EL TÍO CASTRADO EN EL MUSEO MINERO DEL SOCAVÓN
I
Arribar a la cuna de los urus, en plena meseta alta
del altiplano, es siempre un motivo para reencontrase con las leyendas y los
mitos creados y recreados por el ingenio popular desde antes de que Oruro se
llamara Oruro.
En esta misma ciudad, hecha de arenales, mineros,
socavones, diablos y carnavales, tenía previsto visitarle al Tío en su ya
legendaria morada, ubicada en el subsuelo del cerro Pie de Gallo, en la parte
derecha del Santuario de la Virgen del Socavón, donde lo admiran y veneran
quienes ingresan a ese sui géneris museo que lo exhibe como a una criatura que,
siendo mitad humano y mitad demonio, representa el sincretismo religioso de una
ciudad en la que se funde lo real maravilloso con la tragedia social de los
candorosos khoyarunas.
Lo insólito fue que para visitarlo, como si se
tratase de un desconocido y no de un viejo amigo, primero tuve que comprar un
ticket en la secretaría y luego aguardar mi turno en el templo del Santuario,
en compañía de un grupo de turistas que, moviéndose de un lado para otro como
saltimbanquis, sacaban fotografías hasta del espíritu de los santos; entretanto
yo, plantado cual centinela de un palacio real, contemplaba en un muro de roca
natural, que parecía el ornamento de la puerta de entrada al museo, la perfecta
réplica de una veta mineralógica hecha con casiterita, vivianita y cuarzo.
En eso nomás, la delgada voz del guía irrumpió el
silencio y los turistas se agruparon para iniciar el recorrido hacia el museo,
que se encuentra aproximadamente a unos 75 metros bajo tierra. Sentí el golpe
del olor a copajira* y el espeso aire
a medida que descendía por los peldaños de una gradería que, más que tener el
aspecto de una bocamina abierta en la época colonial, parece un pasadizo
angosto y húmedo que conduce al infierno de Dante.
II
Al llegar al piso de la galería, sujetándome de una
cuerda que facilita el descenso, lo primero que me llamó la atención fue una
cueva horadada en la roca, donde yace, a los pies de la imagen de la Virgen del
Socavón, un muñeco en reemplazo del Chiru Chiru; ese legendario personaje al
que, además de considerarlo el Robin Hood de la Villa Imperial de San Felipe de
Austria, se le atribuye el honor de ser el causante de la veneración a la
Virgen de la Candelaria en la tierra de los urus, donde los mineros la tienen
como a su Patrona desde fines del siglo
XVI; es decir, desde el día en que encontraron su imagen pintada en la guarida
donde vivía y se escondía el Chiru Chiru.
Según cuenta la leyenda, transmitida de padres a
hijos, este ladrón, de cabellera arremolinada y honda sensibilidad humana,
guardaba y veneraba a la Virgen de la Candelaria en su ladronera. Los creyentes
juran que la Virgencita le iluminó el alma con la luz de su candela, hiciera
bien o hiciera mal, hasta la noche en que el ladronzuelo, en un intento por apoderarse
de los bienes de un comerciante de escasos recursos, fue mortalmente herido con
el frío metal de un cuchillo y arrojado a la calle como un perro andariego y
sin dueño.
El Chiru Chiru, cubriéndose la herida con las manos,
caminó moribundo hasta la altura de Khonchupata, donde se le apareció una mujer
parecida a la ñusta Inti Wara, quien, a pesar de tener un niño aupado entre los
brazos, le ofreció su ayuda y, con la bondad y la predisposición de un
lazarillo, le concedió fuerzas con su aliento y lo guió a rastras hasta el
cerro Pie de Gallo, donde lo dejó descansar hasta que entornó sus ojos por
última vez. Días después, los lugareños encontraron su cadáver tendido en el
fondo de la pedregosa guarida, donde la lumbre de una vela iluminaba la imagen
de la Virgen de la Candelaria, pintada en tamaño casi natural sobre el friso de
la roca.
–¡Es un milagro! –exclamaron al unísono, mientras se
postraban delante de la imagen, echándose cruces y rezando las oraciones del
Avemaría.
