jueves, 19 de julio de 2018


LAS AVENTURAS DE UN FUMADOR

Las aventuras de un fumador se inician casi siempre en el umbral de la adolescencia, cuando se ha perdido el hábito de sonarse la nariz en el dorso de la mano y descubrirse el crecimiento del vello púbico. En mi caso, me inicié fumando las colillas que mi abuelo aplastaba en un cenicero de metal bruñido.

Recuerdo que una noche, inolvidable en mi vida, como tantas otras de mi adolescencia, entré en el cuarto de mi abuelo para prestarme sus lentes, con cuyos cristales más gruesos que la base de una botella, veía metamorfosearse los objetos a mi alrededor; experiencia que me fascinaba tanto como tumbarme de espaldas a cielo abierto y contemplar las estrellas.

Sin embargo, esa noche fue una de las pocas veces que no pude satisfacer mi deseo, puesto que él mismo los usaba mientras leía un periódico a pocos centímetros de sus ojos.

—Buenas noches, abuelo —le saludé, con una mirada que englobaba su cuerpo y el crucifijo que pendía de la pared.

Mi abuelo, al oír mi voz, se sentó en el borde de la cama, me golpeó con su aliento y me acarició la mejilla con su barba cortada en abanico.

Después encendió un cigarrillo negro, sin filtro, fumó con dilección y echó una bocanada de humo que se disipó en el ámbito. Se vistió a tientas y salió del cuarto. Yo permanecí al lado del velador, las pupilas avispadas y contando las colillas aplastadas en el cenicero. Entonces me invadió la tentación de fumar por vez primera, atraído por la curiosidad y la aventura. Alargué el brazo para coger la colilla y, sin que nadie me viera, corrí hacia el patio trasero de la casa, donde había un descampado desigual y pedregoso.

Estando allí, solo y  bajo un cielo cuajado de estrellas, encendí la colilla y la chispa resplandeció iluminándome los dedos. Absorbí con fruición, el humo me penetró hasta los pulmones y la brasa de la colilla me quemó la punta de los labios.

Cuando terminé de fumar, una extraña sensación se apoderó de mi cuerpo; mi cabeza parecía girar en sistema de rotación, mis extremidades languidecieron y mis ojos empezaron a ver los objetos como si estuviera con los lentes de mi abuelo. Al cabo de un rato sentí arcadas, como accesos de tos, y terminé lanzando la cena por doquier. A la hora de dormir no pude conciliar el sueño; tenía un sabor amargo en la boca y martillazos de dolor en la cabeza. Así, con los ojos dilatados, juré no volver a fumar sino hasta alcanzar la mayoría de edad.

No obstante, al día siguiente, volví al cuarto de mi abuelo para robarle otra colilla del cenicero. Recorrí la habitación con la mirada y, al constatar que mi abuelo no volvía aún de su paseo habitual, me acerqué al velador de puntillas, presto a coger una colilla. En ese trance, a mis espaldas, escuché la voz de mi abuelo:

—¿Qué estás haciendo? —dijo—. ¡No sabías que una gota de nicotina puede matar un caballo, o que tus pulmones pueden acabar como una coladera!

Yo me quedé perplejo, con la mirada extraviada en el vacío. Me disculpé y salí a paso resuelto, sin comprender por qué fumaba él, sabiendo que los cigarrillos podían despacharlo al otro lado de la vida.

El día que murió mi abuelo, no por fumador sino por viejo, pensé que había acabado mi aventura de fumador. Pero no, al contrario, recién empecé a fumar decididamente, entre el temor a ser descubierto por mis padres y los vertiginosos dolores de cabeza. Al final aprendí a echar el humo por la boca y la nariz, y a dialogar mientras fumaba, como si hablara con voz de humo. También aprendí a no quemarme los dedos con las cerillas ni los labios con las colillas.

Toda vez que iba al cine, con mi enamorada o sin ella, me sentaba en la última hilera de asientos, donde algunas parejas se besaban desaforadamente. Era el único sitio donde podía fumar sin temor a ser descubierto o reconocido, pues nadie me miraba ni me censuraba.

En el cine, a oscuras y entre susurros amorosos, era donde de veras me sentía a gusto, porque me hacía consciente de que yo no era el único fumador del mundo, pues hasta los actores de segunda categoría fumaban como locomotoras. Por ejemplo, en las películas basadas en pasajes de la Segunda Guerra Mundial se veían tantos cigarrillos como proyectiles, y en las del Oeste, que eran las que más me gustaban, se mostraba al vaquero como modelo de fumador, sobre todo, a Clint Eastwood, quien, montado sobre un caballo, fumaba un puro que no se le caía de la boca ni cuando un tiro lo desplomaba como costal de papas.

Durante la función, mi boca no exhalaba más que monóxido de carbono, sin sospechar que la nicotina, al llegar a mis pulmones, se vertía libremente en mi caudal sanguíneo, y que en fracción de segundos, transportada por mi sangre, llegaba a mi cerebro, quitándome las energías y el apetito.

Ahora que he dejado de fumar, no quiero ni pensar que lo que un día empezó como una aventura, otro día podía haber terminado como una pesadilla, como terminó la vida de tantos fumadores anónimos, quienes soltaron su última bocanada al saber que tenían cáncer en los pulmones o la laringe; enfermedades cardiovasculares o, simple y llanamente, una vida que se apagó igual que una vela. Por lo demás, el fumador ha sido siempre temido como una chispa en el polvorín o como un suicida que de a poco se quita la vida.

jueves, 5 de julio de 2018


UN LIBRO ESCRITO CON AMOR Y NOSTALGIA

Al autor de libro Cancañiri, cuando quiso rescatar las memorias de su pasado, dominado por la nostalgia y los recuerdos de la infancia, no le quedó otra alternativa que recurrir a una bibliografía que lo ayudara a conocer mejor la historia de sus orígenes y ancestros, de los cuales sentirse orgulloso hasta el día de la muerte, ya que sin una identidad cultural, sin una conciencia de clase, sin un testimonio registrado en los anales de la historia, uno corre el riesgo de perder las brújulas de la vida y dejar que la memoria sucumba bajo los polvos del olvido.

El libro Cacañiri, aparte de rememorar el pasado con la ayuda de una amplia galería de fotografías, tanto de antaño como actuales, es una cronología de hechos y personajes que identifican a este distrito del norte de Potosí, que durante el siglo XX jugó un papel importante en el desarrollo de la industria estañífera de la Empresa Minera Catavi.

Antes de proseguir, me gustaría aclarar que, desde hace tiempo, tenía ganas de escribir un breve comentario sobre el libro del Prof. Jorge Moya Oporto, quien a mucha honra se considera Llamacancheño (del canchón de llamas), por haber nacido en Cancañiri, donde su padre trabajó como jefe de punta en la Sección Beza de interior mina, entre 1937 y 1965; una período en el que produjo la masacre de Catavi en los campos de María Barzola (1942), la revolución y nacionalización de las minas (1952) y el golpe de Estado protagonizado por René Barrientos Ortuño (1964). 

Como toda obra que entrega datos históricos, con precisiones socioeconómicas, hace hincapié en la ubicación geográfica del municipio de Llallagua, el impulso industrial del potentado Simón I. Patiño, el desarrollo del sindicalismo revolucionario en la región, el excelente sistema educativo de los niños en la escuela Tomás Frías y de los jóvenes en el colegio Primero de Mayo. Asimismo, completa los capítulos del libro con la mención de los personajes más connotados de los campamentos, los reencuentros de los residentes cancañireños en Cochabamba y otras ciudades, y, junto con todo esto, el rescate de anécdotas, mitos y leyendas de la memoria colectiva.

