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martes, 30 de agosto de 2011



UN TESTIMONIO ENTRE CUATRO PAREDES

En el apartamento de Angel Ontiveros, como en toda casa de soltero donde le faltan los detalles de la mano femenina, todo tiene su tiempo y su lugar; el reloj de pared tiene las agujas que corren al revés y las mujeres de su preferencia miran y sonríen por doquier, pues ni siquiera estando en el baño -el sitio más privado de un apartamento- uno está libre de esas mujeres semidesnudas que, convertidas en hermosos afiches, provocan una inmediatez erótica.

Ontiveros, aparte de los toques surrealistas de su apartamento, tiene una suerte de ocurrencias, como eso de haber trascrito, a pulso y con letra de imprenta, un párrafo de El arte de amar de Erich Fromm; una cita que, en un formato de aproximadamente dos metros por dos, puso sobre la cabecera de su cama, entretanto en la puerta del dormitorio nos sorprende un letrero que dice: Schiiissst...! Obrero durmiendo. Despertarme a las 16.00. Firma: El capitán.

Sobre el televisor tiene un retrato de familia, donde asoman su madre y sus hermanos, y donde él, la cabeza inclinada a un costado y los hombros encogidos, trasluce un gesto de niño arisco, como si el fotógrafo le hubiera obligado a posar contra su voluntad. Con todo, su apartamento, que parece hecho para la sorpresa y el asombro, es relajante y acogedor como su dueño.

Angel Ontiveros viste con evidente sencillez, indiferente a la moda intelectual. Unas veces se deja crecer la barba al estilo Fu Manchú y, otras, una melena alborotada que, ajustada por un cintillo a la altura de la frente, le concede la pinta de un hippy a destiempo. Pero eso sí, lo más característico es su maletín de invandrare (inmigrante), en el que carga los libros de su preferencia, su cd-rom portátil y, de cuando en cuando, las cervezas o la botella de trago que invita a quienes comparten sus inquietudes, puesto que Ontiveros es un amigo que se desvive por los amigos.

En su apartamento, ubicado en una colina de la montaña de las frambuesas (Hallonbergen), en las afueras de Estocolmo, se arman las tertulias para hablar de la obra de Jaime Saenz o de la vida de los poetas malditos, hasta cuando alguna de sus enamoradas nos sorprende parapetados en el comedor, donde nos refugiamos para conversar hasta perder la voz, mientras transcurre la noche y nos sorprende un nuevo día, como a esos bebedores fuertes que están acostumbrados a empinar el codo en plena calle y a vaciarse el trago del gollete de la botella, dispuestos a salirse del tiempo y del espacio para ingresar en otros, donde todo está permitido, excepto la muerte disfrazada de vieja.

A pesar de sus caminatas por el otro lado de la noche, donde algunos se refugian en un silencio que no puede ser traspasado por nadie, es un trabajador a tiempo completo, un revolucionario sin partido ni programa, pero con una clara convicción de que un día se hará la justicia social por las buenas o por las malas. No en vano es miembro activo del movimiento de solidaridad con los insurgentes de Chiapas y uno de los contestatarios contra el autoritarismo de la sociedad de consumo,  donde él sabe que uno vale lo que tiene, y donde el que nada tiene, nada vale...


Todavía recuerdo la noche en que nos reunimos en su apartamento, junto con el poeta Javier Claure, para despedir a los escritores Alberto Guerra y Homero Carvalho, quienes asistieron invitados desde Bolivia al Primer Encuentro de Poetas y Narradores Bolivianos en Europa, que se realizó en Estocolmo en septiembre de 1991. En esa ocasión, en que se bebió botellas de Vodka y se habló de todo y de todos, surgió la idea espontánea de posar ante la cámara fotográfica de su amada Tity, con la intención de perpetuar nuestro encuentro y nuestra despedida en una o dos fotografías. Fue entonces cuando Homero Carvalho, actuando bajo los efectos del alcohol, tuvo la ingeniosa iniciativa de sacarse una fotografía enfundado en un abrigo del Ejército Rojo, que Ontiveros trajo como souvenir desde Berlín, tras la caída del Muro, se entiende. Días después, cuando revelaron las fotografías, nos quedamos sorprendidos ante una imagen que nos llamó la atención, pues Homero Carvalho, uno de esos seres de palabras, retratado con el abrigo del Ejército Rojo, de perfil y la mirada clavada en la nada, representaba la imagen casi perfecta de Stalin, con la cabellera peinada hacia atrás y los mostachos nietzscheanos cubriéndole los labios.

