ESCRIBIR EN LA LENGUA MATERNA
Hace más de tres décadas que vivo en Estocolmo. Me muevo por
sus calles como el pez en el agua y no me siento extranjero, aunque tengo un
aspecto que me diferencia del común denominador de los suecos. Sin embargo, a
pesar de haber transcurrido más de la mitad de mi vida en este país, escribí
todos mis libros en mi lengua materna. Y no pocos me han preguntado: ¿Por qué
en español y no en sueco? La respuesta,
como es natural, siempre ha sido la misma: porque el español es la lengua que
tengo más cerca del corazón y la que aprendí en el pecho materno.
Para qué escribir en sueco, que apenas cuenta con algo más
de 9 millones de practicantes, cuando puedo hacerlo en un idioma en permanente expansión
geográfica y demográfica. Según datos del
Instituto Cervantes existe un total de 548 millones de hablantes, 470 con
dominio nativo y el resto con competencia limitada, entre los que hay 20
millones de estudiantes de español en diferentes países del mundo. Sólo en
Estados Unidos, el número de hispanohablantes alcanza los 35 millones. Esta
constatación permite afirmar que el idioma español se sitúa como la tercera
lengua más hablada, tras el chino mandarín y el inglés.
Las cifras hablan por sí solas y nos recuerdan que escribir
en español es ya una ventaja que no podemos ni debemos desecharla. Algunas encuestas revelan que les gustaría
estudiar español al 17,7 por ciento de los franceses (8,3 millones de personas)
y al 14,1 por ciento de los alemanes (9,5 millones), lo que demuestra el
interés creciente por el idioma español, especialmente en Alemania, donde el
Instituto Cervantes cuenta con tres centros -en Bremen, Múnich y Berlín, éste
último el mayor de su red en el extranjero- y con cuatro centros en Francia, situados
en París, Toulouse, Burdeos y Lyon.
Estos datos son congruentes a la hora de afirmar que el español va ganando
terreno cada día. Por ejemplo, en Puerto Rico, el 5 de abril de 1991, se lo
declaró idioma oficial y primer idioma de enseñanza, reafirmando así las raíces
lingüísticas y culturales de este país caribeño, como bien dijo el poeta Pedro
Salinas: La lengua no sólo es expresión del conocimiento, del saber racional
lógico y de lo afectivo, sino es, a su vez, una afirmación de la personalidad nacional
y de la conservación de las señas de identidad históricas.
Algunos dicen que si un latinoamericano no escribe en sueco,
o publica su obra en una editorial cuyo nombre es Invandrarförlaget, corre el
riego de ser clasificado como escritor inmigrante, como si ser invandrare (inmigrante) fuese un adjetivo peyorativo o sinónimo de malo y negativo;
por el contrario, no tengo por qué acomplejarme de mis orígenes. Me siento
orgulloso de pertenecer a una cultura tan rica y diversa como es la latinoamericana,
donde confluyen Oriente y Occidente, con las milenarias culturas precolombinas.
Ser escritor inmigrante, contrariamente a lo que muchos se
imaginan, es sinónimo de expansión y cosmopolitismo. El emigrante es un
ciudadano del mundo; aquel que se aleja de su tierra para conocer otras nuevas
y aprender que ningún país es el ombligo del mundo. No obstante, por ahí no
faltan quienes, encubriendo su propio complejo de inferioridad, opinan que el escritor inmigrante sólo hace una literatura de gueto, con historias de los
suburbios, como si el hecho de vivir en una zona residencial y escribir en
sueco fuesen una garantía para ser mejor escritor; más todavía, estos criticones
de pacotilla ignoran que la capacidad de un escritor no tiene nada que ver con
su procedencia, ni con el lugar de su residencia, ni con el idioma en el cual
escribe, sino con el valor ético y estético de su obra.
¿Quién dijo que escribir en español nos convertía en autores
de segunda categoría? ¿Y quién dijo que escribir en sueco es una garantía
para ser mejor escritor? Lo cierto es que la calidad literaria de un autor no
depende del idioma en el que escribe, sino de su capacidad y talento a la hora
de crear su obra, sea en el idioma que sea. Además, estoy convencido de que una
obra bien escrita, en la lengua que fuere, será nomás traducida un buen día,
como fueron traducidas las obras de los escritores más connotados de América
Latina y el mundo. La prueba está en que muchos de los premios Nobel fueron
reconocidos, justamente, por haber enriquecido el acervo de su comunidad
lingüística y, por lo tanto, el de la literatura universal.
Escribir en sueco es una opción pero nunca una obligación
para los autores latinoamericanos residentes en Suecia, quienes, como peces sacados del agua o como raíces arrancadas
de cuajo, siguen escribiendo en su lengua materna, probablemente, porque
consideran que el español tiene un círculo de lectores superior en relación a
la población sueca, cuyo idioma no trasciende más allá de sus fronteras.
El derecho a escribir en la lengua materna, lejos de
fomentar la segregación creciente, es un modo de convocar a la integración real
de los individuos en una sociedad multilingüe y multicultural; pero, eso sí,
manteniendo a salvo la diversidad idiomática y cultural, pues entiendo que
integrarse plenamente no es lo mismo que teñirse el pelo ni hacerse el sueco,
sino aprender a usar una lengua vehicular que nos permita comunicarnos
mutuamente, al menos, para hacer más leve el castigo de Babel, donde hablar y
entender otras lenguas implica enriquecer la propia lengua.
