LOS NIÑOS DE LA GUERRA
Desde que el mundo es mundo, desde la noche de
los tiempos, se han producido enfrentamientos entre hombres y en los diferentes
puntos del planeta. Y, aunque todos los seres humanos nacen libres e iguales en
dignidad y derechos, las guerras han asolado pueblos enteros, han reducido las
ciudades a escombros y han traumatizado a los niños, cuyos gobernantes, en
lugar de pensar en alimentos, piensan en armamentos, y en lugar de pensar en
educación, piensan en mercenarios entrenados para la guerra.
Los niños no sólo mueren a causa del hambre,
sino también a causa de los conflictos bélicos. La guerra perturba la economía
y el desarrollo social del país afectado, interrumpiendo el desarrollo y el
progreso, contribuyendo a la pobreza, el desempleo y la inflación; destruye los
recursos naturales y humanos, aumenta la desesperanza y reduce la iniciativa
creadora.
El niño debe, en todas las circunstancias,
figurar entre los primeros que reciben protección y socorro, reza el Principio
VIII de la Declaración de las Naciones Unidas en torno a los Derechos del Niño.
No obstante, son innumerables los que jamás reciben protección alguna en los
tiempos de guerra y se cuentan por miles los menores que son sometidos a un
programa de adoctrinamiento y entrenamiento militar. Y aunque no todos sean
obligados a marchar al frente, la guerra altera la vida y armonía de los niños.
En las zonas en conflicto, los niños que no son víctimas de las explosiones de
minas o bombas, lo son de la muerte de sus padres o apoderados, de la pérdida
de su hogar o la escasez de alimentos.
El niño debe ser protegido contra toda forma
de abandono, crueldad y explotación, afirma el Principio IX de la misma
Declaración, pero son millones las víctimas del crimen y el genocidio. El niño
debe ser protegido contra las prácticas que puedan fomentar la discriminación
religiosa o de cualquier otra índole. Debe ser educado en un espíritu de
comprensión, tolerancia, amistad entre los pueblos, paz y fraternidad universal,
manifiesta otro de los Principios de la Declaración de los Derechos del Niño;
cuando, en realidad, existen naciones enfrentadas entre sí, cuando hay millones
de niños afectados por el síndrome de la guerra y la mayoría de ellos son
entrenados como soldados para luego ser lanzados a una carnicería humana.
En el conflicto bélico entre Irán e Irak, que
se inició a finales de los años ‘80, los niños atacaban al enemigo con el Corán
en la mano y una llave de hierro para abrir las puertas del paraíso, donde los
aguardaba el profeta Mohamed. La guerra arrojó 95.000 niños muertos y otros
tantos heridos. En este mismo lugar, donde hace siglos comenzaron las aventuras
de Simbad, el marino, los bombardeos de los Aliados, durante la llamada
Guerra del Golfo, arrasaron a todo un pueblo, cuya población quedó entre la
zozobra y la desgracia.
La guerra declarada por los Estados Unidos y
sus aliados contra Irak no sólo demostró ser la más perfecta de toda la
historia, desde el punto de vista estratégico y militar, sino que quedaron miles
de niños afectados por las armas químicas y biológicas. En Bagdad y sus
alrededores, según cifras oficiales del Ministerio de Salud Iraquí, murieron
68.000 personas que ellos califican como víctimas directas del embargo
económico dictado por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de las
cuales 20.000 eran niños fallecidos, en su mayoría de disenterías, y 48.000
adultos que sufrían de dolencias como diabetes, distintos tipos de cáncer y
afecciones cardíacas. Una de las causas fue la contaminación ecológica derivada
de los bombardeos, que causaron escapes emanados de las plantas de fabricación de
armas químicas y biológicas.
Mientras los niños en Occidente juegan a la
guerra, sin haber experimentado el síndrome en carne propia, los niños del Medio
Oriente no pueden jugar en las calles por el temor a que una mina los deje
inválidos de por vida. Solamente en Camboya, el antiguo paraíso del sureste
asiático, los bombardeos norteamericanos y la guerra civil dejaron una saldo de
más de 1 millón de muertos y 25.000 hombres, mujeres y niños ciegos, sin brazos
ni piernas, que vagan por las calles convertidas en ruinas. En esta nación de
campesinos, pescadores y mutilados, donde los talleres de prótesis artesanales
no dan abasto, construyendo piernas de madera o rudimentarias sillas de ruedas,
miles de niños inválidos viven como marginados sociales, luego de haber sido
usados como carne de cañón en la guerra.
