo que escribe, está diseminado entre los personajes de su obra; ellos cargan a cuestas los pedacitos del autor, ellos son los portavoces de su fuero interno y ellos realizan las aventuras que concibe en la imaginación, aunque ninguno acabe siendo su retrato más perfecto. Basta leer una obra literaria para identificar al autor que se refugia detrás de las páginas impresas, pues los personajes literarios, como las obras de arte, son simples medios que canalizan los pensamientos y sentimientos de su creador.

La literatura, aun sin llegar a ser demasiado intimista, está revestida de la personalidad secreta del autor, quien habla con la voz prestada de sus personajes; de otro modo, el escritor estaría condenado a sobrevivir con toda la carga emocional e intelectual que le pesa en la vida y la conciencia. La literatura, en el fondo, es una suerte de válvula que permite airear los sueños y las pesadillas.

No es casual que el escritor, que crea una obra en sus instantes de mayor lucidez intelectual, obedezca a impulsos interiores y a la necesidad de expresarse mediante la palabra escrita, pues el mismo hecho de escribir constituye un acto que se desata desde la intimidad, con la esperanza de hacer ecos en el pensamiento y el corazón de quienes se identifican -consciente o inconscientemente- con las sensaciones y experiencias que le transmite el autor. Además, si la literatura es una forma de conocimiento, entonces debe tratarse de conocer al autor a través de su obra, penetrando en sus tinieblas, descubriendo sus sueños y fantasías. Ésta es la fuerza de la literatura, la fuerza de la ilusión, la fuerza del sueño. Ya que si el hombre es todavía capaz de alimentar sus ilusiones, si es todavía capaz de soñar, entonces es un hombre libre.

2. Las preferencias

De entrada, y sin perder fuerza ni autoridad moral, debo manifestar que no creo en los autores que escriben con trivialidad e indiferencia; por el contrario, prefiero la literatura que está escrita con pasión y hasta con dramatismo, y prefiero a los artesanos de la palabra escrita que crean sus obras impulsados por una necesidad vital; algunas veces, por subvertir el orden establecido por los poderes de dominación y, otras, porque no les queda más remedio que escribir para sobrevivir a su propia realidad.

No creo en la literatura por la literatura, en eso de que es lo mismo escribir sobre el filamento de un foco que escribir sobre las grandes pasiones humanas. Tampoco creo en los escritores a sueldo, en quienes se someten a los dictados de una corriente de moda y actúan como peones de la industria editorial, que convierte al escritor en un slogan de marketing para satisfacer la demanda de los consumidores y amasar jugosas ganancias a nombre de la literatura; prefiero a los autores que escriben sobre los temas que les dicta el corazón y en la literatura de quienes tienen un compromiso con su realidad y su tiempo.

3. Persecución y censura

Sé que la literatura es una forma artística que puede transgredir las normas establecidas en una sociedad desigual y competitiva, quizás por eso, las clases dominantes han intentado reducirla a un mero estetismo, pues temen que se convierta en un instrumento tan reivindicativo como es el púlpito o la tribuna parlamentaria. De ahí que las instituciones del Estado, casi en todas las épocas y lugares, han perseguido a los escritores que se han declarado partidarios de las fuerzas del cambio; sobre ellos se han dictado censuras y condenas de muerte, aunque la historia ha demostrado que las grandes creaciones literarias pertenecen, frecuentemente, a los sujetos que fueron rechazados por su actitud contestataria. No obstante, las grandes obras de nuestra civilización, que empezaron como obras marginales o subversivas, se han convertido, con el transcurso del tiempo, en el vivo testimonio de un pasado oscurantista y retrógrado, que censuraba la fantasía y la libertad de expresión del artista.

Asimismo, los poderes de dominación tienden a acallar a los escritores rebeldes y a cuantos se identifican con la causa de los desposeídos. La prensa burguesa se empeña, una y otra vez, en desconocer su existencia y en quebrantarles la cerviz. Los escritores que se niegan a ser escribanos de los dueños del poder, corren el riesgo de ser silenciados y, en consecuencia, marginados del debate y de las corrientes avaladas no sólo por las instituciones culturales, sino también por los regímenes de turno, que convierten a los escritores en una suerte de lacayos al servicio de sus intereses, anulando de este modo su independencia de crítica contra quienes, amparados por la ley del más fuerte y la impunidad, cometen atropellos de lesa humanidad.

4. El compromiso social

Estoy consciente de que la literatura no cambia el curso de la historia ni la conducta esencial del ser humano, ya que de poseer esta virtud, el mundo sería un paraíso y el hombre habría dejado de ser el lobo del hombre. Sin embargo, así la literatura no tenga el poder de transformar las bases estructurales de una sociedad decadente ni la conducta -casi siempre- desastrosa de la gente, al menos nos permite testimoniar las vicisitudes de nuestro medio y nuestro tiempo.

El escritor, como cualquier otro ciudadano preocupado por los acontecimientos políticos que sacuden los cimientos de la sociedad en que vivimos, no está eximido de asumir un compromiso social, sobre todo, cuando se vive en un mundo de vertiginosas transformaciones. El escritor no es ajeno a su realidad desde el instante en que intenta describir o explicar lo que sucede en su entorno y, por decir de otra manera, desde el instante en que trata de convertir en palabras todo lo que ve, oye o siente.

El escritor, impulsado por su gran sensibilidad social, es un individuo capaz de inclinarse instintivamente hacia las grandes causas humanas y ser consciente de las injusticias, y por mucho que viva como Don Quijote -el caballero de la triste figura, el loco soñador que luchaba contra los molinos de viento en defensa de sus nobles ideales- no abandona sus convicciones de justicia y libertad: libertad política frente a las tiranías, libertad de crítica frente al fanatismo de cualquier secta política o religiosa, libertad moral y exaltación de los derechos del corazón frente a los prejuicios sociales, sexuales y raciales, libertad de creación frente a los preceptos esquemáticos del pasado y el presente.

En la actualidad se discute con calor si es legítimo o no que el artista, como tal, se inhiba de tomar partido en las contiendas políticas e ideológicas. Los llamados defensores de el arte por el arte se enfrentan a los paladines del arte comprometido, arguyendo que el arte está al margen de la problemática social, sin considerar que el escritor, aun sin llegar a ser un personaje importante e influyente en la vida de la sociedad, es un individuo cuya obra está ligada a una época y a un contexto determinados. Por eso mismo, no existe escritor que esté enteramente desvinculado del acontecer sociopolítico de su tiempo y de su medio.