Así nació la leyenda del Chiru Chiru y la veneración
católica a la santa madre de Dios en la Villa de San Felipe de Austria, que con
el tiempo cambió su nombre por el de Oruro en homenaje a los urus, como la mina
Pie de Gallo cambió su nombre por el de Socavón de la Virgen en honor a la
inmaculada imagen de la Mamita K’achamoza.
III
En la galería del museo, dividida en cinco
interesantes secciones e iluminada por la luz mortecina de los focos, se
exhiben las herramientas y los implementos de trabajo usados desde la época de
la explotación argentífera, en un ámbito en el que se aprecia el maderamen
hecho con callapos para evitar los derrumbes, parajes trifurcados, buzones de
descarga, chimeneas de ventilación, rajos con vetas de mineral y otros
vestigios que dan una leve noción de cómo se realizaba la faena en el interior
de la mina.
No cabe duda de que el museo, que en realidad forma
parte de una antigua bocamina, posee piezas de indiscutible valor histórico en
el contexto de la minería, sobre todo, en lo referente a los instrumentos de
trabajo que se usaban para la excavación y recolección de minerales desde fines
del siglo XIX.
En el recorrido se observan perforadoras, colección
de planos, antiguas máquinas de calcular, diversos minerales expuestos en
vitrinas, un carro metalero plantado sobre dos herrumbrosos rieles,
equipamientos usados por los mineros en la Era del Estaño y, junto a una serie
de artefactos curiosos como teodolitos y brújulas, también un explosor
eléctrico y un reloj de péndulo de principios del siglo pasado (1920), que fue
propiedad del magnate minero Mauricio Hochshild.
IV
Como es de suponer, en esta mi visita al museo,
tenía ganas de sorprenderle con mi presencia al Tío, cuya estatuilla principal
está en el fondo de la galería, en un paraje atestado de cigarrillos, hojas de
coca, botellas de aguardiente, latas de cerveza y otras ofrendas que le dejaron
los turistas, como cuando los mineros, sentados sobre los callapos de su
paraje, en una suerte de acto ritual establecido por las creencias ancestrales,
ch’allaban y pijchaban en su presencia, a manera de congraciarse con él,
suplicándole que los ilumine para encontrar las vetas, que los proteja de los
peligros y luego los deje salir con vida de los tenebrosos vericuetos de su
reino.
Luego me alejé del grupo de turistas y me acerqué a
paso seguro hasta donde está el Tío, sobre una suerte de plataforma y sentado
en un falso trono de madera, luciendo una percudida indumentaria debajo de las
serpentinas que rodean su cuerpo. Y, aunque no transluce el resplandor de su linaje,
tiene la estatura normal, la mirada impertérrita y un fuerte hálito a tabaco y
alcohol, un guardatojo calado hasta la punta de sus orejas, botas de caucho,
bolsas de coca y cajetillas de cigarrillos en sus manos que parecen garras.
No se inmutó ni se sorprendió por mi presencia,
hasta el instante en que le saludé con el mismo respeto de siempre.
–Cómo estás, querido Tío –le dije, con el rostro
encendido por la alegría y el corazón ahíto de felicidad–. He venido a
visitarte desde la ciudad de El Alto…
–Te lo agradezco muchísimo, mi querido escribano
–contestó con la ronca campana de su voz–. Ya sabía que estás por aquí desde
antes de que cruzaras la puerta de rejas metálicas y forjadas a golpes de
martillo. ¿O acaso piensas que estoy cojudo por estar metido en esta ratonera?
¿O que he perdido las facultades de atravesar las rocas y paredes con la
mirada?
No le contesté nada, como cada vez que lo veía
molesto por algo que no era de su entero agrado, porque contradecirle en sus
cabales razonamientos, que casi siempre los expresa de manera rotunda y con los
ojos chispeantes cual enjambres de luciérnagas, era como meterse en los
mismísimos calderos del infierno.
–No te molesta que haya venido, ¿verdad? –le
pregunté con voz trémula, mientras paseaba la miraba entre las ofrendas
esparcidas a su alrededor.
