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martes, 30 de junio de 2020


UN BUSTO DE DOÑA DOMI EN LA PLAZA DEL MINERO

DE SIGLO XX

Hace tiempo que abrigo la esperanza de que un día se le haga un merecido reconocimiento, con la legitimidad que le corresponde, a doña Domitila Barrios de Chungara, la luchadora social cuya vida estuvo dedicada a mejorar las condiciones de vida, salud y educación de las familias mineras en las poblaciones del norte de Potosí.

Si bien ella nació en Llallagua y pasó su infancia y adolescencia en Pulacayo, sus escenarios de acción política fueron los sindicatos de trabajadores de Siglo XX y Catavi, donde participó en su condición de dirigente del Comité de Amas de Casa, con la firme convicción de que la lucha de los proletarios no era una lucha sólo de los varones contra los opresores, sino de toda la familia, donde están la esposa y los hijos de los mineros.

Doña Domi –como se la conocía comúnmente– saltó a la palestra internacional en el Primer Congreso Internacional de Mujeres, que se celebró en la capital mejicana en 1975. Desde Entonces su nombre y su voz empezaron a sonar más allá de las fronteras nacionales. Su mensaje combativo y su coraje en la lucha por conquistar una sociedad más humana que la ofrecida por el capitalismo salvaje, se han proyectado en varios países, sobre todo, de América Latina, África y Asia.

Ella, sin pedir nada a nadie y sin que nadie la premiara, fue la que mejor representó a la población de Siglo XX. Gracias a ella se sabe sobre la historia de los distritos mineros en otras latitudes del mundo; por eso mismo, es justo que se le rinda un homenaje para que su memoria permanezca viva entre nosotros y su personalidad sea un ejemplo a seguir para las nuevas generaciones de mujeres bolivianas.

Y el mejor homenaje que se le puede rendir es colocando un busto de ella en la gloriosa Plaza del Minero de Siglo XX, donde está el estoico monumento al minero, acompañado por el monumento de Federico Escobar Zapata y los bustos de César Lora e Irineo Pimente; todos ellos varones y grandiosos líderes sindicales. Por cuanto no estaría nada mal que las autoridades ediles de Llallagua y Siglo XX se pusieran de acuerdo para erigirle un busto a doña Domi, una mujer que representó dignamente a las amas de casa y se ganó a pulso un privilegiado sitial en la historia del movimiento obrero boliviano contemporáneo.


No debe olvidarse que doña Domi –después de las cuatro mujeres mineras que iniciaron la huelga de hambre a fines de 1977 para recobrar la democracia cautiva y tumbar a la dictadura de Hugo Banzer Suárez– fue una de las dirigentes que lo apostó todo para ver renacer una Bolivia más libre y democrática. Sus palabras siempre fueron de orientación y sabiduría, siempre que le permitían hablar, y las hazañas de su azarosa vida están reflejadas en sus testimonios recogidos en algunos libros, que se han publicado tanto dentro como fuera del país.

Ya es hora de que los pueblos aprendamos a reconocer a nuestros líderes como se lo merecen. Si no lo hacemos mientras ellos están vivos, que sería la mejor opción, al menos reconozcámoslos después de su muerte, porque ellos fueron los luchadores que enarbolaron nuestras banderas libertarias. Aquí es preciso mencionar a doña Domi, quien se merece un reconocimiento en la población minera que la vio nacer. Ella constituye el mejor ejemplo de lo que es capaz de hacer una ama de casa para defender a sus seres queridos y ponerlos a salvo de cualquier atropello que ponga en peligro su vida y su integridad. 

Doña Domi, aunque ya no está físicamente presente entre nosotros, es una llama encendida en nuestra memoria y nuestro corazón. Y sería fabuloso que las autoridades municipales, la Universidad Nacional Siglo XX y las instituciones pertinentes de las poblaciones de Llallagua, Siglo XX y Catavi, aunaran esfuerzos para tener una efigie de la histórica dirigente del Comité de Amas de Casa en la Plaza del Minero, no como un adorno para decorar el ornamento de los predios del glorioso Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX, sino como un emblema que exalte las luchas y los valores humanos de la mujer minera, de la palliri, de la ama de casa que, sin dudar un instante, participó del brazo de su esposo y de la mano de sus hijos en las innumerables batallas que se libraron entre los obreros del subsuelo y las fuerzas represivas de los regímenes dictatoriales.  
        
Un busto de doña Domitila Barrios de Chungara, nada menos que en la Plaza del Minero, donde se la vio una infinidad de veces arengando a las masas desde el palco del Sindicato, tendría un poderoso significado para recordarnos que las mujeres mineras, así como se enfrentaron a los gobiernos opresores de turno y a los prejuicios machistas de su entorno social, se enfrentaron también con todo el furor de su inteligencia y conciencia de clase a las normativas decadentes del sistema patriarcal, que quiere verlas al margen de la actividad sindical y recluidas entre las cuatro paredes de la cocina.

viernes, 5 de junio de 2020


NIÑO MINERO

Esta fotografía, como todas las que circulan por las redes sociales, llegó a mi celular junto a un breve mensaje que abordaba el tema de la minería, pero que no decía una sola palabra sobre quiénes son las personas retratadas con la cámara de un celular inteligente, que en la actualidad sirve para perpetuar en un instante, a cualquier hora y en cualquier lugar, una realidad impactante por la fuerza de su mensaje iconográfico y el valor testimonial contextualizado en la historia de un país esencialmente minero.

La imagen da la impresión de que estos dos hijos del altiplano; uno mayor y el otro menor, se ganan el pan del día no sólo con el sudor de la frente, sino también con el sudor de todo el cuerpo que, desde que inician una jornada de más de ocho horas, está sometido a un sistema de trabajo brutal, sin ninguna seguridad industrial y en condiciones parecidas a las de la época de la colonia, cuando los indios mitayos eran obligados a trabajar en los yacimientos de plata del Cerro Rico de Potosí, en beneficio de la Corona de España, que estableció un régimen de explotación de tipo esclavista, violentando la dignidad de las personas y los Derechos Humanos.
   
La bocamina, mostrándose como un bostezo detrás de sus espaldas, tiene la bóveda apuntalada con callapos para evitar que se derrumben las rocas y la mina se convierta en una sepultura cerrada a la luz y el aire. Da lo mismo que la bocamina esté ubicada en el Sumaj Orq’o de Potosí, en el cerro Juan del Valle de Llallagua-Uncía, en el Phosokoni de Huanuni o en San José de Oruro. Lo importante es que este socavón es uno más de los cientos y miles que se abrieron durante la Era de la plata y el estaño, y que, una vez abandonado tras el desmantelamiento de la industria minera de carácter capitalista y tecnología moderna, fue retomado como fuente de trabajo por los denominados cooperativistas; es decir, mineros no asalariados ni asegurados a una empresa industrializada como la que estructuraron en la primera mitad del siglo XX los magnates mineros como Patiño, Hochschild y Aramayo.

Los mineros cooperativistas, como es el caso de este niño y su padre, trabajan como pueden en los rajos abandonados, a cientos de metros bajo tierra, intentando aprovechar el poco estaño que ha quedado después del Decreto Supremo 21060, que cerró las minas y provocó el despido de miles de obreros de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), institucionalizada tras la consolidación de la revolución anti-oligárquica y la nacionalización de las minas en octubre de 1952.

No faltaban los cooperativistas que, en su afán por encontrar más vetas, pierden incluso el temor a la muerte y penetran en las galerías más recónditas de la montaña, donde realizan trabajos de excavación arrastrándose como gusanos y arriesgando la vida por la falta de maquinaria apropiada. Tampoco les importa la humedad, las altas temperaturas ni la falta de oxígeno con tal de extraer puñados de mineral. Su jornada, sin derecho a salario ni beneficios sociales, transcurre sorteando los peligros inherentes a una galería llena de chimeneas y buzones, y, como es de suponer, en condiciones infrahumanas y sin más esperanza que salir con vida a la luz del día.

Y todo esto, sin considerar la trágica realidad de una familia minera; a una madre, esposa y varios hijos que se quedan en casa, a la espera de que el padre, hermano o hijo retornen sanos y salvos, pues sin ellos el destino de la familia estaría condenada a hundirse en una pobreza tan negra como negra es la mina, donde los mineros pueden perder la vida en un cerrar de ojos, tras un desmoronamiento de rocas o una descarga de dinamitas.