A lo largo del siglo XX han fracasado varias corrientes ideológicas y alternativas de gobierno. Empero, no entiendo por qué el fracaso de ciertas ideologías totalitarias tenga que ser un obstáculo para asumir un compromiso con el destino de los desposeídos y, en concreto, de los pueblos que requieren del concurso de quienes se consideran trabajadores de la cultura.

En lo que a mí respecta, no tengo ningún motivo, ni interno ni externo, para renunciar a mis principios ideológicos ni dejar de sentirme un escritor comprometido con la causa de los marginados. Yo escucho el eco de mi conciencia y sigo los pasos de mi corazón, pues a estas alturas de la historia no es lo mismo ser que no ser. Es decir, prefiero tomar partido por quienes están abajo y hacer que mi literatura, aun no siendo tan magnífica como la de Homero, Cervantes o Shakespeare, sea un modesto aporte en el ámbito social, un modo de comunicar mis pensamientos y sentimientos al mayor número de lectores. Sé que no es tarea fácil, pero tampoco imposible.

5. Entre la soledad y el romanticismo

Creo que desde muy joven me sentí atraído intuitivamente por la vida de los personajes que son distintos a los demás. No es extraño que sienta un respeto profundo por la personalidad de Greta Garbo, quien vivió y murió rodeada por una aureola de misterio que constituyó la constante de su vida. La Diva nos enseñó que el silencio, a veces, tiene más palabras que el discurso sobre el silencio; más todavía, siempre me imaginé que los escritores solitarios son diferentes a los demás, incluso en su forma de hablar, caminar, sentarse y beberse una copa de trago, ya que tanto el estilo de sus vidas como sus obras exaltan la soledad y el laberinto sin salidas, donde habitan los seres destinados a vivir entre las brumas del olvido, alejados de una sociedad hecha a golpes de espectáculo y publicidad.

Admiro a los escritores periféricos que, además de poseer el coraje de quitarse los chalecos de fuerza que les impone su entorno social, toman el camino de la soledad, quizás porque les resulta más cómodo o, simple y llanamente, porque padecen de la fobia de ágora, pues incluso al final de sus vidas deciden enfrentarse a la muerte como caballeros solitarios, y, aunque algunos de ellos no dejan ni siquiera un testamento para la posteridad, prefieren que hasta su entierro sea un acto absolutamente privado, sin discursos ni ceremonias a su memoria.

Cómo no admirar la vida y obra, entre otros, de Kafka, Joyce, Vallejo, Pessoa, Onetti, Rulfo y Saenz, si fueron seres que escribían al margen de los dictados literarios de su época y hasta poseían una personalidad distinta a la de sus contemporáneos. No cabe duda, eran seres que vivían obsesionados por el silencio y el olvido; eran tímidos, introvertidos y muy poco dados a la espectacularidad. Y, sin embargo, nunca los consideré seres asociales; por el contrario, los imaginaba solitarios y solidarios a la vez, ya que el hecho de llevar una vida retraída y dedicada al quehacer literario no implica estar incapacitado para interpretar el dilema del hombre moderno: la elección entre la libertad y la esclavitud, la tristeza y la alegría, el odio y el amor, el deseo y el deber.

No es casual que, en mis horas de soledad y silencio, me identifique con el espíritu romántico del siglo XIX, con esa suerte de tristeza, melancolía, ansiedad y nostalgia, entre otras cosas, porque no estoy de acuerdo con una sociedad injusta y competitiva, cuya rigidez y convencionalismos hacen que resulte, si acaso no imposible, difícil vivir inmerso en ella; mas no por esto el escritor deja de ser un hombre intrépido cuya vida es, unas veces, una constante lucha con el mundo que le rodea y, otras, con la realidad conmovedora de su mundo interior.

En cualquier caso, no tengo nada que reprocharles ni cuestionarles a los escritores románticos; por el contrario, admiro su gran desprendimiento de amor y rebeldía, ese desasosiego constante que expresa la fuerza de su tristeza y su hondo sentimiento de soledad, como en el caso de Keats, Bécquer y Lord Byron, éste último, un romántico por excelencia, cuya personalidad rebelde e impetuosa influyó decisivamente en los escritores modernos; primero, porque su obra expresa lo que sentía su corazón -casi siempre emocionado por el soplo del amor- y, segundo, porque su vida era el reflejo de su forma de combatir contra todo lo que se tiene por verdad inmutable en el terreno de la creación artística.

Sé de sobra que el romanticismo es una actitud ante la vida, un modo de ser y de actuar en la sociedad, no sólo porque este tipo de escritor sea un hombre solitario y silencioso al que arrastra un destino fatal, sino también porque en la profundidad de su personalidad, como en el de sus personajes literarios, se esconde un hombre generoso y tierno, que sueña en el amor y la libertad, aunque la tristeza y decepción lo llevan a buscar el aislamiento y la soledad, donde la naturaleza, en el mejor de los casos, resulta ser su única amiga y confidente. Por eso mismo, siendo la soledad una de las piedras de toque de esta corriente literaria, no es raro que el romántico vea reflejada la melancolía de su espíritu a la hora del ocaso, en la hojarasca del otoño, en la desolación de la luna y en los cielos constelados de la noche. Ya se sabe que unos sucumbieron en el campo de batalla, otros en duelo, algunos se suicidaron y unos pocos enloquecieron. Pero ninguno se arrepintió de lo que hizo. Cada cual asumió con responsabilidad sus actos, quizás porque vivían enamorados de la muerte y creían en la paz de la soledad y los sepulcros.

6. La libertad de creación

Rechazo las escuelas literarias, las reglas a las que debe someterse la obra literaria, y propugno el vuelo libre de la fantasía, dejando que las ideas se desplieguen contra toda clase de tiranía personal o literaria; más todavía, si la crítica del arte y la literatura están sujetas a los lineamientos trazados por las superestructuras del poder. Ya manifesté que prefiero a los escritores que escriben a espaldas de las corrientes literarias de moda y los dictados de una casa editorial. Estoy convencido de que el verdadero escritor no escribe tanto sobre los temas que le solicitan, sino sobre los temas que eligen a su escritor. De modo que todo artesano de la palabra escrita, cuya fantasía no puede estar sometida a las normas dictadas por las modas literarias, debe darle rienda suelta a su capacidad creativa, ejerciendo su vocación con absoluta libertad, lejos de las cadenas políticas o religiosas que intentan atar sus pensamientos y sentimientos. El escritor, sin obedecer a normas ajenas a su personalidad, debe escribir a partir de su propia convicción y cosmovisión, sin que por esto se sienta el ombligo del mundo.