–Cómo me va a molestar pues, carajo; al contrario,
estoy feliz de que hayas venido. Lo único que me preocupa es que para
visitarme, primero tuviste que pagar y luego atravesar por un templo consagrado
a la adoración de las imágenes sagradas de la Santa Iglesia. ¿Sí o sí? ¡Qué
jodido! ¿Verdad?
–Lo importante es que estás en manos de los
custodios de la congregación de Los Siervos de María.
–¡Bahhh! –refunfuñó con aire malhumorado. Después, ordenándome
que le encienda un cigarrillo, añadió–: La verdad es que hubiera preferido
estar en mi paraje de origen a que me exhiban como a una inaudita pieza en este
museo, nada menos que con dos de mis replicas, una pequeña y otra mediana, que
están expuestas también en esta misma galería, donde todos los días debo
soportar las cojudas preguntas de los turistas y las embusteras explicaciones
de los guías que les maman con teorías que ellos mismos inventan sobre el
porqué de mi existencia y sobre el porqué me tienen en las catacumbas de este
Santuario católico, donde más que ser un santo patrono, soy un triste convidado
de piedra.
Guardé silencio más por temor a él
que por respeto al Creador, pero sin dejar de mirarle de arriba a abajo,
mientras guardaba el encendedor en el bolsillo de mi saco.
El
Tío me atravesó con los candentes dardos de su mirada y, aspirando el humo del
cigarrillo, dijo:
–Estoy harto de que los guías y turistas tengan una
idea errada de mi existencia. Nadie sabe con exactitud quién soy y de dónde
vengo. Los guías, haciéndose los pendejos, les cuentan a los turistas una sarta
de suposiciones que no tienen nada que ver conmigo. Unas veces les dicen que
soy la representación de Wari, aquel dios cruel y vengativo que, al sentirse
traicionado por los urus, a quienes los había creado cerca del lago Poopó,
quiso exterminarlos desatando las cuatro plagas que tenían la misión de
devorarlos, pero los gigantescos animales no lograron su cometido, debido a que
fueron petrificados por la ñusta Inti Wara, la misma que, según cuenta la
leyenda, me obligó a refugiarme para salvar mi pellejo en el vientre de la
montaña, donde más tarde me encontraron los mitayos. Ellos, al constatar que
había sufrido una suerte de metamorfosis, porque tenía un aspecto más de diablo
que de vicuña, me llamaron Tiw y empezaron a tratarme como su benefactor y a
rendirme culto y tributo para que les conceda las riquezas minerales. Otras
veces les dicen que personifico al Supay
de los quechuas y aymaras, a esa deidad precolombina que no sólo reinaba en el ukhupacha, sino que también era
idolatrado por los nativos, hasta que llegaron los conquistadores ibéricos,
quienes, al enterarse de que el Supay
encarnaba a un espíritu maligno y que su morada estaba en el vientre de la
Pachachama, lo confundieron con el Satanás del mundo bíblico, con el
impenitente Lucifer, con ese hermoso ángel que, tras rebelarse contra la
sagrada voluntad del Creador, fue condenado a purgar su osadía entre las llamas
del infierno.
–Entonces, ¿cuál es la verdad sobre tu origen?
–Eso no te lo puedo decir, ni siquiera de manera
confidencial. Estoy seguro que lo divulgarías a través de tus escritos, como lo
hacen los periodistas de la prensa rosa,
que no respetan la dignidad ni intimidad de los famosos y faranduleros.
–Quizás por eso mismo, por guardar ese secreto en un
insondable silencio, todos se dan el lujo de inventar hipótesis sobre tu nombre
y tu origen.
–¡Así es, pues! –dijo con tanta rabia, que sus ojos se le pusieron al rojo vivo–.
Eso sí, aunque mi imagen es similar a la de los demonios, no soy el diablo,
sino el Tío. ¡Soy el Tío, carajo!...
–¿Y por qué no les explicas esto a los guías, para
que de una vez por todas se dejen de inventar tu origen y a la madre que te
parió?
–No es tan fácil ni tan difícil, pero sí imposible.
–Entonces, al menos puedes sugerirles que lean mis
libros para despejar sus dudas.
–No, eso no les puedo sugerir por la sencilla razón
de que los responsables del museo han prohibido difundir tus irreverentes
teorías entre los turistas del exterior y los turistas de tierra adentro….
