LA CONDESA SANGRIENTA
Isabel Báthory de Ecsed, nacida en Nyírbátor, Hungría, el
7 de agosto de 1560, se hizo famosa como la “condesa asesina”. Era hija de una
de las familias más antiguas y distinguidas de Transilvania. Su infancia
transcurrió en el castillo de Čachtice, ubicado en la colina de una montaña, y
se dice que, de cuando en cuando, sufría ataques de epilepsia. A diferencia de
otras niñas y adolescentes de su época, recibió una esmerada educación, no solo
hablaba húngaro, latín y alemán, sino que atesoraba un bagaje cultural que
sobrepasaba a la de la mayoría de los hombres de la más ilustre aristocracia.
A los doce años de edad, sus padres la comprometieron con
su primo Ferenc Nádasdy, de diecisiete
años de edad, y, pocos años después, tras contraer matrimonio, se mudó al
castillo de su joven esposo, quien, gracias a sus dotes físicos y mentales, se
convirtió en uno de los guerreros más temibles del ejército de su padre,
mientras la condesa Isabel Báthory de Ecsed, pasó a vivir rodeada de gran
fastuosidad y en compañía de una servidumbre compuesta por hombres y mujeres
que, con su sola presencia, llenaban el solitario castillo, que estaba
enclavado entre las altas montañas de la aldea.
El esposo guerrero de la condesa, obligado a cumplir con
su deber de jefe supremo de su ejército, debía participar en todas las batallas
contra sus adversarios; una situación que, a su vez, lo obligaba a separarse de
ella por largos periodos de ausencia. De modo que la condesa, cansada de
esperar el retorno de su marido y aburrida de estar recluida en el castillo,
inició prácticas lésbicas con algunas de sus siervas, a quienes las mordía
salvajemente mientras mantenían relaciones íntimas. Cada vez que afloraban sus
instintos más perversos, seguía el dictado de su propia imaginación con el
único fin de procurarse placer y deleites carnales. Incluso, en cierta ocasión,
se fugó del castillo para mantener una relación extramatrimonial con un joven
de noble cuna, al que la gente del lugar lo conocían por el apodo de "El
Vampiro", más por su aspecto extravagante que por su afición a beber
sangre.
Su interés por las artes ocultas
Asimismo, para distraerse en sus ratos de ocio, se dedicó
a las artes de esoterismo, rodeándose de una siniestra corte de brujos,
hechiceros y alquimistas; una actividad a la que se dedicó con mayor interés desde
que su marido, conocido como el “Caballero Negro” por su fiereza en los campos
de batalla, murió de súbita enfermedad. Sin embargo, su interés por el esoterismo
no era nada nuevo para la condesa, ya que varios miembros de su familia no sólo
adoraban a Satanás, sino que eran adeptos a la magia negra, como lo era su
propia nodriza, quien la inició en las prácticas brujeriles a espaldas de sus
progenitores y desde su más temprana edad.
A medida que transcurrían los años, la condesa Isabel
Báthory de Ecsed fue perdiendo el esplendor de su juventud y belleza; una
realidad que se negó a aceptar por mucho de que
correspondía a las leyes de la naturaleza. Entonces, preocupada por los
cambios en su aspecto físico, en una época en que una mujer de 44 años se acercaba
peligrosamente a la ancianidad, acudió a los consejos de su vieja nodriza. Ésta
la escuchó atentamente y, en procura de aliviarle uno de los dolores que
atormentaban su alma, le indicó que el poder de la sangre y los sacrificios
humanos daban muy buenos resultados en los hechizos de magia negra, y, a
continuación, le aconsejó que si se bañaba con sangre de doncella, podría
conservar su belleza hasta el día de su muerte.
Los baños de sangre
Una mañana, mientras era peinada delante del tocador por una
doncella, sintió accidentalmente un fuerte tirón. Entonces la condesa, asaltada
por una repentina ira, se giró sobre el taburete y le propinó una tremenda
bofetada en la cara, provocando que la sangre nasal de la doncella salpicara su
mano. Al poco rato, vio que la parte donde le salpicó la sangre parecía más
suave y blanca que el resto de la piel.