Varios de los recuerdos estampados en el libro, sin resquicios para la duda, se ajustan a la verdad del cronista, así el tiempo melle en la frágil memoria y muchos de los recuerdos se empañen de subjetividad. Sin embargo, en el libro que nos ocupa llama la atención cómo el corazón puede mantener intacto lo que se amó alguna vez y cómo la memoria puede reproducir los instantes más placenteros de la vida, Por lo tanto, no es casual que el Prof. Jorge Moya Oporto pueda abordar con lucidez los momentos más gratos de su infancia, como el desayuno escolar, la celebración de las festividades patrias y las aventuras de un grupo de amigos que, luego de ch’acharse (escaparse de clases), se atreven a trepar por las escarpadas laderas del cerro, hasta que uno de ellos se accidenta tras resbalar en una roca y caer cuesta abajo.

En la actualidad, cualquiera que suba a Cancañiri, por una cimbreante carretera, polvorienta e inundada de sol, que los trabajadores denominaron Avenida Juan Lechín Oquendo, se enfrentara a las ruinas de un pasado tan glorioso como los campamentos de las poblaciones mineras de Siglo XX y Catavi, escenarios constantes de las luchas obreras que, en medio de descargas de fusiles y dinamitas, culminaron tanto en victoriosas hazañas como en sangrientas derrotas.

En Cancañiri, enclavado en las faldas del Cerro Azul, se abrió una bocamina que en las primeras décadas de la centuria pasada estuvo administrada por la Compañía Estanífera de Llallagua, en poder de empresarios chilenos, quienes tuvieron que defenderse, incluso con armas de fuego en la mano, de las amenazas del magnate minero Simón I. Patiño, quien tenía interés de adueñarse, a cualquier precio, de la bocamina de Cancañiri, en cuyos predios se emplazó un avanzado taller de maestranza, una pulpería, una compresora para bombear aire a los inhóspitos socavones y, como no podía faltar, algunos campamentos con viviendas alineadas unas detrás de otras, donde los trabajadores vivían en condiciones no siempre favorables.

En la aridez del cerro, situado aproximadamente a 4.091 msnm, se ven todavía algunas casas de barro y mampuesto, donde todos hacen esfuerzos por sobrevivir a la miseria y hacer frente a las adversidades de una naturaleza agreste y dura. Cerca de la bocamina, en una suerte de plataforma a punto de descolgarse de una elevada pendiente, está la hilera de casuchas donde se venden enseres relacionados con el laboreo minero, desde dinamitas hasta hojas de coca. No faltan los improvisados comedores, en las dependencias de la antigua maestranza, donde los trabajadores pueden desayunar o servirse un plato de comida.

Algunos de los cooperativistas tienen los guardatojos y las lámparas rentadas, mientras otros, desprotegidos de toda seguridad social y laboral, ingresan a la mina persignándose, sin saber si saldrán o no con vida, ya que trabajan en condiciones precarias, arrastrándose como gusanos en los angostos parajes y sin contar con herramientas propias del sistema de producción capitalista.

El autor nos recuerda que en este mismo sitio, entre la maestranza y la pulpería, se desarrollaba una frenética actividad comercial y cívica en otros tiempos. Casi siempre estaba llena de peatones que iban y venían en todas direcciones. Aquí se realizaban los desfiles escolares en las fechas patrias y aquí se encontraba el Club Miners, con mesas de pingpong y de billar, que fueron el orgullo de los cancañireños, quienes incluso contaban con un equipo de básquet y de fútbol en todas las categorías. En la actualidad, el edificio del Club  Miners está en ruinas y de la etapa dorada del deporte no quedó nada, salvo los recuerdos en la mente de sus antiguos morados, quienes no dejan de relatar sus vivencias con lágrimas en los ojos.

Este libro quedará como el testimonio de una época en la que Cancañiri era un distrito que tenía vida propia, con más de dos mil habitantes que, tras la búsqueda de nuevos horizontes de vida y fuentes de trabajo, llegaron a poblar este cerro, en cuyas faldas se formaron familiar y nacieron innumerables niños y niñas, que conformaron las nuevas generaciones de jóvenes revolucionarios que, a pesar de las nefastas consecuencias de la relocalización de 1985, no olvidaron el legado de sus padres, que se enfrentaron con estoicismo a los regímenes más nefastos de la historia nacional.

Ahora solo queda felicitar al autor por haberse dedicado, con esfuerzo tesonero y genuina pasión, a reunir los testimonios personales y los datos dispersos de la historia de Cacañiri, porque no solo servirá para rememorar el glorioso pasado de uno más de los pueblos del estaño, sino también porque constituirá un valioso material de consulta para quienes deseen conocer, a través de la lectura, las vicisitudes de muchas vidas recluidas en esos campamentos mineros que, hoy por hoy, no son más que ruinas pobladas por fantasmas.

martes, 3 de julio de 2018


CON EL MIEDO EN LAS MUELAS

Una mañana, al regresar de una fiesta, me enfrenté a una noticia inesperada, que parecía hecha a la medida de esa expresión popular que dice: Después del gusto, viene el susto, pues me enteré que tenía hora con la dentista. Se me erizaron los pelos y se me heló la sangre. De modo que, acosado por el temor que me infundían los odontólogos, médicos y hospitales, pasé la noche sin poder conciliar el sueño, cavilando en esa tortura anunciada que la dentista, tras una llamada telefónica, le dejó como recado a mi madre.

Si la fobia a los dentistas no es un fenómeno innato ni hereditario, sino un choque emocional provocado en algún momento de la vida, entonces el mío se hizo realidad el día en que la doctora de mi pueblo, una mujer regordeta y ajena a toda consideración psicológica y sensibilidad humana, tuvo el coraje de operarme sin anestesia la falange del dedo anular, mientras yo berreaba y pataleaba en los brazos de mi madre, a quien, a pesar de estar a mi lado, sujetándome la mano con todo el furor de sus fuerzas, la sentí como ausente, porque no dijo una sola palabra y dejó que la doctora  -esa bestia del tamaño de un buque- me suturara la herida como si fuese la rotura de una tela.

Desde entonces me resistía al consultorio de médicos y odontólogos, pues de sólo verlos enfundados en mandiles blancos y el estetoscopio colgándoles del cuello, me invadían los recuerdos más desagradables del pasado, sobre todo, ese trauma que arrastraba desde la infancia y que me perseguía hasta en los laberintos de la pesadilla.

Cada encuentro con la dentista era como un encuentro con la mismísima muerte, pues cuando la tenía cerca, muy cerca, me daba la sensación de que hasta sus ojos color cielo y su barbijo cubriéndole sus labios de granate formaban parte de ese instrumental que se usaba para arrancar las muelas del juicio o limpiar las picaduras; esa suerte de tortura que, casi siempre, me dejaba con la piel de gallina y el cuerpo empapado en sudor.

A la hora prevista, y después de haber caminado un montón de cuadras debido a un bloqueo de caminos, me presenté en la clínica maldiciendo a los treinta y dos huesecillos que tenía engastados en las mandíbulas, sin poder concebir cómo una mujer tan bella podía tener las manos tan torpes y los nervios templados como el acero.