En cualquier prisión del llamado Tercer Mundo es posible encontrar a prisioneros jóvenes, en medio de un murmullo en el que
se oye el quejido de los heridos y los sollozos de los niños. Muchos de ellos
no saben leer ni escribir, pero saben manipular un fusil automático o una
granada de mano. Desconocen las razones de una guerra fratricida, pero conocen
los métodos más sofisticados para matar de manera rápida y efectiva.
La convención de los Derechos del Niño, en
varios países, es un contrasentido, porque existen más soldados que médicos y
profesores juntos, porque se invierten millones de dólares en objetivos
militares, porque un soldado entrenado para la guerra y la represión cuesta más
que la manutención de cincuenta alumnos, porque un solo submarino cuesta igual
que todos los gastos que provocan al año los nacimientos de niños en Europa y,
sobre todo, porque estos niños no tendrán en su vida otra experiencia que el de
la guerra, puesto que la guerra, aparte de tener consecuencias funestas, es
mercado de héroes y escenario de grandes matanzas.
El Unicef, que destina anualmente gran parte
de su presupuesto a la ayuda de los niños afectados por la guerra, hace constar
que los conflictos armados son cada día más mortales para los civiles. En la
Primera Guerra Mundial, los niños constituyeron el 5% de las víctimas y los
militares el 95%. Desde entonces, en los mayores conflictos que estallaron en
el mundo, las víctimas principales fueron los menores. Sólo en el curso de los
últimos diez años se multiplicaron los niños muertos, heridos y lisiados por
los bombardeos de las poblaciones civiles.
En los Estados Unidos, concluida la guerra del
Vietnam, los soldados, capaces de cometer cualquier tipo de crimen, fueron
proclamados héroes nacionales, mientras la prensa mundial publicaba la
fotografía histórica de una niña vietnamita que, envuelta en llamas, huía del
bombardeo de su aldea incendiada con Napalm. Como esta niña son millones los
que comparten las tragedias de una guerra; unos porque sufren las consecuencias
de manera directa y, otros, porque participan directamente en ella.
La violación forma parte de la violencia
militarizada. Durante la Segunda Guerra Mundial, las adolescentes judías fueron
obligadas a trabajar en los burdeles nazis, soportaron los abusos más
deshonestos e inconcebibles, y quienes no acataban las órdenes impartidas por
sus verdugos, acababan con el cuerpo fundido a tiros. El Diario de Anna Frank es un alto ejemplo en la literatura juvenil, puesto que la misma adolescente
judía es quien narra sus angustias y esperanzas en medio del holocausto, hasta
el día en que es conducida, entre ruinas y cadáveres, a un campo de
concentración nazi.
Durante la guerra del Vietnam, los soldados
norteamericanos, embrutecidos por el alcohol y la droga, violaron a las prisioneras vietnamitas y
dejaron hijos bastardos en los burdeles de Saigón. En la ex Yugoslavia, desde
que estalló la guerra de limpieza étnica, en 1992, las mujeres y adolescentes
han sido violadas hasta el límite del pánico por los soldados serbios, quienes
utilizaron la vejación física como un instrumento estratégico contra las
poblaciones musulmanas.
La organización de mujeres violadas de
Bosnia-Herzegovina aseguraba que es inevitable que algunas madres abandonen a
sus hijos tras el parto, porque fueron violadas entre 20 y 30 veces, y porque
no aceptan el fruto concebido en medio de la brutalidad y el desprecio. La
tragedia de los niños huérfanos y abandonados por sus madres alcanzan enormes
proporciones. Son las víctimas infantiles de la limpieza étnica, los
apátridas y extranjeros en todas partes. Son niños que no tienen padres ni
apellidos, pero son productos de una guerra fratricida que ha cobrado miles de
muertos y millones de refugiados, que huyeron de sus ciudades convertidas en
escombros.
Según datos registrados por el Unicef, en
julio de 1995, habían alrededor de 20.000 niños muertos en la guerra de
Bosnia-Herzegovina y una cantidad indefinida de niños traumatizados, que
necesitaban un tratamiento psicológico de urgencia. Los niños conformaban el
60% de la población de los campamentos de refugiados, donde sobrevivían
atrapados en una de las tragedias más conmovedoras de la última década del
siglo XX.
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