Los dos mineros de la fotografía llevan las ropas raídas por la copajira. El padre se muestra con los pantalones Jeans y la chompa ceñida por el cinturón de trabajo a la altura de su magra cadera, y el niño con la chompa canguro celeste y el buzo rojo percudidos por el lodo generado por la ch’aqa.  Las botas de goma del niño, calzadas hasta más arriba de las rodillas, son demasiado grandes para su talla, debido a que este tipo de botas de trabajo, con planta gruesa y punta de fierro, no se fabrican para niños. En el guardatojo llevan una lámpara eléctrica algo ladeada, lo que hace suponer que no usan lamparines de carburo ni mecheros de cebo para iluminar la oscuridad de las galerías, donde sus vidas son trituradas como por quimbaletes de peso pesado, en medio del polvo de sílice y los gases tóxicos que provocan enfermedades broncopulmonares.

Si nos fijamos bien, el niño minero, que no usa guantes de trabajo como su padre, tiene las manos en los bolsillos, quizás porque las tiene encallecidas o, quizás, porque están estropeadas de tanto empujar la carga en el carro metalero, que está detrás de ellos, plantado sobre rieles oxidados por el tiempo, el polvo y la copajira. Como todo niño minero, acostumbrado a los golpes de la vida y las inclemencias del tiempo, luce los párpados hinchados por los desvelos y los dientes incisivos que se muestran en una mueca que parece disimular una sonrisa amistosa. Pero no cabe duda de que este niño, a su escasa edad, aprendió ya a mitigar el hambre y la sed con el jugo de las hojas de la coca, cuyo pijcheo tiene entre la mejilla y el carrillo de los dientes. Es también probable que este niño aprendió ya a manipular la dinamita, a preparar el fulminante con la guía y el detonador para hacer estallar la roca y extraer la casiterita de estaño incrustada en las entrañas de la Pachamama.

Después del estallido de las dinamitas, cuyo traquido hace volar cascajos de roca junto a una endiablada polvareda que lo invade todo, no les queda más que aspirar las motas de sílice que, por no contar con pulmosan ni mascarilla que le cubra las fosas nasales y la boca, les causará el temido mal de mina; una silicosis crónica que les destrozará los pulmones y les provocará vómitos de sangre, hasta terminar en una muerte lenta y dolorosa, como dolorosa es la vida de un minero que trabaja sin seguridad industrial y sin ningún tipo de protección a lo largo de los años.

Al margen de esta fotografía, que muestra el lado más dramático de un país en vías de desarrollo, las organizaciones dedicadas a la defensa de los derechos de los niños, como el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia y Adolescencia (Unicef) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), revelaron que en Bolivia el trabajo infantil es un fenómeno más normal de lo que parece, que se usa y abusa de la fuerza de trabajo de los niños y niñas, sin tomar en cuenta que algunas labores tienen efectos nocivos en la vida de los infantes, desde el punto de vista emocional, físico y psicológico.

Contrariamente a las leyes emanadas por los gobernantes, y consignadas en el Código Niña, Niño, Adolescente, aprobado por la Asamblea Legislativa en 2014 -en el que se establece la edad mínima de 14 años para realizar algunas labores que no perjudiquen el desarrollo físico y emocional-, el trabajo infantil y la mano de obra barata en las faenas mineras siguen siendo comunes, a pesar de los peligros a los que se exponen los infantes apenas cruzan la bocamina y se internan en las espantosas galerías, donde la muerte los acecha permanentemente en un ambiente insalubre y peligroso. ¡Qué lástima!

Qué les puede interesar a las autoridades departamentales y municipales, si el trabajo infantil forma parte de la injusticia socioeconómica, cuando son pocos los que mueven un dedo para castigar el trabajo infantil con todo el peso de la ley, cuando la Jefatura Departamental del Trabajo y las Defensorías de la Niñez y Adolescencia brillan por su ausencia allí donde se genera una explotación despiadada cerca de sus narices, en tanto ellos se hacen los de la vista gorda, aun sabiendo que el no importismo los convierte en cómplices de una esclavitud infantil encubierta.

Esta misma imagen, que me causa indignación e impotencia, me recuerda al muchacho minero que conocí hace algunos años en uno de los socavones del legendario Cerro Rico de Potosí, justo en el paraje del Tío Lucas, que nos observaba con sus ojos de cachina desde su trono de rocas, mientras masticábamos hojas de coca, fumábamos k’uyunas y tomábamos sorbos de aguardiente de una misma botella.

Ese muchacho potosino, cuyo nombre jamás lo supe porque no me lo dijo ni le pregunté, era el peón de un viejo cooperativista, quien le ofreció trabajar en un rajo abandonado por los antiguos mineros de la COMIBOL. Y, aunque las vetas estaban ya agotadas tanto como los residuos que dejó la compañía de la Empresa Unificada que explotaba los yacimientos de estaño con maquinaria industrial, ellos seguían buscando el metal del diablo a fuerza de combos, barretas, palas y picos, sin saber si el Tío les concedería un poco más de su preciado mineral, como una forma de compensar las ofrendas que le dejaban en actitud de completa sumisión y pleitesía.

El muchacho se sentó a mi lado, me miró por debajo de su guardatojo y, con los ojos anegados en lágrimas, me dijo que no le gustaba trabajar en la mina, pero que estaba obligado a hacerlo, aprovechando sus vacaciones escolares, para ganarse unos billetitos que le permitieran ayudar a su madre y sus hermanos menores, quienes vivían en condiciones de extrema pobreza y hacinados en una habitación precaria construida en la misma ladera del cerro, sin servicios básicos ni condiciones de seguridad.

Yo le devolví la mirada envuelta por la mortecina luz de la lámpara sujeta al guardatojo y, abrazándole con sincero afecto y cariño, le dije que debía seguir estudiando hasta hacerse profesional y alejarse para siempre de ese infierno terrenal creado por los propios hombres. Los estudios lo salvarían de las garras del Tío Lucas y no lo dejarían caer en la tentación de la mina, porque la mina es una suerte de laberinto cuyas galerías exhalan desesperanza, opresión y muerte.

Es evidente que ese muchacho minero, como todos los niños que son víctimas de la pobreza, la violencia doméstica, el abuso y la explotación laboral, en un principio se abrazó a la ilusión de ganar dinero para comprarles juguetes a sus hermanos y una casa a su mamá, hasta que el sueño se le convirtió en una pesadilla, que empezó a inquietarle en el alma como si cargara todo el peso de la montaña sobre sus espaldas, como si la mina, aparte de acercarlo a la muerte y alejarlo de la vida, fuese un monstruo pétreo decidido a tragarse a los más humildes; a hombres, mujeres y niños que se internan en sus galerías abiertas a dinamitazos, como si volvieran al vientre de su madre, al vientre de la Pachamama (Madre Tierra), de donde vienen y hacia donde van, mientras el metal del diablo se les ríe a carcajadas, porque las riquezas minerales son del Tío de la mina y no de los humanos que las explotan sin piedad.

jueves, 21 de junio de 2018


LA MASACRE DE SAN JUAN EN PROSA

El Archivo Histórico de la Minería Nacional de la Comibol/Regional Catavi, dentro de sus actividades dedicadas a la promoción de la cultura minera y el registro de los materiales pertenecientes a la Comibol, edita la Serie de Literatura Minera, cuyo décimo segundo número, que tiene el propósito de mantener viva la memoria histórica del proletariado boliviano, está dedicado a la masacre de San Juan, que enlutó a las familias mineras en Llallagua, Siglo XX, Cancañiri y Catavi, en la madrugada del 24 de junio de 1967.

La presente selección de textos, intitulada La masacre de San Juan en prosa, es un nuevo aporte a la ya extensa historiografía en torno a un acontecimiento fratricida, que conmocionó a un país que vivía asolado por un régimen militar despótico, cuyos crímenes de lesa humanidad formaron parte de una de las etapas más sombrías de la historia nacional.

Reconocidos intelectuales bolivianos, como Guillermo Lora, Sergio Almaraz, Marcelo Quiroga Santa Cruz, René Zavaleta Mercado, Gregorio Iriarte y Armando Córdova Saavedra, coinciden en señalar que la masacre de San Juan se produjo como consecuencia de la existencia de un grupo insurgente, que inició sus acciones en marzo de ese mismo año en la zona de Ñancahuazú. El régimen dictatorial de René Barrientos Ortuño, en su afán de justificar su política criminal, declaró que no hubo otra forma de frenar las acciones subversivas de los dirigentes mineros y los guerrilleros comandados por Ernesto Che Guevara.

En un trabajo como el presente no podía faltar la versión del filósofo francés Regis Debray, quien formó parte del foco armado de Ernesto Che Guevara en sus inicios y reafirmó la tesis de que el régimen dictatorial de René Barrientos Ortuño usó el pretexto de la guerrilla para tramar, en colaboración con sus asesores norteamericanos, una estrategia militar que impidiera a cualquier precio una alianza orgánica entre mineros y guerrilleros.