“La vieja nodriza tenía razón”, se dijo, al constatar que
la sangre de la doncella rejuvenecía los tejidos de la piel. Luego se levantó
del taburete, se apartó del tocador y ordenó a la doncella a cortarse las venas
dentro de una bañera, donde pudiera bañarse de cuerpo entero, a manera de
probar los consejos sugeridos por la vieja nodriza.
Así comenzó su obsesión de bañarse en la sangre de las
siervas más jóvenes del castillo. Les vendaba los ojos, las metía en el cuarto
de baño, las desnudaba, las sentaba dentro de la bañera, les cortaba la vena
yugular haciendo brotar la sangre y las asesinaba con armas punzocortantes,
todo para perpetuar su belleza y su eterna juventud.
Pero, ¿por qué se apoderó de ella esta obsesión? La
leyenda cuenta que la condesa vio, a su paso por un pueblo, a una anciana
decrépita y se burló de ella. Entonces la anciana, ante su burla, se volvió y
la maldijo diciéndole que, aun siendo de fino abolengo, también envejecería y
se vería como ella algún día.
En busca de la eterna juventud
Cuando la sangre de sus siervas no era suficiente para
impedir que su piel envejeciera al paso de los años, salía del castillo en una
carroza negra y fantasmal, tirada por cuatro caballos que hacían retumbar sus
casos con las piedras del camino. Los aldeanos vieron durante años la carroza
de la condesa, la misma que, en compañía de la vieja nodriza, recorría las
aldeas en busca de jóvenes, a quienes engañaban prometiéndoles un empleo como
sirvientas en el castillo.
Se rumoreaba que, algunas veces, la misma condensa, con
gran amabilidad, acudía a casas de los plebeyos para asegurar a los parientes
de las jóvenes un prometedor futuro. Si la mentira no resultaba, se procedía al
rapto sedándolas o azotándolas hasta que eran doblegadas a la fuerza. Una vez
dentro del castillo, las jóvenes eran maniatadas dentro de la bañera y
acuchilladas a sangre fría por la propia condesa, quien sentía un placer sádico
al ver que sus víctimas se desangraban y llenaban la bañera, mientras en el
fondo de su mente perversa resonaban las palabras tentadoras de la nodriza:
"belleza y juventud eternas".
Al cabo de bañarse, y para que el tacto áspero de las
toallas no frenase el poder de rejuvenecimiento de la sangre, ordenaba que un
grupo de sirvientas elegidas por ella misma lamiesen su piel. Si estas
mostraban repugnancia o recelo, las mandaba torturar hasta la muerte en los
sótanos del castillo, pero si reaccionaban de forma favorable, las recompensaba
con prendas, joyas y favores.
A las doncellas más sanas y de mejor aspecto, las
encerraba en los calabozos del sótano durante años, con la finalidad de extraerles,
mediante leves incisiones y cuando en cuando, pequeñas porciones de sangre que
la condesa bebía en copas de cristal esmerilado; más todavía, bebía la sangre
de sus víctimas, incluso cuando éstas aún estaban vivas, ya que el simple
derramamiento de sangre le proporcionaba un gran placer, tanto como el mismo
goce sexual.
La protesta de los aldeanos
Los aldeanos vivían estremecidos por los gritos de
suplicio que, a cualquier hora del día o la noche, provenían desde el interior
del castillo, cuyos gruesos muros guardaban misteriosos secretos. Si los padres
de las víctimas preguntaban por ellas, recibían la respuesta de que estaban
bien tratadas en los aposentos del castillo y que no tenían el porqué
preocuparse, aunque los gritos de suplicio no cesaban y seguían inundado la
aldea.
Al final, alarmados de que algo extraño sucedía con las
jóvenes doncellas, que entraban por el portón para no volver a salir con vida,
empezaron a rondar por las inmediaciones del castillo, en cuya parte posterior,
que parecía un vertedero, encontraron innumerables vísceras humanas, pero ni un
solo cadáver, ya que la condesa, interesada en las artes ocultas, ordenaba que
los restos de sus víctimas fuesen entregados a los hechiceros del castillo,
convencida de que los huesos de una doncella eran los mejores insumos para
realizar hechizos y sesiones de magia negra.
