domingo, 8 de junio de 2025

TERCERA EDICIÓN DE CUENTOS DE LA MINA

El Grupo editorial Kipus acaba de lanzar la tercera edición de Cuentos de la mina. Se trata de una de las obras más difundidas del escritor Víctor Montoya, quien reunió en un solo volumen cuentos que giran en torno a los mitos y las leyendas de la tradición andina, cuyo principal protagonista es el mitológico Tío de la mina; un ser ambivalente entre lo divino y lo profano. El autor juega con los elementos narrativos de la realidad y la ficción, con un criterio ecléctico que oscila entre las creencias católicas occidentales y las creencias paganas de las culturas ancestrales.

El estilo depurado del escritor es una muestra de su dominio del lenguaje narrativo y su experiencia en el arte de elaborar cuentos que, por la calidad estilística y la verosimilitud de los personajes, explaya fantásticas historias arrancadas del mundo mágico de las minas, donde el Tío, aparte de ser el protagonista omnipresente en las oscuras galerías, está considerado como el soberano de los trabajadores y el dueño absoluto de las riquezas minerales.

La tercera edición de Cuentos de la mina es una prueba de que el libro ha tenido una excelente acogida entre los lectores acostumbrados a deleitarse con obras que, debido a la temática y el vigor narrativo, tienen la virtud de transportarlos hacia territorios poblados por seres que oscilan entre la realidad y la fantasía. El libro ha trascendido las fronteras nacionales y su éxito está avalado por las ediciones publicadas en otros países y en varios idiomas.

El escritor Víctor Montoya, autor de libros que corresponden a diversos géneros literarios, encontró en la temática minera una rica veta para su creación literaria, que le permitió universalizar la imagen mitológica del Tío de la mina, un ser tutelar del imaginario popular, que dio origen a la diablada boliviana, y uno de los personajes centrales en la obra literaria de este narrador paceño, quien vivió desde su infancia en las poblaciones mineras del norte de Potosí.

El libro está a la venta en el stand del Grupo Editorial Kipus, en el marco de la 26 Feria Internacional del Libro de Santa Cruz de la Sierra.

lunes, 2 de junio de 2025

 

LOS FRUSTRANTES SENDEROS DEL COLEGIO

En la educación secundaria, cuando ya había cruzado las puertas de la pubertad, me enfrenté a otra realidad que no fue menos traumática que la experimentada en mi infancia. Para entonces, como si hubiese superado mis problemas emocionales adquiridos en la niñez, había aprendido a leer y a escribir como cualquiera de mis compañeros de curso; más todavía, leía incluso libros que no estaban contemplados en el programa de educación secundaria, como las obras de los clásicos del marxismo y las obras que mi madre atesoraba en su pequeña biblioteca familiar. A veces, incluso tenía la sensación de que poseía un bagaje cultural y un cargamento de conocimientos que superaba a la de mis profesores, con quienes, de manera consciente o inconsciente, me enfrascada en discusiones que, para muchos de ellos, no eran de su agrado, razón por la que me tenían considerado como un alumno rebelde y contestatario.

Discutía con ellos sobre el contenido de algunas signaturas, no en vano sino con conocimientos de causa, que los incomodaba desde todo punto de vista, sobre todo, cuando ponía en evidencia su mediocridad delante del resto de los alumnos; un malestar que se manifestaba en las calificaciones que me ponían después de los exámenes y en las repetidas expulsiones del aula, de donde me sacaban con el argumento de que era un alumno no grato en el colegio.

A los catorce años me inicié activamente en la vida política, organizándome en un partido de tendencia trotskista, que proclamaba la lucha contra el sistema de explotación capitalista, en aras de conquistar la liberación nacional y abolir la injusticia social. Esta actividad, por demás riesgosa en los años ‘70, la desarrollé clandestinamente durante la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, que se empeñó por hacer desaparecer toda sombra de resistencia proveniente de las organizaciones políticas y sindicales denominadas correas de transmisión de la subversión comunista.

Dos años más tarde, mientras cursaba el segundo curso del ciclo medio, se me ocurrió editar una revista con el mismo nombre del colegio, 1º de Mayo, donde se publicaban las reflexiones, poesías y cuentos de los alumnos que, en principio, aparecían en los periódicos murales. Los trabajos mejor elaborados eran seleccionados y luego publicados en la revista, junto a otros artículos de interés para los adolescentes, como la crítica de cine que escribió el jesuita español Luis Espinal, sobre la película La naranja mecánica, basada en la novela del mismo nombre del escritor inglés Anthony Burgess.

Los profesores nunca dijeron una palabra positiva en torno a la publicación, que sirvió para incentivar la creatividad de los estudiantes; por el contrario, el director del colegio, Hugo Calderón Ramírez, quien, aparte de ser un soplón de la dictadura militar de entonces, era un hombre de conducta autoritaria y retrógrada. En alguna ocasión, convocándome a su oficina, me amonestó por mi conducta y mi interés por la actividad política, señalándome que yo, en lugar de estudiar en el colegio, debía asistir a una escuela de sindicalistas. Asimismo, aprovechó para criticar el contenido de la revista, tachándola de izquierdista, extremista y subversiva.

Nunca entendí cómo este sujeto, que empezó siendo profesor de Ciencias Naturales, se estableció como director de un establecimiento educativo fundado el 5 de marzo de 1956 por iniciativa del Prof. Arturo López y Pacífico Sotomayor, quienes, a su vez, contaron con el decidido apoyo del Control Obrero Federico Escobar Zapata y el Secretario General del Sindicato de Siglo XX Irineo Pimentel Rojas, dirigentes obreros que comprometieron la participación activa de la Empresa Minera Catavi, el aporte económico de los trabajadores de la Comibol, de los padres de familia y las autoridades municipales.

El flamante establecimiento educativo fue bautizado con el nombre de Colegio Nacional Mixto 1º de Mayo, en homenaje al Día Internacional del Trabajador y en memoria de los Mártires de Chicago, acribillados en la Plaza Haymarkert en las jornadas de mayo de 1886 por oponerse a la explotación del sistema capitalista y conseguir mejores condiciones de vida y de trabajo.

El colegio, desde su fundación y por razones de carácter sociocultural, se identificó con los intereses de los mineros de Siglo XX, las amas de casa y los movimientos revolucionarios del país, sobre todo, en las sombrías épocas de las dictaduras militares, hasta que apareció Hugo Calderón Ramírez, un personaje de ideas reaccionarias y conducta abominable, que estaba en contra de que los estudiantes adquirieran una conciencia política y simpatizaran con las luchas reivindicativas de sus padres y madres, que eran los trabajadores mineros y las señoras del Comité de Amas de Casa. 

Lo cierto es que no tenía por qué negar mi compromiso político con la causa de los desposeídos; era un estudiante belicoso y estaba consciente de que había que cambiar la realidad social del país sea como sea, pero que había que cambiarla, por las buenas o por las malas, de eso no cabía la menor duda.

Después de las clases en el colegio, no disponía de tiempo para ir a jugar fútbol ni a buscar enamoradas en el pueblo, porque tenía que preparar los temas que debía abordar en las reuniones con algunos estudiantes que estaban agrupados en células no solo en Llallagua, sino también en Catavi, Siglo XX, Cancañiri y Uncía. Esta era una actividad que, a pesar de consumirme demasiado tiempo, me llenaba de gozo y me daba muchas satisfacciones en el plano personal.

No faltaron las oportunidades en que, por la benevolencia de algunos de los profesores –los menos–, daba charlas en las clases sobre temas que no estaban dentro de las asignaturas de Ciencias Naturales o Sociales. Los profesores me invitaban a ponerme delante de mis compañeros y me concedían la oportunidad de poner a prueba mis conocimientos y mi capacidad discursiva; oportunidades que aprovechaba para demostrar que los estudiantes también podían generar ideas que no estaban contempladas en las asignaturas establecidas por los tecnócratas de la educación secundaria.

Si bien es cierto que no siempre cumplí con los deberes del colegio, leyendo los libros de texto obligatorios, es cierto también que leía otros libros que eran de mi interés, como los textos de los clásicos del marxismo –desde Lenin hasta Trotsky–, pasando por los novelistas como Dostoyevski, Tolstói y Gorki–, los folletos del Partido Obrero Revolucionario y las publicaciones que llegaban a mis manos a través de fuentes no oficiales. Además, aunque no me consideraba un alumno aplicado, andaba siempre con un libro bajo el brazo, pero con un libro que nada tenía que ver con los aburridos libros de texto que había que tragarse completos y memorizar para los exámenes finales.