En fin, resignado de saber que los dientes no sólo sirven para lucir una sonrisa o sufrir un dolor indecible, entré en el gabinete de blancas paredes y relucientes instrumentales, con el miedo metido en las muelas. La dentista, a poco de saludarme con indiferencia, se sentó en la silla giratoria y me acercó la pantalla como si me fuese a descubrirme el alma en el fondo de la boca. Me recliné sobre el sillón, mientras miraba los instrumentos pendientes sobre mi cabeza, listos para ser introducidos en mi boca abierta de ceja a oreja.

Aunque la lámpara reflectora me daba a los ojos, no dejaba de mirar el aspirador de saliva, la jeringuilla de agua y aire, la escupidera y el plato de instrumentos, donde estaban las pinzas y tenazas, desafiantes como garras de metal. Cuando la dentista me introdujo la lámpara endoscópica y me escarbó los dientes de muela a muela, sentí la primera violación odontológica, después vino todo lo demás: la radiografía y los ganchos que, una vez sujetos en los carrillos, me mantuvieron igual que al pez cogido por el anzuelo. La fresa chirriante chocó contra la pulpa de mi muela comida por la caries, y yo, al límite de perder la razón, me salí de mí mismo, hasta que sentí que la dentista me aplicó una amalgama que más parecía una masa de dinamita en el agujero de una roca abierta por el taladro.

Al cabo de media hora, cuando me levanté de la silla, enjugándome el sudor que me brotó en la frente, la dentista se acercó al escritorio y me extendió un papelito junto al cual debía cancelar por la consulta. Yo aparté la mirada intentando esconder las lágrimas y, sin poder mover la mandíbula, me alejé por el pasillo, cabizbajo y pensando en que nada es gratis en este mundo, ni la tortura del dentista ni el maldito dolor de muelas.

Al fin y al cabo, retorné a mi rutina diaria, pero sin dejar de recordar las palabras de mi madre, quien, alguna vez que me vio mirándome las muelas en el espejo, suspiró a mis espaldas, como soplándome en la nuca, y dijo: los dientes son como los colmillos de los animales salvajes, duelen cuando salen y cuando se pierden, pero sirven para comer. 

jueves, 21 de junio de 2018


LA MASACRE DE SAN JUAN EN PROSA

El Archivo Histórico de la Minería Nacional de la Comibol/Regional Catavi, dentro de sus actividades dedicadas a la promoción de la cultura minera y el registro de los materiales pertenecientes a la Comibol, edita la Serie de Literatura Minera, cuyo décimo segundo número, que tiene el propósito de mantener viva la memoria histórica del proletariado boliviano, está dedicado a la masacre de San Juan, que enlutó a las familias mineras en Llallagua, Siglo XX, Cancañiri y Catavi, en la madrugada del 24 de junio de 1967.

La presente selección de textos, intitulada La masacre de San Juan en prosa, es un nuevo aporte a la ya extensa historiografía en torno a un acontecimiento fratricida, que conmocionó a un país que vivía asolado por un régimen militar despótico, cuyos crímenes de lesa humanidad formaron parte de una de las etapas más sombrías de la historia nacional.

Reconocidos intelectuales bolivianos, como Guillermo Lora, Sergio Almaraz, Marcelo Quiroga Santa Cruz, René Zavaleta Mercado, Gregorio Iriarte y Armando Córdova Saavedra, coinciden en señalar que la masacre de San Juan se produjo como consecuencia de la existencia de un grupo insurgente, que inició sus acciones en marzo de ese mismo año en la zona de Ñancahuazú. El régimen dictatorial de René Barrientos Ortuño, en su afán de justificar su política criminal, declaró que no hubo otra forma de frenar las acciones subversivas de los dirigentes mineros y los guerrilleros comandados por Ernesto Che Guevara.

En un trabajo como el presente no podía faltar la versión del filósofo francés Regis Debray, quien formó parte del foco armado de Ernesto Che Guevara en sus inicios y reafirmó la tesis de que el régimen dictatorial de René Barrientos Ortuño usó el pretexto de la guerrilla para tramar, en colaboración con sus asesores norteamericanos, una estrategia militar que impidiera a cualquier precio una alianza orgánica entre mineros y guerrilleros.

Los autores, con solvencia y autoridad moral, se refieren a los antecedentes que dieron paso a la conocida masacre minera de San Juan, que dejó un reguero de heridos y un saldo de más de dos decenas de asesinados entre hombres, mujeres y niños.

Por otro lado, se consideró necesario incluir testimonios de primera mano, como el de Domitila Barrios de Chungara y la viuda de Rosendo García Maisman, y otros de carácter más literario, como el de Eliseo Bilbao Ayaviri, Diego Martínez Estévez, Víctor Montoya y el célebre escritor uruguayo Eduardo Galeano, quienes confirman que las tropas militares, aprovechándose de la fiesta del 23 de junio, tomaron por sorpresa los distritos mineros, donde la noche de San Juan se celebra con libaciones, bailes, juego artificiales y fogatas.

Tampoco es casual que el ejército haya intervenido la población civil de Llallagua y los campamentos mineros de Cancañiri, Siglo XX y Catavi, a las 04.40 de la madrugada, una vez que la mayoría de los trabajadores se habían retirado a descansar en sus hogares, dejando atrás las menguantes brasas de las fogatas y sin tener posibilidades de organizar una resistencia eficaz contra los uniformados, que estaban dispuestos a cumplir con su misión a sangre y fuego.


Por último, se incluyen los apuntes escritos por Ernesto Che Guevara en su famoso Diario, ya que dan una perspectiva de quien, a la distancia y por medio de las emisoras de radio, se informó de los sucesos de la masacre en Siglo XX-Catavi, donde se debía realizar un ampliado nacional minero el 24 de junio, con el objetivo de replantearle al gobierno un pliego de peticiones y reafirmar la unánime decisión obrera de apoyar a la guerrilla con víveres y medicamentos.

Esperemos que estos textos, que parecen describir una epopeya arrancada de las pesadillas, nos permitan mantener siempre viva en la memoria una de las tragedias más cruentas que registra la historia del movimiento obrero boliviano.

Cabe recordar que el pasado año, el mismo Archivo Histórico de la Minería Nacional de la Comibol/Regional Catavi, en su Serie de Literatura Minera, publicó una selección de poesías revolucionarias bajo el título de La noche de San Juan en versos, donde destacan autores como Jorge Calvimontes y Calvimontes, Nilo Soruco, Coco Manto, Alberto Guerra Gutiérrez y Grover Cabrera García, entre otros.
    
Los poetas reunidos en esa breve antología, aparte de recrear con la intensidad vibrante de sus versos una realidad dramática, que les tocó vivir a las familias mineras en carne propia, rescataron con innovación y creatividad la integridad de un país que, a pasar de los regímenes dictatoriales, las intervenciones militares y las masacres insensatas, supo luchar y resistir contra los enemigos de la soberanía nacional, bajo la hegemonía de los trabajadores de los centros mineros como Siglo XX, que fue escuela y escenario de eximios oradores y grandes líderes sindicales, como Federico Escóbar, César Lora, Isaac Camacho, Irineo Pimentel  y Domitila Barrios de Chungara, por citar a algunos de los más esclarecidos.