Ésta es una de las tantas anécdotas vinculadas al apartamento de Angel Ontiveros, a quien espero se lo conozca mejor una vez que publique su poemario que permanece inédito. Dice estar escribiendo sus versos agarrado de las manos de Borges y Octavio Paz, quienes le inspiran a escribir en sus ratos de ocio y en sus noches de Drácula, pues no olvidemos que, por las necesidades de subsistencia y las condiciones laborales, este poeta solterón vive de noche y duerme de día.

Foto: De izq. a der. Víctor Montoya, Javier Claure, Alberto Guerra, Ángel Ontiveros y Homero Carvalho.

sábado, 2 de julio de 2011


¿ASIMILACIÓN O INTEGRACIÓN?

Cuando llegué a Suecia, a finales de los años ‘70, había un solo idioma predominante y dos canales de televisión. Después, con la presencia cada vez mayor de inmigrantes y refugiados, se fueron multiplicando los idiomas y los canales de televisión. Este país exótico dejó de ser una nación monolítica y en su seno aprendieron a convivir culturas provenientes de allende los mares.

Los políticos conservadores de derecha, desde un principio, exigieron que los inmigrantes se asimilen a la sociedad sueca, antes de gozar de los mismos derechos que les corresponde a los ciudadanos nativos; en tanto los políticos más tolerantes pidieron que los inmigrantes se integren al nuevo país, conscientes de que la diversidad cultural es como un recipiente de ensalada en el cual se mezclan las verduras, pero sin que ninguna de ellas pierda las propiedades que la caracterizan.

La asimilación, por su propia naturaleza, tiende a despojarle al individuo de sus costumbres y tradiciones ancestrales, para luego revestirlo con una nueva identidad cultural. En cambio la integración, contemplada desde una perspectiva democrática, procura que el inmigrante pase a formar parte de la vida social, política, económica y cultural del nuevo país, donde asume todos los derechos y las obligaciones en igualdad de condiciones con los nativos.

Queda claro que nadie tiene el porqué asimilarse a una nueva sociedad a costa de perder los valores culturales de su país de origen, nadie tiene el porqué teñirse el pelo de color rubio ni usar lentes de contacto de color azul para hacerse el gringo siendo indio, como tampoco nadie tiene el porqué cambiarse el nombre para conseguir un mejor empleo ni hacerse el sueco.

Nadie tiene el porqué parecerse a mí ni yo tengo el porqué parecerme a nadie. Así como respeto la cultura del país que me acogió, exijo también que éste respete el bagaje cultural que llegó conmigo, porque mi cultura forma parte de mi identidad personal, de mi pasado, presente y futuro, y porque no estoy dispuesto a perderla ni por todo el oro del mundo.

Con la política de integración se permite que el chileno siga comiendo empanadas con vino tinto, el argentino siga bailando tango y el boliviano siga rindiéndole culto a la Pachamama. No se trata de olvidarnos de nuestros ancestros ni del cargamento cultural que llevamos dentro, sino de estar dispuesto a integrarnos en el nuevo país que, a su vez, tiene mucho que compartir con nosotros.

Por lo demás, una sociedad multicultural nos da una mayor opción para encontrar el verdadero sentido de la solidaridad. Tenemos que ser capaces de lograr la unidad en la diversidad y de gritar a los cuatro vientos el mismo lema que Alexandre Dumas puso en boca de los tres mosqueteros: Uno para todos y todos para uno.

martes, 22 de febrero de 2011


UNA NOTICIA CONMOCIONÓ A SUECIA

El asesinato de Olof Palme, acaecido el 28 de febrero de 1986, aproximadamente a las 11 de la noche, salta a la memoria apenas se ponen los pies en Sveavägen. Lo extraño es que en la esquina de esta calle, donde el cuerpo cayó fulminado por el disparo, no quedan más rastros que una placa empotrada en el suelo, en cuya inscripción se lee: “På denna plats mördades sveriges statsminister Olof Palme” (En este lugar fue asesinado el primer ministro sueco Olof Palme).

A dos cuadras más allá, en el cementerio de la iglesia Adolf Fredrik y cerca del Cine Grand, donde asistió por última vez en compañía de su esposa, se encuentra su modesta tumba, en la cual destaca una lápida en forma de roca en lugar de un busto o un monumento de bronce. En la tumba no faltan las flores ni las visitas de quienes, en actitud de respeto y admiración, hacen acto de presencia con un silencio sepulcral, ya que los suecos, poco acostumbrados a los discursos solemnes y a la grandiosidad de los mártires, prefieren conservar a su carismático líder en el corazón que inmortalizarlo en una efigie de metal bruñido.