No faltaban los compañeros que me ofrecían la oportunidad de formar parte de algún grupo musical para tocar en las horas cívicas del colegio. Les agradecía por la gentileza, arguyendo de que, así como ellos debían dedicarse al deporte o a la música, yo debía dedicarme a hacer la revolución, y que esto requería de mucho esfuerzo y dedicación. Ellos se limitaban a mirarme con escepticismo, mientras yo seguía concentrado en la lectura de mis libros, tratando de comprender el mensaje de los autores que, en muchos de los casos, usaban un lenguaje elaborado que difería mucho del lenguaje restringido o coloquial que se usaba en un medio ambiente de obreros y campesinos, donde una buena parte de las personas no sabían leer ni escribir.

Algunas noches, emergiendo de la clandestinidad y burlando la vigilancia policial, un grupo de osados adolescentes, nos cubríamos el rostro con pasamontañas y, brochas y tarros de pintura en mano, tomábamos las calles principales para estampar consignas revolucionarias y anti-dictatoriales en las paredes de algunas casas que, al despuntar de un nuevo día, aparecían pintarrajeadas con color rojo y negro. De lo que decían después los dueños, seguramente enfurecidos de ver sus fachadas con consignas escritas con letras grandes y gordas, nunca nos enterábamos y, si alguna vez alguien nos lo comentaba en voz baja, nos hacíamos los desentendidos.  

El mismo año que fui elegido presidente del centro de estudiantes, llovieron las críticas de algunos profesores, incluido el director del colegio, quienes decían que yo, en mi condición de dirigente estudiantil, los conducía a mis compañeros hacia actividades extraescolares, vinculadas al movimiento sindical de los mineros de Siglo XX, donde supuestamente tenía mis contactos políticos y cuyas ideologías izquierdistas, a manera de adoctrinamiento, introducía entre los alumnos. Por lo tanto, estaba identificado como un elemento peligroso para los intereses de la institución educativa. 

No pasó mucho tiempo para que el director, con el beneplácito de algunos profesores acostumbrados a una enseñanza mecánica y memorística, me expulsara del colegio, no solo una vez, sino tres veces, arguyendo que estaba transmitiendo a los estudiantes las ideologías foráneas del comunismo internacional. Y que eso no estaba permitido en una institución educativa, donde se iba a estudiar y no a hacer campañas políticas a favor de los sindicalistas que nunca están conformes con nada.

Si volví a las aulas del colegio, las tres veces que me expulsaron, fue gracias a las suplicas de mi señora madre, quien ejercía como profesora de Lenguaje y Literatura en el mismo establecimiento educativo; de no haber sido por ella, no hubiese podido proseguir con mis estudios hasta el último año de secundaria que, por lo visto, no concluí ni salí bachiller, dado que los agentes de la dictadura militar, después de que participé, en representación de la Federación de Estudiantes de  Secundaria de la provincia Rafael Bustillo, en el XVI Congreso Nacional Minero realizado en el distrito de Corocoro en mayo de 1976, me persiguieron y apresaron, lanzándome a las mazmorras de la dictadura militar.

Estando en la cárcel, en calidad de preso político, justo cuando estaba a punto de promocionarme como bachiller, me vi privado de proseguir con mis estudios secundarios, aunque mi madre y algunos profesores –los menos–, reclamaron para que dé mis exámenes finales en la cárcel, para así promocionarme como bachiller, pero no fue posible, habida cuenta de que el director y la mayoría de los profesores se negaron a concederme mi certificado de bachiller.

Si se me daba esta oportunidad, que el Ministerio del Interior y el Ministerio de Educación no lo hubieran negado, de seguro que hubiese proseguido con mis estudios en la cárcel, donde podía haber dado mis exámenes finales hasta obtener mi certificado de bachiller. No era casual que varios de mis compañeros de cautiverio, sobre todo los universitarios, preparaban sus tesis de licenciatura metidos en sus celdas. Si ellos podían hacer esto, con la autorización de las autoridades gubernamentales, por qué no hubiera podido yo rendir mis exámenes en la cárcel y culminar mis estudios de secundaria.

Algunos de mis compañeros de colegio reclamaron para lograr mi libertad, pero nada pudieron conseguir, hasta que, al cabo de un tiempo, la dictadura militar, considerándome un elemento peligroso para la doctrina de seguridad nacional, optó por exiliarme a Suecia en 1977, donde culminé mis estudios secundarios, para luego proseguir con mis estudios de pedagogía en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo. Con todo, nunca dejé de sentirme profundamente orgulloso de haber sido alumno del Colegio 1º de Mayo de Llallagua, donde forjé mis ideales y descubrí mi vocación literaria.

Como comprenderá el atento lector, mis experiencias en el ciclo primario y secundario estuvieron plagadas de dificultades e incomprensiones, debido a la falta de mejor preparación pedagógica de parte de los educadores que, en lugar de estimular mis inquietudes, se ocuparon de frustrarlas una y otra vez. Estaban en contra por el simple hecho de que no era un alumno que se sometía a la mordaza ni a una educación autoritaria, sino porque mis lecturas extraescolares me hicieron tomar conciencia de que un estudiante de secundaria tenía también el derecho a diferir del sistema de enseñanza aplicado por los profesores, que poco o nada sabían sobre psicopedagogía, desarrollo sociolingüístico, emocional e intelectual del infante y el adolescente.

La ignorancia de varios de los profesores fue una suerte de muro de contención, que frenaba mis iniciativas personales y no me permitía actuar con libertad y conforme a las normativas democráticas establecidas en el marco de la defensa de los Derechos Humanos. No obstante, debo confesar que este mismo muro impuesto en mi infancia y adolescencia, y contrariamente a lo que se propusieron mis profesores, me impulsaron a estudiar pedagogía; en primer lugar, para comprenderme a mí mismo y, en segundo, para comprender a los demás estudiantes, que fueron víctimas de un sistema educativo que liquidaba las facultades creativas y la inteligencia de muchos que no guardan un buen recuerdo de su educación primaria y secundaria, en vista de que se sentían como seres que carecían de sentimientos y pensamientos por culpa de un sistema educativo que no convertía al estudiante en sujeto y en el principal artífice de su propia educación, sino en un objeto pasivo cuya única función era obedecer sumisamente los mandatos del profesor y repetir de memoria los conocimientos impartidos en el aula, así estos conocimientos no fuesen la verdad absoluta ni los profesores tuvieran toda la razón a la hora de enseñar lo que era bueno o lo que era malo, lo que era correcto o incorrecto, lo que servía y no se servía para la vida profesional.

Desde luego que no faltaban los alumnos que estaban bien adaptados al sistema de enseñanza mecánica y memorística de la educación empaquetada en los libros de texto. Ellos eran los favoritos, quienes se aprendían de memoria las lecciones, quienes sacaban los más altos puntajes en las evaluaciones y estaban siempre al día con los deberes escolares. Ellos eran los chanchitos mimados de los profesores.

Si en sus libretas lucías las mejores notas se hacían merecedores de los halagos y aplausos, y, de pasadita, antes de culminar el año lectivo, recibían  los regalos y diplomas de parte de los profesores, quienes los exhibían ante los demás como a los paradigmas del buen estudiante. Además, en los desfiles patrios del 23 de marzo y el 6 de agosto, ellos eran los abanderados y portaestandartes del colegio, los llamados a izar la bandera nacional en las horas cívicas y los encargados de velar por la buena imagen y el prestigio de la institución educativa a la que representaban en cuerpo y alma.   

De modo que, en un sistema de enseñanza donde no había cabida para los libres pensadores, los alumnos memoriones, que se aprendían el contenido de los libros de textos como el rezo del Padre Nuestro, pasaban por inteligentes, mientras los inteligentes pasaban por burros, por el simple hecho de no haber memorizado las lecciones ni haber cumplido con los deberes escolares.