El escritor es libre de manipular con los recursos de la imaginación y el lenguaje. En este contexto, y sin necesidad de cuestionar los postulados del realismo social, es tan literatura lo que hace Uslar Pietri, quien se siente particularmente atraídos por la figura del dictador, que las novelas del llamado realismo mágico de García Márquez o cualquiera de las obras experimentales de Julio Cortázar. De ahí que la afirmación de que un escritor que separa su vida de su obra sea un mal escritor, apenas es una verdad a medias, pues la literatura es un territorio libre, donde todos tienen la opción de exponer a los santo-demonios de su imaginación; eso sí, sin dejar de obedecer los dictados del corazón, que, al fin y al cabo, es el único juez capaz de decidir lo que está bien y lo que está mal.

Estoy convencido de que el verdadero escritor, sin dejar de preocuparse por los problemas que aquejan a la colectividad, es un ser que habla en primera persona, no tanto por egocentrismo -o egolatría- como por exponer a trasluz las razones y sinrazones de su fuero interno, sin que por esto se levanten barreras entre la expresión íntima del autor y la expresión del sentimiento colectivo.

Ahora bien, si a esta forma de escribir se denomina intimista, entonces qué se dirá de los escritores como Dostoievski, Kafka, Proust o Joyce, cuyas obras son consideradas cumbres en la literatura universal. Pienso, sinceramente, que sin esa vivencia personal, sin ese testimonio existencial, no hubiese sido posible la existencia de estos escritores, cuya lucidez intelectual los llevo a reflejar, mejor que nadie, la realidad conmovedora de su medio y su tiempo.


VÍCTOR MONTOYA EN BERLÍN

En el acto cultural del ALBA

En noviembre de 2009, recibí una inesperada llamada telefónica de la Embajada de Bolivia en Alemania; el motivo era invitarme a participar, en calidad de representante de la nación andina, en el acto cultural Un Abrazo de Amor, Canto y Poesía, organizado por las embajadas de los países integrantes del ALBA (Alternativa Bolivariana para los Pueblos de América Latina y el Caribe), en homenaje póstumo al escritor uruguayo Mario Benedetti, quien dedicó su vida y obra a las causas más nobles de la humanidad.


El acto se llevó a cabo en el Instituto Iberoamericano de Berlín, ante el cuerpo diplomático de los países latinoamericanos y, como se tenía previsto, ante un público entusiasta que llenó el auditorio y batió palmas en reconocimiento a la calidad de los músicos y escritores que deleitaron con lo mejor de su arte y su talento.


Empecé hablando sobre la importancia de Mario Benedetti, quien tuvo la humildad de no enseñar nada a nadie, pero de quien, sin embargo, aprendimos mucho la mayoría de los escritores más jóvenes. Acto seguido, y a manera de reivindicar la poesía social boliviana, leí unos versos de Héctor Borda Leaño y otros de la cantautora Matilde Casazola, para luego rematar con la lectura de mi relato Yo maté al Che, acompañado por la música de fondo que compuso sobre la marcha Gerardo Yáñez, un reconocido musicólogo paceño afincado en Berlín, donde cursó estudios de composición en la Escuela Superior de Música de la Universidad Técnica (HDK); estudios que le permitieron desarrollar la música originaria andina y adentrarse en la música clásica, pasando por la música coral y terminando en la musicoterápia.


Ya en un restaurante, más relajados y en la grata compañía de algunos amigos, me enteré que durante años inventó y patentó varios instrumentos de cuerda y de viento, aunque su mayor orgullo era ése que él bautizó con el nombre de Viola profunda, un instrumento que presentó semanas más tarde en un concierto que tuvo lugar en la Iglesia de Santo Thomas de la ciudad de Leipzig, allí donde se encuentra la tumba del Maestro Juan Sebastián Bach.


En este mismo evento, y por esos azares del destino, conocí también a Jurek Sehrt, joven inquieto y con muchas ganas de triunfar en la vida, hijo de padre boliviano y madre alemana; un matrimonio mixto que le abrió las puertas hacia dos culturas diametralmente opuestas. Supe que estudió historia y filología española, que trabajaba para el Deutsche Historische Museum (Museo Histórico Alemán) y que era gran amigo de la Embajada de Bolivia. No tuve mucho tiempo para tratarlo ni hablar con él, ni siquiera cuando nos encontramos en el restaurante de la Deutsche Kinemathek - Museum für Film und Fernsehen (Cinemateca Alemana - Museo del Cine y Televisión), donde disponía de muy poco tiempo por las premuras del trabajo. Empero, desde cuando lo vi por primera vez como presentador en el evento del ALBA, tuve la certeza de que se movía en el mundo cultural de Berlín como el pez en el agua y que era un verdadero recurso para cualquier proyecto boliviano-alemán que se pusiera en marcha. Quedamos en mantenernos en contacto y en ver si alguna vez se nos ocurría conjugar ideas en provecho de la literatura boliviana.

En la emblemática Puerta de Brandeburgo

En esta ciudad poblada por más de tres millones de habitantes, y atravesada por los ríos Spree y Havel, no es fácil movilizarse, pero sí advertir que sigue en reconstrucción desde la Segunda Guerra Mundial. En algunas calles céntricas se pueden ver cómo las grúas, que parecen monstruos de hierro, reconstruyen todo lo que las fuerzas aliadas dejaron reducido a escombros durante la guerra.

Mi primer guía fue Carlos Prieto, el joven esposo de la Consul de Bolivia. Él me llevó a algunos sitios emblemáticos de la ciudad, incluso me tomó una foto junto a un tramo del Muro, al lado de una muchacha disfrazada de guardia fronteriza, que hoy se ofrece como souvenir a los turistas que no tuvieron la suerte de estar presentes cuando se erigió ni cuando se demolió el Muro.


Cerca de la Puerta de Brandeburgo, tras comer unos kebabs en un restaurante turco, pasamos y repasamos por la plaza donde está el Memorial del Holocausto, con sus 2.711 bloques de hormigón que recuerdan los horrores del holocausto judío por parte del nazismo; un impresionante monumento que encierra en el subterráneo una documetación escalofriante.

Si pasamos y repasamos por esta suerte de camposanto, era porque no podíamos dar con el museo Rosa Luxemburgo, que tenía muchas ganas de conocer, aun sin estar seguro si existía o no. Fueron vanos nuestros intentos. Aunque estuvimos en la calle que bautizaron con el nombre de esta teórica del marxismo en Alemania, y aunque encontramos la librería que lleva su nombre, nunca dimos con el tal museo. Quizás les resulte raro que a una mujer de semejante magnitud no le hayan dedicado un museo, ¿verdad?


