LOS NEONAZIS EN EUROPA
Cierto día, mientras miraba en la televisión un programa sobre la
violencia desatada por una banda de racistas y xenófobos, mi hijo, que en ese
momento jugaba tendido de bruces sobre la alfombra, se aferró a mi brazo,
acercó sus ojitos dubitativos hacia mi rostro y, con voz trémula, dijo: ¿Papá,
nos matarán también a nosotros porque tenemos el pelo negro? Yo lo miré
perplejo, con un nudo en la garganta y sin saber qué responder. Después, él
volvió a jugar, y yo, sin salir aún de mi asombro, me quedé pensando en su
pregunta que, aparentemente ingenua, reflejaba la fría realidad que mostraban
en la pantalla, una realidad que desangraba la democracia y la armoniosa
convivencia ciudadana.
En otra ocasión, cuando en la misma pantalla apareció la imagen de Ian
Wachtmeister y Bert Karlsson (líderes de la entonces Nueva Democracia),
haciendo declaraciones sobre los supuestos excesos de los inmigrantes en
Suecia, mi hijo me sorprendió con otra pregunta: ¿Y éstos son también malos,
papá? Yo lo levanté en los brazos y, simulando una sonrisa, le contesté: Estos son dos payasos y nada más, dos payasos que hacen reír y dan pena.
Claro está, cómo iba a explicarle a un niño que el ascenso del racismo, la
xenofobia y el hipernacionalismo eran productos de la crisis del sistema
capitalista y un chivo expiatorio en forma de cientos de miles de extranjeros.
Cómo iba a decirle que los líderes de la derecha se parecen al Flautista
de Hamelín, que conducen a sus seguidores hacia el barranco, prometiéndoles que
avanzan por buen camino, y quienes, ante las cámaras de la televisión, se
muestran como auténticos demócratas, escondiendo su verdadero rostro como su
verdadera opinión, aunque cada vez que arengan a sus secuaces no hacen otra
cosa que compartir el fanatismo violento de las hordas neonazis, skinheads (cabezas rapadas) y de los partidos de extrema derecha, que abogan por la supremacía
del hombre blanco.
Sé de sobra que a mi pequeño hijo, por algún tiempo más, no podré
explicarle que el racismo es la expresión hipertrofiada de un componente de la
personalidad humana: el temor al extranjero, a lo desconocido. Es decir, que
la ideología fascista es la expresión extrema, racionalizada y colectivizada de
ese rechazo a todos quienes no comparten su filosofía eurocéntrica.
No hay más que recordar los acontecimientos acaecidos en algunos países de
la Unión Europea, como en la siempre temida Alemania unificada, donde los
neonazis dicen que ellos ejecutan acciones que son determinadas por los propios
ciudadanos, quienes son potencialmente xenófobos en el silencio. Por ejemplo,
en Rostock, ante los turbulentos atentados racistas, las mismas fuerzas del
orden parecían tener más simpatía por los neonazis que por las manifestaciones
de la izquierda; lo mismo sucedió en Lichtenhagen, donde miles de habitantes
prorrumpieron en aplausos y gritos a favor de los energúmenos fascistas,
quienes lanzaron piedras y explosivos de fabricación casera contra los
albergues de los inmigrantes.
Explicarle a un niño que no debe hablarse de categorías de individuos,
sino sólo de individuos independientemente del color de su piel, cultura y nacionalidad
-ya que la identidad de un país no se forma en un cuarto vacío, sino en una
colectividad que constituye casi siempre una suerte de ensamble multicultural-,
resulta tan difícil como explicarle el porqué estoy en Suecia que, por cierto y
sin desmerecerlo, me brindó asilo político solidario cuando más lo necesitaba.
No me entendería si le digo que soy un refugiado más, porque en mi país
de origen me opuse a un régimen de facto que asaltó el poder irrumpiendo la
democracia, contra quienes hicieron desaparecer impunemente a militantes
revolucionarios; contra quienes, organizados en escuadrones de la muerte,
lincharon a hombres y violaron a mujeres; contra quienes, acostumbrados a
vulnerar los Derechos Humanos, torturaron y asesinaron con frialdad pavorosa y
contra quienes, como los neonazis dentro de la Unión Europea, usaron la
violencia como el único y último recurso para imponer sus prerrogativas.
Sin embargo, estoy seguro de que mi hijo, como otros niños que nacieron
en el exilio, un buen día sabrá que a los ciegos de hoy les quitaremos la venda
de los ojos para mostrarles que la realidad de un país no es lo que ellos
quieren ver, sino otra cosa, un enorme abanico que compendia todos los colores,
olores, sabores, lenguas, credos y culturas, y que el proceso de la democracia,
así no haga milagros ni estragos, es algo que debemos de aprender a defender,
para que el sueño de la libertad y la justicia no se haga añicos por la sola
presencia del exacerbado nacionalismo xenófobo, que no tiene más importancia
que la que en realidad tiene: primero, porque no representa a una opinión
mayoritaria; y, segundo, porque son una pandilla de cretinos que no merecen el
respeto ni el perdón.
Ahora bien, como todos los demócratas, quiero conservar la libertad de
opinión y expresión, pero también la seguridad ciudadana, puesto que, al fin y
al cabo, quiero que me dejen vivir en paz y en completa armonía con mis
semejantes. Quiero que se sepa, además, que no estoy dispuesto a enmudecer ante
las bravatas y la violencia verbal de un grupúsculo de resentidos sociales y,
mucho menos, dispuesto a dejarlos enarbolar las banderas de una ideología que
amenaza la convivencia social y siembra el pánico y el temor entre los niños.