Como es de suponer, los alumnos que copiaban los apuntes que los profesores escribían con tiza en la pizarra, sin modificar ni un punto, ni una coma, y se tragaban como con aceite el contenido de los libros de texto de la educación empaquetada, eran los que obtenían las mejores calificaciones en los exámenes y, por consiguiente, eran aprobados y promovidos a un curso inmediatamente superior, a diferencia de los alumnos que no asimilaban, en silencio y disciplinadamente, los conocimientos de la educación empaquetada. A estos les tocaba la peor parte, pues eran reprobados sin contemplaciones y estaban condenados a repetir el año lectivo cuantas veces fuese necesario, mientras sus compañeros se burlaran de ellos, mirándoles en la cara y gritándoles al unísono: ¡Aplazado, año pasado!

A estas alturas de mi vida, resulta triste recordar los años de mi infancia y adolescencia, porque están más cargados de malos recuerdos que de buenos, ya que los profesores que tuve, y de cuyos nombres prefiero no acordarme, actuaron más como mis verdugos que como los educadores que debían velar por el bienestar del alumno, procurando que este tenga sólido cimientos para desarrollarse exitosamente tanto en su vida personal como profesional.

FOTOS:

1. Víctor Montoya y su madre, Gloria Lora. Llallagua, 1970.

2. Leyendo un libro de Marx.

3. Víctor Montoya (con portafolio en mano) junto a sus compañeros de colegio, Llallagua, 1973.

viernes, 23 de mayo de 2025

 

VÍCTOR MONTOYA EN ANTOLOGÍA INTERNACIONAL

Dioses y monstruos es una reciente antología digital que publicó Letralia –Tierra de Letras– en Cagua, Venezuela, con motivo de celebrar sus veintinueve años de actividad literaria y cultural. La antología puede descargarse de manera gratuita en la página web de Letralia: https://letralia.com/

El cuento del escritor boliviano, intitulado El hijo del Tío, forma para de los 76 trabajos seleccionados entre las propuestas de los autores provenientes de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Cuba, El Salvador, España, México, Perú, Uruguay y Venezuela.

En la presentación del libro, a cargo del editor responsable de la antología, el escritor Jorge Gómez Jiménez, se explican las motivaciones de esta antología que llevaba el llamativo título de Dioses y monstruos. En palabras del editor: el libro que tienes en este momento ante tus ojos, explora este tema a través de múltiples espacios estéticos, culturales y simbólicos (…) Lo mítico, lo contemporáneo, lo fantástico, lo íntimo, lo político, lo filosófico, se han dado cita en estas más de setecientas páginas con invocaciones a entidades antiguas y recreaciones demitologías personales, así como reflexiones sobre el cuerpo, la fe, la culpa, el poder o el lenguaje, con una variedad de tonos en los que el lector encontrará humor, crueldad, ternura y desconcierto.

El libro de 756 páginas, con ilustraciones atractivas y breves presentaciones de los autores, tiene una pulcra diagramación y ofrece una variedad de textos que despiertan el interés de los lectores, como los anteriores libros temáticos que fueron publicados en formato PDF por la editorial Letralia.

miércoles, 21 de mayo de 2025

 

RECUERDOS DE UNA EDUCACIÓN TRAUMÁTICA

Estudié pedagogía en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo, no tanto porque me interesaban las Ciencias de la Educación, sino porque tenía la curiosidad de saber si era el alumno quien no se adaptaba al sistema escolar o era la escuela la que no se adaptaba a la situación del alumno. Los estudios, además, me sirvieron para evocar mi pasado como estudiante del ciclo primario y secundario; una experiencia que dejó profundas huellas en mi memoria y en mi modo de contemplar la realidad compleja y contradictoria de un país cuyo sistema educativo sigue avanzando a trancos y barrancos.

Yo asistí, a mediados de los años ‘60 de la pasada centuria, a la Escuela Jaime Mendoza (Actualmente, Unidad Educativa Jaime Mendoza) de la población minera de Llallagua, donde aprendí a leer y a escribir de la mano de una profesora que trabajaba en este establecimiento educativo, que fue el primero en construirse en un terreno pedregoso y polvoriento, no muy lejos de los cerros que manaban minerales que hicieron ricos a unos pocos y pobres a la inmensa mayoría.

La escuela fiscal estaba ubicada en el centro del pueblo, frente a la plaza principal y una iglesia que no podía faltar en un medio fuertemente arraigado en la fe católica. Según datos oficiales, fue instituida como escuela municipal en febrero de 1907, en beneficio de los hijos de los trabajadores de la Compañía Estañífera de Llallagua, perteneciente a un consorcio chileno, y a los hijos de las familias que emigraron de las áreas rurales tras el auge de la industria minera a principios de siglo XX. Solo años más tarde, el 25 de julio de 1938, adoptó el nombre de Jaime Mendoza, en honor al destacado médico y escritor chuquisaqueño, quien trabajó en los centros mineros de Llallagua y Uncía, y escribió la primera novela de ambiente minero intitulada En las tierras del Potosí (1911).

Como les relataba líneas arriba, yo asistí, para bien o para mal, a esta escuelita de infraestructura pobre, con paredes de adobes y pupitres desvencijados, sin saber que yo mismo, un buen día y por esos extraños azares del destino, me haría escritor como Jaime Mendoza. El simple hecho de haber asistido a esta escuelita, en cuyas aulas aprendí a leer y escribir así sea con autoritarismo y mano dura, me permite rastrear los primeros pasos de mi vida intelectual y literaria.

Si alguien se pregunta por qué considero a Llallagua como pueblo y no como ciudad, la respuesta es concluyente: se debe a que en mi época, hace más de medio siglo atrás, apenas era un pueblo, con una infraestructura arquitectónica sin previa planificación y una población que no se alzaba al rango de ciudad. Llallagua fue creada como cantón por el D.S. del 27 de diciembre de 1899 y como la Tercera Sección Municipal de la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí por la ley del 17 de diciembre de 1957, promulgada durante la presidencia del Dr. Hernán Siles Suazo. Desde entonces tomaron varias décadas para que las autoridades municipales y los ciudadanos la consideraran una ciudad intermedia por su crecimiento demográfico, la expansión de las calles y viviendas, su importancia minera, comercial y la creación de la Universidad Nacional Siglo XX en 1985; una Casa Superior de estudios que es la criatura y esperanza de los trabajadores mineros de Bolivia. En el presente siglo, debido a razones obvias, nadie desconoce que Llallagua sea una de las ciudades intermedias más importantes de la provincia Rafael Bustillo del departamento de Potosí. 

Retomando el tema principal de este opúsculo, diría que si yo no recuerdo el nombre de mi profesora de educación primaria debe ser porque odiaba la escuela con la misma intensidad que la odiaba a ella, quien, aplicando los preceptos de la pedagogía negra, estaba acostumbrada a enseñar con la varilla en la mano y a punta de tirones de patillas y orejas.

A diferencia de mis compañeros de curso, yo era un alumno que, más por factores emocionales que neurológicas, no podía asimilar las enseñanzas de la lectura y la escritura inicial; de modo que mi profesora, desesperada porque aprendiera a leer y escribir al mismo ritmo que mis compañeros de curso, me aplicaba la ley de la educación a palos, consistente en enseñarme las lecciones con una conducta rigurosa y hasta con violencia.

Está claro que el sistema escolar que me tocó vivir en la infancia correspondía a la escuela tradicional en la que el profesor enseñaba y el alumno aprendía, el profesor sabía todo y el alumno nada, el profesor ordenaba y el alumno acataba, el profesor pensaba primero y el alumno pensaba después, el profesor hablaba y el alumno escuchaba, el profesor disciplinaba y el alumno era disciplinado, el profesor era sujeto y el alumno objeto, el profesor impartía los conocimientos y el alumno asimilaba pasivamente, el profesor confundía autoridad con autoritarismo, mientras el alumno estaba obligado a ser sumiso y a esconder sus opiniones bajo un sistema educativo que desconocía las normas elementales de la democracia educativa, donde tanto el profesor como el alumno debían ser sujetos que se merecían un respeto recíproco y proyectaban una educación donde se premiara el diálogo, la participación activa del profesor y el alumno en el proceso de enseñanza/aprendizaje, basado en un análisis crítico de los conocimientos, un respeto a las diferencias culturales, a la equidad de género, a los credos religiosos e ideologías diversas.  