Olof Palme, a pesar de provenir de una familia acomodada, se inclinó hacia la causa de los desposeídos y abandonó los privilegios que le brindaba su entorno social. Los viajes por varios países, entre ellos Estados Unidos, donde obtuvo el bachillerato en Kenyon College de Ohio, le enseñaron a contemplar el mundo desde la perspectiva de la injusticia social, la desigualdad económica y la discriminación racial.

Todos coinciden en señalar que desarrolló una brillante carrera en las filas de la socialdemocracia desde 1953, año en que fue captado por el entonces primer ministro Tage Erlander, quien lo invitó a trabajar en su gabinete, donde ocupó varios puestos de importancia, hasta que fue elegido líder del Partido Socialdemócrata y primer ministro de Suecia en 1969.

En su ajetreada carrera política, como todo defensor del pacifismo e internacionalismo, realizó una labor significativa en la ONU durante el conflicto bélico entre Irán e Iraq. Adoptó posiciones radicales en defensa de las luchas de liberación en África, Asia y América Latina. Rompió relaciones con las dictaduras militares, condenó enérgicamente el holocausto nazi, la política del apartheid sudafricano y la guerra del Vietnam. Se declaró simpatizante de la Organización para la Liberación de Palestina, del régimen socialista de Salvador Allende y de la revolución cubana de Fidel Castro, a quien lo consideraba un buen amigo.

Sus ideas reforzaron las bases programáticas de la socialdemocracia europea y sus discursos controvertidos lo convirtieron en una de las personalidades más influyentes y polémicas de su época. La izquierda lo admiraba por sus ideales de justicia y libertad, mientras la derecha, atrincherada en las concepciones más reaccionarios y fascistas, lo consideraba su enemigo principal.

Su asesinato conmocionó al mundo entero. Nunca antes se había matado a tiros a un mandatario de Estado en las calles de Estocolmo. Cuando la noticia trascendió a la prensa, nadie se lo podía creer aquella mañana gélida y nevada del 29 de febrero, sino hasta que la televisión mostró el lugar donde se perpetró el crimen. Toda la nación quedó en estado de shock, como levitando en el vacío. Todos se preguntaban el porqué de este asesinato que, desde el primer instante, se trocó en una mancha de sangre y en una herida abierta en el subconsciente colectivo.

La investigación del caso, que sigue siendo uno de los más misteriosos en los anales de la historia criminal, ha costado mucho dinero y esfuerzo, pero nunca se llegó a saber, a ciencia cierta, quién fue el autor del crimen, por mucho que se invirtió millones en su captura y se formaron varias comisiones tanto a nivel de gobierno como a nivel de las fuerzas de seguridad de la policía sueca (SÄPO).

Su esposa, Lisbeth Palme, fue la única que alcanzó a ver al asesino, quien, tras descargar el arma de fuego, se alejó corriendo por las gradas de un callejón en penumbras; más tarde, durante el proceso de la investigación, declaró que el hombre que vio esa noche era Christer Pettersson, un alcohólico y toxicómano que fue detenido en 1988 y luego absuelto por falta de mayores evidencias.

El crimen, que generó una serie de “teorías de conspiración”, unas más incoherentes que otras, no se prescribirá el 28 de febrero de 2011, como en principio se tenía previsto, ni el aparato policial será declarado incompetente ante la opinión pública, aunque nunca hubo un Sherlock Holmes capaz de desvelar los móviles del crimen ni detectives capaces de dar con el paradero del asesino, quien apareció y desapareció esa misma noche como alma que lleva el diablo.

Lo cierto es que la muerte de Olof Palme, que tenía enemigos en el interior de los gobiernos racistas y dictatoriales de la época, pudo haber sido tramada y perpetrada por cualquier organización nacional o internacional. Los sospechosos se cuentan a montones. No se descartan a los agentes de la CIA ni al gobierno de Augusto Pinochet, cuyo yerno, Roberto Thieme, fue sindicado como el presunto asesino por el periodista sueco Anders Leopold en el diario chileno “La Cuarta”, el 7 de marzo de 2008.

El pueblo sueco, sin perder la paciencia ni las esperanzas, espera que algún día, más temprano que tarde, las instituciones pertinentes revelen el nombre y el rostro de los responsables de este alevoso crimen, para que sobre ellos caiga sin contemplaciones la justicia popular y todo el peso de la ley.