De todos modos, me conformé con estar en la Puerta de Brandeburgo. Impresiona tanto por su construcción en piedra arenisca como por la importancia que tiene para el país. Es un monumento a la memoria histórica y un verdadero atractivo turístico, que facilmente se cala en la memoria para siempre. Contemplarlo de cerca, con sus 26 m de alto, 65,5 m de ancho y 11 m de largo, no es lo mismo que mirarlo en la televisión o en algún libro de texto. La parte superior y el interior de las zonas de paso están recubiertos con relieves que representan a Hércules, Marte y la diosa Minerva. La puerta está coronada con una escultura de cobre de unos 5 m de altura, la Cuadriga, al mejor estilo romano, representa a la diosa de la Victoria montada en un carro tirado por caballos en dirección a la ciudad. Es, simple y llanamente, uno de los sitios que cualquier visitante no debe perderse, no sólo por la importancia que lo reviste, sino también porque Berlín es hoy una de las ciudades más influyentes en el ámbito político y económico de la Unión Europea


Lo interesante de todo es que, con la construcción del Muro de Berlín, la Puerta de Brandeburgo quedó en tierra de nadie, sin acceso del Este ni del Oeste. Solamente guardias de frontera e invitados especiales de la República Democrática Alemana podían acceder al monumento. Por suerte, tras la reunifiación de las dos Alemanias, tanto la puerta como la Cuadriga, que durante 30 años no tuvieron mantenimiento alguno, fueron restauradas para el bien de los berlineses y los visitantes que, como yo, desean ver con sus propios ojos esta puerta que pasó a simbolizar los duros años de la llamada Guerra Fría.

En esta ciudad no podía faltar otro amigo como Oscar Choque, ex minero de Oruro y fanático futbolista, que un buen día salió becado a la ya desaparecida Unión Soviética. Culminó sus estudios, pero no retornó a la tierra prometida, sino que se estableció en Dresden y formó familia con una alemana, quien cuida toda la semana a sus hijos, entretanto Oscar viaja hasta Berlín, donde le espera un agotador trabajo en la Embajada como todero; un trabajo que, según sus propias palabras, le deja casi sin fuerzas pero con la esperanza de seguir contribuyendo desde su trinchera a la causa de los bolivianos en la llajta y a la causa de los bolivianos indocumentados en Suiza y Alemania.

Con él hablé de la tragedía de los mineros y de la tragedia de los inmigrantes bolivianos sin papeles. Al final, como para desahogar las penas, nos fuimos a un restaurante español, donde se amenizaba a los comensales con música en vivo, y donde Óscar, ya entrado en calor y con los ánimos encendidos, se animó también a tocar la guitarra, mientras el mesero nos ofrecía los sabores mediterráneos en pleno centro de Berlín. Fue una noche inolvidable y de mucha sinceridad, como suele ocurrir entre los hijos de entrañas mineras.


Los restos del Muro de Berlín

Ernesto Illanes y Rolando Medrano son dos bolivianos arraigados desde hace décadas en Alemania, donde formaron familia y se quedaron a trabajar los mejores años de su vida. Medrano ya está jubilado, estudió y vivió en la República Democrática Alemana, donde ejerció como médico cirujano y ahondó sus convicciones políticas en torno a las posibilidades del socialismo.


Cuando el manto frío de la noche cubría la ciudad, los dos me enseñaron los encantos del Sony Center, un centro económico y comercial de Berlín, que se construyó con una gran imaginativa arquitectónica. En uno de sus locales, llenos de luces y cristales, cenamos y conversamos sobre el actual proceso político boliviano. Después me llevaron a conocer los restos del Muro de Berlín, que fue denominado también Muro de Protección Antifascista por los habitantes de la República Democrática Alemana. Este Muro de la vergüenza, que dividió la ciudad desde agosto de 1961 hasta noviembre de 1989, tenía una extensión de más de 120 km y una altura de 3,6 m. Además, la zona fronteriza estaba protegida por una valla metálica, cables de alarma, trincheras para evitar el paso de vehículos, una cerca de alambre de púas, más de 300 torres de vigilancia y 30 búnkers.

Fue -y sigue siendo-, uno de los símbolos más conocidos de la Guerra Fría y un territorio donde campeaban los espías, perros policías y militares. El simple hecho de imaginar que un muro separaba al hermano del hermano y saber que muchos murieron bajo las armas de fuego de los guardias, en un intento por cruzar de un lado a otro, me hizo pensar que esta frontera fue una de las inventivas humanas más aberrantes del siglo XX, independientemente de las razones políticas que impulsaron el levantamiento de este telón de acero y cemento.


Ernesto y Rolando me explicaron que el Muro, además de sus connotaciones políticas, sirvió para evitar la fuga de cerebros y la emigración de quienes deseaban dejar la Alemania del Este para establecerse en la Alemania del Oeste, que, según la propaganda capitalista de los países aliados y enfrentados al bloque socialista, ofrecía mejores condiciones de vida y de trabajo.

Como es sabido por todos, el desplome del Muro de Berlín, conocido con el nombre de die Wende (el Cambio), se produjo entre el 9 y el 10 de noviembre de 1989, y fue protagonizado por los hombres y mujeres que apostaron por la libertad y la democracia en una Alemania reunificada. Esta gesta histórica me tocó vivir, como al resto del mundo, a través de los medios de comunicación, sobre todo de televisión, que mostraba la euforia de la noche en que algunos berlineses occidentales escalaban el muro lleno de pinturas y grafitis, mientras otros llevaban a cabo su destrucción con picos, martillos y otros objetos contundentes.


Con todo, luego de haber conversado con la gente, me quedé con la sensación de que las heridas aún no habían cicatrizado del todo, pero se abrigaba la esperanza en que las futuras generaciones se reconciliaran completamente y supieran que la historia del Muro y la Guerra Fría correspondían a un pasado histórico que no valía la pena volverla a revivir.

Ernesto y Rolando, a modo de rematar nuestra camina por algunas zonas vitales de la ciudad, me invitaron a tomar unas cervezas alemanas en el casco viejo de la ciudad, donde campeaban a sus anchas las prostitutas berlinesas, ofreciéndose en paños menores y en pleno frío al mejor postor.

La amistad con el embajador boliviano

Con Wálter Prudencio Marge Véliz entablé una excelente relación desde el primer instante en que nos abrazamos en la Embajada de Bolivia, como dos viejos amigos que se reencuentran tras una larga ausencia. Lo cierto es que compartíamos las mismas inquietudes por el arte, la música y la literatura, aparte de que teníamos los mismos amigos en Oruro, casi todos poetas, artistas o músicos bohemios.