Cuando estudié pedagogía, en mis años de juventud, aprendí que el sistema de enseñanza autoritaria era propio de los profesores mediocres que no habían leído a los investigadores de la  psicología evolutiva, a los especialistas en los trastornos emocionales de los niños ni a los pedagogos cuyas teorías defendían a los alumnos con capacidades diferentes, quienes, de acuerdo a la Convención sobre los Derechos del Niño, tenían también derecho a la educación y a una enseñanza impartida con amor, competencia profesional y mucha paciencia.

Debo reconocer que mis años escolares estaban llenas de experiencias traumáticas, de castigos físicos y psicológicos, que se perpetuaron en el crisol de mi memoria por el resto de mis días, debido a que mi profesora no supo entender que tenía dificultades en el proceso de aprendizaje de la lectura y la escritura inicial, no porque era un retardado mental, un alumno tarado, sino porque tuve una infancia que no fue la más armónica ni normal en el entorno familiar y social. Así que, al menos en mi caso, se repitió a rajatabla el adagio popular que dice: La letra con sangre entra. 

Lo extraño era que, por entonces, mi madre ejercía como directora de la Escuela Jaime Mendoza. Algunas veces, en mis noches de insomnio, cuando no podía conciliar el sueño por lo mal que lo pasaba en el establecimiento educativo, me preguntaba si acaso la profesora era estricta conmigo por temor a que mi madre le reprochara por tener en su curso alumnos retrasados en sus estudios, o, simple y llanamente, porque le hizo algún daño en algún momento de su vida personal o laboral, y que, por un acto de venganza, se empeñaba en hacerme sufrir con el mismo dolor que mi madre le infligió a ella.

En cualquier caso, la furia, represalia o venganza, que la profesora descargaba sobre mi persona, en lugar de protegerme contra toda forma de violencia física o mental, lesiones o abusos, era un problema que correspondía al mundo adulto, en el que yo no tenía ni arte ni parte; es decir, la disputa entre ellas, por la razón que fuere, no me incumbía ni tenía nada que ver conmigo, aunque entiendo que la venganza, que a veces quema como el magna de un volcán en el pecho, puede emerger como una respuesta a la ira y el rencor, buscando satisfacer una necesidad de compensación o equilibrio emocional.

La profesora no se daba cuenta del daño psicológico que me estaba causando con su actitud despótica y en extremo detestable, convirtiendo mis años de infancia en un infierno, justo en el periodo más sensible de mi vida que, pudiendo haber sido el más feliz, se tornó en un tormento. Sea como fuere, a través del comportamiento de ella, acaso sin saberlo ni quererlo, aprendí el  proverbio que reza: La venganza es un plato que se sirve frío.

No cabe duda de que mis estudios de pedagogía me permitieron redimirme de mi condición de pésimo alumno y comprender que los profesores que tuve no eran educadores por vocación, sino unos tristes gana panes, que estudiaron en la Normal de Maestros por necesidad, pero sin saber lo que estudiaban, porque una vez ubicados en sus fuentes laborales, convertían la escuela y el colegio en campos para impartir una educación espartana, alejados de los preceptos de la pedagogía moderna, que pregonaba el bienestar social, emocional y educativo de los niños y adolescentes, quienes, al fin y al cabo, son los futuros profesionales de un país en vías de desarrollo y los futuros ciudadanos de una sociedad democrática, donde sus dotes personales y conocimientos adquiridos en los establecimientos educativos se constituyen en los principales pilares para construir una nación con valores éticos y morales en beneficio de toda la colectividad.

No está por demás decir que ni los educadores ni los padres de familia estaban conscientes de que la pedagogía moderna había incorporado en el sistema educativo instituciones que se hacían cargo de los niños que presentaban dificultades para asimilar los conocimientos del mismo modo como lo hacían sus compañeros de la misma edad. Las profesoras y los profesores, metidos en aulas atestadas de alumnos, no tenían la capacidad ni el tiempo para atender las necesidades especiales de algunos niños que, por motivos emocionales o neurológicos, no podían asimilar los conocimientos al mismo tiempo que sus demás compañeros de curso. De modo que los educadores, ante la impotencia y la frustración, acudían al castigo físico y psicológico del niño, creyendo que este era el mejor método para que el alumno aprendiera los conocimientos estipulados por el programa de educación primaria.  

La profesora que tuve en ciclo inicial se parecía a las brujas de los cuentos de hadas, porque ella, además de cargar un pesado morral con sus problemas familiares, se ensañaba con los niños maleducados, poniéndoles de un grito en sus sitios y tirándoles cocachos en caso de descubrirlos jugando en sus pupitres. Algunas veces, creyendo que la didáctica más aconsejable para enseñar a un alumno era ridiculizándolo delante de sus compañeros, me sacaba al frente de los alumnos y, mirándome por el rabillo del ojo y pronunciando mi nombre con todo el vigor de su voz, me alcanzaba un libro y me obligaba a leer la página que ella señalaba con el dedo índice. Desde luego que yo, más asustado que nervioso, empezaba a temblar, a tartamudear como si tuviera un nudo en la garganta y a sentir que un sudor frío me corría por la espalda, hasta el extremo de que mis ojos se anegaban de lágrimas y se me nublaba la vista. Así que no podía distinguir las letras y menos leer las palabras. Entonces la profesora, al constatar que no podía ni siquiera deletrear, me pegaba un grito cerca de los oídos y de un empujón me devolvía a mi pupitre, mientras yo sentía que el maltrato, la impotencia y la furia me consumían por dentro.

Por otro lado, en la escuela se reproducían las discriminaciones sociales y raciales que existían en el pueblo. Aún recuerdo que cuando uno de mis compañeros retornó a las aulas, después de las vacaciones invernales, con el apellido cambiado de Mamani a Mollendo, los niños no tardaron en burlarse de él, recordándole que su apellido no era Mollendo sino Mamani. Esta actitud de intolerancia, incomprensión y menosprecio se repetía en el caso de otros niños que, ante la presión social y la discriminación racial, se inscribían en la escuela o retornaban a las aulas con otro apellido distinto al que tenía en su partida de nacimiento, habida cuenta de que, de la noche a la mañana, el Condori ya no era Condori sino Condorset y el Quispe era Quisbert.

Desde luego que en ese ámbito, donde primaba la violencia verbal y emocional, no eran los únicos que estaban expuestos a una situación de burla de parte de los bribones y matones de la escuela, sino también los niños percibidos como extraños por su aspecto físico, sus dificultades de integración y su incapacidad de defenderse de los acosadores que los consideraban como individuos débiles, poco populares y sin amigos.

Yo pasé mucho tiempo observando, pasivo e impotente, las burlas contra el compañero al que sus padres le cambiaron el apellido, hasta que un día, armándome de coraje y asumiendo la actitud de El Zorro de la revista de series, salí en defensa de mi compañero de curso, quien estaba siendo hostigado por el mismo grupo de alumnos que campeaban a sus anchas en el patio de la escuela. Me puse el guardapolvo blanco como una capa, sujeté el primer ojal, cerca del cuello, con el único botón que tenía en mi uniforme escolar, desenfundé mi regla como una espada y embestí contra quienes lo acorralaban con palabras de mofa, riéndose a costa de la tristeza de mi compañero de curso, quien era una evidente víctima del acoso escolar. Ese día me puse a su lado, demostrándole mi amistad y solidaridad, como quien estaba dispuesto a defenderlo a cualquier precio. En esas circunstancias me di cuenta, de un modo intuitivo o instintivo, que los acosadores, más que ser valientes, eran un grupo de alumnos que se sumaban al líder de forma unánime y gregaria para atacar a la víctima, que, por lo general, estaba solo, callado, sumiso y sentado en el último pupitre del aula.

La mofa contra el débil se producía en los recreos y en diversos espacios de la escuela: en el patio, el baño higiénico y hasta en la calle, pero casi siempre lejos del control y la vigilancia de profesoras y profesores, que no se aparecían en esos lugares en los que hacía falta la autoridad de un adulto que imponga límites a este tipo de conductas, donde el acosador principal proyectaba su falsa imagen de líder sobre el resto de sus seguidores, de ese grupo de rapazuelos que, como una jauría de perros hambrientos, atacaban al acosado de manera intencionada y reiterada, sin más motivo que martirizarlo sin contemplaciones, mofándose de un modo hiriente y despectivo, hasta que la víctima rompía en lágrimas y terminaba con la cabeza gacha, segregado de toda actividad escolar, como los juegos, los deportes y las excursiones.