Lo escuché atento, como cuando conversábamos en el
cuarto oscuro de mi casa, donde lo tenía como a huésped especial, siempre
atendido como un soberano y siempre apapachado con infinito cariño.
Sin embargo, cuando terminó de hablar, yo mismo,
como cualquier turista que tiene más dudas que certezas sobre su presencia en
el museo, le pregunté:
–Si los curas te consideran diablo, ¿por qué te
tienen aquí, tan cerca de sus narices?
–Eso pregúntaselos a ellos –contestó–. Supongo que
me toleran porque creen que soy una de las deidades de la cosmovisión andina o
porque saben que un diablo castrado es menos peligroso que un diablo armado de
lujuria y tridente. Y, como te decía hablando en pepas, aunque mi apariencia es
similar a la de los demonios imaginados por los padres de la Iglesia, a los
devotos de la Virgen no les importa un rábano mi rabo ni mis cuernos.
Al cabo de un tiempo, mientras observaba con
detenimiento el guardatojo que coronaba su testuz, advertí que le faltaban sus
cuernos. No supe qué decir, pero me cargué de valor y le disparé una pregunta a
quemarropa:
–¿Y tus cuernos? ¿Qué ha pasado con esas
protuberancias óseas, gachas y puntiagudas que tenías en la parte frontal, como
los símbolos de traición que lucen los maridos cornudos?
–Ya,
ya, ya… ¡No te pases, carajo! ¡Cómo te
atreves a faltarme el respeto! –gruñó con el rostro bermejo y los ojos
desorbitados–.
No es lo mismo tener cuernos por ser diablo que por ser marido cornudo…
–Pero volverán a crecerte, ¿no es así?
–Eso no lo sé, porque los siervos del Señor parece
que, al cortármelos con una cierra de calar, me han destrozado incluso la
queratina, esa proteína rica en azufre, que les daba resistencia y dureza a mis
cuernos que, en lugar de caerse como las astas de los ciervos, se hacían cada
vez más fuertes y no dejan de crecer.
La mutilación de sus cuernos, me hizo suponer lo
peor; por eso volví a mirarlo de punta a punta, para constatar si acaso le
faltaba algo más en su cuerpo, mitad de humano y mitad de bestia. Y, en efecto,
me llevé una sorpresa del tamaño del Santuario al ver que entre sus piernas le
faltaba su reverendo órgano masculino, que le servía no sólo como bastón de
mando, sino también para copular con la Chinasupay
y la Pachamama.
–¿Con qué las fecundarás ahora? –le pregunté al
tiro–. Te han cercenado el nervio que, debido a sus poderosas dimensiones, te
convertía en la envidia de los curitas y en el ensueño de las monjitas.
–¡De eso ni hablar! –repuso quitándose la colilla de los labios.
Después Iluminó
su vientre con el fulgor de su mirada y, con un dejo de tristeza que se le
escapó desde el fondo del alma, añadió–: Si bien es cierto que no me han
reducido la fortaleza física al cortarme con un cuchillo de mueve pulgadas para
matar cerdos, como cuando Dalila le cortó la cabellera a Sansón para
arrebatarle sus fuerzas divinas, es cierto también que me han condenado al
celibato mientras viva en esta ratonera, donde me visitan los turistas
nacionales y extranjeros para sacarse fotos conmigo, como si yo fuese una
reliquia religiosa y no el dios y diablo de la mitología minera. Además, antes
de que uno de los custodios de Los Siervos de María me castrara, como Zeus hizo
con Cronos, para redimirse de su propio complejo, las gringuitas se tomaban
fotos conmigo, asomando su dulce cara contra mi cara y apoyando su suave mano
en la parte más noble y erecta de mi humanidad. Ahora las cosas han cambiado,
los hombres ya no me admiran por mi potencia viril ni las mujeres se sienten
atraídas por mi mutilado cuerpo; así que estoy jodido, jodido y
re-que-te-jodido, como un pobre inválido que no truena ni suena, como un macho
que, después de desgraciar a muchas mujeres, está condenado a pagar sus culpas
entre abrojos y martirios.