Olof Palme, pintura de Urban Engström

miércoles, 12 de enero de 2011


EL SÍNDROME DE ESTOCOLMO

A poco de llegar a Suecia, directamente de la prisión como tantos otros exiliados latinoamericanos, me enteré de que el síndrome de Estocolmo estaba relacionado con un hecho curioso sucedido en esta ciudad en 1973, cuando un grupo de delincuentes, encapuchados y a mano armada, asaltaron el Banco de Crédito (Kreditbanken), con el fin de hacerse con el botín y luego darse a la fuga.

Los delincuentes, hechos un ovillo de nervios y movilizándose torpemente, obligaron a los empleados del banco a tenderse boca abajo y con las manos en la nuca, y, posteriormente, los retuvieron en calidad de rehenes durante seis angustiosos días. Lo interesante del caso es que, cuando los delincuentes procedieron a liberarlos, las cámaras de la prensa captaron el instante en que una de las mujeres, a tiempo de despedirse, abrazaba y besaba a su secuestrador.

Este acto insólito sirvió para bautizar como el síndrome de Estocolmo al afecto entre los captores y sus rehenes. Es probable que esta reacción obedezca a un estado psicológico en el cual la víctima del secuestro, o persona detenida contra su voluntad, desarrolla una relación de complicidad con su secuestrador, a quien le ayuda a alcanzar sus fines y lo apoya a la hora de evadir la justicia.

Los expertos en asuntos de comportamiento humano, le atribuyen al síndrome de Estocolmo varias causas: 1. Tanto el rehén o la víctima como el autor del delito persiguen la meta de salir ilesos del incidente, por ello cooperan. 2. Los rehenes tratan de protegerse, en el contexto de situaciones incontrolables, en las cuales tratan de cumplir los deseos de sus captores. 3. Los delincuentes se presentan como benefactores ante los rehenes para evitar una escalación de los hechos. De aquí puede nacer una relación emocional de las víctimas por agradecimiento con los autores del delito. 4. La pérdida total del control, que sufre el rehén durante un secuestro, es difícil de digerir y, sin embargo, se identifica con los motivos del autor del delito. 5. Se sabe que el síndrome de Estocolmo es más frecuente en personas que han sido víctimas de algún tipo de atropello contra su dignidad, como ocurre con los miembros de una secta religiosa, niños con abuso psicológico, prisioneros de guerra, prisioneros de campos de concentración y víctimas de incesto.

Tiempo más tarde, al ver la impactante escena del síndrome de Estocolmo en un programa televisivo, me quedé pensando en que se parecía más al montaje de una película de ficción que a un episodio sorprendente de la vida real. Por supuesto que a una persona como yo, que sufrió las vejaciones morales y las torturas física en las mazmorras de una dictadura militar, le resulta harto extraño saber que una víctima puede enamorarse de su verdugo. No obstante, se conocen casos aislados de prisioneras que, a pesar de las secuelas de la tortura, mantuvieron relaciones sentimentales con sus torturadores; estos casos se dieron en centros de reclusión, donde algunas prisioneras acabaron cediendo a las insinuaciones amorosas de los carceleros, tras haber sido violadas y golpeadas en las cámaras de tortura.

En la actualidad existan libros, películas y documentales que, de una manera descarnada y una investigación rigurosa, nos acercan a las profundidades más oscuras del alma humana, revelándonos a personajes siniestros que, tras una bestial sesión de torturas, son capaces de compadecerse de sus víctimas y hasta de anamorarse como en el acto más aberrante de una relación sadomasoquista. En la Argentina, por ejemplo, se cuentan casos en que los torturadores, que formaban parte de la doctrina oficial que los militares aplicaron contra la subversión, mantenían relaciones normales con sus víctimas después de torturarlas. En el documental El alma de los verdugos, realizado por el periodista español Vicente Romero y el juez Baltasar Garzón, que echa luces sobre los crímenes cometidos en el sótano de la Escuela de Mecánica de la Armada, los relatos más conmovedores corresponden a ex prisioneras políticas, quienes confiesan cómo sus torturadores las invitaban a salir a cenar, para después volver a ponerles cadenas, grilletes y encapucharlas. Estos relatos, que hablan de esa zona de tinieblas y ambigüedades del subconsciente, contraponen la indefensión y el poder absoluto, la humillación y la fascinación, en unas relaciones atormentadas y confusas entre víctimas y verdugos, que resultan casi incomprensibles para el común de los mortales.

No sé si estos casos aislados corresponden al llamado síndrome de Estocolmo, pero al menos pienso que podrían considerarse como el síndrome de Santiago de Chile, el síndrome de Buenos Aires, el síndrome de Montevideo, el síndrome de Asunción o el síndrome de La Paz, aunque, en honor a la verdad, no conozco a una sola prisionera boliviana que se hubiese enamorado de su torturador ni de su carcelero, quizás, porque estaban asqueadas de la conducta inhumana y perversa de estos seres abominables, quienes tenían el sucio oficio de arrancarles toda la información, por las buenas o por las malas, con tal de cumplir con los objetivos trazados por la tristemente famosa Operación Cóndor.