Para los aldeanos no cabía la menor duda de que el
castillo estaba maldito y que, además de ser una encubierta residencia de
brujos y vampiros, era un recinto diabólico en cuyos calabozos se cometían
espantosos crímenes para complacer los deseos enfermizos de la condesa, quien
utilizaba la sangre de sus jóvenes sirvientas y pupilas.
Si bien estaban dispuestos a buscar justicia, para
compensar el dolor de las familias que perdieron a sus hijas, no sabían cómo
enfrentarse a una poderosa familia, sobre todo, cuando la sospechosa era una
persona distinguida e influyente en los círculos de la realeza.
Los aldeanos sostuvieron reuniones clandestinas, con el
propósito de denunciar el secuestro de muchachas entre 9 y 16 años, que
desaparecieron detrás de los muros del castillo, hasta que un día, inclinándose
hacia la noción más certera, tomaron la decisión unánime de hacer pública su
protesta. Acudieron a la autoridad del rey Matías II de Hungría, quien,
atendiendo la denuncia de los aldeanos, mandó que una tropa de soldados
irrumpiera en el castillo para encontrar algunas evidencias que imputaran a la
condesa Isabel Báthory de Ecsed.
Los terribles hallazgos en el castillo
Cuando los soldados tumbaron el portón e ingresaron como
una tromba en el castillo, la condesa, entre alaridos de socorro, los conminó a
salir por donde habían entrado, pero ellos, sin dejarse intimidar, rastrillaron
todos los ámbitos y recovecos, abriéndose paso entre la vieja nodriza,
hechiceros, alquimistas y otros servidores de la mujer más cruel de Hungría.
Los soldados, deslizándose por los pasillos y las
habitaciones del castillo, hallaron el cuerpo desangrado de una chica en el
piso del salón; a otra mujer desnuda en la bañera, a quien le habían agujereado
el cuerpo con objetos punzantes para extraerle la sangre. En una recámara a
media luz levantaron el cuerpo de una tercera mujer, que todavía estaba viva, a
pesar de haber sido salvajemente torturada. De los calabozos del sótano
rescataron a niñas y jóvenes, con innumerables heridas infligidas en las
últimas semanas, y en los alrededores del castillo exhumaron un montón de
cadáveres sin cabeza y con los miembros mutilados.
El juicio contra los acusados
Una vez que los soldados cumplieron con su cometido, la
condesa Isabel Báthory de Ecsed y sus colaboradores fueron aprehendidos y
encerrados en el mismo castillo, donde los miembros del tribunal de justicia se
quedaron boquiabiertos al escuchar de cómo se cometieron los múltiples
crímenes; sobre todo, cuando la condesa, acusada de ser responsable de una
serie de crímenes, no sólo confesó que había asesinado, con la complicidad de
sus hechiceros y verdugos, a más de 612 jóvenes y haberse bañado, a lo largo de
seis años, en "ese fluido cálido y viscoso afín de conservar su hermosura
y lozanía", sino que también había gozado de sus orgías lésbicas y de
haber matado con sus propias manos o mediante sangrientos rituales a las
doncellas que desobedecieron sus órdenes.
Los miembros del tribunal de justicia, conforme al grado
de culpabilidad de los acusados, dictaminaron el castigo de decapitación para
la vieja nodriza y las siervas. La condesa, que pasaría a la historia como una
asesina en serie, fue condenada a cadena perpetua en sus propios aposentos: los
albañiles sellaron puertas y ventanas, dejando tan sólo un pequeño orificio
para pasarle algunos desperdicios como comida y un poco de agua.
Desde entonces, ella no podía tejer ni coser, y mucho
menos leer. Perdió hasta la noción del tiempo, porque no se la permitió ver la
hora. Estaba como encerrada en una tumba, sin intentar comunicarse con nadie,
sin ni siquiera ver la luz del sol ni pronunciar la mínima palabra. De pronto,
dejó de comer y beber, hasta que uno de los vigilantes la vio tirada en el
piso, boca abajo. Estaba muerta después de haber pasado cuatro largos años
encerrada; el acta de defunción tenía la fecha del 21 de agosto de 1614, cuando
la condesa Isabel Báthory de Ecsed contaba con 54 años de edad.