Los autores, con solvencia y autoridad moral, se refieren a los antecedentes que dieron paso a la conocida masacre minera de San Juan, que dejó un reguero de heridos y un saldo de más de dos decenas de asesinados entre hombres, mujeres y niños.

Por otro lado, se consideró necesario incluir testimonios de primera mano, como el de Domitila Barrios de Chungara y la viuda de Rosendo García Maisman, y otros de carácter más literario, como el de Eliseo Bilbao Ayaviri, Diego Martínez Estévez, Víctor Montoya y el célebre escritor uruguayo Eduardo Galeano, quienes confirman que las tropas militares, aprovechándose de la fiesta del 23 de junio, tomaron por sorpresa los distritos mineros, donde la noche de San Juan se celebra con libaciones, bailes, juego artificiales y fogatas.

Tampoco es casual que el ejército haya intervenido la población civil de Llallagua y los campamentos mineros de Cancañiri, Siglo XX y Catavi, a las 04.40 de la madrugada, una vez que la mayoría de los trabajadores se habían retirado a descansar en sus hogares, dejando atrás las menguantes brasas de las fogatas y sin tener posibilidades de organizar una resistencia eficaz contra los uniformados, que estaban dispuestos a cumplir con su misión a sangre y fuego.


Por último, se incluyen los apuntes escritos por Ernesto Che Guevara en su famoso Diario, ya que dan una perspectiva de quien, a la distancia y por medio de las emisoras de radio, se informó de los sucesos de la masacre en Siglo XX-Catavi, donde se debía realizar un ampliado nacional minero el 24 de junio, con el objetivo de replantearle al gobierno un pliego de peticiones y reafirmar la unánime decisión obrera de apoyar a la guerrilla con víveres y medicamentos.

Esperemos que estos textos, que parecen describir una epopeya arrancada de las pesadillas, nos permitan mantener siempre viva en la memoria una de las tragedias más cruentas que registra la historia del movimiento obrero boliviano.

Cabe recordar que el pasado año, el mismo Archivo Histórico de la Minería Nacional de la Comibol/Regional Catavi, en su Serie de Literatura Minera, publicó una selección de poesías revolucionarias bajo el título de La noche de San Juan en versos, donde destacan autores como Jorge Calvimontes y Calvimontes, Nilo Soruco, Coco Manto, Alberto Guerra Gutiérrez y Grover Cabrera García, entre otros.
    
Los poetas reunidos en esa breve antología, aparte de recrear con la intensidad vibrante de sus versos una realidad dramática, que les tocó vivir a las familias mineras en carne propia, rescataron con innovación y creatividad la integridad de un país que, a pasar de los regímenes dictatoriales, las intervenciones militares y las masacres insensatas, supo luchar y resistir contra los enemigos de la soberanía nacional, bajo la hegemonía de los trabajadores de los centros mineros como Siglo XX, que fue escuela y escenario de eximios oradores y grandes líderes sindicales, como Federico Escóbar, César Lora, Isaac Camacho, Irineo Pimentel  y Domitila Barrios de Chungara, por citar a algunos de los más esclarecidos.

En esta oportunidad, y en el marco de las actividades programadas para los días 23, 24 y 26 junio en las poblaciones de Llallagua y SigloXX, se presentará esta nueva entrega del Archivo Histórico de la Minería Nacional de la Comibol/Regional Catavi, que viene promoviendo y difundiendo, conforme a sus propósitos altruistas en el ámbito cultural, la literatura vinculada a la realidad minera, como una forma de perpetuar la rica tradición de lucha de los trabajadores del subsuelo boliviano.

martes, 10 de abril de 2018


TEODORA, LA PALLIRI DE LOS DESMONTES

Teodora es originaria del pueblo de Chayanta, tiene 35 años y seis hijos. Trabaja desde hace unos cinco años como palliri en los desmontes de Llallagua. Su faena, que comienza cuando el sol comienza a despuntar tras los cerros de Catavi, consiste en machucar y rescatar, martillo en mano y sin más armas que su coraje, las chispas de mineral incrustadas en las granzas que conforman los desmontes que, en realidad, constituyen poderosos reservorios de mineral, lo mismo que las lamas del K’enko, donde desembocaron los residuos del Ingenio Victoria de Catavi, una vez realizado el proceso de concentración del estaño, que debía ser embolsado en sacos de Calcuta antes de ser transportado hacia Estados Unidos o Inglaterra.
 
Teodora vive en una habitación que, más que habitación, parece una pocilga. Vive acompañada por sus hijos y sus animales domésticos. No conoce el agua potable, la luz eléctrica ni la cocina a gas. Sus pocos muebles son cajones de dinamita y no tiene más bienes que un paupérrimo salario, que no le alcanza ni para llenar el estómago de sus seis wawas.

Teodora, como la mayoría de las mujeres que trabajan en los desmontes, a cielo abierto y sin más herramientas que sus manos, forma parte de ese ejército de mujeres abandonadas por sus parejas. Su mamá murió con una enfermedad desconocida y su papá, desde que lo retiraron de la empresa a causa de su mal de mina, se dedicó a la bebida y murió con cirrosis.

Ella se juntó con su marido a los dieciséis años. Él la hizo ver las estrellas y le prometió un paraíso que nunca llegó a conocer. Sus hijos, que no son precisamente una bendición de Dios, llegaron uno tras otro, hasta que su esposo, que era flojo, machista, borracho, mujeriego y maltratador, un día se enroló con otra mujer más joven y la abandonó junto a sus pequeños hijos, sin dejarle un solo centavo para comprar la comida.

Por un tiempo se sintió sola y lloró hasta el cansancio, pero, al final, cayó en la cuenta de que no le quedaba otra que seguir luchando para mantener a sus hijos, quienes, a pesar de las innumerables privaciones y dolores de cabeza, son la mayor razón de su vida. Un día, sobreponiéndose a los prejuicios propios de un medio machista y patriarcal, sujetó sus trenzas debajo del sombrero de paja, se puso overol y se calzó botas de goma. Cargó su martillo y merienda en un aguayo, se despidió de sus hijos y salió a ganarse el pan del día en los desmontes, conocidos también con el nombre genérico de colas, que son los residuos de la producción minera y que durante varias décadas fueron acumulándose como cerros café-plomizos cerca de los campamentos mineros.

Desde entonces no ha dejado de soñar en un futuro mejor para ella y sus hijos. Quiere trabajar en el interior de la mina, así tendría más derechos y más ingresos; es decir, ganaría un salario más digno que el que gana como palliri; pero éste deseo es solo un sueño, que nunca se hará realidad. Teodora está consciente de que el privilegio de ser minera no le corresponde a ella, sino a las mujeres que perdieron a sus maridos a causa de la silicosis o en un accidente laboral de interior mina. 

A pesar de los pesares, está conforme con ser palliri, aunque tanto sacrificio no siempre es recompensado de manera justa, aparte de que tiene que trabajar en condiciones infrahumanas, desafiando las inclemencias del tiempo y en un ambiente donde está expuesta a peligros que acechan a cualquier hora del día. Así como no faltan los accidentes y enfermedades, tampoco faltan los malhechores que, al verla sola entre los pliegues de los desmontes, intentan abusarla por el simple hecho de ser mujer; por fortuna,  ella aprendió a defenderse con el martillo o la piedra que siempre carga en el bolsillo de la pollera.

Teodora tiene su puesto de trabajo, bajo el sol y bajo la lluvia, en la misma zona donde hasta la época de la llamada relocalización de 1985, se deslizaban pequeños vagones metaleros enganchados a unos andariveles de acero, de grueso calibre, bien tensados entre un extremo y otro. Los pequeños vagones, vistos a la distancia y recortados contra el cielo, no sólo parecían pequeñas naves extraterrestres, sino que transportaban, por encima de los campamentos mineros, los deshechos expulsados de la Planta Sink and Flaut hacia los desmontes de granza, donde las palliris, como Teodora, se ganaban el sustento diario rescatando las chispas de mineral con la pura fuerza de sus manos.

El poco dinero que gana como palliri, machucando granzas con estaño de baja ley, no equivale ni siquiera al salario básico vital, pero ella, que aprendió desde niña el arte de ahorrar centavo a centavo, sabe cómo administrar lo poco que gana, conforme alcance para el plato de comida y la educación de sus hijos.