El síndrome de Estocolmo me sigue pareciendo un fenómeno raro en el campo de la psiquiatría moderna, cuyos expertos han confirmado que este síndrome puede tener, como lo señalamos líneas arriba, varias causas, que van desde los traumas emocionales de la infancia hasta las relaciones sadomasoquistas entre una rehén y su secuestrador.

El síndrome de Estocolmo, que desde hace tiempo me suena a frase rocambolesca, es la expresión de una realidad, igual de rocambolesca como el nombre que la define, donde una relación sentimental compleja y contradictoria puede encontrar un desenlace imprevisible o, en el peor de los casos, terminar en el pozo traumático de la víctima y en la impunidad de su verdugo.

domingo, 12 de diciembre de 2010


SANTA LUCÍA

Ahora que Estocolmo se viste de novia, con su velo de nieve, las calles adornadas con motivos navideños y una espléndida naturaleza, que parece arrancada de los cuentos de hadas, me recuerda a ese 13 de diciembre en que escuché por vez primera las letanías en honor a Santa Lucía.

Aún dormía en el hotel de segunda categoría, cuando de repente me despertaron unas voces celestiales y unos ruidos que se arrastraban hasta las penumbras de la habitación. Me levanté para ver de qué demonios se trataba y, tras abrir la puerta, me enfrenté a una de las escenas más insólitas de mi vida. No me lo podía creer cómo un grupo de muchachas, vestidas con una suerte de bata blanca, cinta plateada alrededor de la cabeza y banda escarlata ceñida a la cintura, recorrían por los pasillos como fantasmas a media luz.

Una llevaba corona de cirios encendidos, en tanto las otras, los pies descalzos y las manos sujetando una vela a la altura del pecho, entonaban cánticos cuyos textos no entendía, salvo las palabras: Santa Lucía, que en mis oídos sonaban a español o italiano. En el grupo habían dos muchachos que, disfrazados con túnica blanca, cucurucho en la cabeza y portando en la mano un palito con una estrella de cartulina dorada en la punta, se deslizaban sobre el piso alfombrado como duendecillos despistados, mientras repetían una y otra vez canciones dedicadas a un tal Staffan.

No sabía de qué tipo de espectáculo se trataba, hasta que alguien me informó que los muchachos representaban a los Stjärngossar (niños estrellas) y que las canciones que nombraban al tal Staffan no eran otras que las referidas a las proezas del primer mártir cristiano que respondía al nombre de Esteban. Asimismo, me enteré de que las muchachas, aun sin ser Santas ni Lucías, representaban una antigua tradición cristiana, con reminiscencias en Siracusa, la ciudad siciliana donde nació Lucía, de quien se dice que consagró su vida a Dios, hizo un voto de castidad y donó su fortuna a los pobres.

Santa Lucía significa la que porta luz, y nunca mejor dicho en un país exótico como Suecia, de invierno helado y noches largas, donde es necesario encender todas las luces, en medio del resplandor plateado del invierno, para romper con la monotonía de la oscuridad y el silencio.

Se dice también que Lucía renunció a contraer matrimonio con un joven de costumbres paganas, razón por la cual fue sometida a juicio por el emperador Diocleciano, quien le propuso abandonar la fe cristiana y adorar a los dioses paganos, pero Lucía no accedió y prefirió la muerte.

La leyenda cobró fuerza al saberse que cuando los guardias le sacaron los ojos, ella siguió viendo incluso en la oscuridad, y cuando le decapitaron, ella siguió con vida; por eso se hizo mártir y Santa a la vez. Es patrona no sólo de los ciegos, los pobres y las prostitutas, sino también de los escritores que necesitan de su luz para iluminar su mente a la hora de crear sus obras.

domingo, 26 de septiembre de 2010


LIBROS PRESTADOS Y PERDIDOS

La billetera que perdí una noche de sábado, después de una sonada tertulia entre escritores, me la devolvieron días después por correo, adjunta a una nota remitida por la policía de Estocolmo, en la que se leía: Plånbok hittat (billetera encontrada). Como comprenderán, me quedé atrapado entre el asombro y la alegría; primero, porque había perdido las esperanzas de recobrarla; y, segundo, porque estaba casi intacta, con las doscientas coronas en efectivo, el carné de identidad, las fotografías personales y la tarjeta de crédito.

