LAS AVENTURAS DE UN FUMADOR
Las aventuras de un fumador se inician casi siempre en el
umbral de la adolescencia, cuando se ha perdido el hábito de sonarse la nariz
en el dorso de la mano y descubrirse el crecimiento del vello púbico. En mi
caso, me inicié fumando las colillas que mi abuelo aplastaba en un cenicero de
metal bruñido.
Recuerdo que una noche, inolvidable en mi vida, como
tantas otras de mi adolescencia, entré en el cuarto de mi abuelo para prestarme
sus lentes, con cuyos cristales más gruesos que la base de una botella, veía
metamorfosearse los objetos a mi alrededor; experiencia que me fascinaba tanto
como tumbarme de espaldas a cielo abierto y contemplar las estrellas.
Sin embargo, esa noche fue una de las pocas veces que no
pude satisfacer mi deseo, puesto que él mismo los usaba mientras leía un
periódico a pocos centímetros de sus ojos.
—Buenas noches, abuelo —le saludé, con una mirada que
englobaba su cuerpo y el crucifijo que pendía de la pared.
Mi abuelo, al oír mi voz, se sentó en el borde de la
cama, me golpeó con su aliento y me acarició la mejilla con su barba cortada en
abanico.
Después encendió un cigarrillo negro, sin filtro, fumó
con dilección y echó una bocanada de humo que se disipó en el ámbito. Se vistió
a tientas y salió del cuarto. Yo permanecí al lado del velador, las pupilas
avispadas y contando las colillas aplastadas en el cenicero. Entonces me
invadió la tentación de fumar por vez primera, atraído por la curiosidad y la
aventura. Alargué el brazo para coger la colilla y, sin que nadie me viera,
corrí hacia el patio trasero de la casa, donde había un descampado desigual y
pedregoso.
Estando allí, solo y bajo un cielo cuajado de estrellas, encendí la
colilla y la chispa resplandeció iluminándome los dedos. Absorbí con fruición,
el humo me penetró hasta los pulmones y la brasa de la colilla me quemó la
punta de los labios.
Cuando terminé de fumar, una extraña sensación se apoderó
de mi cuerpo; mi cabeza parecía girar en sistema de rotación, mis extremidades
languidecieron y mis ojos empezaron a ver los objetos como si estuviera con los
lentes de mi abuelo. Al cabo de un rato sentí arcadas, como accesos de tos, y
terminé lanzando la cena por doquier. A la hora de dormir no pude conciliar el
sueño; tenía un sabor amargo en la boca y martillazos de dolor en la cabeza.
Así, con los ojos dilatados, juré no volver a fumar sino hasta alcanzar la
mayoría de edad.
No obstante, al día siguiente, volví al cuarto de mi
abuelo para robarle otra colilla del cenicero. Recorrí la habitación con la
mirada y, al constatar que mi abuelo no volvía aún de su paseo habitual, me
acerqué al velador de puntillas, presto a coger una colilla. En ese trance, a
mis espaldas, escuché la voz de mi abuelo:
—¿Qué estás haciendo? —dijo—. ¡No sabías que una gota de
nicotina puede matar un caballo, o que tus pulmones pueden acabar como una
coladera!
Yo me quedé perplejo, con la mirada extraviada en el
vacío. Me disculpé y salí a paso resuelto, sin comprender por qué fumaba él,
sabiendo que los cigarrillos podían despacharlo al otro lado de la vida.
El día que murió mi abuelo, no por fumador sino por
viejo, pensé que había acabado mi aventura de fumador. Pero no, al contrario, recién
empecé a fumar decididamente, entre el temor a ser descubierto por mis padres y
los vertiginosos dolores de cabeza. Al final aprendí a echar el humo por la
boca y la nariz, y a dialogar mientras fumaba, como si hablara con voz de humo.
También aprendí a no quemarme los dedos con las cerillas ni los labios con las
colillas.
Toda vez que iba al cine, con mi enamorada o sin ella, me
sentaba en la última hilera de asientos, donde algunas parejas se besaban
desaforadamente. Era el único sitio donde podía fumar sin temor a ser
descubierto o reconocido, pues nadie me miraba ni me censuraba.
En el cine, a oscuras y entre susurros amorosos, era
donde de veras me sentía a gusto, porque me hacía consciente de que yo no era
el único fumador del mundo, pues hasta los actores de segunda categoría fumaban
como locomotoras. Por ejemplo, en las películas basadas en pasajes de la
Segunda Guerra Mundial se veían tantos cigarrillos como proyectiles, y en las
del Oeste, que eran las que más me gustaban, se mostraba al vaquero como modelo
de fumador, sobre todo, a Clint Eastwood, quien, montado sobre un caballo,
fumaba un puro que no se le caía de la boca ni cuando un tiro lo desplomaba
como costal de papas.
Durante la función, mi boca no exhalaba más que monóxido
de carbono, sin sospechar que la nicotina, al llegar a mis pulmones, se vertía
libremente en mi caudal sanguíneo, y que en fracción de segundos, transportada
por mi sangre, llegaba a mi cerebro, quitándome las energías y el apetito.
Ahora que he dejado de fumar, no quiero ni pensar que lo
que un día empezó como una aventura, otro día podía haber terminado como una
pesadilla, como terminó la vida de tantos fumadores anónimos, quienes soltaron
su última bocanada al saber que tenían cáncer en los pulmones o la laringe;
enfermedades cardiovasculares o, simple y llanamente, una vida que se apagó
igual que una vela. Por lo demás, el fumador ha sido siempre temido como una
chispa en el polvorín o como un suicida que de a poco se quita la vida.