Me llevó a su residencia, que estaba a dos cuadras de la Embajada, donde me quedé durante mi estadía en Berlín. En el hall me llamó la atención la fotografía de una mujer indígena, que era la anciana madre de Wálter, quien captó esa bella imagen con una visión artística. No en vano nuestro embajador fue uno de los ganadores del concurso de audiovisuales Amalia de Gallardo. En la sala, que hacía a la vez de comedor, colgaban algunas de sus pinturas al óleo, como ese traje de moreno tirado en la tierra arida del altiplano, que lo identificaba a él con lo más fastuoso del Carnaval orureño y con sus ganas de volver a bailar, matraca en mano y al ritmo de banda, la Metirosita del J’acha Flores o La brujita del Luis Alberto Aguilar.

En nuestras conversaciones, como es de suponer, hablábamos el mismo idioma y sobre los mismos temas. Nuestra simpatía mutua se dio del modo más natural que imaginarse pueda. De ahí que la última noche que me quedé en su residencia, además de beber y comer, tocamos las zampoñas a cuatro manos, al compás de la música autóctona que él puso a todo volumen en el estéreo. Estaba claro que estas melodías le despertaban la añoranza por la tierra lejana y le invocaban los recuerdos más felices de su vida en el campo.


Al término de nuestra jarana, me obsequió una chaqueta de lana de oveja, con una franja de aguayo bordada a la altura del pecho, como esas que popularizó Evo Morales, y, como no podía ser de otra manera, sacó del armario -repleto de chuños, motes, quinuas y otros productos tipicamente bolivianos- una botella con un destilado casero que, según me lo confesó él mismo, se bebía sólo en ceremonias especiales por su alto grado de alcochol y su efecto parecido a la alucinación. Le acepté encantado y le prometí que lo abriría sólo para ch’allarle al Tío de la mina, a esa estatuilla que me acompaña como un amuleto en mi vida.

A los pocos días de mi retorno a Estocolmo, se celebró el 20 aniversario de la caída del Muro y la Reunificación Alemana con discursos, música y entre juegos pirotécnicos que encendieron la noche lluviosa en Berlín. Así es cómo el 9 de noviembre de 2009, no tuve más remedio que seguir las celebraciones a través del televisor y sentado en mi sillón, es decir, desde el mismo lugar donde hace 20 años atrás había visto la caída del Muro y los gritos de júbilo de la gente, que se fundían en un abrazo de alegría y de esperanzas puestas en el porvenir.

Fotografías:

1. En la Puerta de Brandeburgo
2. El Instituto Iberoamericano en Berlín
3. En el acto cultural del ALBA
4. Gerardo Yáñez y Víctor Montoya
5. Jurek Sehrt
6. Memorial del Holocausto
7. Rosa Luxemburgo
8. En la Puerta de Brandeburgo
9. La ciudad de noche
10. Con Ernesto Illanes y Rolando Medrano
11. Con Rolando Medrano en el Muro
12. La alegría después de la caída del Muro
13. Wálter Prudencio Magne Véliz
14. Con la chaqueta indígena y la estatuilla del Tío

miércoles, 25 de agosto de 2010


LA RIADA

De súbito fui alcanzado por una tromba de agua que arrasaba todo cuanto encontraba a su paso. Quise agarrarme de las ramas de un árbol, pero caí sobre la borrasca que, arrastrándome entre guijarros y desechos, me arrojó en una zanja donde viraba el curso del río.

Parecía una tormenta en verano, los relámpagos se desataban en el cielo y las aguas se precipitaban desde la punta de los cerros. Las piedras y los puentes, que hacían de muros de contención, fueron cediendo poco a poco, hasta reventar como diques de corcho. La corriente se hizo invencible y nada pudo resistir su embestida. El caudal se multiplicó y la ciudad quedó navegando en las aguas, mientras el lodo, convertido en ciénaga, iba acabando con todo vestigio de vida.

Aunque a ratos me sentía como Ícaro, podía respirar y avanzar contra la corriente. No sé cómo me salvé pero alcancé la orilla. En derredor estaban los cadáveres sepultados por la avalancha. De la ciudad no quedó nada, ni siquiera el trino de los pájaros.

Más tarde se despejó el cielo y llegaron los helicópteros de rescate. Los soldados organizaron patrullas de rastreo y se dieron a la búsqueda de las víctimas del desastre. Siete días y siete noches buscaron todo indicio de vida. No quedó un pedazo de tierra sin escarbar. Dieron con un perro herido que vagaba sin consuelo y con el cuerpo de una mujer que yacía en un recodo, donde la riada la empujó después de desvestirla; tenía la cara desfigurada, los brazos torcidos, las piernas cruzadas alrededor del cuello y los cabellos apelmazados por el lodo.

Cuando los soldados me encontraron por el rastreo de los perros, no podían creer que todavía estuviese vivo. Me subieron a una camilla y me condujeron al hospital, donde me cortaron y zurcieron el cuerpo. Mas prefiero no contar esta experiencia, porque es el episodio más cruel que recuerdo de la pesadilla.

jueves, 19 de agosto de 2010



Los textos y las imágenes revelan a uno de los personajes más fascinantes de la tradición minera boliviana. El vídeoclip fue realizado por Pedro M. Martínez Corada. España, septiembre de 2008.

LA FURIA DEL TÍO

El Tío es un ser misterioso, tan misterioso que en la noche mágica de San Juan, mientras el frío revienta las piedras y el viento silba en los penachos de la paja brava, emerge de la montaña en un estallido de humo y fuego. Lanza un bramido infernal en la bocamina y libera la furia contenida durante años de encierro.

En la noche tendida como un gato negro, el Tío ronda por el campamento minero en busca de un amor perdido. Recorre por los ríos y los cerros desnudando a los borrachos desprevenidos, y se pasea por las plazas y las calles haciendo diabluras con las cholas del pueblo.

Al rayar el alba, ni bien se oye el quiquiriquí de un gallo blanco y el lejano tañido de una campana solitaria, el Tío se envuelve en su manto de humo y fuego, y como Drácula, después de beber la sangre de los mineros, como ellos beben la chicha en las tutumas de la desgracia, retorna a las tenebrosas profundidades de su reino.