Teodora no sabe leer ni escribir. Nunca asistió a la escuela. Toda su vida, más que ser vida, fue un infierno. Experimentó las discriminaciones sociales y raciales desde siempre. Vivió en carne propia la violencia intrafamiliar y trabajó desde que tenía uso de razón, tanto dentro como fuera del hogar. Ella es un eslabón más de una larga cadena de mujeres que dejan su vida en los campamentos mineros, como antes la dejaron sus padres y los padres de sus padres. Por eso sufre harto por dentro y se parte el lomo trabajando, con la ilusión de que sus hijos sigan estudiando. Ella le ruega a Dios para que ellos no sean mineros ni palliris como sus antepasados. Lo que Teodora quiere es que sus hijos se alejen, de una vez y para siempre, de esos sombríos socavones que, desde la época de la colonia, han sido verdaderos tragaderos de vidas humanas.  

sábado, 4 de noviembre de 2017


CONGRESO MINERO EN COROCORO

Esta fotografía, donde aparecen algunos de los dirigentes del distrito minero de Siglo XX-Llallagua, que participaron en el XVI Congreso Nacional Minero realizado en Corocoro, en mayo de 1976, lo guardé en el álbum de los recuerdos, hasta que, casi cuatro décadas después, tuve la posibilidad de retornar a esta población ubicada en la provincia Pacajes del departamento de La Paz, a una distancia aproximada de 80 kilómetros de la ciudad de El Alto.

El microbús se internó en la topografía accidentada de la región, que tenía una cadena de cerros distribuidos a lo largo y ancho del municipio, con la presencia imponente del Cerro Kumpuku, un mirador natural ubicado aproximadamente a 35 kilómetros de distancia de Corocoro, y la formación rocosa del Turiturini, que es de interés turístico y visitado por los pobladores desde la época del incario, porque allí se daban cita los yatiris para realizar rituales de ofrenda en honor a la Pachamama.

Resabios de un glorioso pasado

Cuando el microbús arribó a la parada final y puse mis pies, por segunda vez, en la tierra donde se producía sulfato de cobre, me asaltó la sensación de que no estaba en el mismo distrito minero que conocí en 1976. Las casas parecían deshabitadas y hasta tenía la impresión de estar en una población fantasma, donde eran pocas las personas que asomaban su rostro a las puertas y muchos los perros que deambulaban por las vacías calles, al menos si tomamos en cuenta que en estas mismas calles, durante el auge minero desde principios del siglo XX, estaban ubicadas varias casas comerciales y centros culturales que fomentaban la presentación de obras teatrales y la circulación de cuatro periódicos impresos: El Esfuerzo, El Industrial, La Acción y El Deber; un fenómeno cultural que no se replicaba en otros centros mineros como Siglo XX, Catavi, Pulacayo o Huanuni. Y, como si fuera poco, en estas mis tierras bañadas por el color café-rojizo del cobre, vivieron personalidades importantes del mundo político y cultural del país, como la poetisa Adela Zamudio, el ex presidente boliviano Ismael Montes Gamboa y el líder sindical Juan Lechín Oquendo, quien, además, nació en esta tierra.

Con todo, Cocoroco no es más la misma población que aparece en la fotografía desde el D.S. 21060, que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro firmó en 1985; una desastrosa coyuntura histórica y económica que ocasionó el cierre de las minas nacionalizadas, provocando una crisis laboral que dejó cesantes a miles de trabajadores y que relocalizó a las familias mineras, que se marcharon a las ciudades y el campo en busca de nuevos horizontes de vida y trabajo.


Esta es la razón del porqué Corocoro quedó abandonada y dejó de brillar con su mejor fulgor, con ese fulgor que lo identificó como a una población minera por excelencia, gracias a la explotación de los yacimientos de cobre desde antes de la irrupción del sistema de explotación capitalista. El movimiento obrero de Corocoro estuvo vinculado desde siempre al proletariado nacional. No es casual que en estas montañosas tierras, donde existía un sindicalismo altamente politizado, se protagonizó un importante motín en 1950, no sólo porque los trabajadores buscaban mejores condiciones de vida y un incremento salarial, sino también porque querían dejar constancia de que los corocoreños estaban enfrentados a los intereses de la oligarquía minero-feudal y las empresas extranjeras, que se adjudicaron los mejores parajes desde la segunda mitad del siglo XIX.

El escenario del Congreso Minero

Al bajar por sus calles, recordaba que esta misma población, gracias al compromiso revolucionario del sindicato de trabajadores, fue el escenario del XVI Congreso Nacional Minero, donde se dieron cita cientos de dirigentes provenientes de todo el territorio nacional, junto a la delegación de universitarios, estudiantes de secundaria y amas de casas.

Durante los días que duró el congreso, antes y después de las plenarias, las calles se llenaban de gente, aunque no eran días de Carnaval; los pequeños restaurantes rebalsaban de comensales y las aulas de las escuelas y colegios fueron habilitadas como improvisados alojamientos, donde los congresistas no paraban de discutir sobre las resoluciones políticas y económicas que debían aprobarse en el congreso, de manera unánime y sin descartar la posibilidad de que la dictadura militar asumiera medidas represivas para frenar la acción revolucionaria de los trabajadores y sus aliados naturales de clase.

Una fotografía en el Monumento al Minero

El 2 de mayo, pasado el mediodía y luego de salir del teatro donde se realizaba el magno congreso, en medio de un ámbito saturado de aire pesado y bancos de madera atestados de gente en estado de euforia, un grupo de dirigentes de la población de Llallagua-Siglo XX, comunicándonos más con los gestos que con palabras, nos dirigimos hacia la plaza donde está el majestuoso Monumento al Minero. Allí nos abordó un fotógrafo con la cámara en mano y nos ofreció tomarnos una foto para el recuerdo. Nosotros lo miramos con el ceño fruncido y, a poco de acordar el precio, aceptamos su propuesta. Fue así que nos preparamos para perpetuar ese instante de nuestras vidas en una imagen fotográfica, que sería el mejor testimonio de nuestro paso por Corocoro.

                                              De pie. Alejandro Lupe, Juvenal Vaizaga, Pablo Rocha, Moya Rodríguez,  
                                            Andrés Lora, Cleomedes Colque. De cuclillas. Víctor Montoya, Jaime Lineo, 
                                                                                  Ángel Capari, Hilarión Pérez

El fotógrafo nos puso delante del Monumento al Minero, a unos de pie y a otros de cuclillas, teniendo como telón de fondo los edificios de la plaza, una calle empinada y un escarpado cerro recortado contra el azul del cielo. El disparador de la cámara hizo clic y todo estaba listo en fracción de segundos. Cuando nos fijamos en la fotografía, detrás de nosotros, destacaba el Monumento al Minero, de más de 2 toneladas de peso y 8 metros de espesor; un magnífico homenaje a los mineros corocoreños que, una vez fundido en materiales como el estaño, zinc, plata y cobre, fue instalado en la plaza en 1960.

En esta misma plaza, donde se pronunciaron atronados discursos en contra de la dictadura militar y en homenaje al Día Internacional de los Trabajadores, los manifestantes nos concentramos en una apoteósica asamblea, luego de haber desfilado por las principales arterias de la Corocoro, la mañana del 1 de mayo de 1976. Todavía recuerdo que, en representación de la Federación de Estudiantes de Secundaria de la Provincia Bustillo del departamento de Potosí, me tocó subirme a la tarima y discursear después de doña Domitila Chungara, la legítima representante de las amas de casa del distrito minero de Siglo XX.

La leyenda del cóndor jipiña

Otro día, mientras se deliberaban los planteamientos sectoriales en las comisiones de asuntos sociales, políticos y económicos, donde participaban los representantes de las diferentes corrientes ideológicas de la izquierda boliviana, aproveché para trepar, junto a un grupo de compañeros, por las escarpadas laderas de uno de los emblemáticos cerros de Corocoro, cuya cumbre conduce hacia una quebrada situada a un kilómetro de distancia, donde está la enorme roca que, vista a la distancia y al caer el día con resplandores de avivado fuego, se asemeja a un cóndor posado en una rama.

Para los lugareños se trata del cóndor jipiña (posada del cóndor), cuya fabulosa leyenda cuenta la historia de un viejo cacique, que vivía feliz con sus dos hijos: un varón y una mujer, hasta el día en que en esas campiñas apareció un forastero llegado de tierras lejanas. El forastero, que era joven y apuesto, se enamoró de la hermosa hija del cacique, pero éste se negó a aceptar la relación, arguyendo que su hija estaba reservada para un mancebo de su ayllu. Entonces el forastero, ofendido ante la negativa del anciano, se marchó con rumbo desconocido, no sin antes maldecir su mala suerte y aumentar con sus lágrimas el caudal del río Jachchallani.


Años después, la hija del cacique se enamoró del mancebo elegido por su ayllu, con quien, a modo de pasear y charlar a solas, recorrían por los cerros, sin dejar de contemplar las quebradas que se perdían más allá de sus pies, hasta que un día, mientras estaban sentados sobre una piedra, tomándose de las manos bajo el manto azulino del cielo, la pareja advirtió que un cóndor los acechaba desde las alturas; una visión que se repitió todas la veces que salían a disfrutar del aire fresco y la fragancia de las flores del puya, la planta endémica de la provincia de Pacajes.