En esta oportunidad, y en el marco de las actividades programadas para los días 23, 24 y 26 junio en las poblaciones de Llallagua y SigloXX, se presentará esta nueva entrega del Archivo Histórico de la Minería Nacional de la Comibol/Regional Catavi, que viene promoviendo y difundiendo, conforme a sus propósitos altruistas en el ámbito cultural, la literatura vinculada a la realidad minera, como una forma de perpetuar la rica tradición de lucha de los trabajadores del subsuelo boliviano.

domingo, 10 de junio de 2018


EL GATO NEGRO

Todas las malditas noches, cuando El Solitario se acostaba vencido por el cansancio, el gato negro se le aparecía, como la sombra de un enorme felino, en los sótanos tenebrosos de las pesadillas. No lo dejaba en paz desde el día en que le quitó la vida de un manera espantosa, sin sospechar que un gato no sólo tiene siete vidas, sino ocho cuando éste retorna desde el más allá.

Lo cierto era que El Solitario, un hombre de aspecto desaliñado y conducta sádica, estaba cansado con los maullidos del gato negro, que lo despertaban en lo mejor del sueño. Tampoco soportaba sus ronroneos, que le penetraban a los oídos como las enervantes gotas de una pileta mal cerrada. A veces, aburrido de verlo tendido en la cama, acurrucándose cual un indefenso peluche, lo cogía por la cola y lo tiraba por los aires, pero el gato siempre caía de lo parado, como acostumbrado a doblegar las malas intenciones de su amo.

En cierta ocasión, mientras El Solitario le azuzaba con el palo de la escoba, el gato negro reaccionó instintivamente y, refugiándose en uno de sus mecanismos de defensa, pegó un salto retorciéndose en el aire y clavó sus garras en la cara de su amo, quien, a su vez, se retorció de dolor con la mano puesta sobre la sangrante herida. Desde entonces, El Solitario tenía una cicatriz zigzagueante en el pómulo derecho y unas ganas locas por deshacerse del peludo animal, que una noche se metió en su casa por casualidad.

No faltaron los días en que El Solitario, bañándolo con una mirada de odio y desprecio, pensaba que los gatos negros estaban asociados con los malos augurios. No en vano las personas supersticiosas, que se cruzaban de forma súbita con un gato negro en la calle, creían que estaban condenadas a sufrir infortunios, no sólo porque eran compañeros de las brujas, sino también porque representaban el oscuro espíritu de los demonios; por eso había que quemarlos vivos o despeñarlos desde lo alto de un cerro.

El Solitario no compartía la idea de que los gatos eran animales sagrados, como se imaginaban los antiguos egipcios, y mucho menos que eran dioses protectores de la buena salud y la fortuna. Tampoco había por qué venerarlos y mimarlos como lo hacían los budistas tibetanos, quienes los consideraban acompañantes en el tránsito obituario y que en la vida eran como hermanos del alma, sobre todo, si se los trataba con afecto y tolerancia.

Cuando el gato negro estaba en la casa de la vecina, donde buscaba un poco de comida y cariño, El Solitario, que se quedaba más solo que un condenado, salía solo sólo un momento al patio, fumaba un cigarrillo y se decía así mismo: A mí me hace reír Edgar Alan Poe, no él sino la forma de cómo lo mató a su gato negro, encerrándolo en una de las paredes del cuarto.

Un día, harto de ver al gato tendido a sus pies, decidió quitarle la vida con la mayor saña que pueda imaginarse; lo atrapó por el pescuezo, le cortó la cola con una tijera, le despellejó la cabeza con chorros de agua hervida, le arrancó los ojos con la punta del cuchillo, le cortó la lengua en rodajas y, al final, le abrió el cuerpo desde el ano hasta el hocico, le arrancó las vísceras y así, con la panza abierta y estirado como un sapo, lo colgó del muro del patio, con las patas clavadas por herrumbrosos clavos.

Como podrán imaginarse, un tiempo después, el animal no tenía aspecto de gato, sino de un pedazo de pellejo secado al sol. Lo más grave era que el pobre gato negro murió de un modo despiadado, sin que nadie se diera cuenta, ni siquiera la vecina que lo quería con un auténtico sentimiento maternal.

El gato negro desapareció de un día para otro. La vecina no lo veía ya caminar por encima del muro ni saltar hacia el verde césped de su patio, aunque ella, como todos los días, le dejaba su comida en un platito de arcilla, esperanzada en tomarlo en sus brazos y acariciarlo con ternura. Ella, a diferencia de El Solitario, entendía que los gatos no sólo eran criaturas de compañía, sino que servían para cazar a los ratones en las habitaciones, como los perros servían para ser los centinelas de la casa. Entendía también que los gatos, aunque no tenían comidas hechas a su gusto, ni juguetes especiales, ni recipientes con arena, ni cepillos para tusarles la pelambre, se conforman con el cariño que se les dispensaba y con los restos de comida que se les daba cada día.

Lo que la vecina no sabía era que El Solitario, personaje siniestro con obsesiones perversas y tendencias sádicas, no era la persona más indicada para tener un gato en su casa, pues carecía de sensibilidad y empatía hacia otros seres vivos; más todavía, no sentía remordimientos de conciencia y hasta se excitaba y gozaba con el dolor ajeno, como si tuviera la necesidad de reafirmar su sentimiento de poder sobre la víctima, actuando con ira, saña y venganza. Por lo tanto, pedirle a El Solitario que cuide al gato era como pedirle al gato que cuide al canario.

Desde la vez en que el animal fue despellejado sin clemencia, las noches de descanso de su amo eran interrumpidas por maullidos y ronroneos, debido a que el gato negro se le aparecía en las pesadillas como un enorme puma, con garras y dientes afilados, reclamándole el porqué había sido brutalmente asesinado, si él, en su simple condición de mascota, nunca le había guardado rencor, ni siquiera cuando lo lanzaba al aire para asustarlo o cuando lo hería a puntapiés.

El Solitario, como toda persona asocial y agresiva, que se deshizo del animal doméstico con premeditación y ensañamiento, permanecía callado en el fondo de la pesadilla, sin sentir una pisca de culpa ni vergüenza, ya que para él, en su vida cotidiana, el felino era como cualquier otro objeto que se usaba y se desechaba. No obstante, con el transcurso del tiempo, la presencia del gato negro se hizo más frecuente y terrorífica en las pesadillas de El Solitario, quien, a pesar de rogarle a Dios que lo dejara dormir en paz, no lograba alejar de su mente al gato negro, que cada noche se le aparecía convertida en una fiera salvaje, sedienta por vengarse ojo por ojo y diente por diente.

Cuando El Solitario empezó a sentirse atormentado por la aparición y reaparición del gato negro, y al límite de perder la razón, decidió cambiar de actitud para siempre y poner fin a sus tortuosas pesadillas. Desclavó el pellejo, que permaneció en el muro del patio desde que la mascota dejó de respirar, y lo metió en una urna adquirida en una funeraria de animales. Luego excavó un hueco cerca de la puerta y enterró la pequeña urna, arrepentido y avergonzado, por primera vez en su vida, de su conducta cruel e inhumana. Al fin y al cabo, el gato negro no tuvo la culpa de que él, El Solitario, hubiese crecido en un hogar violento y hubiese sufrido maltratos desde su infancia.      

sábado, 9 de junio de 2018


EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE

Un compañero latinoamericano, al retornar a su país después de diez años en el exilio, se encontró con la enorme sorpresa de que su perro era el único ser que no lo había olvidado, pues el perro, según le contaron los inquilinos, no dejó de ladrar ni batir su cola desde cuando lo sintió llegar a la plaza del pueblo.

Esta anécdota, que él me la refirió en una de sus cartas, me recordó a Ulises, el héroe de la Odisea y rey de Ítaca, en la que el viejo perro Argos, agobiado por una misteriosa enfermedad y abandonado sobre un montón de boñiga, murió de felicidad al ver por última vez a su amo.