Sin embargo, si se considera el acoso como un patrón de comportamiento, entonces habría que deducir que los alumnos mofadores, que además de ser los más grandes, fuertes y considerados populares, buscaban mayor respecto y una indiscutible posición de poder. Por lo tanto, estaban  acostumbrados a la agresión física, intimidación y amenazas para humillar o transgredir emocionalmente al compañero de carácter débil, con el fin de sentirse a sí mismos más fuertes y mejores ante la víctima que era considerada alguien despreciable, indigna, débil, indefensa, estúpida y cobarde.

El acosador, incapaz de ponerse en los zapatos del otro e imaginarse qué sentía la víctima del acoso, no terminaba de empujar, insultar, poner apodos y burlarse sin cesar, con el fin de causarle un daño físico y emocional al compañero, quien, probablemente, ni siquiera se quejaba de su situación ante sus padres y hermanos mayores, sino que soportaba su angustia en silencio y mordiéndose la lengua, aunque en el fondo de su alma sentía depresión, ansiedad, falta de apetito, dolor de cabeza, insomnio, pesadillas, sensación de ahogo y hasta tenía ganas de quitarse la vida.

Solo cuando alcancé los umbrales de la pubertad, y dejé de creer en los cuentos de hadas y en la mentira de que los bebés eran traídos por una cigüeña desde París, empecé a razonar lógicamente y a darme cuenta de que lo que pasaba dentro de la escuela no era más que el reflejo de lo que pasaba en la sociedad donde vivíamos inmersos cada día, y que la conducta del acosador, que desarrollaba en su personalidad una actitud agresiva y hasta peligrosa, hondaba sus raíces en los problemas sociales, económicos, culturales y familiares que ellos asimilaban en el seno del hogar, donde los padres ventilaban sus prejuicios sociales y raciales delante de los hijos.

No era casual que en una sociedad injusta y desigual, donde se manifestaba el menosprecio por el indio o el mestizo pobre, era normal la ridiculización, el insulto, la burla, los apodos y las demás manifestaciones de las discriminaciones individuales y colectivas, que se reproducían en las aulas como parte de una sociedad existente fuera de los muros de la escuela, donde la discriminaciones eran el pan de cada día. Era allí, entre las cuatro paredes del hogar, donde los niños, de condiciones socioeconómicas más favorables, escuchaban en boca de sus padres las frases de menosprecio contra el indio o el mestizo pobre; por eso mismo, los niños más vulnerables al acaso escolar eran aquellos que provenían de las comunidades rurales, de las zonas marginales del pueblo y de las familias donde los padres eran analfabetos y vivían en condiciones precarias.  

El año que culminé la escuela primaria, cerca de las festividades de Navidad, tenía la sensación de que por fin me había librado de una educación espartana, de un sistema de enseñanza cuartelaría, donde yo, a diferencia de mis compañeros de curso, no pasé los años más felices de mi infancia, debido al autoritarismo escolar que reinaba en las aulas y a la falta de tolerancia de parte de mi profesora que, más que ser profesora, era la bedela de una educación retrógrada y obsoleta.

miércoles, 14 de mayo de 2025

MICROTEXTOS X

Amado

El amadísimo Amado, un egocéntrico de dimensiones monumentales, se amaba a sí mismo cuando nadie lo amaba.

Mujeres

Las mujeres adultas, que ya no tienen la piel ni los senos de veinteañeras, sino arrugas y cabellos argentados, son la belleza en el cenit de la madurez, la experiencia andante, pensante y hablante. Las mujeres mayores, a diferencia de las jovencitas de piel tersa y senos perfectos, son sabias para vivir y amar, mujeres a carta cabal.

Complejo de inferioridad

En los sueños se veía conviviendo con las celebridades que admiraba en su vida, pero ellos, mirándole con indiferencia, no le dirigían ni la palabra, como si no existiera en el mundo. Y, al despertar, se sentía con el complejo de inferioridad atormentándole como una pesadilla.   

Lucifer

El sacerdote se marchó al infierno y retornó de allí, convertido en Lucifer tentador de hombres y encantador de mujeres.

¿Cuál es primero?

Si el hombre es producto de la historia y la historia es producto del hombre. Entonces cuál es primero: ¿El huevo o la gallina?

Racismo

Todos somos iguales debajo del color de la piel. Todos tenemos la sangre roja, nadie la tiene de color azul, y el que no lo crea, que se haga un corte en la piel y así sabrá que el racismo no es una “ciencia biológica”, sino el invento de la estupidez del “hombre blanco”.

El amor

La amo infinitamente, es la que da vida a mi vida, la razón de mis alegrías y esperanzas, la mujer que encontré sin buscarla, la compañera de siempre y para siempre, la que apacigua mis iras, troca mis penas en sonrisas y estimula mis ilusiones con meditadas sugerencias. 

Me siento feliz de solo respirar su aliento y acariciar su piel con el hálito de mis palabras. No hay mayor dicha en el mundo que tenerle a mi lado, sentir como un fuego su mirada bajo el claro de la luna, que parece clavada en firmamento, empapándome la piel con las gotas de los luceros del alba, como en los soleados días en que ella calienta la frigidez de mi cuerpo con la temperatura de tu cuerpo.

El amor cobra sentido cuando palpo las sensibilidades de su alma y los latidos de su corazón, que destila ternura y sencillez a raudales, permitiéndome ser parte de su vida, de sus pensamientos y sentimientos pletóricos de los nobles ideales de libertad y justicia. 

Enciclopedias de la vida

Los libros no deben revelarnos los secretos íntimos de la vida, sino que, simplemente y llanamente, deben ayudarnos a descubrirlas como cuando descubrimos los conocimientos universales en las sabias enciclopedias de la vida misma.

La máscara

El hombre que lleva una máscara de Diablo, no es que pretenda ser Diablo, sino que es Diablo, al igual que el otro que lleva una máscara de Moreno, que no pretende ser Moreno, sino que se siente Moreno.

La máscara forma parte de la identidad personal, de la psiquis más profunda, del mundo inconsciente que se expresa a través de la máscara que vive y late en el estado irracional y que no solo existe en el reino del mito y el simbolismo. Si se les pregunta: ¿Están disfrazados para el Carnaval? Ellos se miran en el espejo y aseveran que no están disfrazados, sino que son la máscara cubriéndoles el rostro. El Diablo es Diablo y el Moreno es Moreno, sea de noche o sea de día.

Memorables pedos

Don Mamerto era un anciano residenciado en un pueblito valluno de Cochabamba. Vivía solo en una casa que tenía un pequeño huerto, donde criaba gallinas, patos y pavos. Don Mamerto, además de chicato y jorobado, era calvo y sordomudo.

En mi niñez, junto a mis amiguitos de juego, lo seguíamos a hurtadillas y detrás de sus espaldas, para que no nos vea ni se dé cuenta. Lo seguíamos, fisgoneando y entre risitas burlonas, toda vez que cruzaba por la plaza del pueblo, pues a cada paso que daba, se echaba un pedo tras otro, dándonos la sensación de que su calzoncillo debía estar manchado como por un soplete cargado de chocolate.

Suponíamos que él mismo no se daba cuenta de que arrojaba reverendas ventosas a lo largo de su itinerario. Lo interesante es que don Mamerto, a diferencia de lo que suelen hacer otras personas, no disimulaba sus pedos con gritos ni toses, los dejaba escapar como quien padecía de gastritis o comía demasiados porotos y lentejas. Nos daba la impresión de que no estaba consciente de la fetidez y la orquesta que tenía en el ano, ya que, a veces, sus ventosas le salían de manera sonora y prolongada, como una carcajada de perdigones.

Para nosotros, que lo seguíamos los talones, era todo un jolgorio escuchar los gases expelidos por don Mamerto; quizás, porque sus pedos, que parecían un solo pedo, nos causaba mucha gracia y, al recordarlos y contarlos entre amigos, nos partíamos de la risa, sin saber que a todos, en la plenitud de la vejez, nos podía pasar lo mismo, así controláramos nuestros gases que, sin saberlo ni quererlo, podían tener consecuencias por demás lamentables, no en vano reza el dicho popular: “Confianza ni en el pedo, porque hasta por peer uno se caga”.

Así nos divertíamos a costa de don Mamerto, hasta el día en que, al ser descubiertos por una señora conocida por su mal talante, que cruzaba por nuestro camino, nos detuvimos en seco y la respiración en vilo. Ella nos cogió por el cuello y, en tono de reproche y advertencia, nos dijo:

–¿Por qué se ríen? ¡Ustedes cuando sean viejos serán como don Mamerto!