Ilustración: Óleo de Rubén Rosas

lunes, 16 de agosto de 2010


LOS PERROS Y SUS DUEÑOS

Todas las mañanas y todas las tardes, exactamente a la misma hora, veo cruzar por la ventana de mi escritorio a un perro que es el vivo retrato de su dueña, una muchacha rubia cuyo atractivo físico enloquece a cualquiera. Es tanto el parecido entre el perro y ella que, vistos desde cualquier ángulo, son como dos gotas de agua caminando en dirección al bosque. De seguro que esta semejanza es motivo de no pocos comentarios y el espectáculo más llamativo del vecindario.

No es que el perro y la dueña estén clonados. No, lo que ocurre es que, a la hora de elegir, la dueña se decanta por un animal con ciertos rasgos comunes, como si el perro fuese un espejo donde ella se mira su imagen. No en vano el saber popular dice: como es el perro, es la dueña, por lo menos con respecto a los hábitos, pues la relación del perro con su dueña es como la de esos matrimonios que, a fuerza de convivir muchos años, acaban pareciéndose en las buenas y en las malas.

El hecho de que el perro se parezca a la dueña, tanto en su apariencia como en sus hábitos, tiene a veces un carácter patológico. Los veterinarios suelen hablar de la obesidad del perro de la obesa, debido a que la glotonería de la dueña influye en su animal. Si le gusta comer a ella -advierten los citólogos-, es normal que el perro esté sobrealimentado, y eso puede degenerar, al igual que en su dueña, en trastornos hepáticos.

A pesar de lo antedicho, se debe aclarar que no todos los perros se parecen a sus dueños; por ejemplo, en este mismo barrio, ubicado en una periferia de Estocolmo, existe un hombre grande y gordo, quien, todas las santísimas tardes, sale de paseo con una perrita salchicha entre sus brazos; un contraste grotesco que me trae a la mente ese cuento de amor entre una paloma y un elefante. Y, por si acaso, no estoy refiriéndome al amor entre Frida Kahlo y Diego Rivera, sino a esos seres que se sienten atraídos por su polo contrario, aunque ver a un hombretón de proporciones mayores, paseando a una perrita de proporciones menores, es como ver a un mastodonte y a una garrapata prendidos de una cuerda.

Sin embargo, no hay nada que argüir contra los perros, pues son animales nobles y tienen la facultad de despertar una corriente de simpatía natural. El perro ha evolucionado junto al hombre durante milenios, ha convivido con él como su más fiel compañero, ha sabido adaptarse a sus caprichos de una manera casi mágica y ambos han logrado un entendimiento casi milagroso. Pero eso sí, supongo que criar a un perro de lujo debe ser una labor compleja, pues requiere paciencia, amplios conocimientos, amor y sensibilidad creativa, porque los perros, a diferencia de los gatos, no son limpios por naturaleza. Además de no asearse, muchos tienen la costumbre de revolcarse en charcos, barro, basura y polvo. Por eso la dueña, para mantenerlo limpio como si fuese su propio hijo, debe evitar los nudos del pelaje muerto y la proliferación de los parásitos externos. Un aseo obligatorio que implica tener a mano cortanudos, cepillos para peinar, algodón para la limpieza de orejas, tijeras, máquinas de esquilado, alicate para cortar garras, jabón líquido, insecticidas para baños antiparasitarios y una serie de otros instrumentos que ayuden a mantenerlo a imagen y semejanza de su dueña, quien, con toda la paciencia del mundo, le cepilla diariamente los dientes con bicarbonato y le da de comer pan duro y manzanas para conservar su boca limpia.

De otro lado, la muchacha de pelo platinado, rostro angelical y trasero espléndido, que todas las mañanas y todas las tardes cruza por la ventana de mi escritorio, es ya un personaje cuya belleza forma parte del ornamento andante de este barrio, donde las mujeres la persiguen con la mirada, mientras los hombres se le acercan con el falso pretexto de acariciar al perro. Ella sonríe y se afirma a la correa de cuero negro, en tanto el perro, intuyendo instintivamente las malas intenciones de los admiradores fortuitos de su dueña, enseña los colmillos y bate el rabo.

El otro día, mientras los miraba desde la ventana, comprobé que el perro de la muchacha no era macho sino hembra, porque venía acompañada de un can de desbordante vitalidad y postura, algo parecido al perro que hace años me lo raptaron en mi pueblo, el mismo día en que lo saqué a pasear por el parque, sujeto a una correa enganchada en su collera. Al echarlo de menos, advertí que ya no estaba. Fue tan grande mi pena, que lo busqué por doquier, gritando su nombre a los cuatro vientos. Lo busqué varios días y varias noches, calle arriba y calle bajo, pero no lo encontré ni volví a verlo, sino en las fotografías que lo muestran con la cara de niño bueno; tenía el pelaje suave y de color marrón, el rabo corto, los belfos colgantes del hocico, la frente plegada y los ojos ardientes como ascuas. Era un perro de raza y de buena alzada. Parecía hecho de furia y de ternura. Poseía la voz potente, feroz, pero era un perro cariñoso y manso con la gente. No en vano jugaba con los niños, siempre dispuesto a defenderlos y soportar sus diabluras, aunque a veces, dando brincos y haciendo cabriolas, los tumbaba contra el suelo, pues él mismo parecía un niño juguetón, que necesitaba trotar, correr y desfogarse.

Ojalá estuviese todavía conmigo, aquí y ahora, jadeante y al acecho de una nueva aventura, para sacarlo a pasear por los bosques de este barrio y así poder acercarme a esa muchacha de despampanante belleza, al menos para preguntarle su nombre.

domingo, 15 de agosto de 2010


VÍCTOR MONTOYA GANÓ CONCURSO INTERNACIONAL DE RELATO ERÓTICO EN ESPAÑA

El escritor boliviano, residente en Estocolmo y colaborador de Bolpress, fue uno de los cinco autores latinoamericanos ganadores del Concurso Sexto Continente de Relato Erótico, convocado por Ediciones Irreverentes y el programa Sexto Continente, de Radio Exterior de España.

El fallo del jurado fue anunciado en el Congreso Hispanoamericano de Escritores, que se celebró en Madrid recientemente. El editor Miguel Ángel de Rus, en un programa radial que contó con la presencia de reconocidas figuras de las letras hispanoamericanas, manifestó que al concurso se presentaron 153 relatos de 18 países y que los cinco autores ganadores del primer premio fueron: Víctor Montoya (Bolivia) por Amor a tergo, Fernando Morote (Perú) por El placer humano no es el de la carne, Gloria Scharetg (Estados Unidos) por Carnavales, Raúl Vallejo (Ecuador) por Bajo el signo de Isis y Fernando Ariel Kosiak (Argentina) por Las del apagón.

