LA
EVOLUCIÓN
Un
nuevo día. El Tío se remeció en su trono, mientras le servía su infaltable
trago; bostezó como si no hubiese dormido lo suficiente ni se hubiese soñado
con angelitos, me siguió con la mirada, alumbrándome con la luz de sus ojos
enrojecidos como brasas y dejó que le complaciera con mis servicios hechos de
voluntad y pleitesía.
–Ya
que hemos conversado sobre las teorías de la creación –dijo con voz carrasposa–,
ahora nos toca conversar sobre otras teorías de la evolución. ¿Qué te parece?
Yo
puse la copa llena de alcohol a su alcance, me senté en la silla que estaba
cerca de la mesa y, sin muchas ganas de meterme en un tema que me parecía harto
complicado, me hice el sueco; o por mejor decir, el del otro viernes, pero el
Tío, sin considerar si estaba o no de acuerdo con su propuesta, se metió de
cabeza en el tema diciéndome:
–Estuve
pensando que el Diablo fue creado el mismo día que Dios creó al hombre.
–¿Cómo
así? –pregunté.
–Sí
–contestó, echándose el primer sorbo de la copa–. Estuve pensando en que tanto
Dios como el Diablo fueron creados por la imaginación del hombre, una creación
fantástica que los mismos humanos se encargaron de transmitirla de generación
en generación y de boca en boca. Por cuanto ni Dios ni el Diablo existen de
manera física, como la Tierra que es materia palpable, sino de una manera
inmaterial, como son los sueños y las fantasías, que sólo existen en la mente
de los humanos.
–Aunque
estoy de acuerdo en que la fantasía humana es capaz de crear incluso lo
inimaginable, no creo que el hombre haya creado a Dios y mucho menos al Diablo…
El
Tío me pidió, con la lumbre de sus ojos, que le encendiera un cigarrillo. Así
lo hice, conociéndolo como cualquier siervo conoce los caprichos y gustos de su
amo, aparte de que él no podía beber alcohol si no lo acompañaba con una hebra
de tabaco en los labios.
–La
existencia de la materia es objetiva y demostrable, a diferencia de la
existencia de Dios, quien sólo vive en la mente de la gente y no en el mundo
real.
–Entonces
Dios, al ser un producto de la imaginación, no es un ser de carne y hueso como
nosotros, ¿verdad?
–¡Correcto!
–contestó–. Dios es un ser ideal, imperceptible, inmaterial, impalpable; un
personaje intangible, al que no se puede ver, tocar ni oír; es como un alma en
pena, a quien, según la imaginación popular, se le siente cerca de nosotros,
pero al que no se lo puede ver ni tocar. En este caso, para creer o no en su
existencia, más vale la pena repetir el lema: Ver para creer…
No
sabía si me estaba hablando de los cuentos del más allá, de esos seres que,
después de la muerte, retornan al reino de los vivos; pero, como estuvimos
hablando de creaciones, imaginaciones y fantasías, le pregunté:
–Y
a ti, ¿quién te creó?
Me
miró algo extrañado, frunció el ceño y, metiéndose un trago al mismo tiempo que
echaba humo por las fosas nasales, me dijo en tono de reproche:
–Tú,
¿qué tienes en la cabeza? ¿Piedras? ¿Barro? Ya te dije repetidas veces que a mí
me crearon los mineros a su imagen y semejanza. No soy como Adán ni como Eva,
no soy hombre ni mujer, porque puedo transformarme en lo que me da la santísima
gana; puedo ser hombre y mujer a la vez, ave o pez, ser terrestre, aéreo o
acuático, de acuerdo a las circunstancias, necesidades y peligros que me
acechan.
Sus
palabras hicieron sentirme como un idiota que no aprende lo que se le enseña;
peor aún, como a un tarado que, en lugar de sesos, tiene piedras y barro en la
cabeza. Así que, sólo por salir de aprietos, no se me ocurrió otra cosa que
cambiar el rumbo de la conversación.
–Por
qué mejor no hablamos de cómo Dios creó la Tierra y sobre todo lo que existe
sobre ella –propuse como queriendo salirme por la tangente.
–La
Tierra no fue creada por Dios –corrigió taxativo–, sino por las fuerzas
naturales asociadas a los quintos infiernos.
–¡¿Cómo?!
