A 50 años del asesinato de César Lora, caudillo y mártir obrero
CON
OLOR A COPAJIRA
Junto
a un puñado de tierra que traje desde Bolivia, me traje también tu fotografía,
que pasó de manos del dirigente minero Cirilo Jiménez a manos de mi madre, y de
ella a las mías. Desde entonces no he dejado de mirarte todos los días, pues te
tengo en el sitio preferido de mi escritorio. Tú me acompañas en las largas
horas de encierro y eres el primero en leer todo cuanto escribo; más todavía,
tu imagen me persigue desde la infancia, desde cuando vivía en Siglo XX, donde
el sol caía a plomo y los ventarrones hacían volar los techos por los aires.
Quizá por eso, mientras escribo estas líneas, siento el olor a “copajira”.
En
esta fotografía, captada en la gerencia de la Empresa Minera Catavi, llevas
orgulloso tu vestimenta de minero: overol con tiradores y bolsillos amplios a
la altura del pecho, camisa de bayeta percudida por el sudor y el polvo,
chaqueta gris manchada por las grasas de la perforadora y un guardatojo salpicado por las gotas de sílice.
Tu
imagen, que desprende una aureola de caudillo, parece esculpida en mole de
granito, donde los rasgos de tu rostro se muestran en detalle. Me impresiona la
vivacidad de tus ojos sesgados, cuya mirada penetrante está clavada en algún punto
fijo del entorno, en tanto tus labios entreabiertos, que parecen decir algo,
dejan entrever unos dientes apretados y menudos; la sombra de tus bigotes es
negra como el arco de tus cejas, y tu mandíbula firme se ensancha allí donde
aparece el naciente de tu cuello, más abajo de la patilla de tu abundante pelo
rebelde, casi hirsuto, que escapa por debajo del guardatojo.
Tenías
una aguda inteligencia y el don de la palabra, pues en las reuniones y
asambleas se hacía un repentino silencio apenas se alzaba tu figura y se
escuchaba tu voz, dispuesta a manifestar las preocupaciones de la conciencia,
en momentos en que hablar era un peligro y cuando los conflictos laborales eran
ya una llama encendida; eras de mediana estatura, pero tu fortaleza física la forjaste
desde niño, desde cuando te hiciste amo de las montañas y los riscos de
Phanacachi -la vieja propiedad agrícola de tu padre-, donde te dedicabas a
criar jilgueros y a cuidar el ganado, mientras gozabas con las lecturas de Don
Quijote; unas veces sentado en la rama del árbol y otras tendido en las
márgenes del río. Tenías la agilidad de felino y la velocidad de venado; cogías
al zorro despavorido en plena carrera, domabas al potro más salvaje o volteabas
al toro por las astas, con la misma fuerza y facilidad con que atrapabas a un
chivo, lanzándole a las patas dos boleadoras de piedra atadas por una cuerda.
Desde
niño compartiste la mesa y la cama con los pongos de tu padre, quien jamás puso
en duda tu amor desmedido por los humildes. Poseías un corazón noble, una
bondad sin límites y una modestia que, entre los tuyos, se trocaba en
generosidad y entrega. Regalabas tu ropa entre quienes la necesitaban y
distribuías tu dinero entre quienes te lo pedían. Como bien dijo tu hermano
mayor: Mostrabas un total desinterés por el dinero y las comodidades
materiales. Vivías como un monje y dabas la impresión de haber nacido para ser
un apóstol.
Tu
deseo de justicia, que clamaba con energía volcánica desde tu interior, te
enfrentó a las fuerzas del orden y al autoritarismo castrense. Mas el desacato
a la autoridad y la constante fricción con tus superiores te costó muy caro,
pues el comando del regimiento te envió castigado a la inhóspita región de
Curahuara de Carangas, donde te amotinaste junto a los soldados más belicosos
contra la jerarquía castrense. Luego vinieron las torturas en los calabozos.
Fuiste sometido a un Consejo de Guerra y condenado a dos años de prisión, sin
más consuelo que una payasa de paja brava y un plato de comida.