Sin embargo, esa misma noche, en la misma estación del metro y a la misma hora, perdí el libro que me prestó un poeta amigo, cuya recomendación de cuidarlo y no perderlo se tornó en una inesperada pesadilla. Desde entonces no he vuelto a saber nada más del libro, aunque me consuela la idea de que el autor del hallazgo tuvo más interés en el contenido de la obra de Jaime Saenz que en el contenido de la billetera; una actitud sorprendente en una época en la cual no es frecuente que un peatón tropiece con un bien ajeno y, sin pensar dos veces, se dé la molestia de devolvérselo a su dueño.


De todos modos, ésta no fue la primera vez que perdí un libro ni la primera vez que no me lo devolvieron, pues ya antes, por distraerme con algo que no debía, perdí el libro de Galeano en uno de los vagones del metro. Y, aunque lo busqué desesperadamente entre los asientos y pasillos, no lo encontré. Tampoco estaba en el depósito de la estación de Rådmansgatan, donde van a dar los objetos extraviados en el tráfico; un hecho que me hizo suponer que lo tenía algún lector hispanohablante, pues sólo a él podía interesarle Las venas abiertas de América Latina, tanto por estar escrita en su lengua original como por tratarse de uno de los ejemplares de la primera edición lanzada por Siglo XXI. Además, de seguro que ese lector avispado sabía que todo buen libro es la extensión de la memoria y la imaginación colectivas, el instrumento más importante de transmisión de cultura, desde el instante en que sus páginas compendian no sólo los conocimientos acumulados por la humanidad a través de los siglos, sino también la voz del autor deseoso de transmitir sus propias ideas y sentimientos.

En otra ocasión, mientras el sol reverberaba en la nieve, salí de casa con la intención de leer en el trayecto el libro de Franz Kafka. Cuando tomé el autobús y me senté con el hombro afianzado contra la ventanilla, saqué el libro del portafolio y me dispuse a leer con el mismo cariño que recomendaba Pablo Neruda. Ahí nomás, en medio del paisaje blanquecino que contemplaba a través de los vidrios empañados por el vaho de la respiración, me dejé vencer por un torbellino de ideas y, sin saber lo que hacía, puse el libro a un lado. Cuando bajé del autobús y me metí en el metro, advertí que el libro se me olvidó en el asiento. Entonces, como saliendo de un mal sueño, corrí con las esperanzas de recuperarlo. Mas al llegar a la parada vacía y fría, comprendí que era demasiado tarde, pues no volví a ver el autobús ni El proceso de Kafka.


A partir de ese hecho, tomé algunas precauciones para evitar que se me sigan perdiendo los libros, como eso de no llevar a la calle libros prestados ni libros que no tengan el formato de bolsillo, aun sabiendo que un libro, léase donde se lea, es siempre un buen compañero y un maestro que enseña y no regaña. De otro lado, los libros prestados son distintos a los libros comprados. Los libros prestados tienen la propiedad de buscarnos enemistad en caso de perderlos y poseen la magia de atraer la atención del lector que desea leerlos. Un libro comprado, en cambio, pierde su magia desde el instante en que uno se convierte en su dueño. Con el libro comprado se puede adornar el estante o nivelar la pata coja de un mueble, justamente, porque uno es el dueño y puede hacer con él lo que quiera: revenderlo, regalarlo o tirarlo.

A propósito de los libros prestados, cuando recién llegué a Suecia, sin libros en la mano y directamente de la cárcel, conocí a un amigo latinoamericano que, en su condición de lector fanático, me enseñó la forma de cómo prestarme libros en la Stadsbibliotek de Estocolmo, sin pagar un solo centavo y del modo más sencillo. Desde ese día, consciente de que la biblioteca es la memoria de la humanidad, me entró la costumbre de leer libros prestados, hasta que una tarde de verano, mientras salía de la biblioteca, pensando en abrir las tapas y recorrer por el laberinto de sus páginas, me volví a encontrar con el mencionado amigo, quien me invitó a tomar una cerveza con la intención de asaltarme los libros. Y así lo hizo. Cuando salí del baño del restaurante, me encontré con la mesa vacía; no estaba él ni la bolsa de libros. Lo doloroso era que no sabía cómo ni dónde ubicarlo, desconocía su nombre completo y la dirección donde vivía. Sólo entonces comprendí lo que debe sentir el amante cuando le arrebatan un amor prestado.