Los relatos ganadores aparecerán en una antología de narrativa erótica que Ediciones Irreverentes publicará en septiembre junto a destacados escritores españoles. El Relato inédito de Víctor Montoya, quien desde hace tiempo venía explorando los territorios de la literaratura erótica, narra la escena insólita de un amor a tergo, cuya historia, salpicada de comidas afrodísiacas y sensualidad exuberante, trancurre entre la cocina y el comedor de una mansión tropical.

Víctor Montoya nació en La Paz, Bolivia, en 1958. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Es autor de más de una decena de libros entre novelas, cuentos, ensayos y crónicas. Dirigió las revistas literarias PuertAbierta y Contraluz. Su obra está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías internacionales. Reside en Estocolmo, donde llegó como exiliado político, tras haber sido liberado de la prisión en 1977. Escribe en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos.

Fuente: Bolpress, 2 jul 2010

sábado, 14 de agosto de 2010


CANGREJO ERMITAÑO

Ya me había sucedido antes, pero esta vez mi sueño me reveló lo que fui en mi anterior vida o lo que seré después de la muerte: un cangrejo ermitaño contemplando el mundo desde su mundo. Lo único que no coincidía era el lugar de mi residencia y la forma estúpida como perdí la vida. Todo lo demás, como en los mejores cuentos de mutantes y metamorfoseados, era similar a mi vida cotidiana y al modo de experimentarme a mí mismo.

Si el sueño es el reflejo incoherente del subconsciente, hecho de impresiones y experiencias habituales, entonces el mío, que se mostró con tanta nitidez y coherencia, es el fiel reflejo de una vida recluida en la soledad voluntaria, al margen del ajetreo mundano, donde se originan y solucionan los problemas humanos. A qué se debe esta mi conducta de solitario, probablemente, a factores innatos y adquiridos que arrastro desde la infancia como una marca indeleble en la piel del alma.

El sentirme un poco extraño, como casi todos quienes leen estas líneas, no es extraño para nadie, sobre todo, si partimos del criterio de que cada individuo, indistintamente de su origen, raza y sexo, se ha sentido alguna vez diferente a los demás, así esta sensación sólo sea el producto de la imaginación.

Volviendo a lo que pensaba referirles, debo anticiparles que no soy un bicho raro, sino apenas un hombre cuya vida está situada en el límite exacto donde se juntan la realidad y la fantasía, y donde uno es capaz de repetir a viva voz el soneto de Quevedo: Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos, pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos,/ y escucho con mis ojos a los muertos.

De otro lado, asumiendo mi condición de narrador, quiero contarles mis pensamientos y sentimientos, y reiterarles, si acaso no quedó claro, que me parezco a ustedes tanto en los defectos como en las virtudes, salvo que en el sueño me vi convertido en cangrejo ermitaño; tenía los ojos grandes y pendulares. Cerca de mi boca había dos pares de antenas no muy largas, y en mi cuerpo, en forma de tenazas, seis pares de miembros moviéndose como las patas de una araña. Habitaba en el interior de una concha abandonada, cuya abertura la tapaba con mi pinza derecha, mientras mis extremidades, que seguían a mis pinzas, se arrastraban a tientas, evitando los obstáculos.

Vivía, como suele suceder en la dimensión onírica, cerca de una playa tropical, debajo de las piedras de coral, asediado de algas marinas y grandes colonias de invertebrados nadando en derredor. Aunque mis enemigos acudían en bandadas a explorar los territorios de mi dominio, no abandonaba la concha ni aun estando en los parajes rocosos que me servían de refugio, pues hasta en los vericuetos más insondables, en las cuevas y pequeñas oquedades, me acechaba el peligro y la muerte.

Cuando la brisa se arrastraba sobre la arena y los bañistas se retiraban de la playa, trepaba por los pináculos rocosos que se levantaban formando una pirámide submarina, sobre las que nadaban en apretadas formaciones miles de peces que, a la luz del poniente y en las aguas color turquesa, parecían criaturas deambulando en un paisaje enigmático, casi paradisíaco.

En la isla, sobre la arena todavía tibia, abandonaba la concha, amarraba un cinturón de hierba alrededor de mi tronco y trepaba hacia las ramas del cocotero. Arrancaba el fruto y lo dejaba caer sobre la arena, le quitaba las fibras una por una, desde el punto donde se encontraba el ojo del coco. Luego hacía una abertura con mis pinzas, raspaba la pulpa y me la comía a mi regalado gusto. Después me metía en la concha con la misma lentitud con que la abandonaba y, arrastrándome sobre mi abdomen, volvía hacia el fondo rocoso de mi guarida, donde no llegaba el ruido de las agitadas olas, salvo el siseo de los otros cangrejos que poblaban esos ámbitos poco iluminados del mundo marino.

Así viví en el sueño, hasta la última vez que salí a la superficie, ansioso por comer la pulpa refrescante de un coco. Me arrastré por la arena húmeda, dejando mis huellas allá donde no llegaban las olas. Trepé al cocotero, corté un fruto con mis pinzas y lo dejé caer sobre la arena. Después me dispuse a bajar retrocediendo, hasta que de pronto perdí el equilibrio y, dando volteretas en el aire, me descalabré mortalmente. Mis pinzas se quebraron con un ruido sordo y mi cabeza se partió cual un cántaro de barro. Ahí permanecí inmóvil, de espaldas, mirando el cielo por entre las hojas del cocotero.

Al despertar, las piernas separadas y los brazos cruzados, sentí un dolor intenso en la nuca y la espalda. No me pregunten el motivo de tal dolor, lo desconozco, pues lo cierto es que en el sueño, donde me transformé en cangrejo ermitaño, existe un misterio hasta hoy desconocido por los psicoanalistas y aficionados a la interpretación del subconsciente humano. Si algo recuerdo, a plan de forzar la memoria, es que el sueño lo experimenté después de una tremenda borrachera. Sin embargo, ésta no es la única ni definitiva explicación, sino apenas un detalle que nos aproxima al porqué del dolor que sentí a tiempo de abrir los ojos.