¡¿Qué dices?!
–Lo
que oíste –replicó el Tío–. La Tierra no fue creada por un ser Supremo, tampoco
el sistema solar ni las demás galaxias que existen fuera del sistema solar. El
universo surgió aproximadamente hace 14.000 millones de años atrás, a partir de
una gran explosión conocida como el Big
Bang. Los científicos dicen que no fue un escupitajo más de una estrella
enana que, en un tiempo sin tiempo, hizo ¡¡¡Big
Bang!!!, esparciendo sus pedacitos en el manto misterioso del universo.
–¡Big
Bang! –repetí con gesto enérgico–. ¿Cómo la dinamita que hace Big Bang cuando revienta la roca en la
mina?
–El
planeta Tierra es apenas un puntito perdido en el espacio infinito. Esto quiere
decir que la materia visible, visible solo con un poderoso telescopio, como las
estrellas, los planetas, el sol, la luna y los satélites, constituye apenas el cinco
por ciento del universo. El otro veinte cinco por ciento es materia nebulosa y
el restante setenta por ciento es un infinito abismo de oscuridad y misterio…
–Oscuro
como la mina, donde todo es polvo, gases, goteras y silencio… –dije, otra vez
con un acento más de ignorante que de inocente.
–Los
astrónomos dicen que sólo en la Vía Láctea, en la galaxia que alberga el
sistema solar, existen miles de millones de planetas, y no sólo los nueve que a
ti te enseñaron en la escuela.
–Sí,
pues –le dije–. Yo sólo conocía el nombre de los nueve planetas del sistema
solar, como Marte, Júpiter, Plutón…
El
Tío volvió a sorber un trago y a fumar, instante que yo aproveché para
preguntarle:
–¿Habrán
otros seres vivos u otras formas de vida en los otros planetas?
–Sí
–dijo el Tío–, quizás seres que se parecen a mí, pues hay planetas que están
hechos de fuego como el infierno. El sol, de hecho, no es un planeta pero sí
una bola en llamas, una gigantesca pelota hecha de fuego…No en vano el sol
parece un volcán de fuego y lava al mismo tiempo. Da luz y calor con su
candente cuerpo. Sin el sol no habría vida en el planeta Tierra.
–Pero
en la Biblia se afirma que Dios
decidió que solo hubiese vida en el planeta Tierra
–Eso
es lo que dice la Biblia, pero las
investigaciones científicas afirman lo contrario; por citar un caso, el físico
Stephen Hawking, en su famosa obra, Breve
historia del tiempo, afirmó que las leyes de la naturaleza pudieron hacer
que el universo apareciera de repente sin que nadie lo ayudara y que no hacía
falta la presencia de Dios para explicar el origen de todo.
–Eso
quiere decir que todo lo narrado en el Génesis
es una simple visión teológica y no científica, aunque se diga que la existencia
de la Tierra es consecuencia de la acción directa de un único Dios, que
intervino incuestionablemente en la creación del mundo y los seres vivos.
–Todo
eso dice la Biblia –dijo–, pero hay
muchos otros, como los materialistas y ateos, quienes sostienen que Dios no
existe y que todo obedece al desarrollo natural de la materia, como son los
planetas y los elementos vivos y muertos existentes en el planeta Tierra.
Lo
miré con un claro escepticismo dibujado en mi rostro. Entonces el Tío, al ver
un enorme signo de interrogación dibujado en mi frente, me disparó una mirada
chispeante y dijo:
–¡No
me jodas! Tú que eres un aprendiz de los clásicos del marxismo, debías dominar
este tema mucho mejor que yo, que sólo leo a los clásicos del infierno. No
puedes negar que tú te formaste leyendo los mamotretos de Marx y Engels, dos
ateos que negaban la existencia de Dios y que, de pasadita, apuntalaron la
teoría de que la religión es el opio de
los pueblos.
–Es
cierto –dije con absoluta convicción–, los padres del marxismo estaban
convencidos de que la religión, más que obedecer a la esencia natural de las
cosas, era el producto de la necesidad existencial y la fantasía humana. No en
vano el materialismo dialéctico se basa en el conocimiento científico de las cosas
y no en la mera superstición, suposición o creencia religiosa.