En ese instante escuché la voz del guía que, después
de haber llevado a los turistas de un lado para otro, enseñándoles los detalles
del museo, anunció que era hora de salir. Entonces no tuve más remedio que
despedirle del Tío, no sin antes dejarle una botella de aguardiente para que
aplacara su sed y prometiéndole volver otro día para seguir con nuestra
conversa en esta misma galería, donde los colonizadores y mitayos creían que
las riquezas de la montaña brotaban apenas se arañaban las rocas. La fiebre por
los metales preciosos fue tan grande, que algunos confundieron incluso la
pirita con el oro, como si no supiera que no todo lo que brilla es oro.
–Te prometo que volveré antes del Carnaval –le dije,
dándole un cariñoso abrazo de despedida y sintiendo que, más que desprender un
olor a azufre, como ocurre con los diablos de los avernos, desprendía un fuerte
olor a tabaco, coca y alcohol.
El Tío bajó la mirada y exhaló un inevitable suspiro. Me
apretó entre sus robustos brazos y, con lágrimas que anegaron el fuego de sus
ojos, me dijo que estaría esperándome para revelarme un secreto que tenía
celosamente guardado desde el día de su nacimiento.
Lo miré por última vez y caminé en dirección a la
quinta sección del museo, donde está la gradería que conduce directamente hacia
el atrio del Santuario, que es una de las metas de peregrinación de los fieles
durante los días del Carnaval.
V
Apenas alcancé el último peldaño, aspiré el cálido
aire de la Plaza del Folklore, donde el sol reverberaba encima del monumento al
minero y donde todos los años, a tiempo de ch’allar
en agradecimiento a las bondades dispensadas por la Pachamama y el Tío, los
danzarines de la diablada bailan con devoción en honor a la Virgen de la
Candelaria, quien hizo su aparición misteriosa en el cerro Pie de Gallo; más
todavía, la alegoría coreográfica de la diablada está inspirada en la lucha del
Bien contra el Mal, entre el Tío y el arcángel San Miguel, quienes, en un momento
en que el fastuoso Carnaval se hace plegaria y danza, bailan hasta caer
rendidos a los pies la Patrona de los mineros.
El mismo Tío, disfrazado con su suntuoso traje de
luces, baila como Lucifer en la fastuosa fiesta pagano-religiosa, representando
la fusión entre la deidad subterránea de la cosmovisión andina y el diablo de
la cultura occidental, desde que los mineros, reunidos al conjuro del
descubrimiento de la imagen de la Virgen, a fines de 1789, resolvieron
reverenciarla durante tres días al año, desde el sábado de Carnaval, usando
disfraces a semejanza del Tío, para luego brincotear al ritmo de una cautivante
música, que nadie sabe quién compuso, como nadie sabe quién pintó el fresco de
la Virgen en la guarida del Chiru Chiru.
Antes de abandonar la Plaza del Folklore, con un
montón de ideas atravesadas en la mente, me quedé con la sospecha de que el
Tío, a quien lo visité en la galería del Museo Minero del Socavón de Oruro, no
quiere bailar en el Carnaval, porque carece de los atributos que debe tener un
Lucifer, no sólo para batirse en un reto a muerte con el arcángel San Miguel,
sino también la fuerza volcánica para enamorar a las Chinasupay, acostumbradas a gozar con la potencia viril y las
caricias infernales del amo y señor de las riquezas minerales.
GLOSARIO
Copajira:
Agua mezclada con residuos minerales, de
color amarillo y plomizo, proveniente de los relaves.
Ch’allar:
Celebrar un acontecimiento rociando al suelo con alcohol, chicha o cerveza.
Chinasupay:
Diablesa. Deidad y esposa del Tío.
K’achamoza: Mujer hermosa y elegante.
Pijchar:
Mascar hojas de coca.
khoyaruna:
Minero (khoya = mina, Runa = persona).
Supay:
Diablo, Satanás. Personaje que representa
la simbiosis entre la región andina y de la religión católica.
Tío:
Deidad. Diablo y dios tutelar que habita
en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas.
Ukhupacha:
Infierno. Mundo subterráneo por cuyos
caminos se creía que peregrinaban los difuntos. Ukhupacha fue convertido en el
infierno católico por el clero del coloniaje.