martes, 20 de julio de 2010


UN POETA MURIÓ EN LA HORCA

Benjamín Moloise nació en el gueto de Alexandra, al otro lado de las lujosas zonas blancas de Johannesburgo. Trabajaba como carpintero en la población negra de Soweto y simpatizaba con el Congreso Nacional Africano (ANC), el entonces prohibido movimiento de oposición contra el sistema racial sudafricano.

Su verdadera historia comenzó en diciembre de 1982, cuando el policía Fhilipus Selepe cayó acribillado, con una carabina automática de fabricación rusa, en las afueras de Pretoria.

Siete meses más tarde, ese joven carpintero, que cargaba en su interior a un poeta taciturno, fue detenido por las fuerzas represivas del Estado, acusado de ser el autor del crimen y condenado a morir en el patíbulo, como ese prisionero hindú, de cabeza rapada y bigotes gruesos, retratado en uno de los primeros relatos de George Orwell.

Benjamín Moloise, poco antes de ser ahorcado, recibió la visita de su madre en la cárcel, donde hablaron sólo veinte minutos, separados por un muro de cristal, como si fuesen la vida y la muerte. Se miraron de cerca, comunicándose más con los ojos que con palabras, ya que sus voces, deformadas por los micrófonos, caían en el fondo del alma como caen las piedras formando anillos en el agua. Al despedirse, Benjamín Moloise pidió que su muerte fuera aceptada con dignidad y sin lágrimas, consciente de que no era el primero ni el último en ofrendar su vida a la causa libertaria. También pensó enfrentar la muerte entonando la canción dedicada a Oliver Tambo y le suplicó a su madre cantar “La lucha continúa...”, ni bien sus verdugos le pusieran la soga al cuello.

Cuando Maninka Pauline abandonó la cárcel, y dijo: “Estoy orgullosa de mi hijo, quien va a morir como un guerrero valiente”, estalló en mi mente la imagen de aquella mujer estoica retratada en “La madre” de Máximo Gorki.

La madre de Benjamín Moloise, requerida por los periodistas, añadió sin titubeos: “A pesar de estar tan cerca de la muerte, no mostró remordimiento ni compasión por sí mismo (...) Estaba agradecido a las personas y organizaciones internacionales que intentaron salvar su vida (...) Y su último mensaje fue: la liberad está a mano y tenemos que continuar hacia delante. ¡Adelante!”.

La noche en que el poeta escribió un reportaje al pie de la horca, como lo hizo Julius Fuck antes de morir en manos de la Gestapo, un tumulto se concentró en Soweto para celebrar una misa en su memoria. Al despuntar el alba, y en medio de disturbios callejeros, sus padres se dirigieron a la cárcel de Pretoria, con la intención de abrazarlo y despedirlo, pero los guardias, por órdenes superiores, les prohibieron el ingreso. De modo que permanecieron arrimados a los muros de color ladrillo, acosados por los perros que husmeaban asidos a las manos de sus amos.

A las siete de la mañana, cuando Benjamín Moloise fue conducido al patíbulo entre dos guardias, una ola de puños se alzó en el aire y un himno sonoro estalló en los labios. La soga corrediza, sujeta del travesaño, estranguló al poeta que escribió antes de enfrentarse a la muerte: “Estoy orgulloso de ser lo que soy,/ estoy orgulloso de haber hecho lo que hice./ A la tormenta de la represión/ seguirá el torrente de mi sangre./ Estoy orgulloso de dar mi vida,/ mi única y solitaria vida...”.

Veinte minutos después, la madre de Benjamín Moloise ingresó a la prisión de máxima seguridad de Pretoria. No alcanzó a contemplar el cadáver de su hijo, salvo a besar y abrazar el ataúd de maderas negras, donde yacía el condenado No. 87. Su madre quiso enterrarlo con los ritos tradicionales de su pueblo, pero le negaron aduciendo que los restos de un ajusticiado son propiedad del Estado. Un grupo de policías blancos lo sepultó en el cementerio de la prisión y, al cabo de una semana, dieron a conocer el número de la tumba donde descansaba el poeta negro, con los puños apretados y el cuello desgarrado por la soga.

Cuando su madre ganó los muros de la cárcel, con las esperanzas puestas en Nelson Mandela y un odio que le nació desde el fondo de sus entrañas, manifestó a la prensa: “¡Este gobierno es cruel, cruel, cruel!”. Ese mismo día, varios jefes de Estado aplicaron sanciones económicas contra el gobierno racista de Willem Pieter Botha y declararon el sistema del apartheid como un flagrante atentado contra los Derechos Humanos, mientras en Johannesburgo, el centro comercial más importante del país, la violencia volvió a las calles y los manifestantes peleaban no sólo por conquistar el voto universal y la libertad de Nelson Mandela, sino también para vengar la muerte del poeta negro, quien vivirá para siempre en el corazón de su pueblo.

Benjamín Moloise murió con dignidad y sin temer a sus verdugos. Tampoco vertió lágrimas cuando estaba al pie de la horca ni cuando escribió sus últimos versos: “Quien del polvo viene,/ un día al polvo vuelve...”.

1 comentario :

  1. Muchas gracias, Don Victor, por estas palabras de homenaje.

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