–No
sólo eso –corroboró el Tío–. Los marxistas no creen que Dios fue quien creó el
mundo y los seres vivos. Te reitero, Karl Marx decía que la religión era el opio de los pueblos, debido a que los
pobres eran quienes más creían en Dios y en las salvaciones de la Divina
Providencia. El opio equivale a una droga que anula la voluntad y las
facultades intelectuales. Y no me refiero al opio, que es utilizado
frecuentemente como analgésico, sino a ese otro opio que adormece la mente de
los humanos para consolar a los desposeídos y afligidos, intentando calmar sus
sufrimientos, prometiéndoles que, si cumplen con los Diez Mandamientos, en el reino de Dios tendrán todo lo que no
tuvieron en la vida terrenal. Su amigo y camarada Friedrich Engels fue más
lejos, afirmando que el hombre primitivo, perdido en la naturaleza salvaje,
expuesto a los peligros de los fenómenos naturales, creó a Dios por necesidad y
no a la inversa.
–¿Cómo
es eso? A ver, explícate mejor… ¿Dijiste que el hombre primitivo creó a Dios?
–Así
es –repuso el Tío–. El hombre primitivo necesitaba la protección de un ser
Supremo, como el niño necesita de la protección de los mayores, atemorizado
ante los fenómenos físicos y naturales, como son los truenos o los rayos, que
no siempre han sido comprendidos por el hombre primitivo, quien incluso
consideraba que el sol y la luna eran dioses a los que había que ofrendarles
sacrificios y rendirles pleitesía. Ante la realidad incomprensible, el hombre
primitivo se vio obligado a creer en su imaginación a un ser Supremo, que
tuviera bajo su dominio todos estos fenómenos naturales que estaban lejos de la
mano del hombrecito perdido en los laberintos de una suerte de selva peligrosa
e impenetrable…
–¿Entonces
Dios no tuvo nada que ver con la creación del mundo ni con la existencia de los
seres vivos? –pregunté.
–Por
supuesto que no, no y no –contestó–. Algunos hombres de ciencia, como los
Premio Nobel de Física del año 2019, los suizos Michel Mayor y Didier Qualoz,
pensaban igual que Stephen Hawking, quien sostuvo que para crear el universo no
fue necesario un ser Supremo. Ellos niegan la presencia de Dios en la formación
de la Tierra y el universo. Y, por si se enojaran los creyentes más fanáticos,
aclararon que Dios es para las creencias
y el corazón, pero que no tuvo nada que ver en la formación de los seres vivos
ni de la vida. Ellos sostuvieron la teoría de que la vida surgió a través
de un proceso natural, en el cual no encajan los relatos bíblicos sobre Adán y
Eva, la manzana, la serpiente y el pecado.
–Si
bien es cierto que no hay pruebas científicas de lo que se dice en la Biblia, es también cierto que la mayoría
de la población mundial cree en la teoría de que el hombre fue creado por un
ser Supremo- ¿Es verdad o no?
–Es
verdad que siempre hubieron y habrán personas que, independientemente de lo que
digan los físicos o científicos en torno al mundo y el universo, creerán en la
existencia de un ser Supremo, como los mineros creen en mi existencia y me
tienen en su corazón y su mente. Por lo tanto, los conocimientos científicos no
cambian la conciencia de las personas, como la fe religiosa que es la filosofía
de Dios sobre la faz de la Tierra.
–Pero,
¿No todo está dicho, verdad?
–Lo
cierto es que siguen esperándose nuevas investigaciones que echen más luces
sobre la existencia humana en nuestro
planeta. De todos modos, de una cosa debemos estar seguros: las ideas se forman
con el tiempo, como las ramas se forman con el tiempo del tronco de un árbol o
como las ranas se forman con el tiempo de los renacuajos.
–En
la historia de la humanidad, siempre resultó más fácil hablar de la creación
del hombre por un ser Supremo, que de las teorías evolucionistas que sostienen
la concepción de que los humanos son el producto de un largo proceso de
evolución y selección natural de las especies.
–Quizás
porque esa teoría, la denominada evolucionista,
desde el instante en que afirma que el hombre no fue creado por un ser Supremo,
sino que surgió por evolución a partir de seres inferiores, permite que nos
realicemos una serie de preguntas como: ¿Cuándo?, ¿Cómo?, ¿dónde?...
–Debo
aclararte que esas preguntas han sido ya respondidas por Charles Darwin y sus
seguidores.