La anécdota me recordó también a mi perro, que murió atropellado por un auto que le partió el espinazo. Se llamaba Laika en homenaje al primer can lanzado al espacio en calidad de astronauta; era pelado como los perros de la puna, veloz como el perro Argos de Ulises, flaco como el perro galgo de don Quijote y bravo como el perro Buck de Jack London. Lo cuidé desde que era apenas un cachorro, desde que me lo regalaron envuelto en un aguayo. Él creció lamiéndome la cara y yo contemplándole sus brillantes ojos de azabache.

Con el paso del tiempo nos hicimos amigos inseparables, tan inseparables que mi madre nos servía la comida juntos y juntos nos bañaba en la batea. Lo apreciaba como a un hermano; era un perro obediente, hecho de instintos y reflejos condicionados. Nunca desacató las instrucciones que le impartía ni desoyó mi voz de mando. Yo levantaba la mano y él agitaba la cola, le disparaba con el índice y él se tiraba con las patas en alto. Así nos la pasábamos todo el rato, jugando como dos niños que se divierten hasta más no poder.

Por las mañanas me acompañaba a la escuela y por las tardes me esperaba sentado junto a la puerta, dispuesto a jugar con la pelota de trapo, que él escondía detrás de una tapia habida en el fondo del patio. Jugábamos hasta que la luna se mostraba en las alturas y mi madre nos llamaba a cenar. Después me ponía a hacer los deberes y él iba a recostarse en su caseta, desde cuya puerta vigilaba la casa con un ojo cerrado y el otro abierto.

Aunque era de regular tamaño, lucía una recia musculatura y unos colmillos afilados que infundían miedo y respeto. Lo pude comprobar el día en que nos atacó un bóxer de pelo corto y hocico chato, que tenía fama de ser depredador de peatones y jefe de una manada de perros sin dueño. El hecho ocurrió de un modo insólito. El bóxer, al vernos cruzar por la calle, se desprendió de la cadena corrediza que lo sujetaba de la collera y se lanzó al ataque, estremecido de furor y echando espuma por el hocico. Yo me quedé helado de pavor, pero mi perro, con los ojos ardientes como ascuas y el pecho resollándole más de lo habitual, se le enfrentó con una valentía admirable.

Por un instante, no muy lejos de mis ojos, se mordisquearon sin piedad, hasta que mi perro le hincó sus afilados colmillos en el pescuezo y lo revolcó en el suelo, como quien pone a prueba sus instintos salvajes. Pasado el incidente, en medio de un fino polvo que se disipaba en el aire, el perro bóxer se retiró con el rabo entre las patas y relamiéndose las heridas, mientras mi perro, dispuesto a defenderme y salvar su propio pellejo, se me acercó jadeante y con una mirada que parecía decirme: Soy el mejor amigo del hombre. Después corrió haciendo cabriolas y yo lo seguí a pasitrote, pensando que un perro valiente es más temible que el cancerbero de tres cabezas que guarda las puertas del infierno.   

Desde entonces se acrecentó nuestro afecto mutuo y se prolongó hasta el día en que murió en mis brazos, tras ser atropellado por un auto que le partió el espinazo. Su muerte me causó un dolor inmenso, lloré y lo enterré en el fondo de una quebrada, donde no llegaba la corriente del río ni el silbido del viento.

Años después, cuando le conté esta historia a un amigo sueco, éste me miró con una chispa de ironía y preguntó:

–¿Es verdad que los perros de tu pueblo duermen en el patio?

–Sí –contesté–. Los perros no son objetos de adorno sino los candados de la casa, los guardianes de los bienes de sus dueños. Los perros, como los humanos, tienen sus derechos y sus deberes, y, aunque se los cuida y ama demasiado, no se les cepilla los dientes ni se les atusa el pelo. Los perros de mi pueblo no están acostumbrados a consumir alimentos envasados sino a comer lo que sobra en la olla o en la mano. Los perros de mi pueblo se crían a cielo abierto y no como pájaros enjaulados. No necesitan que nadie los sobreproteja ni les cambie el paño, pues son perros que responden a su propia naturaleza, sin que por esto dejen de ser los animales más nobles y los mejores amigos del hombre.

–Lo que es aquí –dijo resignado el amigo sueco–, el perro ha dejado de ser perro para convertirse en amo y señor de la casa. Por si fuera poco, los perros ya no ladran ni muerden, son perros modernos en una sociedad moderna.

–Así es –le dije–. Los perros son como los humanos, mientras más tienen, menos ladran.

viernes, 4 de mayo de 2018


LOS FLAMANTES EDIFICIOS DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL SIGLO XX

El primer día que me encontraba de visita en Catavi, en la antigua Casa Gerencia, me vi sorprendido por unos edificios que se construían entre gritos a voz en cuello y al ritmo de cumbias y bachatas, sin considerar que el estridente bullicio perturbaba la paz de los vecinos. Luego me informé de que estos edificios, parecidos a los que los niños construyen en sus juegos, con palitos de fósforos y ladrillos de lego, formarían parte de la Universidad Nacional Siglo XX, cuyo plantel administrativo, ante la falta de ambientes en las poblaciones aledañas, decidió apostar un considerable presupuesto en la construcción de esta importante infraestructura educativa, que constituiría una suerte de orgullo para los lugareños, quienes jamás dejaron de pensar en que la educación es uno de los caminos que conduce hacia el progreso y la liberación de un pueblo.

A medida que transcurrían los días, pude advertir que estos edificios, mientras se alzaban en dirección al cielo, tenían a los albañiles caminando en las alturas como malabaristas de circo, jugándose la vida a cada instante y desafiando la ley de la gravedad, con los pies en el vacío y desprovistos de indumentaria adecuada. Es decir, trabajaban sin equipos de seguridad laboral ni técnica, ya que no se desplazaban sobre andamios ni llevaban correas ni arneses para evitar un accidente que podía costarles la vida.

En honor a la verdad, sólo algunos usaban cascos de protección, muy parecidos a los que en otrora usaban los técnicos de la Empresa Minera Catavi. Otros, los más intuitivos y precavidos, llevaban a cuestas una bolsa para herramientas que, sujeta a la cintura con un grueso cinturón, les permitía tener a mano las herramientas de construcción, como el martillo, desarmador, pinzas, amarrador, plomada, cincel, espátula, escuadra y flexómetro dividido en centímetros y milímetros, y, como es natural, un cordel para materializar una línea recta sobre una parte de la construcción en curso.

Aun sin tener demasiados conocimientos en materia de arquitectura, entendía que el arquitecto era un profesional que se encargaba de proyectar, diseñar y dirigir la construcción de edificios, junto al maestro de albañilería que, a su vez, dirigía a los peones, dedicados al oficio de la construcción, reforma, renovación y reparación de viviendas y edificios, para cuyo efecto hacían uso de diversos materiales como el cemento, la arena, los ladrillos, la cal y otros, con el único propósito de poner de pie un establecimiento de gran envergadura, como era el caso de la universidad obrera que, al fin y al cabo, sería la expresión de la determinación de los trabajadores y el pueblo, que deseaban tener una institución educativa que representara a una población minera, que tenía una magnífica historia desde que empezaron a explotarse los yacimientos de estaño en las montañas de Llallagua y Siglo XX.