Cuando
ingresaste a trabajar en el interior de la mina, entre penumbra y roca dura,
eras el único minero capaz de trepar los piques llevando al hombro una
perforadora y el único que se atrevía a cruzar los buzones de un brinco. En el
trabajo demostrabas una voluntad de hierro y en el combate un coraje indomable,
actitud que te permitía descollar como líder nato, a la cabeza de un piquete de
obreros armados con fusiles y cachorros de dinamita.
En
los días en que el frío y el viento eran recios, y en las tardes en que el
ocaso se escondía detrás de los cerros para dar paso a la noche desangrándose
en estrellas, te refugiabas en el paraje del Tío. Aunque tus dichos y hechos
estaban en armonía con los principios del materialismo, te sentabas junto a él,
bebías sorbos de aguardiente y mascabas hojas de coca, no tanto por hacer más
leve el cansancio ni tener la mente proclive a las supersticiones, sino tan
sólo para compartir las creencias de tus compañeros de ascendencia indígena,
quienes, intuitivamente, supieron advertir tu inteligencia y revelar los
sentimientos más profundos que escondías en el alma.
Poco
después de la contrarrevolución protagonizada por René Barrientos Ortuño, en
noviembre de 1964, tu vida cambió de rumbo; abandonaste la mina tras la
persecución desatada por el gobierno contra sus opositores y encontraste
refugio en un pequeño caserío del norte de Potosí, donde te aguardaban ya tus
asesinos, prestos a cumplir las órdenes emanadas por la Junta Militar y la CIA.
Isaac
Camacho, el fiel compañero y testigo ocular del acto, nos ha dejado el vivo
testimonio del día y la hora en que fuiste victimado: El 29 de julio de 1965
te encontrabas en las proximidades de Sacana, que está a tres leguas de San
Pedro de Buena Vista. Cuando llegaste a la confluencia de los ríos Toracarí y
Ventilla, chocaste con un piquete de civiles que estaba al mando de Próspero
Rojas, Eduardo Mendoza y otro a quien llamaban Osio. Enrique Moreno, que te
alquiló la mula, se encargó de delatarte. Una vez apresado, estabas siendo
conducido hacia San Pedro, pero en el camino, a pocos metros del mencionado
cruce de ríos, comenzaron a golpearte y, de súbito, se escuchó un tiro de
revólver. Fue entonces cuando caíste de bruces, la sangre estalló en tu cabeza
y tu corazón dejó de latir. El disparo, seco y certero, te mató en el acto.
Cuando
los asesinos se marcharon por el mismo camino por donde habían llegado, Isaac
Camacho, postrado de rodillas y sosteniéndote en los brazos, constató que el
proyectil te penetró por la ceja derecha y te salió por la parte posterior del
cráneo. Te mataron a los escasos 38 años de edad, que lo mismo podían haber
sido 60 ó 90, puesto que tú vivías contra el reloj y enfrentado a tu propio
destino.
Tus
restos fueron trasladados a Siglo XX y velados en la sede del sindicato, donde
la gente más humilde desfiló al pie de tu ataúd. Los campesinos, de rostros
adustos y enfundados en ponchos negros, acudieron en caravanas desde sus
lejanas comunidades para darte sepultura; en tanto los mineros, con la mirada
de furia y el puño en alto, montaron guardia noche y día, hasta que llegó la
hora en que tu ataúd, levantado en vilo sobre el hombro de los mineros más
jóvenes, empezó a recorrer por las calles, abriéndose paso entre la muchedumbre
que asistió a tus funerales.
En
la Plaza de Llallagua y en la puerta del cementerio se concentró una multitud
en estado de furia y se alzaron ovaciones más rotundas que imaginarte puedas.
Los mineros y campesinos, a quienes les dedicaste tu lucha y tu vida, te
rindieron un justo homenaje y se despidieron con discursos que prometían vengar
tu muerte; de los corazones brotaron lágrimas de tristeza y de los labios
palabras de mucha pesadumbre.
No hay comentarios :
Publicar un comentario