Como les contaba, el último libro que perdí fue Imágenes paceñas, de Jaime Saenz. Lo pedí prestado de un poeta amigo, quien, al enterarse de la mala noticia, me dijo: Hay libros que no se pueden perder, porque están hechos de cariño. Por eso mismo, más por salvar la amistad y recobrar el sentido de la confianza, lo busqué por todos lados sin encontrarlo en ninguno. Al final, no tuve más remedio que mandarlo a pedir desde Bolivia, donde es probable que tampoco lo encuentren por tratarse de una edición limitada.

Como toda mala experiencia es una buena lección en la vida, aprendí que perder un libro prestado puede ser tan doloroso como perder una joya preferida, sobre todo, cuando su valor no estriba en el precio real sino en el cariño con el cual se lo cuida, aparte de que la lectura de un buen libro, desde el instante en que se abren sus tapas y se recorre por sus páginas, es una maravilla que proporciona la extraña sensación de felicidad y sabiduría.

lunes, 16 de agosto de 2010


LOS PERROS Y SUS DUEÑOS

Todas las mañanas y todas las tardes, exactamente a la misma hora, veo cruzar por la ventana de mi escritorio a un perro que es el vivo retrato de su dueña, una muchacha rubia cuyo atractivo físico enloquece a cualquiera. Es tanto el parecido entre el perro y ella que, vistos desde cualquier ángulo, son como dos gotas de agua caminando en dirección al bosque. De seguro que esta semejanza es motivo de no pocos comentarios y el espectáculo más llamativo del vecindario.

No es que el perro y la dueña estén clonados. No, lo que ocurre es que, a la hora de elegir, la dueña se decanta por un animal con ciertos rasgos comunes, como si el perro fuese un espejo donde ella se mira su imagen. No en vano el saber popular dice: como es el perro, es la dueña, por lo menos con respecto a los hábitos, pues la relación del perro con su dueña es como la de esos matrimonios que, a fuerza de convivir muchos años, acaban pareciéndose en las buenas y en las malas.

El hecho de que el perro se parezca a la dueña, tanto en su apariencia como en sus hábitos, tiene a veces un carácter patológico. Los veterinarios suelen hablar de la obesidad del perro de la obesa, debido a que la glotonería de la dueña influye en su animal. Si le gusta comer a ella -advierten los citólogos-, es normal que el perro esté sobrealimentado, y eso puede degenerar, al igual que en su dueña, en trastornos hepáticos.

A pesar de lo antedicho, se debe aclarar que no todos los perros se parecen a sus dueños; por ejemplo, en este mismo barrio, ubicado en una periferia de Estocolmo, existe un hombre grande y gordo, quien, todas las santísimas tardes, sale de paseo con una perrita salchicha entre sus brazos; un contraste grotesco que me trae a la mente ese cuento de amor entre una paloma y un elefante. Y, por si acaso, no estoy refiriéndome al amor entre Frida Kahlo y Diego Rivera, sino a esos seres que se sienten atraídos por su polo contrario, aunque ver a un hombretón de proporciones mayores, paseando a una perrita de proporciones menores, es como ver a un mastodonte y a una garrapata prendidos de una cuerda.

Sin embargo, no hay nada que argüir contra los perros, pues son animales nobles y tienen la facultad de despertar una corriente de simpatía natural. El perro ha evolucionado junto al hombre durante milenios, ha convivido con él como su más fiel compañero, ha sabido adaptarse a sus caprichos de una manera casi mágica y ambos han logrado un entendimiento casi milagroso. Pero eso sí, supongo que criar a un perro de lujo debe ser una labor compleja, pues requiere paciencia, amplios conocimientos, amor y sensibilidad creativa, porque los perros, a diferencia de los gatos, no son limpios por naturaleza. Además de no asearse, muchos tienen la costumbre de revolcarse en charcos, barro, basura y polvo. Por eso la dueña, para mantenerlo limpio como si fuese su propio hijo, debe evitar los nudos del pelaje muerto y la proliferación de los parásitos externos. Un aseo obligatorio que implica tener a mano cortanudos, cepillos para peinar, algodón para la limpieza de orejas, tijeras, máquinas de esquilado, alicate para cortar garras, jabón líquido, insecticidas para baños antiparasitarios y una serie de otros instrumentos que ayuden a mantenerlo a imagen y semejanza de su dueña, quien, con toda la paciencia del mundo, le cepilla diariamente los dientes con bicarbonato y le da de comer pan duro y manzanas para conservar su boca limpia.

De otro lado, la muchacha de pelo platinado, rostro angelical y trasero espléndido, que todas las mañanas y todas las tardes cruza por la ventana de mi escritorio, es ya un personaje cuya belleza forma parte del ornamento andante de este barrio, donde las mujeres la persiguen con la mirada, mientras los hombres se le acercan con el falso pretexto de acariciar al perro. Ella sonríe y se afirma a la correa de cuero negro, en tanto el perro, intuyendo instintivamente las malas intenciones de los admiradores fortuitos de su dueña, enseña los colmillos y bate el rabo.