Acercase a esas construcciones, ascendiendo o descendiendo por una sinuosa ladera, era someterse a un inminente peligro; primero, porque la empresa constructora no cumplía con las medidas de seguridad para evitar que sus trabajadores corran el riesgo de perder la vida por un simple descuido y, segundo, porque no se veía por ningún lado retroexcavadoras, grúas ni vallas perimetrales, que separan la construcción de los espacios públicos, para guardar la seguridad de los transeúntes que pasaban y repasaban cerca de las obras en construcción. Sin embargo, se podía advertir la existencia de casetas para los vestuarios y el depósito de herramientas, como mezcladoras, mazos, palas, carretillas, cubos, serruchos, y una oficia para guardar los documentos referentes a la obra, como los planos, cálculos, memorias técnicas, etc.


A pesar de los altibajos y contratiempos, propios en las provincias y ciudades intermedias, los flamantes ambientes de la Universidad Nacional Siglo XX seguían avanzando con la obra gruesa, hasta que llegó el periodo en que se empezó con la obra fina. Entonces, los mismos albañiles, que antes parecían malabaristas de circo, se ocupaban de blanquear con cal y yeso las paredes, como maestros diestros en el manejo de una suerte de paletas triangulares, que utilizaban para extender la pasta sobre las superficies guarnecidas, alisando y comprimiendo la masa con el borde de la herramienta; en tanto otros, con las ropas raídas y manchadas con los materiales de construcción, se encargaban de sujetar los listones, puertas y ventanas, con grapas de metal disparadas por unos instrumentos similares a las pistolas de clavos.

A mi retorno de la ciudad de La Paz, después de un tiempo de ausencia, vi que los edificios estaban en su fase final, al menos aquél donde se exhibía un enorme cartel con la fotografía del rector de la universidad. Daba la sensación de que incluso intervenían otros profesionales encargados de la obra fina; unos ponían las baldosas y tapices, instalaban los lavabos, tazas de baño, puertas y ventanas; mientras otros se hacían cargo de instalar el agua potable, los transformadores de electricidad y los sistemas de seguridad contra incendios.

No cabe duda de que, al finalizar de este costoso y necesario proyecto, la empresa constructora se preguntará si los edificios cumplen con la idoneidad urbanística y la funcionalidad que requiere un establecimiento educativo. Para los demás, que no entendemos mucho sobre las técnicas empleadas en una obra arquitectónica plasmada sobre una superficie terrestre, es suficiente que los edificios, además de que su estructura estética sea digna de admiración y contemplación, cumplan con el propósito de satisfacer las necesidades de los docentes, estudiantes y administrativos de la Universidad Nacional Siglo XX.

viernes, 27 de abril de 2018


EL KIMSACHARANI

Pedrito, muchos años después de que abandonó su hogar, aún recordaba aquel increíble episodio de su infancia, cuando el kimsacharani se convirtió en una serpiente de tres cabezas.

El kimsacharani, hecho de cuero trenzado y con tres pequeños lazos terminados en nudos, era un instrumento de castigo que no podía faltar en su casa, donde su papá, un hombre gruñón que no aguantaba pulgas, estaba acostumbrado a cascarle cada vez que se portaba mal o cometía una travesura que no era de su agrado.

El kimsacharani era negro como las trenzas de su mamá y tenía un orificio en el mango. Pendía siempre de un clavo de acero, a la altura del dintel de la puerta de ingreso a la sala, y parecía un objeto tan sagrado como el crucifijo que estaba a su lado.

Pedrito no entendía cómo se podía exhibir, como si fuese una reliquia familiar, un objeto temido por los niños que sabían que este chicote de tres colas, conocido también como el Sambito, servía para educar a chicotazos a los hijos que cometían alguna falta o desobedecían las órdenes de sus padres, sin considerar que los niños, por razones físicas y emocionales, no debían ser sometidos a castigos crueles, inhumanos y degradantes.
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El papá de Pedrito, que se hacía pagar en casa las broncas que tenía con el jefe de su trabajo, estaba convencido de que los azotes que él recibió en su vida, desde que nació hasta que se casó, lo ayudaron a corregir sus malos hábitos y le enseñaron a tener una mejor vida familiar. Por eso mismo, nadie podía sacarle de la cabeza la idea de que no era bueno usar un chicote, confeccionado con el cuero curtido de una llama, para educar a los hijos inquietos y rebeldes.

Pedrito, siempre que dirigía su mirada hacia el kimsacharani, imaginándolo como un instrumento que inventó el diablo, sentía una sensación que le hacía estremecerse por dentro. Un solo chicotazo lo dejaba zapateando de dolor, con los pantalones mojados y los pelos de punta. Lo peor era que, mientras más se quejaba y lloraba, su papá descargaba toda su furia hasta dejarle con la espalda colorada como el tomate y las nalgas ardiéndole como si hubiese caído en un cubilete de brasas.

Así como su papá estaba acostumbrado a golpearlo, Pedrito estaba acostumbrado a recibir el castigo con los puños y los dientes apretados. Al final, sentía que todo su cuerpo, pequeño para su edad, estaba flagelado como el lomo de un jumento de carga. Algunas veces, cuando lo veía a su papá con el kimsacharani en la mano, decidido a sacarle lo malo y meterle lo bueno, se acordaba de los héroes de las películas, donde los protagonistas portaban un látigo que, luego de chasquear en el aire, golpeaba contra la humanidad del enemigo. Aunque su papá no era un arqueólogo aventurero, como Indiana Jones, usaba el kimsacharani con una impresionante destreza. Otra veces, cuando el castigo lo dejaba marcas en la piel, se acordaba del Zorro, de ese héroe enmascarado que, incluso cabalgando al galope sobre Tornado, podía marcar la letra Z con la punta de su látigo.


La vez que su papá lo azotó a las cuatro de la mañana, antes de irse al trabajo y por una travesura que hizo un día antes, Pedrito pensó cómo podía deshacerse del kimsacharani, hasta que se le ocurrió la idea de esconderlo en el baúl que estaba debajo de su cama; pero pensó un poco más y, de pronto, se dio cuenta de que el baúl no era el mejor sitio para hacer desaparecer un objeto de dimensiones considerables. Entonces se le vino otra idea más brillante: tirarlo al techo de paja, tal cual le explicó uno de sus compañeros de escuela, quien, un día que lo vio poniéndose saliva sobre sus heridas, le dijo:

Si no quieres que tu papá te pegue más, lo que tienes que hacer es lo siguiente: salir al patio de tu casa, ponerte de espaldas contra la pared, cerrar los ojos y, apuntando hacia el techo de paja, arrojar el kimsacharani por encima de tu cabeza.

Pedrito, esa misma mañana, apenas se levantó de la cama, se dirigió a la sala donde estaba colgado el kimsacharani, lo tomó con las manos temblorosas, salió al patio y, ¡zas!, se deshizo de ese instrumento de castigo que, de solo mirarlo, le ponía los pelos de punta y la piel de gallina.

Cuando su papá regresó del trabajo, buscó el kimsacharani como aguja en el pajar, pero no lo encontró. Preguntó a todos dónde estaba el Sambito, pero nadie le contestó, menos Pedrito que, a pesar de estar muerto de miedo, selló los labios, entornó los ojos y se limitó a negar con la cabeza.
   
Su papá buscó al Sambito por todas partes y, al no encontrarlo, se fue al mercado  para comprar otro. La vendedora, una señora gorda como la letra O y mala como una madrastra perversa, mientras le vendía un nuevo kimsacharani, le dijo que todo papá debía tener a mano ese objeto para hacerles chupar unito a los niños desobedientes y malcriados. Un solo chicotazo era suficiente para hacerles andar de puntitas.