La hija del cacique se sentía atemorizada por la extraña presencia del ave de plumaje negro y pico ganchudo. De modo que su pretendiente, al verla asustada y temblando como una hoja al viento, le lanzó al animal una piedra con su honda, provocándole una herida mortal. El cóndor intentó remontar vuelo, pero se precipitó, a cierta distancia, transformado en una roca.

En la actualidad, esta figura lítica, que tiene una altura entre 6 y 8 metros y un peso entre 3 y 4 toneladas, está considerado como uno de los patrimonios naturales, culturales y turísticos de Corocoro, ya que, según refiere la leyenda, se trata de una roca que es la representación del mismísimo Kuntur Mallku o el joven forastero petrificado, el único ser humano capaz de transformarse en un imponente cóndor de alas plegadas y cabeza erguida.

Las resoluciones del congreso

El XVI Congreso Nacional Minero, sin lugar a dudas, fue la prolongación de la acción directa de masas, que se inició con el ascenso revolucionario en 1973 y alcanzó su máxima expresión en la huelga general de 1976, tras la intervención militar a los distritos y radioemisoras mineras en junio del mismo año.

Los objetivos del congreso estaban orientados a poner en pie las organizaciones de base y a plantear al gobierno un pliego único de peticiones: aumento de sueldos y salarios, garantizado por la escala móvil; rebaja de las horas de trabajo; vigencia y libertad del fuero sindical; libertad irrestricta para los presos políticos y sindicales; retorno de los exiliados y garantías democráticas para los perseguidos; constitución de amas de casa y la participación efectiva de las mujeres en los sindicatos; apoyo al campesinado y a los universitarios en sus reivindicaciones; rechazo al negociado marítimo del fascismo.


En este congreso, como en otros anteriores desde la aprobación de la Tesis de Pulacayo en 1946, se hincapié en la necesidad de mantener en toda circunstancia la independencia ideológica, política y organizativa de la clase obrera ante cualquier injerencia del gobierno de corte fascista ni subordinarse a los intereses de las demás clases sociales, debido a que el proletariado debía convertirse en el caudillo de la nación oprimida, enarbolando las banderas de la revolución socialista.

Los trabajadores mineros, al cabo de elaborar su documento antes de la clausura del congreso, dieron a conocer su pliego de peticiones, respaldado por la unánime decisión de ingresar a una huelga general indefinida en caso de no ser atendidas sus justas demandas en el plazo de un mes por la dictadura militar que, por entonces, aplicaba una política implacable contra toda sombra de resistencia organizada y, sobre todo, contra el sindicalismo revolucionario que no estaba dispuesto a bajar la guardia ni dejarse torcer la cerviz.

La danza del ch’uta

Una vez clausurado el congreso, después de seis días de intensos debates en torno a los temas políticos y económicos, los delegados se aprestaron a retornar a sus respectivos distritos, sin haber tenido la oportunidad de conocer algo más de la enorme tradición cultural de Corocoro; por ejemplo, si el congreso se hubiese realizado en tiempos del Carnaval, de seguro que hubiésemos tenido la oportunidad de disfrutar de la danza del ch’uta cholero, disfrazado con traje pintoresco, sombrero alón, máscara hecha de alambre tejido y tocuyo, y bien acompañado por sus cholitas vestidas con sus mejores galas; pollera acampanada, jubón ajustado y sombrero bombín, moviéndose con graciosos contoneos de caderas y una sonrisa capaz de comerse el corazón de cualquiera.


Desde luego que a mí me hubiera encantado contemplar la típica danza de los corocoreños, ver cómo las comparsas, bailando al ritmo de un huayño rápido y saltadito, recorren por las calles principales de la población, secundadas por una banda de músicos compuesta por tambores, platilleros y soplalatas, deleitando al público que luego se concentra en la Plaza 15 de Agosto, donde los ch’utas, con los brazos enganchados por sus cholitas, coquetean con ojos celestes y labios de amapola, mientras divierten con sus ocurrencias jocosas y sus pensamientos que, expresados en aymara y con falsetes, parecen dardos de burla disparándose a diestra y siniestra.

Desilusiones y esperanzas

Antes de abandonar Corocoro, me quedé pensando en que una política anti-obrera, como la que se experimentó con el D.S. 21060, puede causar desilusiones en una urbe cuya fuente de vida y trabajo giraba en torno a la producción minera. En consecuencia, no es casual que los obreros y sus familias, tras el cierre de las principales fuentes de trabajo, se marcharon hacia nuevo derroteros, dejando detrás de sí una reducida población cuya actividad económica de subsistencia se redujo a la ganadería, la agricultura y la venta de artesanías textiles, aparte del turismo que, si se lo proyecta con el apoyo de las instituciones pertinentes, tendría un futuro prometedor.

Estoy convencido de que Corocoro es uno de esos centros mineros que, a pesar de las malas rachas en la vida política y económica que asolaron al país, siempre evoca su glorioso pasado histórico y proyecta los ideales de su porvenir con bríos de esperanza, aunque nadie sepa, a ciencia cierta, si el nombre de esta población proviene del vocablo aymara Kori Kori Pata (Cerro de Oro) o de ocuroro (oro de baja ley), aunque por una simple deducción lógica, es más probable que provenga de ocuroro, porque no todo lo que brilla es oro, como en el caso del cobre, que aun no siendo un metal noble, puede brillar tanto como el bronce y encontrarse a flor de tierra como el oro.

Cocoroco tiene una larga historia en el contexto de la minería nacional y un sitial privilegiado en el contexto de las luchas sociales que caracterizaron al movimiento obrero boliviano. Por lo tanto, la realización del XVI Congreso Nacional Minero, que se llevó a cabo en mayo de 1976, fue apenas la cresta de una de las tantas olas revolucionarias que, en épocas de gobiernos oligárquicos, dictatoriales y neoliberales, se agitaron con la fuerza de un maremoto desde el seno mismo de los trabajadores mineros, que se caracterizaban por constituir la clase social revolucionaria por excelencia, debido al lugar que ocupaban en el sistema de producción capitalista.

martes, 15 de agosto de 2017


CIRILO JIMÉNEZ, SINDICALISTA REVOLUCIONARIO

La tarde que acudí al acto programado en el Paraninfo de la Universidad Nacional Siglo XX, en homenaje a los caídos en la masacre de San Juan, la madruga del 24 de junio de 1967, me sorprendió ver en la antigua parada de buses un edificio de fachada blanca, flaqueada por el monumento al minero, con un libro en la mano, y el monumento a Ernesto Che Guevara, con el fusil empuñado. Digo que me sorprendió, porque antes de la creación de esta Casa Superior de Estudios, en este mismo lugar estaba la terminal de la Flota Bustillo, cuyos propietarios expropiaron los terrenos de lo que antes fuera un parque al servicio de los llallagueños.

En la parte superior del frontis destaca un escudo y debajo una leyenda que, en letras en alto relieve, dice: Universidad Nacional Siglo XX. Estaba informado de que en la planta baja funcionaban las oficinas administrativas, una sala de exposiciones y otra destinada al comité de recepción; en tanto en la planta alta, había una sala de lectura, una pequeña biblioteca y una amplia sala denominada Paraninfo Galo Luna. Sin embargo, lo que no me habían informado es que, en la entrada principal al edificio, con piso de mosaicos verdes y amarillos, estaba el busto de uno de sus principales fundadores, el legendario luchador minero Cirilo Jiménez Álvarez, quien, desde principios de los años ‘70 y consciente de que los hijos de los mineros y campesinos tenían también derecho a la educación superior, impulsó la creación de la Universidad Obrera, con el objetivo de formar a profesionales que trabajen en los barrios, las minas y el campo, fortaleciendo la conciencia política del pueblo, y no a profesionales cuyo único objetivo es alcanzar un título y escalar en la meritocracia al servicio de los tecnócratas de las clases dominantes.

Cuando vi el busto de don Cirilo, moldeado por el artista Roque Coca y colocado sobre un pedestal de cemento, un guardatojo de minero y un libro, el corazón me latió de una enorme alegría, no sólo porque sabía que se trataba del padre fundador de esta Universidad, el 1 de agosto de 1985, al amparo del Decreto Supremo 20979, firmado por el entonces presidente Hernán Siles Suazo, sino también porque don Cirilo fue su catedrático honorario, su primer Vicerrector y luego Rector, a nombre de la gloriosa Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), organización matriz en la que don Cirilo ejerció la Secretaria de Educación y Cultura, entre 1986-88, y que imprimió su sello revolucionario en la malla curricular, al señalar que la Universidad sería un mecanismo de formación científica para los profesionales orgánicos y antiimperialistas.