–¡Ah,
sí! –exclamé algo confundido–. Sería genial que me expliques, de manera clara y
concisa, ¿en qué consiste la teoría de la evolución?
–La
teoría de la evolución nos ayuda a comprender el mundo y sus asuntos mejor que
en el pasado histórico –dijo el Tío–. No sólo es profundamente convincente,
sino que está sustentada en abundantes pruebas, que son cada vez más
crecientes, sólidamente conectadas y fácilmente disponibles en museos, enciclopedias,
libros de texto y en un cúmulo de estudios científicos evaluados por expertos.
Yo
estaba con un cúmulo de dudas girándome en la cabeza. Ya no sabía, a ciencia
cierta, si el hombre existía por creación, como dice la Biblia, o por evolución, que se dio durante millones de años, desde
que los seres vivos se desarrollaron a partir del CHON -carbono, hidrógeno,
oxígeno y nitrógeno-, primero en el agua y luego en el la superficie terrestre.
El
Tío se echó otro trago, fumó y dijo:
–Entonces
seguimos con la teoría evolucionista de Charles Darwin, ¿si o…?
–¿Darwin?
–dije, dejando al descubierto mi universal ignorancia–. ¿Y quién era ese tal
Darwin.
–Charles
Darwin era un científico inglés del siglo XVIII. Sus teorías se propagaron
junto a la revolución industrial, en una época en la que se abrieron nuevas
perspectivas para la ciencia y la tecnología. La ciencia estudia los fenómenos
naturales y sociales, las compara y relaciona con otras ciencias. Después
elabora leyes para explicarlos y la sociedad se apropia de esos conocimientos. Sin
embargo, te aclaro que no por esta lógica, la ciencia se ocupará de hacer arder
las iglesias.
–No
te pregunté en qué momento se propagaron sus teorías, sino quién era Darwin
como persona…
–¡Ah!
–exclamó el Tío, haciéndose el despistado. Pero luego de un rato, volvió a
retomar el carril de la conversación–: Dicen que era un tipo tímido y
meticuloso, un terrateniente adinerado y con amigos cercanos, que tenía diez
hijos en la misma mujer que, además de ser su prima hermana, era la columna
vertebral de la economía familiar, gracias a las herencias que a ella le
dejaron sus padres. Estudió teología, con la intención de convertirse en
clérigo, antes de descubrir su verdadera vocación de científico, y que se dedicó
22 años, en secreto, a reunir pruebas para desarrollar sus argumentos, a favor
y en contra de sus teorías, antes de ponerse a escribir su mamotreto. No quería
tener notoriedad sin tener fundamentos sólidos. A estas alturas de la historia,
nadie o casi nadie cuestiona su correcta apreciación acerca del origen de la
adaptación, complejidad y diversidad entre las criaturas vivientes en el planea
Tierra. Sus teorías son la piedra angular de la biología moderna y su obra se
constituye en el cimiento sobre el cual descansa dicha teoría que, a pesar de
los peros que le pusieron los
religiosos de toda laya, develó el
misterio de los misterios: ¿De dónde vienen los seres vivos? Si vienen por
creación o evolución.
Yo
estaba cada vez más confundido e inseguro. No sabía si lo que me decía el Tío
era evidente o, como tantas veces, una más de sus invenciones como invenciones
eran los cuentos de mi modesta obra literaria.
–Si
tú eres escéptico por naturaleza y desconoces la terminología de la ciencia e
ignoras las abundantes pruebas, dirás que los aportes de Darwin son tan sólo
teorías, puras teorías, ¿no es así? Dirás que la formación de las plataformas
continentales es una teoría. Y que la existencia, estructura y dinámica de los
átomos, son teorías atómicas. Incluso dirás que la electricidad es una
construcción teórica, que involucra electrones, diminutas unidades de materia
cargada que nadie ha visto nunca. Dirás que todos los avances científicos son
puras teorías, ¿sí o no?
Dudé
un instante y contesté:
–Si
tú mismo dices que los aportes de Darwin son teorías sobre la evolución de la especies, entonces lo que está
escrito en la Biblia son también teorías, ¿verdad?