Mi experiencia personal es apenas el pálido reflejo de una realidad que
afecta a millones de familias extranjeras a lo largo y ancho de Europa. No es
casual que hace un tiempo atrás, un padre de familia de origen chileno, que se
vio obligado a abandonar su país desolado por una dictadura militar, me confesó
con una profunda tristeza: No hay una sola noche en que mi hijo deje de
enfrentarse con los “skinheads” (cabezas rapadas). Si una noche no lo atacan a
él, atacan a su amigo o al amigo de éste. De modo que mi hijo, que llegó a
Suecia siendo aún niño, pertenece ya a una generación que está marcada por la propaganda
racista y el menosprecio contra el ‘cabeza negra. ¿No sé qué hacer?
La preocupación de este padre es comprensible desde todo punto de vista,
pues se trata de un individuo que, huyendo de una sanguinaria dictadura militar,
buscó refugió en Suecia, con la esperanza de ofrecer un futuro mejor a sus
hijos; un sueño que parece haberse roto en pedazos y se convirtió en pesadilla
la vez en que su hijo llegó a casa hostigado por una pandilla de neonazis, que
lo acosaron desde la escuela, gritándole al unísono: ¡Cabeza negra, fuera de
nuestro país!
Estos pandilleros, cuyos ídolos son Hitler, Mussolini y Franco, fueron
reclutados desde los 14 años de edad por organizaciones de extrema derecha, con
el propósito de crear una corriente de opinión destinada a desbaratar la
política de inmigración de cualquier gobierno democrático y, enarbolando las
banderas del nazismo, oponerse a la mezcla de razas y culturas.
Esta política racial, que pretende legitimar la existencia de una raza fuerte y otra débil, de una raza supuestamente superior y otra inferior -compuesta por judíos, gitanos, indios, negros y homosexuales-, reaviva la
mentalidad del nazismo alemán, cuyas consecuencias, aparte del holocausto en el
cual perdieron la vida millones de seres humanos, fueron la noche de los
cristales rotos y los cuchillos largos.
Los judíos fueron amedrentados y asesinados por bandas de fascistas
armados. Sobre los letreros de las tiendas, que habitualmente eran concurridas
por todos, se pusieron advertencias que decían: Prohibido el ingreso de perros
y judíos, y sobre las ropas de los judíos se cosió la estrella de David para
que sean fácilmente identificados a la hora de ser deportados a los campos de concentración
y exterminio.
El racismo, que no es una rara perversión diabólica ni un fenómeno
natural del instinto humano, es una teoría que admite la existencia de razas
dominantes y razas dominadas; y, lo que es más grave, es una teoría que
algunos la llevan a la práctica de manera brutal, como sucedió en una pequeña
ciudad de Suecia, donde la sola presencia de un 9% de inmigrantes (en una
población de menos de 18.000 habitantes), fue suficiente para despertar los
instintos gregarios de un grupúsculo de muchachos neonazis que, luciendo cruces
esvásticas, vestimentas del Ku Kux Klan, botines de caña alta y cazadoras
americanas, aterrorizaron a varias familias de inmigrantes, quemando cruces,
pintarrajeando paredes, destrozando las tiendas y los restaurantes
administrados por extranjeros.
Estos mismo neonazis llegaron al extremo de asestar, en noviembre de
1995, el frío metal de un cuchillo en el pecho de un muchacho de origen africano,
quien murió desangrado en una de las calles céntricas de la ciudad. Los
peatones vieron su cuerpo tendido entre los arbustos, pero ninguno acudió a
socorrerlo ni a denunciar el caso en la policía; es más, un transeúnte le
arrojó una cáscara de banano en actitud de desprecio, mientras otro depositó al
lado de su cadáver una bola de carbón que representaba la cabeza de un muñeco
negro. Los testigos dijeron no haberse percatado de que el hombre estaba
muerto; algunos, incluso, pensaron que se trataba de un negro borracho,
durmiendo en plena calle y a plena luz del día.
Lo que más extraña de esta actitud pasiva y contemplativa, que puede
tornarse en un arma tan peligrosa como el acto mismo de ejecutar un crimen
fríamente planificado, es el hecho de que ningún político de la cúpula
gubernamental haya dicho: esta boca es mía ni que este caso haya sido motivo
suficiente para generar una protesta nacional contra los asesinos, quienes, con
el cinismo, la impunidad y la insensatez que caracterizan a los criminales en
potencia, usaron a la prensa sensacionalista para difundir su propaganda de
intimidación contra los inmigrantes, quienes, según ellos, son los causantes de
todos los males sociales y económicos que aquejaban al país.
Por lo demás, pienso que la consigna de resistencia es clara y
contundente: no debemos dejarnos intimidar por las bravatas ni fechorías de
estas pandillas de antisociales; por el contrario, debemos cerrar filas en
torno a las organizaciones que no están dispuestas a tolerar el racismo, la
exaltación del poder blanco ni la propaganda neonazi, que se distribuye
abiertamente en los establecimientos educativos a nombre de la democracia y la
libertad de expresión, aun sabiendo que el totalitarismo fascista, que reconoce
al individuo sólo en la medida en que sus intereses coinciden con los del
Estado absoluto, no tiene lugar en un sistema político pluralista y democrático,
basado en el respeto a los Derechos Humanos y la diversidad de razas, lenguas y
culturas.
Los inmigrantes estamos en el deber de esclarecer que la crisis
económica de un país, como la crisis estructural del sistema capitalista, no se
resuelve con la discriminación y la expulsión de los extranjeros, sino con la
participación colectiva en las decisiones del Estado y con la distribución
equitativa de los recursos, que hoy están concentrados en pocas manos.