Por otro lado, ver la imagen moldeada de don Cirilo me pareció un hecho poco usual y hasta algo insólito, ya que el busto no correspondía a una persona muerta, sino a una persona que todavía estaba viva; un gesto que no siempre suele suceder en nuestro medio, donde los homenajeados primero tienen que estar bajo tierra. No en vano en la plaqueta, que fue descubierta el 1 de agosto de 2010, a modo de conmemorar las Bodas de Plata de esta Casa Superior de Estudios, destaca la siguiente inscripción: Los trabajadores administrativos, docentes de la Universidad Nacional Siglo XX y pobladores de Llallagua rinden su homenaje de agradecimiento al creador y fundador de la UNSXX, Cc. Cirilo Jiménez Álvarez. Y para rematar, la Universidad lo invistió Doctor Honoris Causa en 2013. Por éstas y otras consideraciones, estando tan cerca de él, a quien siempre lo consideré un auténtico sindicalista y un animal político en vías de extinción, dije para mis adentros: ¡Qué carachos! ¡Aquí me tomo una fotografía!

El busto, moldeado con gran sentido estético, quedó casi idéntico al original, pues cualquiera que lo vea, de arriba a abajo, de un costado y de otro, distinguirá los rasgos característicos de la formidable personalidad de don Cirilo; sus ojos de mirada penetrante debajo de sus arqueadas cejas, su nariz recta y sus cabellos recortados al estilo cadete o Firpo, hirsutos como sus mostachos parecidos a las gruesas cerdas de un cepillo, le daban un peculiar aspecto a su perfil de hombre rudo; no en vano entre amigos y camaradas lo llamábamos con cariño: Khisko Cirilo, un sobrenombre que a él no le molestaba en lo más mínimo, no sólo porque estaba acostumbrado a los apelativos que se ponían entre mineros, sino también porque era dueño de una ejemplar autoestima, que lo convertía en el prototipo del luchador obrero, capaz de enfrentarse a los peligros sin más armas que su fortaleza física y resistir en silencio los embates del enemigo, con los puños y los dientes apretados. 

El 23 de junio de 2015, a tiempo de disertar sobre el tema Testimonio y literatura en torno a la masacre de San Juan, en el Paraninfo Galo Luna de la Universidad, no pude resistir a la tentación de confesarles a los presentes que don Cirilo fue como mi segundo padre y que de él, a pesar de su origen de clase, su escasa formación escolar y su condición de obrero de interior mina, aprendí varias cosas elementales de la vida; eso sí, a carajazo limpio, como era la forma de enseñar a los changos de mi época.

Esa misma noche, cuando abandoné el Paraninfo de la Universidad Nacional Siglo XX, se me arremolinaron en la mente una serie de recuerdos que conservaba en la memoria; todos ellos relacionados con don Cirilo, a quien tuve el privilegio de conocerlo desde siempre, desde que en mi casa se hablaba sobre las travesuras de su papagayo, que para él, más que una simple mascota, era como un hijo, hasta que nos fuimos a vivir muy cerca de su casa, ubicada en la Calle Mariscal Santa Cruz, N. 126, cerca de la Avenida María Barzola, de la población de Llallagua. 

Las travesuras del papagayo

Cuando aún era niño, escuché contar una de las historias más fascinantes de la vida de este personaje nacido en el pueblo de Tacaraní, al norte del departamento de Potosí, en 1930. Decían que el día en que el pajarero apareció en las calles del pueblo, empujando una carroza de cartones y cañahuecas, don Cirilo asomó la cabeza a la puerta y constató que ese hombre de aspecto salvaje, que tenía un tocado de plumas y aros ensartados en los labios, vendía aves tropicales en las tierras áridas del altiplano. Don Cirilo, sin lavarse la cara ni afeitarse la barba, se puso la chaqueta de cuero y salió detrás del pajarero, quien, aparte de imitar el trino de un pájaro desconocido, llamaba la atención de los niños con una iguana tendida sobre su hombro.

Cuando el pajarero se instaló en la plaza del pueblo, donde expuso las jaulas que contenían pájaros de todos los colores y tamaños, los curiosos se quedaron pasmados, preguntándose si acaso esas aves provenían de algún Paraíso.

Don Cirilo, atraído por unos pichones que revoloteaban en el nido, se abrió paso entre el tumulto, acercándose a la jaula. El pajarero le enseñó los dientes afilados y le señaló el precio con los dedos de la mano. Don Cirilo le extendió un billete y, colmado de alegría, adquirió el pichón de un papagayo.

Los vecinos, al verlo regresar con el pichón entre las manos y más contento que nunca, dijeron que don Cirilo se adoptó un hijo, puesto que doña Esther, una chola nortepotosina de atractivo rostro y admirables proporciones, no pudo darle un heredero, quizás, pretextando que los revolucionarios están más comprometidos con su causa que con la crianza de los hijos.



Don Cirilo sublimó sus ansias de ser padre en ese pichón de color encarnado, en el cual depositó todas las fuerzas de su cariño. Meses más tarde, ese pichón que entró en su casa, temblando como un pollo mojado, se convirtió en un hermoso papagayo, cuya alzada superó a la del gallo más grande del corral; tenía las alas radiantes como el arco iris, las patas plumosas, el pico curvado y un colorido penacho en la cabeza.

Don Cirilo, además de alimentarlo con frutas y semillas, que el papagayo se llevaba al pico valiéndose de sus patas prensiles, estaba cada vez más fascinado por la destreza lingüística de ese animal que aprendió a imitar la voz humana, a repetir palabras obscenas y frases revolucionarias, que don Cirilo le enseñaba todos los días al llegar del trabajo.

El papagayo, con el transcurso del tiempo, se acostumbró a la vida doméstica y a meterse sigilosamente en el gallinero que había en el patio de la casa, donde se convirtió en el terror de los gallos, que correteaban con los espolones erizados, y en el macho predilecto de las gallinas que, al verlo atravesar el alambrado, empezaban a cacarear como si fueran a poner huevos.

La vida doméstica del papagayo no estaba libre de peligros, como cuando se sentía acosado por el gato negro, que jugaba con las gallinas hasta el cansancio, antes de partirles el pescuezo de un zarpazo y comérselas plumas y todo. Por eso el papagayo, cada vez que advertía la presencia silenciosa del gato, revoloteaba como una mariposa hostigada y, dando brincos por encima de los muebles, chillaba desesperado: ¡Alcahuete! ¡Hijos de puta!, hasta que aparecía la esposa de don Cirilo, quien, blandiendo el palo de la escoba, hacía que el gato saliera al patio disparado como una flecha.

Una mañana, mientras don Cirilo estaba aún tendido en la cama, la mirada clavada en el techo y las manos cruzadas sobre el pecho, un grupo de policías irrumpió en su casa, tumbando la puerta a culatazos y vociferando a voz en cuello:

–¡Está detenido, carajo! ¡Vístase y acompáñenos!

El papagayo, enmudecido por el pánico, voló por encima de las armas de fuego y aterrizó sobre el empedrado del patio, donde la esposa de don Cirilo rompió a llorar a gritos, enjugándose las lágrimas con el borde de la enagua.

Don Cirilo, acostumbrado a las detenciones arbitrarias por parte de las fuerzas represivas del gobierno, se vistió en silencio y cabizbajo, en tanto los policías, de guantes negros y caras cubiertas con pasamontañas, requisaban todos los recovecos de la casa, aventando los objetos sobre el papagayo.


Una semana después, cuando don Cirilo volvió con el cuerpo marcado por las secuelas de la tortura, el papagayo se le trepó hasta el hombro y, acariciándole la mejilla con su penacho, repitió la frase que más le encantaba a don Cirilo: ¡Viva la revolución!...

Don Cirilo no pudo contener la emoción y sintió que las lágrimas le partían la cara, mientras su esposa, abalanzándose a sus brazos y secándole las lágrimas con los besos, le dio la bienvenida. Don Cirilo volvió a la calma, hinchó el pecho y dijo:

–Estos carajos no me cambiaran los ideales ni quitándome la vida.

El papagayo, tras repetidos allanamientos, adquirió un trauma que se reflejaba en la inquietud de su mirada. Sentía un odio instintivo contra todo hombre uniformado y no soportaba la presencia de nadie que llevara un revólver al cinto. De ahí que cuando un policía cruzaba por la calle taconeando sobre el empedrado, el papagayo se balanceaba en su aro de metal bruñido, abría las alas, emitía graznidos y repetía: ¡Alcahuete! ¡Hijos de puta! ¡Viva la revolución!... 