Cuando Pedrito vio el nuevo kimsacharani colgado del mismo clavo donde estaba el anterior, el mismo que él arrojó al techo de paja de la cocina, se le estremeció el cuerpo y pensó que los castigos no habían terminado, no al menos como se lo explicó uno de sus compañeros de escuela.

Atormentado por los castigos que le propinaba su papá, Pedrito pensó que tenía que haber otra manera de deshacerse del kimsacharani. En eso nomás, como iluminado por una luz celestial, se le vino a la mente la idea de suplicarle al Supremo para que haga desaparecer al Sambito de una vez y para siempre.

Entonces se arrodilló al lado de su cama, apoyó los codos sobre la almohada y, juntando la palma de las manos, rezó todas las noches con los ojos cerrados, hasta que un día, cuando su papá iba a coger el kimsacharani para azotarlo como casi todos los días, éste voló de sus manos y, retorciéndose en el aire, se transformó en una serpiente de tres cabeza. Reptó con la velocidad de un rayo y desapareció en la hendidura del machihembrado de la sala.

Su papá, por primera vez en su vida, dio un salto atrás y pegó un grito de espanto. No podía creer lo que pasó con el kimsacharani delante de sus ojos; tenía el rostro de un pajarito aterrado y el cuerpo temblándole como pillado por una descarga eléctrica.

Pedrito, que estaba calladito en un rincón, con la espalda encorvada y los ojos con legañas, miró la escena con una enorme satisfacción, como si por primera vez estuviera libre de la crueldad de su papá, quien, desde ese milagroso día, dejó de comprar kimsacharanis y dejó de golpearlo, como si por fin hubiese entendido de que éste no era un chicote para educar a los niños, sino un instrumento que inventó el diablo para flagelar a los condenados al infierno. 

martes, 17 de abril de 2018


MONTOYA PRESENTARÁ DOS NUEVAS OBRAS EN LLALLAGUA

El prolífico escritor boliviano, en el marco de la celebración del Día Mundial del Libro, presentará sus más recientes creaciones: Retratos y Microficciones.

En el libro Retratos, el lector tiene la sensación de estar inmerso en una fascinante galería de cuarenta y cinco crónicas e imágenes, que recrean historias de vida a partir de pinturas como El yatiri, de Arturo Borda; Saturno devorando a sus hijos, de Francisco de Goya; Atardecer en el paseo Karl Johan, de Edvard Munch; Eva, de Fernando Botero; y La mujer barbuda, de José de Ribera.

Asimismo, el autor revela las impresiones que le causaron los retratos de personajes del ámbito cultural, deportivo y político, como el Gigante de Paruro, Ernesto Che Guevara, Julio Cortázar, los pies de Pelé, Ernesto Cavour, Augusto Pinochet y el Tío de mina, entre muchos otros.

En el libro Microficciones, ilustrado por el artista plástico Jorge Codas, el autor ofrece una serie de cuentos breves, donde la realidad y la fantasía se funden con una fuerza capaz de atrapar el interés del lector de principio a fin. Se trata de una estupenda selección de microcuentos que, narrados en pocas palabras, estimulan la imaginación y convocan a una reflexión necesaria.

El evento se llevará a cabo el lunes 23 de abril, en la Plaza de Armas de Llallagua, a Hrs. 16:00.

Los comentarios estarán a cargo de los profesores de literatura Rubén Marconi y Josué Moya. 

La presentación de los libros cuenta con los auspicios de la Honorable Alcaldía Municipal, la Universidad Nacional Siglo XX  y el Archivo Histórico de la Minería Nacional/Regional Catavi.

martes, 10 de abril de 2018


TEODORA, LA PALLIRI DE LOS DESMONTES

Teodora es originaria del pueblo de Chayanta, tiene 35 años y seis hijos. Trabaja desde hace unos cinco años como palliri en los desmontes de Llallagua. Su faena, que comienza cuando el sol comienza a despuntar tras los cerros de Catavi, consiste en machucar y rescatar, martillo en mano y sin más armas que su coraje, las chispas de mineral incrustadas en las granzas que conforman los desmontes que, en realidad, constituyen poderosos reservorios de mineral, lo mismo que las lamas del K’enko, donde desembocaron los residuos del Ingenio Victoria de Catavi, una vez realizado el proceso de concentración del estaño, que debía ser embolsado en sacos de Calcuta antes de ser transportado hacia Estados Unidos o Inglaterra.
 
Teodora vive en una habitación que, más que habitación, parece una pocilga. Vive acompañada por sus hijos y sus animales domésticos. No conoce el agua potable, la luz eléctrica ni la cocina a gas. Sus pocos muebles son cajones de dinamita y no tiene más bienes que un paupérrimo salario, que no le alcanza ni para llenar el estómago de sus seis wawas.

Teodora, como la mayoría de las mujeres que trabajan en los desmontes, a cielo abierto y sin más herramientas que sus manos, forma parte de ese ejército de mujeres abandonadas por sus parejas. Su mamá murió con una enfermedad desconocida y su papá, desde que lo retiraron de la empresa a causa de su mal de mina, se dedicó a la bebida y murió con cirrosis.

Ella se juntó con su marido a los dieciséis años. Él la hizo ver las estrellas y le prometió un paraíso que nunca llegó a conocer. Sus hijos, que no son precisamente una bendición de Dios, llegaron uno tras otro, hasta que su esposo, que era flojo, machista, borracho, mujeriego y maltratador, un día se enroló con otra mujer más joven y la abandonó junto a sus pequeños hijos, sin dejarle un solo centavo para comprar la comida.

Por un tiempo se sintió sola y lloró hasta el cansancio, pero, al final, cayó en la cuenta de que no le quedaba otra que seguir luchando para mantener a sus hijos, quienes, a pesar de las innumerables privaciones y dolores de cabeza, son la mayor razón de su vida. Un día, sobreponiéndose a los prejuicios propios de un medio machista y patriarcal, sujetó sus trenzas debajo del sombrero de paja, se puso overol y se calzó botas de goma. Cargó su martillo y merienda en un aguayo, se despidió de sus hijos y salió a ganarse el pan del día en los desmontes, conocidos también con el nombre genérico de colas, que son los residuos de la producción minera y que durante varias décadas fueron acumulándose como cerros café-plomizos cerca de los campamentos mineros.

Desde entonces no ha dejado de soñar en un futuro mejor para ella y sus hijos. Quiere trabajar en el interior de la mina, así tendría más derechos y más ingresos; es decir, ganaría un salario más digno que el que gana como palliri; pero éste deseo es solo un sueño, que nunca se hará realidad. Teodora está consciente de que el privilegio de ser minera no le corresponde a ella, sino a las mujeres que perdieron a sus maridos a causa de la silicosis o en un accidente laboral de interior mina. 

A pesar de los pesares, está conforme con ser palliri, aunque tanto sacrificio no siempre es recompensado de manera justa, aparte de que tiene que trabajar en condiciones infrahumanas, desafiando las inclemencias del tiempo y en un ambiente donde está expuesta a peligros que acechan a cualquier hora del día. Así como no faltan los accidentes y enfermedades, tampoco faltan los malhechores que, al verla sola entre los pliegues de los desmontes, intentan abusarla por el simple hecho de ser mujer; por fortuna,  ella aprendió a defenderse con el martillo o la piedra que siempre carga en el bolsillo de la pollera.