El otro día, mientras los miraba desde la ventana, comprobé que el perro de la muchacha no era macho sino hembra, porque venía acompañada de un can de desbordante vitalidad y postura, algo parecido al perro que hace años me lo raptaron en mi pueblo, el mismo día en que lo saqué a pasear por el parque, sujeto a una correa enganchada en su collera. Al echarlo de menos, advertí que ya no estaba. Fue tan grande mi pena, que lo busqué por doquier, gritando su nombre a los cuatro vientos. Lo busqué varios días y varias noches, calle arriba y calle bajo, pero no lo encontré ni volví a verlo, sino en las fotografías que lo muestran con la cara de niño bueno; tenía el pelaje suave y de color marrón, el rabo corto, los belfos colgantes del hocico, la frente plegada y los ojos ardientes como ascuas. Era un perro de raza y de buena alzada. Parecía hecho de furia y de ternura. Poseía la voz potente, feroz, pero era un perro cariñoso y manso con la gente. No en vano jugaba con los niños, siempre dispuesto a defenderlos y soportar sus diabluras, aunque a veces, dando brincos y haciendo cabriolas, los tumbaba contra el suelo, pues él mismo parecía un niño juguetón, que necesitaba trotar, correr y desfogarse.

Ojalá estuviese todavía conmigo, aquí y ahora, jadeante y al acecho de una nueva aventura, para sacarlo a pasear por los bosques de este barrio y así poder acercarme a esa muchacha de despampanante belleza, al menos para preguntarle su nombre.

miércoles, 4 de agosto de 2010


GARCÍA MÁRQUEZ Y EL REALISMO SUECO

El descuartizamiento de una prostituta en Estocolmo, más que formar parte del realismo sueco, parece una historia arrancada de las páginas de García Márquez, así las obras de este escritor colombiano, según confiesa él mismo, sean frutos de la realidad desaforada y no de las aventuras de la imaginación.

Aún recuerdo la fecha en que me sentí conmovido por un crimen que me erizó los pelos y me devolvió la duda hacia los médicos forenses que, por mucho que ejerzan su oficio con mano clínica y en un país civilizado, son también presas de los bajos instintos que caracterizan al resto de los mortales, pues, según las pesquisas de los policías encargados de investigar el caso, el salvaje descuartizamiento fue obra de dos forenses relacionados con la prostitución callejera en Estocolmo y cuyos nombres se mantuvieron por mucho tiempo en el más absoluto silencio.

Cuando el matutino Dagens Nyheter dio a conocer el macabro descuartizamiento de Catrine da Costa, la noticia cayó por el buzón de la puerta y, desprendiendo todavía un olor a tinta fresca, me sorprendió en la cama, por no decir en calzoncillos. Clavé la mirada en los titulares y tuve la extraña sensación de estar despertando de una pesadilla, o de estar internándome en una de las historias de crímenes narradas con escalofriantes detalles por George Simenon o Agatha Christie.

Entretanto leía la noticia, saltándome algunas palabras que no entendía y otras que suponía, acudió a mi mente “Cien años de soledad”, sobre todo, esa caravana de gitanos llevando los últimos inventos y espectáculos a Macondo: un imán que Melquíades mostraba como la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia, una lupa del tamaño de un tambor que eliminaba las distancias y producía fuego por medio de la concentración de los rayos solares, un hombre convertido en víbora por desobedecer a sus padres y un número que anunciaban entre un alboroto de pitos y timbales: “Y ahora, señoras y señores, vamos a mostrar la prueba terrible de la mujer que será decapitada todas las noches a esta misma hora durante ciento cincuenta años, como castigo por haber visto lo que no debía...”.

Ésta era la parte que mejor recordaba de la magistral obra de García Márquez, y la que mejor podía asociar con la noticia del siniestro descuartizamiento de la prostituta sueca, aun sabiendo que entre las dos historias había una incuestionable diferencia: la mujer que sería decapitada durante ciento cincuenta años pertenecía al realismo mágico de Macondo, en tanto la prostituta, quien fue descuartizada con los instrumentos de los médicos forenses, pertenecía al realismo racional sueco, que no concibe semejante muerte, salvo que sea la obra de unos necrófilos, cuyas perversiones sexuales los indujo a descuartizar el cadáver de su víctima por el puro deseo de experimentar un desbordante placer erótico.