–Las
teorías bíblicas son más viejas que Adán y Eva, de quienes se dice que pecaron
por comer el fruto prohibido del árbol de la sabiduría, que Dios hizo brotar
del suelo en medio del Jardín del Edén. Esas teorías bíblicas, más que teorías,
son creencias, puras creencias, sin ningún fundamento ni bases científicas. Son
teorías que no pueden demostrarse a través de la observación y experimentación,
como las teorías de Darwin que, más que ser simples teorías, son verídicas y
científicas, que se pueden mostrar y demostrar; algo que no se puede hacer con
la creencia sobre la existencia de Dios, a quien nunca se lo ha visto ni a luz
ni a sombra.
–¿Y
cómo puedes estar seguro que las teorías de Darwin son irrefutables?
–Las
teorías de Darwin pueden demostrarse con pruebas y hechos concretos. Algo que
no es posible hacer con las teorías bíblicas sobre la creación del mundo y los
seres vivos.
–¿Eso
quiere decir que Darwin tenía pruebas contundentes para demostrar las teorías
basadas en sus investigaciones?
–Así
es–. Darwin tenía muchas pruebas después de haber visitado las Islas Galápagos,
a bordo del buque de investigación Beagle.
Las Galápagos, en las costas del Ecuador, fue su laboratorio durante cinco años
de obsesivo trabajo para acumular los materiales necesarios para estructurar la
piedra angular de su teoría sobre la evolución. Por ejemplo, reunió una
variedad de pájaros y los clasificó de acuerdo a sus peculiaridades, convencido
de que lo determinante en la forma de un animal son los aspectos genéticos y no
el medio ambiente en el cual vive; es decir, los genes hacen que todos seamos
diferentes, como las huellas digitales de nuestras manos. Realizó más viajes de
investigación a países como Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, donde también
observó a otras criaturas naturales y reunió abundantes materiales, confirmando
así sus teorías sobre la evolución de las especies.
Yo
me quedé confundido, sin preguntas ni respuestas; o por mejor decir, con más
preguntas que respuestas, pero no le dije nada y dejé que el Tío siguiera con
su cotorra:
–Cuando
Darwin retornó a su casa, además de una enorme colección de insectos y aves
–dijo con aire más de sobrador que de sabelotodo–, tenía unas 300 páginas
escritas de paleontología, biología, arqueología; un material que, empero, no
fue suficiente. Por eso siguió paseándose por el jardín de su casa, pensando y
tomando apuntes sobre la evolución de las especies, hasta que en 1859 publicó
un resumen del enorme volumen en el
que había trabajado durante años en torno a sus teorías sobre la evolución de
las especies mediante la selección natural.
–¿Y
por qué no publicó el libro completo y por qué no antes de 1859?
–Por respeto a su esposa que era religiosa, cristiana confesa, y por temor
a que los religiosos lo criticaran y acusaran de haber escrito el Evangelio del
Diablo. No obstante, On the Origin of Species by Means of
Natural Selection (El origen de las especies por medio de la
selección natural), a pesar de su elevado precio y sus 490 páginas, fue todo un
bestseller para su época. La primera
edición se agotó el mismo día que apareció, el 24 de noviembre de 1859, a
diferencia de tus libritos, que se venden como cuenta gotas, por no decir que
se vende un ejemplar cada vez que se muere un Papa.
–Supongo
que sus oponentes, entre ellos los cristianos, lo criticaron por el contenido
de su obra, ¿verdad?
–Por
supuesto que sí –dijo mirándome fijamente–. Las críticas y los improperios no
se dejaron esperar. Ni bien se leyó el libro en los círculos eclesiásticos, se
desató un torbellino de protestas. Lo tildaron de impostor y ateo. Las
manifestaciones de protesta provenían de diversas partes, incluso de personas
que no entendían el contenido de la obra y de otras que ni siquiera la habían
leído, pero que se oponían con mucha vehemencia a la difusión del libro.
–¿Y
cómo reaccionó Darwin?
–Estaba
claro que sus teorías desafiaban las creencias religiosas convencionales. Así
que, sobreponiéndose incluso a las creencias cristianas de su esposa, que fue su
primera crítica, renunció discretamente a la religión durante su edad madura,
hasta que más tarde se describió como agnóstico, poniendo en duda la existencia
de un único Dios, pero seguía creyendo en una deidad distante e impersonal de
algún tipo, una entidad mayor que había puesto en movimiento al universo y sus
leyes, pero convencido de que en la Tierra todo se generó por evolución y no
por obra y gracia de un ser Supremo como se sostiene en la Biblia.