Desde ese día, dejamos de perseguirle a don Mamerto, comprendiendo que no era bueno burlarse del padecimiento ajeno, que todos llegaríamos a viejos y que nadie estaba libre de sufrir flatulencias, salvo que nosotros, los traviesos niños del pueblo, jamás nos olvidaríamos de los memorables pedos que escuchamos en la infancia. 

jueves, 1 de mayo de 2025

EN LOS INFIERNOS DEL MUNDO MINERO

Cuando llegó a mis manos el libro Mineros, del fotógrafo suizo Jean-Claude Wicky, quien dejó la obra en una pequeña biblioteca de Uncía, con una dedicatoria de su puño y letra: Para la Biblioteca Municipal Uncía. Este libro, fruto de mucho tiempo afectuosamente compartido con los mineros. Con todo mi afecto, Jean-Claude Wicky, me sorprendió ver las extraordinarias fotografías, en blanco y negro, en torno a una realidad que hace vibrar de pasmo y de coraje. Me quedé vacío de palabras de solo ver a los mineros empujando los carros metaleros o sentados, alrededor de la estatuilla del Tío, en las penumbras de las galerías, donde no faltan los trabajadores, de rostros famélicos y cenicientos, de cuerpos esmirriados y casi esqueléticos, enfrentándose a las rocas para extraer los filones de estaño a fuerza de dinamitas, combos, barrenos, picos, palas y taladros. 

Entre las páginas del libro, publicado por Lunwerg Editores, España, en 2002, y dedicado A los mineros bolivianos, cuya tarea diaria consiste en buscar su destino en las profundidades de la tierra, me llamó la atención, sobre todo, esta fotografía tomada, a 540 metros bajo tierra, en una de las minas del legendario Cerro Rico de Potosí, donde se ven, desde la cintura para abajo, a dos mineros semidesnudos, en medio de una temperatura que parece tenerlos cerca de las puertas del infierno.

No cabe duda de que Jean-Claude Wicky conocía la mina por dentro y por fuera. En estas tierras áridas, con montañas de laderas escarpadas, donde reina el viento y el frío, y donde los campamentos crecieron alrededor de las bocaminas, hizo muchos amigos entrañables y encontró el principal motivo de su trabajo como fotógrafo; más que eso, como un artista en la toma de fotografías.

Todo su interés por retratar la tragedia minera, que perturba los pensamientos y sentimientos, comenzó después de haber visitado una mina en el antiguo Cerro de Potosí, donde impactado por la realidad del inhumano trabajo que realizan los topos humanos, se dijo a sí mismo: Un día haré un trabajo fotográfico sobre el mundo de los mineros bolivianos; una idea que plasmó diez años después, en 1984, cuando retornó a Bolivia decidido a reflejar, con su cámara a cuestas, el mundo miserable de los mineros y sus familias.

Durante varios meses compartió con ellos, visitando los campamentos construidos en las laderas inhóspitas de los cerros, cubiertas de arbustos silvestres y paja brava, donde el viento habla su propio idioma, soplando y resoplando casi sin respiro, como afirma el propio fotógrafo, quien estuvo aprendiendo lecciones de vida en las minas de los distritos de Colquiri, Caracoles, Chorolque, Huanuni, Siglo XX, Viloco, Ánimas y Siete suyos, solo para citar algunos.

No es casual que él mismo manifieste que llegó a conocer de cerca la vida de las familias mineras, sus alegrías, sus sufrimientos, sus esperanzas, sus rebeldías y sus terribles aguardientes. En los campamentos conoció la sempiterna pobreza  y retrató el rostro demacrado y los ojos sin brillo de los niños, las amas de casa, las palliris y los ancianos, antiguos mineros que forjaron riquezas para que otros vivan en la opulencia mientras ellos se hundían en la miseria.

Desde la primera vez que entró en la mina, el reino del Tío, el guardián de las riquezas minerales, a quien los mineros le rinden culto y le solicitan permiso para perforar las rocas y explotar los filos de mineral, se dio cuenta de que las lúgubres galerías se bebieron el sudor y la sangre de los mineros desde la época de la colonia. Quizás por eso mismo, en una de las páginas de su libro, rememora la frase que alguna vez los mineros le soplaron en los oídos: Nuestra riqueza siempre ha sido la fuente de nuestra pobreza.

Jean-Claude Wicky entraba en la mina al despuntar el alba, cuando todavía estaba oscuro y salía entrada la noche, cuando el manto de la oscuridad seguía cubriendo los campamentos mineros. Se acostumbró a no ver la luz del día por varias horas y a pensar que la oscuridad era tan agobiante como estar metido en una tumba. De ahí proviene el subtítulo de su libro: Todos los días… la noche.

En el laberinto de las galerías, apenas iluminadas por la luz mortecina de la lámpara enganchada en el guardatojo, aprendió a rociar el suelo con aguardiente, como una suerte de ofrenda a la Pachamama y al mitológico Tío; es más, con ese mismo quemapecho, que le ofrecían los mineros y que él sorbía del gollete de la botella, templaba sus ánimos y su cuerpo antes de proceder a tomar las fotografías que eran de su interés.

Este suizo andariego, que en su juventud fue futbolista de 1ra. división y en su vejez un acucioso observador de su entorno, ha pasado mucho tiempo en las entrañas de la tierra, recorriendo kilómetros y kilómetros por las galerías abiertas como tubos hechos de rocas, como serpientes reptando en la oscuridad, donde no se oye más que la respiración de uno mismo, las goteras de las bóvedas y el chapoteo de las botas en las charcos de copajira. En los parajes de algunas galerías tenía que avanzar de cuclillas, aspirando el polvo metálico que destroza los pulmones de los mineros. Aprendió a avanzar a gatas por los piques que amenazan con derrumbarse a cada instante, para luego trepar por buzones y chimeneas, como una araña queriendo huir de los embudos de la muerte.

Solo así, a costa de penetrar en el vientre de la montaña y en el alma de los hombres que entregan su vida a la Pachamama, ha logrado fijar, con los poderosos lentes de su cámara, esas magníficas imágenes que tienen el poder de testimoniar la dantesca realidad de los mineros bolivianos. Por lo tanto, se puede afirmar, sin temor a equivocarnos, que Jean-Claude Wicky penetró en el alma de los mineros como ellos penetran en las rocas a punta de barrenos y perforadoras, en un intento por producir riquezas, pero no para ellos, sino para los dueños de las minas, que primero fueron de los conquistadores en la época colonial, después de los barones del estaño en la época republicana y de la Corporación Minera de Bolivia desde 1952.

En algunas de las minas de la cordillera andina, que él conoció más que ningún boliviano, penetró en las secciones ubicadas en los niveles más bajos y de mayor profundidad, donde la temperatura suele superar los 45 grados Celsius, debido a la falta de ventilación adecuada, el contacto entre los óxidos del mineral con el oxígeno y el sistema de extracción de minerales. Sin embargo, su obstinada obsesión por lograr las mejores imágenes, en condiciones desfavorables para cualquier fotógrafo, no le fue tarea fácil, pues tuvo que enterrarse con los trabajadores en las profundidades más recónditas del mundo minero, sin vacilar un solo instante, pero preguntándose a sí mismo: ¿Cómo se puede fotografiar la humedad, el calor asfixiante, la falta de oxígeno, el olor acre del mineral que impregna los cuerpos? ¿Cómo se puede fotografiar la oscuridad espesa de la mina, más impenetrable que la roca, que borra todo sentido de la orientación, toda noción de tiempo y de distancia, una oscuridad que quema los ojos y hace que tu cuerpo desaparezca?

Esta fotografía, por ejemplo, fue captada en una de las galerías de una mina en Potosí, donde la temperatura alcanzaba los 50 grados y la humedad casi podía palparse. Me imagino que él se acomodó en el mejor ángulo del paraje para capturar el instante tal cual quería, levantó la cámara resbaladiza por el sudor en las manos, ajustó el visor a la altura del ojo y, con un mágico clic del disparador, capturó la foto teniendo la sensación de que la cámara se fundía en el calor, mientras el sudor le perlaba en la frente y la respiración se le anudaba en la garganta.