Teodora tiene su puesto de trabajo, bajo el sol y bajo la lluvia, en la misma zona donde hasta la época de la llamada relocalización de 1985, se deslizaban pequeños vagones metaleros enganchados a unos andariveles de acero, de grueso calibre, bien tensados entre un extremo y otro. Los pequeños vagones, vistos a la distancia y recortados contra el cielo, no sólo parecían pequeñas naves extraterrestres, sino que transportaban, por encima de los campamentos mineros, los deshechos expulsados de la Planta Sink and Flaut hacia los desmontes de granza, donde las palliris, como Teodora, se ganaban el sustento diario rescatando las chispas de mineral con la pura fuerza de sus manos.

El poco dinero que gana como palliri, machucando granzas con estaño de baja ley, no equivale ni siquiera al salario básico vital, pero ella, que aprendió desde niña el arte de ahorrar centavo a centavo, sabe cómo administrar lo poco que gana, conforme alcance para el plato de comida y la educación de sus hijos.

Teodora no sabe leer ni escribir. Nunca asistió a la escuela. Toda su vida, más que ser vida, fue un infierno. Experimentó las discriminaciones sociales y raciales desde siempre. Vivió en carne propia la violencia intrafamiliar y trabajó desde que tenía uso de razón, tanto dentro como fuera del hogar. Ella es un eslabón más de una larga cadena de mujeres que dejan su vida en los campamentos mineros, como antes la dejaron sus padres y los padres de sus padres. Por eso sufre harto por dentro y se parte el lomo trabajando, con la ilusión de que sus hijos sigan estudiando. Ella le ruega a Dios para que ellos no sean mineros ni palliris como sus antepasados. Lo que Teodora quiere es que sus hijos se alejen, de una vez y para siempre, de esos sombríos socavones que, desde la época de la colonia, han sido verdaderos tragaderos de vidas humanas.  

viernes, 30 de marzo de 2018


EL FORASTERO

En el pueblo, desparramado en la ladera de una montaña árida y pedregosa, no había otra seña de identidad que una bocamina siempre negra y abierta que, vista a lo lejos y bajo los rayos del sol, parecía las fauces de un monstruo queriendo tragarse a los habitantes, cuya única esperanza estaba depositada en los buenos propósitos de un forastero que un día llegó montado en un caballo alazán, con la promesa de devolverle vida al pueblo, donde hacía mucho que el yacimiento de estaño se agotó como la leche en la teta de una mujer entrada en años.

Los habitantes asistieron a la asamblea organizada en la única y pequeña plaza, para discutir la propuesta del forastero, cuyo nombre extranjero era de difícil pronunciación y cuyo país estaba ubicado, según él mismo relató, en las remotas tierras de allende los mares.

El forastero tenía el pelo cobrizo, un ojo color de esmeralda y otro color de ébano, unos bigotes espesos y revueltos, como los que se ven en las películas sobre la vida de Búfalo Bill. Su estatura era imponente, sus ropas eran de cuero brilloso y en sus musculosos brazos resaltaban tatuajes parecidos a los que exhibían los marineros más avezados y forajidos de ultramar.

La asamblea transcurrió en orden, con la debida calma y mesura, y, por votación unánime, se resolvió que la mina volvería a reactivarse bajo la dirección del forastero, quien se comprometió a invertir todo el dinero que hiciera falta en la explotación de los yacimientos incrustados en la corteza terrestre.

Como es de suponer, el desprendimiento desinteresado de este hombre de aspecto extravagante, que a unos les caía simpático y les inspiraba confianza, no dejaba de intrigar a otros que, intuyendo que algo más se traía entre manos, ponían reparos a sus ideas altruistas y su conducta poco usual entre los pobladores.

Algunos se preguntaban, por ejemplo, cómo podía ser posible que un forastero de paso por un pueblo decida, así por así y de la noche a la mañana, devolverle vida a una montaña que, por medio de su bocamina, estaba clamando que la dejen en paz porque estaba agotada y no rendía más.

Por otro lado, aparte de su nombre, su país de origen y su vida cotidiana en la casa donde estaba hospedado, nadie conocía otros antecedentes del forastero, salvo que era un hombre acaudalado y un aventurero que conocía el mundo entero mejor que la palma de sus manos.

Cuando los mineros empezaron a horadar las rocas, el forastero, con la luz de sus ojos que desprendían lumbres en la oscuridad, les iba enseñando cuál era la dirección que debían tomar, para luego ir abriendo los rajos palmo a palmo, hasta llegar a lo más profundo de la montaña.

El laboreo minero, que se reinició en la bocamina abandonada, se prolongó durante días, semanas y meses. En principio no encontraron más que vetas con minerales de baja ley y algunas aleaciones compuestas de plata, pirita, plomo y zinc, hasta que un buen día, a cientos de metros bajo la superficie y cuando los ánimos empezaban a menguar, dieron con unos filones de estaño que, alumbrados por  la luz mortecina de las lámparas, parecían anacondas brillando con luz propia en la impenetrable oscuridad. Sólo entonces, todos arrojaron el guardatojo por los aires, brincaron de júbilo y se alistaron para ch’allar el fabuloso hallazgo.

Así fue como el pueblo, que antes estaba como largado de la mano de Dios, volvió a cobrar nuevos bríos y requirió de más fuerza de trabajo. Los mineros, que abrían rajos y galerías, destrozando las rocas a plan de palas, picos, barrenos y dinamitas, recobraron la dignidad y se llenaron los bolsillos con las ganancias provenientes de la explotación minera.

En poco tiempo, la mayoría de los habitantes, que tenían las esperanzas perdidas y muy poco que comer, se convirtieron en prósperos comerciantes. Las calles se llenaron de tiendas y los niños volvieron a sonreír, como cuando las flores vuelven a brotar en un marchito jardín. O sea que la presencia del forastero fue un signo de buen augurio y prosperidad.

Todos sabían que el auge económico se debía a la minería, pero lo que no sabían era que el forastero, quien no volvió a salir de la mina desde la última vez que ingresó sin compañía, era el mismísimo Tío disfrazado de forastero, porque cuando los mineros lo buscaron como aguja en el pajar, creyendo que se había precipitado en un buzón o que había perdido la vida debajo de un enorme planchón de roca, advirtieron que en el paraje de la galería más profunda, de donde emanaba una luz parecida a una aureola color naranja, se divisaba la silueta de un hombre sentado en un sillón.

Cuando los mineros se acercaron al lugar y lo miraron de cerca, se quedaron sin palabras y con una sensación aterradora atravesada en el cuerpo, porque el hombre al que andaban buscando, a ese forastero que un día llegó cabalgando al pueblo y que otro día dispuso su fortuna para reactivar la mina, estaba desnudo y petrificado en un trono de roca, con un aspecto diabólico que evocaba al príncipe de las tinieblas, ya que en las chispas de su mirada se reflejaban las llamas del infierno y en sus cuernos se escondían los poderes mágicos de su reino.

–Soy el Tío de la mina –se presentó con voz estruendosa–. Les concederé todo lo que me pidan, siempre y cuando se porten bien conmigo, rindiéndome pleitesía y ofrendándome hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

–¿Y todo eso por qué? –preguntó uno de los mineros, temblando de pies a cabeza.

–Porque soy el amo de ustedes y el dueño de los minerales –contestó deslumbrándoles con el fuego de sus ojos.

A poco de que todos se enteraron de la verdadera identidad del forastero, no tuvieron más remedio que profesarle respeto y cariño, convencidos de que de él dependía la felicidad o la desgracia de una familia en el pueblo.