Así es como el papagayo de don Cirilo, sin quererlo ni saberlo, se convirtió en el portavoz de los ideales de su dueño, quien lo mimó como a su propio hijo, hasta la noche en que un grupo de policías, en uso de sus atribuciones y cumpliendo órdenes del Ministerio del Interior, decidió allanar su casa, con el firme propósito de acabar con la vida del papagayo que, apenas los vio entrar en patota, aleteó nervioso y, sin dejar de pronunciar las frases que le enseñó don Cirilo, chilló una y otra vez: ¡Hijos de puta! ¡Viva la revolución!...

Ahí nomás, uno de los policías, cansado ya de tolerar los insultos del papagayo, le dio un culatazo de fusil en la cabeza y lo aterrizó contra el piso, el pescuezo partido y las alas desplegadas como abanicos.

La pasión por el fútbol

Algunas veces, desde las primeras horas de la mañana y sobreponiéndose a los frígidos soplos del viento, entrenaba a su equipo de fútbol en una cancha llena de granza, donde habían dos herrumbrosos arcos y ninguna línea marcada en el campo de juego. Entiendo que por entonces había que entrenar a la que te criaste, con la camiseta salpicada de copajira y una pelota envejecida de tanto chutearla. Lo importante era avanzar en la tabla de posición del torneo minero, ya sea entre chorros de sudor o accesos de mal de mina, que luego se compensaba con una buena ronda de cervezas y un buen plato de comida.  

Don Cirilo no en vano fue Secretario de Deportes de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), entre 1982-84, aunque ya mucho antes, con el pito en la boca y una verdadera pasión por el fútbol, correteaba junto a los obreros más jóvenes de su sección, donde no faltaban los fanáticos capaces de darlo todo por este deporte que despertaba encendidas discusiones entre los rivales, quienes empezaban insultándose y acababan abrazándose, como resignados a aceptar que en todo deporte existen ganadores y perdedores.  


Don Cirilo fue también uno de los impulsores del campeonato infantil inter-seccional minero, donde jugaban los hijos de los trabajadores de la Empresa Minera Catavi. Aún recuerdo aquel año en que los hijos de los mineros de su sección salieron campeones y sus padres, a modo de incentivarlos con un premio extra, prometieron darles una linda sorpresa: llevarlos a disfrutar de un partido amistoso entre Wilstermann y un equipo argentino cuyo nombre no recuerdo, en el Estadio Félix Capriles de la ciudad de Cochabamba.

La mañana en que iba a partir la flota rumbo a la ciudad valluna, los niños, que habían sido los campeones del torneo inter-seccional de fútbol, tenían los rostros pletóricos de alegría y conversaban en medio de una impresionante algarabía, hasta que me vieron entrar en la flota de la mano de don Cirilo. Estaba claro que yo no formaba parte del equipo, que era un completo desconocido para ellos y, lo que es peor, un simple colador, que no merecía premio extra ni nada que celebrar.

Don Cirilo, al darse cuenta de la reacción de los niños, que no dejaban de mirarme como a una liebre camuflada entre gatos, les explicó que yo era el hijo de un minero que trabajaba en la misma sección donde trabajaban sus padres. Los niños le escucharon callados y, al poco tiempo, volvieron a la chacota, hasta que don Cirilo, luego de darles instrucciones a los padres encargados de acompañar al equipo de rapazuelos, le ordenó al conductor poner en marcha el motor.   



En Cochabamba pasamos la noche en un alojamiento y al día siguiente, que era un sábado de sol radiante, la flota nos trasladó hasta las inmediaciones del Estadio Capriles. Esa fue la primera y única vez en mi vida, y gracias a los buenos oficios de don Cirilo, que vi un partido de fútbol en una cancha reglamentaria y a dos equipos integrados por jugadores profesionales. ¡Toda una sensación!

Los árboles son como los humanos

El año 1974, cuando mi padrastro se encontraba exiliado en una guarnición militar de la capital paraguaya, junto a un grupo de dirigentes sindicales y políticos bolivianos, que fueron víctimas de la represión desencadenada por la Operación Cóndor, mi madre se hizo de tres pequeñas plantas, que tenían las raíces cubiertas con un puñado de tierra y metidas en una bolsa de plástico. Como era natural, me pidió que los plantara en el patio, para ornamentar mejor el pequeño jardín de la casa.

Cogí un pico y una pala, me remangué la camisa hasta los codos y empecé a cavar la tierra que, en esa época del año, estaba tan dura como una roca. En ese momento apareció don Cirilo, quien, a poco de observarme de cerca, me llamó la atención. Me dijo que el diámetro de los hoyos tenían que ser más grandes y tener mayor profundad, porque de lo contrario no podrían desarrollarse las raíces de los pequeños árboles y, consecuentemente, se morirían en un par de semanas.

En un principio, aunque parezca raro, no entendí su razonamiento y mucho menos su explicación. Entonces él, al verme desconcertado y con la cara empapada en sudor, tomó el pico y, con la regia musculatura que exhibía en los brazos, cavó los tres orificios como si nada, pero salpicándome con la tierra que me dejó cubierto de polvo. Introdujo los arbolitos en los orificios y luego los rellenó con la misma tierra que extrajo a punta de pico y pala. Después hizo una pausa, se dirigió hacia a mí y, con la severidad de un maestro que regaña a su alumno, dijo:

–¡Eres un inútil! Cómo no vas a saber que los árboles son como los humanos, que necesitan agua y un terreno blando para vivir. Así que ahora trae un balde de agua para regarlos uno a uno. Este ejercicio tienes que repetir al menos un par de veces a la semana…

Yo me quedé mudo, mirándole de reojo, con la cabeza gacha y las piernas separadas sobre la tierra apisonada. Luego di media vuelta y me apresuré en cumplir su pedido, pero cuando regresé al patio, con el balde lleno de agua, don Cirilo ya no estaba. De modo que a mí me tocó regar los arbolitos desde ese día, sin otro pensamiento que seguir a raja tabla las instrucciones de don Cirilo, quien estaba acostumbrado a decir las verdades con palabras duras y sin temor a herir las sensibilidades. Lo importante es que de él aprendí varias lecciones, aunque sus enseñanzas no siempre eran las más didácticas ni pedagógicas, probablemente, debido a que los conocimientos que compartía con sus semejantes no los aprendió en una institución académica sino en la escuela de la vida. 

El paquete de libros y armas

En otra ocasión, cuando ya había pasado el umbral de la pubertad, fui testigo de un hecho insólito que se me grabó en la memoria con nitidez asombrosa. Fue la mañana de un fin de semana, en que se reunieron sus camaradas convocados, en absoluta confidencia y medidas de seguridad, en el patio de su casa. Yo asistí a esa reunión en compañía de mi padrastro, quien trabajada con don Cirilo en la misma sección de interior mina. Como éramos vecinos y nos comunicábamos a través del patio por el cual cruzaba un riachuelo, donde desembocaban las aguas servidas del Hospital Coposa, nos metimos en el patio de su casa.


Apenas cerramos la puerta a nuestras espaldas, escuchamos la voz de don Cirilo, quien, refiriéndose a mi presencia, preguntó:

–¿Qué hace aquí este chango?

Mi padrastro le contestó que no había problemas y que podía estar tranquilo.
        
El calor era sofocante y, poco a poco, llegaron otros obreros por la puerta que daba a la calle. Eran los militantes más fieles de su partido y sus camaradas de mayor confianza. Cuando todos estuvieron reunidos, don Cirilo sacó un pesado cartón de su dormitorio y lo puso sobre la tapia del patio. No dijo qué contenía ni de dónde provenía. Luego procedió a abrirlo, ante la mirada expectante de todos, con la ayuda de un cuchillo.  

Yo permanecí parado cerca de ellos, a unos pasos más atrás, pero sin decir nada y con la mirada puesta en los movimientos que ejecutaba don Cirilo. Cuando se abrió el cartón, como si se tratara del cofre de un galeón averiado en el fondo del mar, todos clavaron la mirada en el interior de esa extraña encomienda, que no llevaba la dirección del remitente, pero sí el nombre de don Cirilo, rotulado con un marcador de grueso calibre.

El cajón contenía ejemplares del libro de Guillermo Lora, que tenía una sobrecubierta a colores, con el título de una supuesta novela, aunque en la verdadera cubierta del libro, que parecía un folleto en edición rústica, se leía: De la Asamblea Popular al golpe fascista. Debajo de los ejemplares de la obra de Guillermo Lora, quien, supuestamente, sabía del envío de este paquete, estaban los Siete ensayos de la realidad peruana, del ideólogo marxista José Carlos Mariátegui. Lo más sorprendente era que debajo de los libros, que don Cirilo los apiló a un costado del cartón, estaban algunas armas de fuego, cuyos cañones cortos, expuestos a la luz del sol, brillaban con todo el fulgor de su belleza.