Estos mineros, además de estar expuestos al aire contaminado en un ambiente extremadamente caluroso, que les causa deshidratación y severas complicaciones para la salud, trabajan con el torso y la espalda desnudos, apenas en calzoncillos y las botas de caucho apisonando el suelo barroso y resbaladizo, mientras las gotas ácidas de la copajira, desprendiéndose desde la bóveda del paraje, empapan sus cuerpos brillantes por la grasa y el sudor que les corre como si estuviese metidos en el sauna. 

El calor es tan intenso que ellos, de cuando en cuando, se sacan las botas para vaciar el sudor acumulado en ellas y se lavan la cara con el agua de la botella o, en último caso, con su propio orín que, además de tener propiedades medicinales, es el único liquido refrescante para aplacar el sofocante calor en esas extremas condiciones de trabajo.

En estas galerías, semejantes a las catacumbas del averno, los mineros, que lucen las extremidades con las venas enraizadas como cuerdas debajo de la piel, no tienen el cuerpo cubierto de polvo sino de sudor, de un sudor que parece mojarles hasta los pulmones convertidos en coladeras por el polvo de sílice.

Estoy seguro que Eduardo Galeano, de haber estado en este mismo paraje, hubiera tenido que repetir su relato sobre el mar, que les contó, en el festín de su despedida, a sus amigos mineros en Llallagua, donde estuvo un año después de la masacre de San Juan, acaecida el 24 de junio de 1967, habida cuenta de que estos mineros de último nivel, exhaustos por el trabajo y flagelados por el calor, le hubieran suplicado al unísono: Y ahora, hermanito, dinos cómo es la mar.

Él se hubiera quedado mudo y atónito, porque no hubiera sabido qué decir,  pero ante la insistencia de: cuéntanos, cuéntanos cómo es la mar, Galeano no hubiera tenido más remedio que acudir a su léxico de cuentacuentero, hasta encontrar las palabras capaces de traerles el mar y hacer que las olas empapen sus sudorosos cuerpos, como sacándoles de la galería hacia una superficie donde la luz es más diáfana y el aire más puro.

Sin lugar a dudas, Este hubiera sido su segundo desafío en el arte de narrar, después de que en 1968, estando en Llallagua, les contó sobre cómo era el mar a sus amigos mineros, quienes le prepararon una despedida, entre cantos, tragos de aguardiente y chistes, hasta que uno de ellos, al despuntar el alba y antes de que la sirena del sindicato les convoque a trabajar, puso a prueba su capacidad de narrador para responder a la pregunta: Y ahora, hermanito, dinos cómo es la mar.

Las fotografías de Jean-Claude Wicky, registradas entre los años 1984 y 2001, son un testimonio de sus repetidas visitas a Bolivia, ocasiones en las que visitó varias veces los campamentos mineros y varias veces se internó en los profundos socavones.  Su experiencia vivida en primera persona, en una treintena de minas, fue suficiente para captar impactantes imágenes en blanco negro y dejar un legado visual sobre la inhumana explotación de los mineros en las gélidas cumbres del altiplano. Al hojear el libro, que fue editado simultáneamente en varios idiomas, uno se da cuenta de que Jean-Claude Wicky (Moutier, Suiza, 1946 – Biel/Bienne, Suiza, 2016), conoció muy de cerca las minas y a las familias mineras, entre quienes encontró amigos para toda la vida.

Los mineros lo acompañaron a recorrer por las tenebrosas galerías y ellos aparecen retratados en sus espectaculares fotografías, que han recorrido Europa, América Latina y Estados Unidos, donde su denominada serie de mineros bolivianos (1984-2001) fue exhibida en Museos y Galerías de Arte, recibiendo los sinceros aplausos de los visitantes y los aclamados comentarios en la prensa oral y escrita.

Jean-Claude Wicky palpó de cerca el cotidiano vivir de los mineros, penetrando en el vientre de la Pachamama, para verlos arañar las rocas y extraer el metal del diablo, esas fabulosas vetas de estaño, enraizadas en las montañas de los Andes, que hizo ricos a los tres barones del estaño (Simón I. Patiño, Mauricio Hochschild y Félix Avelino Aramayo) y pobres a los topos humanos, que parecen buscar riquezas, mientras mastican los sinsabores de la pobreza.

En Mineros. Todos los días… la noche están registradas no solo las condiciones de un trabajo inhumano, sino también el alma de los mineros bolivianos, como quien tuvo la genial iniciativa de tomarles una radiografía para conocer sus desgracias y esperanzas. En este libro se habla con imágenes sobre una realidad que no puede describirse con mil palabras o, por si dudan, pregúntenselo a Eduardo Galeano.

lunes, 21 de abril de 2025

RETRATOS PARA CONTEMPLAR Y DISFRUTAR

El libro Retratos es un magnífico mosaico de crónicas basadas en fotografías y pinturas de diversas épocas y culturas. La obra, por ser una suerte de compendio de conocimientos recreados por el autor, apela esencialmente a la inteligencia del lector, quien es, en última instancia, el principal destinatario de estas composiciones literarias que transmiten mensajes y sensaciones inolvidables por medio de un lenguaje coloquial y ameno.

Los textos, a caballo entre la crónica periodística y el relato literario, revelan la experiencia escritural y la inquietud intelectual de quien, valiéndose de las modernas técnicas narrativas, funde la realidad y la ficción en medio centenar de textos y contextos, que conforman un vehículo de comunicación de sabiduría y calidad estética, sin que por esto estén exentos de humor y espacios lúdicos.

En esta singular obra, donde todo parece arrancado de un mundo onírico, se tejen los cabos sueltos de los paisajes y personajes basados en pinturas célebres, como El yatiri, de Arturo Borda; Saturno devorando a sus hijos, de Francisco de Goya; Atardecer en el paseo Karl Johan, de Edvard Munch; Eva, de Fernando Botero; La mujer barbuda, de José de Ribera, entre muchas otras.

Asimismo, son igualmente interesantes los textos que, gracias a una historiografía consultada, reconstruyen algunos episodios protagonizados por personalidades que forman parte del imaginario colectivo, como el Gigante de Paruro, Ernesto Che Guevara, Marilyn Monroe, Ernesto Cavour, Subcomandante Marcos, Julio Cortázar y Augusto Pinochet, entre otros.

El libro constituye no solo un trabajo loable en la producción literaria nacional e internacional, sino también una formidable exposición de imágenes y textos que, fundiéndose como el anverso y reverso de una misma moneda, estimulan la imaginación del lector, quien, ni bien abre las tapas del libro, ingresa en un fascinante universo, donde el autor se encarga de guiarlo por los laberintos de una prosa escrita con un estilo poco frecuente entre los narradores de corte realista.

Los textos son inconfundibles tanto por el estilo como por el tratamiento de los temas, que identifican a un escritor cuya impronta es harto conocida por el manejo de un amplio abanico de registros narrativos, acorde a las nuevas corrientes de la literatura contemporánea. Los textos, que hacen vibrar de emoción y conocimientos, transitan por los territorios de la realidad y la fantasía, sin más pretensiones que estimular la imaginación y el gusto estético de los lectores interesados en desentrañar los meandros de una literatura que aborda temas de carácter universal.

En las páginas del libro, donde la palabra escrita y los retratos se fusionan de un modo extraordinario, el lector tiene la sensación de estar inmerso en fascinantes contextos, donde las artes visuales funcionan no solo como simples ilustraciones, sino como ejes centrales en torno a los cuales se reconstruyen escenarios poco habituales y se recrean insólitas historias de vida a partir de obras pictóricas e imágenes fotográficas.

viernes, 11 de abril de 2025

MICROTEXTOS IX

El ladrón

Se robó la Biblia, sin saber que estaba robándose la palabra de Dios.

La espera

A la muerte hay que esperarla como se espera a la mujer amada, porque llega cuando le da la gana y mientras menos se la espera.

La vida

–¿Cuál es el significado de la vida? –preguntó uno, barriendo el aire con un tono de persona escéptica.

–La respuesta es simple –contestó otro, de manera breve y categórica–. El significado de la vida es la vida misma.

Ellas                                                                                                                 

Las damas de compañía, mujeres de belleza divina y juveniles años, son vidas que inspiran y amores que matan.