Me
quedé callado, bajé la mirada y sentí una sensación extraña como cuando yo me
veía acorralado por mis críticos más biliosos. No hubiera querido estar en los
zapatos de Darwin, ya que en su época sería más difícil enfrentarse a una
poderosa institución como eran la Iglesia Católica y la Iglesia Protestante.
–Los
padres de la Iglesia lo criticaron hasta el cansancio –manifestó el Tío–. Igual
o peor que cuando los prelados de la Santa Inquisición condenaron a Nicolás
Copérnico y Galileo Galilei por haber afirmado que la Tierra no era el centro
del universo y que todos los planetas giraban alrededor del sol y no de la
Tierra.
Yo
me quedé sorprendido de sólo escuchar los nombres de esos dos señores, cuyos
nombres, descocidos hasta ese día para mí, el Tío pronunció en la lengua
original de cada uno de ellos. Del primero con acento polaco y del segundo con
acento italiano.
–¿Y
qué tiene que ver Nicolás Copérnico con el tema que nos ocupa?
–Copérnico
fue un monje y astrónomo polaco, el científico más importante del Renacimiento,
quien desmintió que el centro del universo era la Tierra y que todos los
planetas giraban alrededor del sol, desde Mercurio hasta Saturno. En ese
entonces no se conocían todavía Urano ni Neptuno y mucho menos el resto de los
planetas del sistema solar. Copérnico confirmó la teoría de que el sol
permanecía fijo, mientras que la Tierra tenía tres movimientos distintos: el
movimiento de rotación, traslación y declinación. Por tanto, a diferencia de lo
que pensaban los padres de la Iglesia, la Tierra no era el centro del universo
y que todos los planetas giraban alrededor del sol y no alrededor de la Tierra.
–¿Y
qué dijo Galileo Galilei para que lo jodan?
–Galilei
fue otro astrónomo, filósofo y físico italiano, que pasó a la historia como el padre de la astronomía moderna, padre de la física moderna y padre de la ciencia. Él dijo, como contraviniendo
los preceptos de los clérigos, que los cuerpos celestes del universo giraban
alrededor del sol; un avance científico que lo llevó a ser condenado por las
Santa Inquisición, acusado de que los resultados de sus investigaciones eran
productos de la herejía, debido a que desmentían que Dios hubiese sido el
creador del mundo y el universo.
Yo
pensé un instante. Estaba algo apabullado con tanta información. No sé si como
la Tierra que gira alrededor del sol o al revés, pero eso sí, estaba como un
astronauta extraviado en el espacio infinito del universo. El Tío me miró con
el ceño fruncido y, como toda vez que me veía con la cara de yo no sé, preguntó:
–¿Estás
aprendiendo los conocimientos científicos, como aprendiste los disparates que
te enseñaron en la escuela y la iglesia?
–Sí
–le contesté sólo para evitar más preguntas. Pero, optando por una salida más
fácil, añadí–: ¿Estos hombres de ciencia eran creyentes o ateos?
–Eran
creyentes confesos –respondió–, pero sus investigaciones los indujeron a
contradecir lo que creían los creyentes de su época. Rompieron con las normas
establecidas por la religión, como al chofer rompe con las normas de tránsito al
conducir en contra ruta; más todavía, los conocimientos científicos iluminaron
las conciencias contra el oscurantismo religioso que, en algunos episodios de
la historia humana, cometió estragos a nombre de Dios, como ocurrió en la
Europa medieval, donde se desató la furia religiosa contra quienes no abogaban
a favor de la Fe Católica.
Me
quedé acorralado por un montón de dudas y, al cabo de un instante de
cavilación, volví a preguntar:
–Si
todo evolucionó durante miles y millones de años, ¿entonces los seres humanos teníamos
otras formas en el pasado, verdad? Me imagino que hasta los mares y las
montañas tenían otras formas, ¿verdad? De ser así, ¿entonces por qué el hombre
y la mujer siguen teniendo la misma forma desde el día en que fueron creados
por Dios, como si no hubiesen cambiado absolutamente en nada?