Mi literatura, como en el caso de una infinidad de
escritores, ha sido creada casi íntegramente fuera del país que me vio nacer.
Se trata, sin mayores preámbulos, de la escritura de un emigrado, quien lleva a
cuestas una maleta con los frutos de su tierra. Y allí donde está, apenas abre
la maleta con orgullo, se le escapan los olores, colores, sabores, voces,
rostros e idiomas que identifican a su país de origen. El escritor, en este
contexto, se torna en una suerte de nómada, quien va dejando huellas de
identidad a lo largo de su itinerario, mientras su escritura, al no quedarse
atrapada en un solo sitio, pasa a ser itinerante porque no conoce fronteras que
la detengan ni vallas que la encierren como a una oveja en el redil.
Cuando se vive por mucho tiempo fuera del país de origen, se
experimenta que, incluso, el estilo literario está salpicado de interferencias
idiomáticas. Es inevitable que la lectura de textos en otros idiomas diferentes
a la lengua materna influya en la obra de un escritor, tanto en lo sintáctico
como en lo semántico. Vivir en una metrópoli, con personas procedentes de otros
países hispanoamericanos, permite advertir que existen variantes lexicales,
giros idiomáticos y expresiones regionales que, además de enriquecer el bagaje
lingüístico del escritor, forman parte de un lenguaje que se hace cada vez más
universal.
Si bien es cierto que, a pesar de haber vivido muchos años
en una segunda patria, sigues escribiendo en tu lengua materna, que
constituye una parte de tu identidad cultural, es cierto también que si
escribes en un idioma que no es el vehículo de comunicación de las mayorías,
puede limitarte en algunos sentidos, sobre todo, a la hora de publicar una obra
y difundirla ampliamente en el país en el cual fijaste tu residencia. Por
ejemplo, en Suecia no existen editoriales que publiquen libros en español ni un
mercado que permita llegar hacia los lectores que, por razones obvias, se
comunican en un idioma diferente al que usa el escritor inmigrante. Con todo,
el simple hecho de vivir en otros países enriquece la experiencia y fortalece
los conocimientos de cualquier ciudadano, venga de donde venga.
Debo manifestar que ser escritor inmigrante, al margen de
toda consideración etnocentrista, no me ha perjudicado en lo personal ni en lo
profesional. Estoy consciente de que vivir fuera del país de origen, estar en
contacto con otras culturas, costumbres, idiomas, credos y razas, ha sido una
experiencia estimulante y, consiguientemente, me ha ofrecido más ventajas que
desventajas.
Nunca me molestó el apelativo de invandrar författare (escritor inmigrante), porque escribir en sueco -o hacerse el sueco- no es la
solución para llegar a ser un autor leído en Escandinavia ni en otras regiones
del planeta; de ser así, no contaríamos con escritores hispanoamericanos que
gozan de prestigio internacional ni tendríamos a quienes, con méritos propios y
escribiendo en la lengua de Cervantes, se hicieron merecedores del Premio Nobel
de Literatura, ya que la buena obra de un buen autor es como la punta de una
lanza que, una vez disparada, da en el blanco tarde o temprano.
Por las consideraciones anotadas, estoy orgulloso de
escribir en mi lengua materna y no estoy dispuesto a sacrificarla por otro
idioma que me ofrece menos posibilidades para difundir mi obra, sobre todo,
cuando sé que la literatura hispanoamericana ha ganado un prestigio
imperecedero en el contexto de la literatura universal.
Por lo demás, así escriba en otra lengua distinta a la que
aprendí en el pecho materno, no dejaré de ser boliviano, como Kafka que
escribía en alemán aunque nació en Praga, como Carlos Fuentes que escribía en
español aunque vivía en Estados Unidos, o, por citar otro caso, como Adolfo
Costa du Rels, quien, a pesar de haber escrito gran parte de su obra en
francés, jamás dejó de considerarse escritor boliviano.
Sé de sobra que si García Márquez, Borges o Neruda hubiesen
vivido en Suecia, y escrito sus obras en español, serían también considerados escritores inmigrantes, como Picasso, Dalí o Botero serían considerados pintores inmigrantes, así sus cuadros, como las partituras musicales, no
conozcan más idiomas que el lenguaje universal de la imaginación, la
sensibilidad y el amor por el arte.
El escritor, independientemente del país donde nació, es un
trabajador de la cultura, que dedica su aptitud literaria a la colectividad,
sin más pretensiones que la de expresar, por medio de la palabra escrita, los
sentimientos y pensamientos inherentes a la condición humana. La escritura, en
este contexto, no es más que un instrumento en manos de un autor que desea
convertir en literatura todo cuanto concibe con los sentidos, instintos e
intuiciones, sin importar mucho si se trata de un escritor nativo o de un escritor inmigrante, y menos aún si escribe su obra en español o en otro
idioma que tiene más a mano y más cerca del corazón.
En lo que a mí respecta, siempre me consideré -¡y a mucha
honra!- un escritor latinoamericano residente en Estocolmo. Y seguiré siendo
como el Sancho de Cervantes, quien, a la pregunta de Don Quijote: ¿Qué sabes
tú de la lengua?, contestó: Pues que sirve para pedir de comer, para insultar
a pícaros y ladrones... Y, lo que es más importante, seguiré escribiendo en
español, no sólo porque me permite manifestar con mayor lucidez mis
pensamientos y sentimientos, sino también porque, con legítimo derecho,
constituye mi lengua materna; una impronta cultural que marca de por vida y un
instrumento de comunicación que se atesora desde la cuna hasta la tumba.