Don Cirilo sacó las armas una a una, mientras sus camaradas presentes, entre comentarios a media voz y mirándose por el rabillo del ojo, se escogieron los revólveres y las pistolas. Algunos de ellos, apartándose del cartón, incluso apuntaron el arma contra el manto azul del cielo y, con el ojo derecho puesto en el mirador, la pasearon de un lado a otro, como si buscaran un punto fijo, para luego apretar el gatillo y disparar contra el blanco.  


Pasado el mediodía, todos se fueron por donde llegaron, llevándose las armas y los libros. Yo retorné a casa junto a mi padrastro, quien caminaba callado y a paso lento, hasta que de pronto, en un intento por despejar una duda que me asaltó en esa reunión misteriosa y clandestina, le disparé una pregunta a quemarropa:

–¿Cuándo piensan usar las armas?

Mi padrastro no me miró ni me contestó, se tropezó en una piedra y siguió caminando, hasta que llegamos al patio de nuestra casa, tras desandar por el mismo sendero que nos comunicaba con la casa de don Cirilo.

El sindicalista revolucionario

Don Cirilo, sin lugar a dudas, pertenecía a la vieja guardia del sindicalismo revolucionario. Era uno de los cuadros más firmes de su partido, desde que ingresó a trabajar como empleado de Bienestar en 1952 y después en el interior de la mina; una época que le permitió participar, junto a César Lora e Isaac Camacho, en el apasionante trabajo sindical, donde se forjó al calor de los acontecimientos, en el seno mismo de la clase obrera, con una actitud tan inflexible como sus ideales. No en vano sus enemigos políticos le temían y lo tenían como a uno de los pocos dirigentes mineros capaces de defender sus principios ideológicos hasta la hora de su muerte.


Quienes estuvieron con él en las playas de Sora-Sora, en octubre de 1964, contaban que don Cirilo estaba siempre a la cabeza de una columna disciplinada de mineros pertrechados con ametralladoras, fusiles y dinamitas, prestos a tender un cordón de fuego en el campo de batalla, ya sea para impedir el avance de las tropas militares o para lograr una eventual victoria. Por lo tanto, no era exagerado referirse a las impresionantes proezas de don Cirilo, destacándolo como a un audaz combatiente de la revolución proletaria; tampoco era raro que sus compañeros testimoniaran que este hombre de agallas y temperamento volcánico, al grito de ataque o repliegue, brillaba con su mayor esplendor en medio de las ráfagas de ametralladora y los tiros de fusil.

En los años de resistencia contra la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, lo vi actuar con firmeza y decisión inquebrantables. Algunas veces, compartimos el mismo balcón del Sindicato de Siglo XX, donde arengábamos a las masas reunidas en la Plaza del Minero. No faltó la vez en que, acercándose a mí, con la mirada penetrante y el guardatojo salpicado de copajira, me advirtió: No tienes que hablar en esa asamblea. Te vas a quemar. Hay muchos agentes y crumiros infiltrados. Si nos apresan a los dirigentes sindicales, ¿quiénes nos van a reemplazar en la lucha?...

El régimen de René Barrientos Ortuño, que asesinó a César Lora en 1965 y desapareció a Isaac Camacho en 1967, desató una sañuda persecución contra los dirigentes mineros de Siglo XX y Catavi. Don Cirilo fue retirado de su fuente de trabajo y pasó a experimentar la dura vida clandestina, hasta que en 1970 fue reincorporado como Operador de molienda en la Planta Sink & Float de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL).  

Don Cirilo, debido a su carácter poco dado a la hipocresía y las jaranas, era admirado por unos y rechazado por otros. Nunca ocupó el cargo de Secretario General del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX, pero su palabra orientadora era escuchada con atención por sus compañeros. En los momentos más álgidos que vivió la clase obrera, durante los años ‘70 y ‘80, estuvo siempre a la vanguardia y demostró su inquebrantable valor de lucha. Los trabajadores depositaban en él todas sus confianzas, convencidos de que era el hombre indicado para representarlos allí donde había que dar la cara y poner la palabra. Es decir, don Cirilo parecía poseer la tabla de salvación en los conflictos más peliagudos de la lucha sindical.



Su actividad política, para bien o para mal, estaba ligada íntegramente a su vida sindical. Era uno de esos cuadros obreros que, luego de haber dejado el campo y haberse proletarizado en la mina, se convirtió en leal militante de su partido, asimiló las enseñanzas del marxismo-leninismo y fue por varios años el indiscutible delegado de base de su sección, donde algunos de sus opositores, no se cansaban de serrucharle el piso para procurar su caída.

Sus enemigos políticos, siempre que don Cirilo les ponía en su lugar de un solo carajazo, se vengaban con odio y hasta con saña, como ocurrió aquella vez en que los tres hermanos Ramírez se le enfrentaron cobardemente en el interior de la mina. Lo sujetaron de pies y manos, lo golpearon de manera brutal y, para acabar con su vida, lo arrojaron en un buzón de la galería. Por fortuna, la fortaleza física de don Cirilo jugó a su favor. Se agarró como una araña de las salientes de la roca y, mientras los tres hermanos se alejaban del lugar, don Cirilo se dio fuerzas para salir del buzón, como los héroes de las películas que logran salvar sus vidas por un pelo.

Cuando mi madre me avisó que don Cirilo estaba internado en el Hospital de Catavi, con múltiples heridas en la cabeza y el cuerpo, sentí una extraña sensación parecida a la impotencia y el coraje. Me alisté de inmediato y fui a visitarlo. Lo vi tendido de bruces sobre un catre demasiado pequeño para su porte. Me acerqué hasta el velador que estaba al lado de la cabecera, le saludé con el mismo respeto de siempre y, mirándole las vendas que cubrían sus heridas, le pregunté:

–¿Qué le pasó, don Cirilo?

Él me miró fijamente, se tragó un amago de saliva y, enseñándome sus dientes menudos y apretados, contestó:

–No es nada grave. Mañana estaré otra vez de pie y me iré a casa…

Tiempo después de aquel infausto incidente, me enteré que don Cirilo, apenas fue dado de alta y retornó a su trabajo, se enfrentó a los tres hermanos Ramírez, pero está vez, como quien busca una justa revancha: los agarró uno a uno entre las penumbras de la galería y les sacó la entretela a puño limpio. De este modo, los hermanos Ramírez, aquejados por la gentil paliza que les propinó don Cirilo, aprendieron la lección de que no eran los Tres Mosqueteros y mucho menos machos nacidos para enfrentarse solos en un combate cuerpo a cuerpo.


Así era don Cirilo, un hombre de palabras y acciones, un dirigente sindical dispuesto a la batalla y un militante que lo daba todo por el todo. Lo pude comprobar las veces que nos cruzamos en el activismo revolucionario contra la dictadura de Hugo Banzer Suárez, cuando participábamos en las apoteósicas asambleas de la Plaza del Minero, en cuyo balcón de oradores del Teatro Sindical Federico Escóbar Zapata, cruzábamos nuestras miradas sin dirigirnos la palabra; cuando participamos en el Congreso Nacional Minero de Corocoro, en mayo de 1976, donde él asistió como delegado de los mineros de Siglo XX y quien firma este texto en representación de la Federación de Estudiantes de Secundaria de la provincia Rafael Bustillo; y, poco tiempo después, exactamente el 9 de junio de 1976, cuando las tropas militares intervinieron los centros mineros, nos reencontramos en la reunión que se efectuó en la bocamina de Siglo XX, donde se determinó, por votación unánime, que los dirigentes de los mineros, amas de casa y estudiantes, debían refugiarse en el interior de la mina, para evitar la represión y el descabezamiento de la resistencia organizada contra la dictadura militar.

Don Cirilo, con la convicción propia de los dirigentes revolucionarios, demostró toda su pasta de organizador clandestino, porque se daba modos de mantenerse en contacto permanente con los obreros de exterior mina, quienes, paso a paso y a través de un teléfono a manivela, le transmitían las noticias en torno a las acciones de las tropas militares en la población de Llallagua y los campamentos mineros de Siglo XX, Catavi y Cancañiri. En realidad, don Cirilo, un hombre más práctico que teórico, demostró, una vez más, que la lucha sindical se la podía realizar incluso desde el interior de la mina, como en los tiempos en que Isaac Camacho organizó y dirigió los sindicatos clandestinos para enfrentarse al régimen de René Barrientos Ortuño.


Al cabo de unos días, cuando don Cirilo fue informado de que los militares y agentes del gobierno estaban planificando ingresar a la mina, se realizó una reunión de emergencia y se decidió abandonar las galerías lo antes posible. Así que unos salieron por la bocamina de Siglo XX y otros por las bocaminas de Cancañiri y Socavón Patiño. Ésa fue la última vez que lo vi a don Cirilo, actuando con serenidad y cautela, refiriéndose a sus compañeros con palabras de aliento y moviéndose con las mismas energías de siempre.