–Eso
es lo que se creía antes. Como se describe en el Génesis, Adán y Eva fueron creados casi perfectos, erguidos como
los hombres y las mujeres de hoy, dotados de un lenguaje comprensible y sin
pelos en el cuerpo. Hasta bien entrado el siglo XVIII, la Tierra y sus formas
orogénicas, para los creyentes, eran fijas y eternas como las creó Dios. ¡Nada
más equivocado! Lo cierto es que las teorías evolutivas de Darwin nos enseñan
que la vida es el resultado de un proceso evolutivo surgido por mecanismos
naturales, demostrables y lógicos. El desarrollo de la geología primero y el de
la paleontología después provocaron un profundo cambio en las creencias
religiosas. Se descubrió que en los lugares en los que hay cordilleras, hubo
mares en el pasado. Estos hechos demuestran que en la prehistoria, la forma de
la Tierra y el reparto de mares y continentes, cordilleras y llanuras fueron
completamente diferentes a los que tenemos actualmente, incluso las zonas
climáticas estuvieron distribuidas de otro modo. ¡¿Qué te parece esa evidencia
científica, eh?! ¡Qué te parece, cholito!
–Por
eso lo criticaron a Darwin, ¿verdad? Por haber dicho que el hombre evolucionó
desde su condición de primate.
–Esa
su osada afirmación lo convirtió en víctima de ataques, burlas y mofas desde
todos los flancos habidos y por haber. La mayoría de las críticas eran lanzadas
desde la perspectiva teológica y nada científica. Algunos le dedicaron incluso
caricaturas con aspecto de orangután o chimpancé, que, desde luego, no le
quedaba nada mal; es más, a los caricaturistas no les hacía falta incluirle
pelos en la cara, ya que Darwin lucía una barba parecida a la de un
primate….
–Pero
nosotros no descendemos de los primates, ¿verdad? No somos parientes cercanos
del mono, ¿verdad? –le dije dubitativo y mirándome de arriba abajo.
–¡Ja,
ja, ja…! –estalló en una vibrante carcajada–. Cómo no aceptar, algunos no sólo
se comportan como monos, sino que se parecen y hasta tienen el cuerpo cubierto
de pelos, como tú tienen pelos en la cara, el pecho, las axilas y el pubis.
Otra cosita más, ¿por qué siempre dices: verdad, verdad, verdad..., todo el
maldito rato? ¡No puedes inventarte otra palabra! –dijo visiblemente molesto–.
Además, tú sabes que una verdad absoluta no existe, habida cuenta de que todo
es relativo, como ya lo explicó Albert Einstein, el padre de la ley de la relatividad…
Lo
miré desconcertado al notar que sus carcajadas estaban acompañadas de críticas
sarcásticas contra mi palabra, siempre entre signos de interrogación: ¿verdad?, ¿verdad?…
–Otra
cosa que no aceptaron sus críticos fue el hecho fáctico de que todo es
dialéctico y que nada es estático.
–¿Eso
quiere decir que todo ha evolucionado desde que el mundo es mundo?
–Eso
es lo que te estoy diciendo todo el tiempo. Todo ha cambiado y seguirá
cambiando. El único que no ha cambiado a lo largo de la historia del planeta y
la humanidad he sido yo, porque sigo siendo el mismo Diablo de siempre –dijo sonriéndose
de sí mismo. Sorbió el último trago de la copa, aplastó la colilla del
cigarrillo en las pezuñas de su mano y añadió–: Esito sería por ahora. Otro día
seguiremos con otras teorías que tienen que ver con el mundo, el universo y la
existencia de los seres vivos sobre la faz de la Tierra….
–Está
bien –acepté, con un montón de ideas girándome como un carrusel en la cabeza.
El
Tío cerró los ojos y se quedó callado. Me levanté de la silla y dirigí mis
pasos hacia la puerta, pero sin dejar de pensar en que, como muchas otras veces
antes, mi conversación sobre la evolución del mundo, la existencia de los seres
vivos y el desarrollo del universo en general, fue otra de mis conversaciones;
o por mejor decir, otra de mis batallas perdidas contra el Tío, quien parecía
más sabio que todos los físicos y filósofos juntos. Y, como era de suponer, de
esas sesudas discusiones el que no salía dormido, al menos salía más jodido y
confundido. Con todo, algo estaba más claro que el agua: el Tío sabía de todo,
y no poco sino mucho, más por viejo que
por Diablo.