En realidad, para quienes aún tengan dudas, el cangrejo ermitaño de mi sueño era una alegoría de mi vida, debido a que forma parte de mi personalidad más íntima. Soy arisco con los desconocidos y casi nunca salgo de mi escritorio, donde, con el transcurso de los años, logré establecer un ámbito hecho a mi manera, con los personajes de la realidad y los fantasmas de la imaginación. La soledad, que para algunos es un fatal castigo, en mi caso constituye una hermosa compañera, con quien convivo día a día, brazo a brazo, sin otra esperanza que la de evitarme un sueño en el que se me acabe, así nomás, la libertad de haber elegido una vida apartada de la superficialidad y la hipocresía. No, no se imaginen lo peor, ya que una vida hecha de quietud y silencio es también un modo de alcanzar la felicidad a costa de crecer hacia adentro y no hacia fuera. No soy el primero ni el último en experimentar la satisfacción que produce una vida de anacoreta, pues hay algunos que la ejercieron y la ejercen por oficio o afición, ahí tenemos al Asterión de Borges, quien, ante las acusaciones de soberbia, misantropía y locura, decía: Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera.

Está comprobado que el sueño de la razón produce monstruos, como advirtió Goya, el pintor español que intentó retratar, a fuerza de lápices y pinceles, los fantasmas que habitan en los cuartos oscuros de la memoria, mucho antes de que los psicoanalistas nos acercaran a la interpretación de los sueños, con explicaciones que no siempre satisfacen nuestra curiosidad y nuestro afán por desentrañar los misterios inherentes a los sueños que, como en mi caso, son cada vez más metafísicos y macabros.

VÍCTOR MONTOYA EN VENEZUELA (3)

Entre el 21 y el 26 de abril se celebró la Semana del Libro en Maracay, Aragua, donde, en mi condición de invitado especial, diserté sobre la narrativa boliviana contemporánea. Los auspiciadores del evento aprovecharon también para presentar dos de mis libros de cuentos.

El viernes 25 hizo un calor sofocante, de modo que, mientras viajaba hacia el punto de encuentro, pensé que había salido del invierno de Suecia para meterme en el infierno de Venezuela. La temperatura superaba los treinta y cinco grados y obligaba a vestir ropa ligera; una costumbre que ya se me había olvidado de tanto vivir en las tierras frígidas de Escandinavia.


En la parada de los microbuses me recibió el dilecto amigo Jorge Gómez Jiménez, escritor y editor de la revista Letralia (Tierra de Letras), a quien conocí mucho antes de que publicara en su editorial digital mi libro de crónicas “Retratos” (2006), con un prólogo que él mismo escribió destacando la peculiaridad del libro, cuyos textos están inspirados en fotografías y pinturas que me impactaron desde siempre.

Al mediodía fuimos a almorzar en un restaurante chino, en compañía de los escritores Marcos Veroes y Manuel Cabesa, quienes estaban a cargo de presentar mis libros, Cuentos en el exilio y Cuentos violentos, en la Biblioteca Pública Agustín Codazzi. A la hora prevista, cinco y treinta de la tarde, se dio inicio al acto con las palabras de bienvenida de Jorge Gómez Jiménez.


Marcos Veroes, a tiempo de comentar el contenido de Cuentos en el exilio (2008), manifestó: Los temas del libro que nos ocupa van desde la voz narrativa de quien ultimó al Che, pasando por quien de manera enfermiza duerme con una pistola, hasta llegar al nieto de una loca, quien está encerrado en un manicomio presumiblemente por estar enamorado. Referencias a otros relatos, a otras manifestaciones del arte, conforman una urdimbre narrativa para lectores de mayor recorrido (…) Cuentos en el exilio habla precisamente de lo que quedó atrás, antes del estado de quien está forzosamente lejos de aquello que le pertenece íntimamente. Al fin y al cabo el exilio es un estado emocional y mental. La ciudad de Estocolmo podría ser Caracas, Río de Janeiro o Ciudad de México, es decir, cualquier ciudad en la cual los encuentros ocurren, los enfrentamientos se suceden y los amores momentáneos se gestan (...) Otro elemento que se comporta como hilo conductor en estos cuentos es la presencia de la violencia. Las situaciones se generan a partir de una mirada, una acción premeditada o de un cliché, producto de la apariencia, el color de piel o el sexo. Es violenta la conquista, el amor, las relaciones, la ciudad, el recuerdo. La violencia no se presenta de golpe como solemos creer.


Por su parte, Manuel Cabesa, refiriéndose a Cuentos violentos (segunda edición, 2006) en tono de reflexión, dijo: La violencia ha acompañado cada capítulo de la historia latinoamericana. Una violencia que se impone para que el mundo permanezca tal y como está, donde unos pocos gozan de privilegios que la mayoría nunca llegarán a disfrutar. Lo interesante de estas historias que nos trae Montoya es que, aunque están tamizadas por una escritura sobria y bien cuidada, su basamento es real, y muchas veces autobiográfico (...) Las descripciones que hace Montoya de la tortura que sufren varios personajes es simplemente escalofriante (…) Podríamos pensar que estos relatos se refieren a una época muy concreta: esa larga noche de dictaduras que ensombreció a casi toda Suramérica. Tiempo después, Manuel Cabesa, sin apenas salir de su asombro, escribió: resulta que entre los latinoamericanos, aún persiste ese gran desconocimiento de lo que actualmente se escribe en nuestros respectivos países. De no ser porque Montoya visitó Maracay el 25 de abril pasado, a esta altura no supiéramos quién es, y su obra sería totalmente desconocida entre nosotros. Mientras hablábamos con un grupo de amigos, nos dimos cuenta de que es Montoya el primer autor boliviano realmente contemporáneo del que tenemos noticia; el otro de quien he oído hablar es de Augusto Céspedes, quien es autor de mediados del siglo pasado, autor de una novela reconocida en su tiempo y llamada 'El metal del diablo'.


La conferencia, en la que participaron activamente tanto los expositores como el púbico asistente, no sólo me dejó satisfecho, sino también me dio la oportunidad de acercarme por primera vez a mis lectores en la patria del libertador Simón Bolívar. Más todavía, logré vender casi todos los libros que cargué desde Estocolmo en una maleta que tenía sobrepeso. Después, como si se tratara de una feria de libros, no tuve más remedio que ejercitar la muñeca de mi mano para escribir las dedicatorias solicitadas en un ámbito en el cual reinaba el respeto y la amistad.


Con esta actividad literaria cerré mi visita a Venezuela, un país que permanecerá para siempre en mi memoria y en un lugarcito especial de mi corazón, quizás, porque tras el viaje me hice consciente de que a Venezuela no fui a enseñar sino a aprender.

Fotografías

1. Donando libros en la Biblioteca Pública de Maracay
2. Con los escritores Manuel Cabesa y Jorge Gómez Jiménez
3. Con Marcos Veroes y Manuel Cabesa en la presentación de los libros
4. Portada de los libros
5-6. Conferencia en la Biblioteca Agustín Codazzi
7. Encuentro informal con los lectores