martes, 3 de julio de 2018


CON EL MIEDO EN LAS MUELAS

Una mañana, al regresar de una fiesta, me enfrenté a una noticia inesperada, que parecía hecha a la medida de esa expresión popular que dice: Después del gusto, viene el susto, pues me enteré que tenía hora con la dentista. Se me erizaron los pelos y se me heló la sangre. De modo que, acosado por el temor que me infundían los odontólogos, médicos y hospitales, pasé la noche sin poder conciliar el sueño, cavilando en esa tortura anunciada que la dentista, tras una llamada telefónica, le dejó como recado a mi madre.

Si la fobia a los dentistas no es un fenómeno innato ni hereditario, sino un choque emocional provocado en algún momento de la vida, entonces el mío se hizo realidad el día en que la doctora de mi pueblo, una mujer regordeta y ajena a toda consideración psicológica y sensibilidad humana, tuvo el coraje de operarme sin anestesia la falange del dedo anular, mientras yo berreaba y pataleaba en los brazos de mi madre, a quien, a pesar de estar a mi lado, sujetándome la mano con todo el furor de sus fuerzas, la sentí como ausente, porque no dijo una sola palabra y dejó que la doctora  -esa bestia del tamaño de un buque- me suturara la herida como si fuese la rotura de una tela.

Desde entonces me resistía al consultorio de médicos y odontólogos, pues de sólo verlos enfundados en mandiles blancos y el estetoscopio colgándoles del cuello, me invadían los recuerdos más desagradables del pasado, sobre todo, ese trauma que arrastraba desde la infancia y que me perseguía hasta en los laberintos de la pesadilla.

Cada encuentro con la dentista era como un encuentro con la mismísima muerte, pues cuando la tenía cerca, muy cerca, me daba la sensación de que hasta sus ojos color cielo y su barbijo cubriéndole sus labios de granate formaban parte de ese instrumental que se usaba para arrancar las muelas del juicio o limpiar las picaduras; esa suerte de tortura que, casi siempre, me dejaba con la piel de gallina y el cuerpo empapado en sudor.

A la hora prevista, y después de haber caminado un montón de cuadras debido a un bloqueo de caminos, me presenté en la clínica maldiciendo a los treinta y dos huesecillos que tenía engastados en las mandíbulas, sin poder concebir cómo una mujer tan bella podía tener las manos tan torpes y los nervios templados como el acero.

En fin, resignado de saber que los dientes no sólo sirven para lucir una sonrisa o sufrir un dolor indecible, entré en el gabinete de blancas paredes y relucientes instrumentales, con el miedo metido en las muelas. La dentista, a poco de saludarme con indiferencia, se sentó en la silla giratoria y me acercó la pantalla como si me fuese a descubrirme el alma en el fondo de la boca. Me recliné sobre el sillón, mientras miraba los instrumentos pendientes sobre mi cabeza, listos para ser introducidos en mi boca abierta de ceja a oreja.

Aunque la lámpara reflectora me daba a los ojos, no dejaba de mirar el aspirador de saliva, la jeringuilla de agua y aire, la escupidera y el plato de instrumentos, donde estaban las pinzas y tenazas, desafiantes como garras de metal. Cuando la dentista me introdujo la lámpara endoscópica y me escarbó los dientes de muela a muela, sentí la primera violación odontológica, después vino todo lo demás: la radiografía y los ganchos que, una vez sujetos en los carrillos, me mantuvieron igual que al pez cogido por el anzuelo. La fresa chirriante chocó contra la pulpa de mi muela comida por la caries, y yo, al límite de perder la razón, me salí de mí mismo, hasta que sentí que la dentista me aplicó una amalgama que más parecía una masa de dinamita en el agujero de una roca abierta por el taladro.

Al cabo de media hora, cuando me levanté de la silla, enjugándome el sudor que me brotó en la frente, la dentista se acercó al escritorio y me extendió un papelito junto al cual debía cancelar por la consulta. Yo aparté la mirada intentando esconder las lágrimas y, sin poder mover la mandíbula, me alejé por el pasillo, cabizbajo y pensando en que nada es gratis en este mundo, ni la tortura del dentista ni el maldito dolor de muelas.

Al fin y al cabo, retorné a mi rutina diaria, pero sin dejar de recordar las palabras de mi madre, quien, alguna vez que me vio mirándome las muelas en el espejo, suspiró a mis espaldas, como soplándome en la nuca, y dijo: los dientes son como los colmillos de los animales salvajes, duelen cuando salen y cuando se pierden, pero sirven para comer. 

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