Pasión secreta

El control de la autosatisfacción está simbolizado por el cinturón de castidad, que evita la masturbación, considerada todavía un pecado mortal y, como dirían algunas novicias sometidas al voto de castidad, evita que los traviesos dedos de la mano jueguen con el pequeñín que genera el mayor placer de las pasiones secretas.

Oralidad

Cristo predicó hasta el cansancio. Era maestro de la tradición oral. Sus sabias enseñanzas no las escribió en un libro, sino en la memoria de sus discípulos. Si alguna vez intentó escribir algo en la arena, las olas se encargaron de borrar para no dejar constancia de su amor por Magdalena. 

Hijo del Hombre

No debe ser fácil nacer por obra y gracia divina, ser sufrido entre los sufridos, azotado en el vía crucis, agonizar en el Gólgota, morir claveteado en los maderos y, como si fuera poco, resucitar para ser rey entre los reyes, nada menos ni nada más que por ser el Hijo del Hombre.

Gato negro

En la Edad Media, de acuerdo a las supersticiones, se creía que el Diablo se encarnaba en el gato negro, en esta mascota preferida por las brujas. Si una persona se cruzaba en el camino con un gato negro, este tendría no solo un día de mala suerte, sino un día menos de vida, porque no se cruzó con el gato sino con el Diablo.

Amor

Tu amor me arde en el pecho como una llamarada, llamándome amor desde el fondo de tu alma.

Quijote

En todo hombre anida un Quijote, un soñador, un justiciero, un aventurero y un loco enamorado, dispuesto a vivir batallas, desafíos, desilusiones, requiebros, amores, tormentas y disparates.

No es casual que el luchador social sea el prototipo del Quijote. Simboliza, por antonomasia, la abnegación y la entrega a nobles causas, como son los ideales de la libertad y la justicia.

El hombre, común y corriente, es un Quijote desarmado. No lleva yelmo, ni cota con anillos de acero, ni coraza de hierro para protegerse de las afiladas espadas y las armas de fuego. No lleva adarga al brazo ni lanza en ristre para acometer contra los enemigos del género humano.

El hombre es un Quijote que solo necesita armarse de coraje, como todo caballero de armas llevar, y acometer contra el adversario con la firme decisión de infligirle una derrota. Así lo hizo el caballero de la triste figura cuando se enfrentó al rebaño de ovejas y a los molinos de viento, creyéndolos enemigos invencibles por su ferocidad y sed de sangre.

El hombre, incluso cuando se trata de conquistar a una mujer, es un Quijote de sentimientos desenfrenados, un Quijote capaz de perder los estribos de su corazón y entregarse en cuerpo y alma a la mujer que ama con la fidelidad de un escudero y un perro galgo.

El hombre es un Quijote apasionado, que puede enloquecer por un amor platónico, ataviarse con armaduras de ternura, cabalgar en un Rocinante de ilusiones, desenvainar la afilada espada de la paz y desbaratar los peligros que amenazan la vida de su amada, aunque la bellísima Dulcinea solo exista en su imaginación y en su loco corazón de enamorado.

martes, 1 de abril de 2025

ALEXANDRA BRAVO Y SUS PLUMAS

Cierto día, muy entrada la noche, sonó mi teléfono sacándome del sueño. Cuando levanté el auricular, escuché una voz conocida, casi familiar. Era Alexandra Bravo, quien acababa de llegar de suiza para exponer una parte de su arte plumario, que practicó entre las tribus de la amazonia peruana, en el Museo Etnográfico de Estocolmo.

Acordamos vernos en la puerta del Museo. Aquella tarde el frío calaba hasta los huesos y la nieve caía sin cesar. La aguardé en la puerta hasta que ella salió acompañada por un pintor argentino, cuyo nombre no recuerdo. Alexandra estaba igual que antes, como si los años no le hubiesen tocado un pelo. Llevaba una pluma de pendiente y otra pluma de collar; tenía los ojos cansados, una cabellera enmarañada como por el resoplido del viento y una sonrisa que se ampliaba en su rostro a punto de estallar en una carcajada.

Mientras el pintor argentino nos conducía en su auto hacia el centro de la ciudad, conversamos animadamente, recordando la primera vez que nos conocimos en París, en una conferencia de exiliados bolivianos, que se llevó a cabo en el verano de 1977. Recordamos también las veces que fuimos al Museo Moderno, donde ella me hablaba de arte y de sus tentaciones políticas.

En un tramo del trayecto, se le acercó al pintor argentino y le dijo: Este boliviano es como mi hermano. Yo no supe cómo disimular mi vergüenza y me limité a mirar las luces de la ciudad, que parecían luciérnagas en la noche, y a recordar aquel día que, mientras viajábamos en el metro, ella me enseñó el perfil de su rostro, preguntándome: ¿Te gustan los rasgos de mi cara? Sí –le contesté–, pero para contemplarnos y no tocarlos. Ella me clavó una mirada seria y mantuvo un largo silencio.

Apenas arribamos al centro de la ciudad, descendimos del auto. El pintor argentino prosiguió su camino y nosotros ingresamos a un restaurante chino, donde conversamos desde lo más mínimo hasta lo más íntimo.

Hablamos de la estética del arte y, sobre todo, de sus proyectos e inquietudes. ¿Dónde y cómo nació tu interés por las plumas?, le pregunté. Es una historia muy larga –contestó–. Sin embargo, todo empezó el día que visité el Museo Etnográfico de Berlín, donde me enfrenté maravillada a una exposición de plumas; allí mismo, en el sótano que apestaba a desinfectante, aprendí las técnicas del arte plumario. Cuando retorné a Zúrich, ya tenía en la cabeza un mundo de ideas, todas ellas en base a las plumas. Estando en eso, se me presentó la oportunidad de viajar a Perú a desarrollar un trabajo en comunidades campesinas. Después me fui a la Amazonia en busca de conocimientos y materiales, que me permitieran realizar mi proyecto.  

La calle estaba vacía y en el restaurante no quedamos más que nosotros. Yo pedí otra cerveza y ella siguió contándome sus aventuras en Zúrich y en la Amazonia. A ratos, la pluma que le adornaba la oreja y el pescuezo, me evocaba, además del estereotipo que creó el hombre blanco del indio emplumado, a la figura extravagante de Frida Khalo, quien levantaba más aspavientos con sus atuendos autóctonos que con sus dibujos y pinturas.

Alexandra –le dije–.Supongo que las plumas tienen su historia como todas las cosas. Por qué no me cuentas un poco. Ella contestó muy rapidito: Las plumas son solo plumas. Empero, desde la más remota antigüedad han sido tan importantes como las aves que las llevan. En muchas culturas, los pájaros han simbolizado no solo la fuerza, la sabiduría y el coraje, sino también la vida, la muerte y la guerra. De ahí que las plumas de estas aves tuvieron un carácter social, religioso, mitológico y práctico. Por ejemplo, entre los incas, mayas y aztecas, las plumas eran sinónimos de poder y estatus social; con las plumas adornaban las diademas, los mantos sagrados, las armas de guerra y el cuerpo de los guerreros. En Europa, las plumas eran un atributo de las clases dominantes, de los caballeros con sombreros de copa alta y de las damas de relampagueantes joyas y sombreros de ala ancha. Y, en efecto, en las calles de escaparates lujosos se pueden ver todavía a personas de andar aristocrático, llevando en el sombrero un ala de colibrí o la cola de un quetzal, como si cargaran un arcoíris en la cabeza; sin saber que estas maravillosas aves, cuyas plumas se han trocado en joyas tan preciadas como el oro, jade o turquesa, son especies en peligro de extinción en las zonas donde son cazadas y desplumadas.

En vista que es difícil conseguir plumas de aves en extinción, ¿Puedes decirme de dónde provienen las plumas con las cuales trabajas?, le pregunté esperándome una respuesta larga. Ella me guiño el ojo y, levándose de la silla, contestó: De las aves de corral.

Salimos del restaurante, caminamos una cuadra entre la nieve que refulgía bajo la luz de las luminarias e ingresamos al metro que está al lado de La Casa del Concierto, donde todos los años se entregan los Premios Nobel.

Al cabo de nuestra conversación, apareció el metro rumbo a Hasselby y Alexandra se despidió, preocupada del porqué los señores del Museo Etnográfico de Estocolmo no le dejaron decir que para ella el arte plumario es una forma de manifestar su solidaridad y compromiso político con la lucha de los pueblos indígenas de América Latina.